El agua gotea de los robles.
En las profundas sombras de los tejos y olivos, Scarpetta dispone trozos quebrados de cerámica en el fondo de las macetas para facilitar el drenaje de manera que las plantas no se pudran. El aire cálido está húmedo tras la intensa lluvia que ha empezado de repente y ha escampado también de súbito.
Bull lleva una escalera hasta un roble que extiende su dosel por encima de la mayor parte del jardín de Scarpetta. Ella empieza a aplastar la tierra en las macetas y planta petunias, luego perejil, eneldo e hinojo, porque atrae a las mariposas. Dispone los rizados oídos de cordero de color plateado y las artemisas en sitios mejores, donde les dé el sol.
El aroma a tierra húmeda y margosa se entrevera con la acritud del ladrillo viejo y el moho mientras ella se desplaza con cierta rigidez —debido a los años de implacables suelos de baldosa en el depósito de cadáveres— hasta una columna de ladrillo recubierta de helechos. Se pone a diagnosticar el problema.
—Si arranco estos helechos, Bull, es posible que dañe el ladrillo. ¿A usted qué le parece?
—Es ladrillo de Charleston, probablemente de un par de siglos de antigüedad, diría yo. —Encaramado a la escalera—. Yo arrancaría un poco, a ver qué pasa.
El helecho se desprende sin dificultad. Scarpetta llena la regadera e intenta no pensar en Marino. Se pone fatal cuando se acuerda de Rose.
—Un hombre ha venido por el paseo en una chopper justo antes de que llegara usted —informa Bull.
Ella deja lo que está haciendo y se queda mirándolo.
—¿Era Marino?
Al volver a casa del apartamento de Rose, la moto había desparecido. Debe de haber ido en el coche de ella hasta su casa para coger una llave de reserva.
—No, señora, no era él. Yo estaba subido a la escalera podando los nísperos y lo vi en su moto por encima de la verja. Él no me vio. Igual no era nada. —Chasquean las tijeras de podar y caen al suelo ramillas laterales y esos brotes que se llaman serpollos—. ¿La ha estado molestando alguien? Porque me gustaría que me lo dijera.
—¿Qué hizo?
—Dobló la esquina y avanzó muy lento hasta la mitad del paseo, luego dio media vuelta y regresó. Me pareció que llevaba un pañuelo anudado a la cabeza, creo que anaranjado y amarillo. Era difícil asegurarlo desde mi posición. La chopper tenía los tubos de escape hechos polvo, traqueteaba y chisporroteaba como si estuviera a punto de fallar. Si hay algo que yo deba saber, debe decírmelo. Estaré atento.
—¿Le había visto alguna vez por aquí?
—Reconocería esa chopper.
Scarpetta piensa en lo que le dijo Marino anoche. Un motero le dijo que le ocurriría alguna desgracia a ella si no se iba de la ciudad. ¿Quién puede querer que se vaya hasta el punto de hacerle llegar un mensaje así? El juez de instrucción local es el primero que le viene a la cabeza.
—¿Sabe algo sobre el juez de instrucción de aquí? —le pregunta a Bull—. ¿Henry Hollings?
—Sólo que su familia lleva esa funeraria desde la guerra, ese sitio enorme detrás de un alto muro allá en Calhoun, no muy lejos de aquí. No me hace gracia pensar que alguien la está molestando. Su vecina es un rato curiosa, desde luego.
La señora Grimball está otra vez mirando por la ventana.
—Me vigila como un halcón —comenta Bull—. Si me permite decirlo, tiene un ramalazo de crueldad y no le importa hacer daño a la gente.
Scarpetta vuelve a poner manos a la obra. Algo está devorándole algunas flores, y se lo comenta a Bull.
—Tenemos un grave problema con las ratas por aquí-responde él con tono que suena profético.
Ella examina los pensamientos dañados.
—Babosas —decide.
—Podría probar con cerveza —propone Bull, al tiempo que hace chasquear la podadora-Ponga unos cuencos después de oscurecer. Se arrastran hasta allí, se emborrachan y se ahogan.
—Ya, y la cerveza atraerá más babosas de las que había al principio. Además, sería incapaz de ahogar nada.
Se desprenden más serpollos del roble.
—He visto excrementos de mapache por ahí. —Señala con la podadora—. Podrían ser ellos los que se comen los pensamientos.
—Mapaches, ardillas. No puedo hacer nada al respecto.
—Claro que sí, pero no quiere. Está claro que no le gusta matar nada. Es interesante, teniendo en cuenta su trabajo. Es de imaginar que no tendría por qué afectarle. —Habla desde el árbol.
—Tengo la impresión de que mi profesión hace que me afecte todo.
—Ajá. Eso es lo que ocurre cuando uno sabe demasiado. Esas hortensias ahí cerca de usted, si pone alrededor unos clavos oxidados, se volverán de un hermoso color azul.
—La epsomita también da buen resultado.
—¿Epso qué?
Scarpetta mira a través de una lente de joyero el dorso de una hoja de camelia y repara en unas escamas blancuzcas.
—Vamos a podar éstas, y puesto que hay gérmenes patógenos en los cortes, tendremos que desinfectar las herramientas antes de utilizarlas en otra cosa. He de llamar al patólogo de plantas.
—Ajá. Las plantas tienen enfermedades igual que la gente.
Los cuervos empiezan a alborotarse en el dosel del roble que Bull está podando, y varios remontan el vuelo de repente.
Madelisa se queda paralizada como la mujer de la Biblia a la que, por no cumplir su voluntad, Dios convirtió en estatua de sal. Está entrando en propiedad privada, cometiendo un acto ilegal.
—¿Hola? —vuelve a llamar.
Se arma de valor para abandonar el lavadero y entrar en la gran cocina de la casa más elegante que ha visto en su vida, mientras sigue repitiendo «¡Hola!», sin saber muy bien qué hacer. Está asustada como nunca en su vida, y debería marcharse de allí ya mismo. Empieza a deambular, mirándolo todo boquiabierta, con la sensación de ser una ladrona, temerosa de que la cojan —ahora o más adelante— y vaya a parar a la cárcel.
Debería marcharse, irse de inmediato. Nota punzadas a la altura de la nuca y sigue llamando «¡Hola!» y «¿Hay alguien en casa?», sin dejar de preguntarse por qué demonios está abierta la casa y hay carne en la parrilla si no hay nadie. Empieza a imaginar que la observan mientras merodea, y algo le advierte que tiene que escapar tan rápido como pueda de esa casa y regresar con su marido. No tiene derecho a deambular y curiosear, pero no puede evitarlo ahora que ya está allí. Nunca había visto una casa así y no entiende por qué nadie contesta a sus llamados, pero es demasiado curiosa para dar media vuelta, o tiene la sensación de que no puede hacerlo.
Pasa por debajo de un arco para acceder a un tremendo salón. El suelo es de una piedra azul que parece gema y está adornado con preciosas alfombras orientales. Las enormes vigas están a la vista y hay una chimenea lo bastante grande para asar un cerdo. Ve una pantalla de cine extendida sobre una cristalera que da al océano. El polvo revolotea en el haz de luz del retroproyector, la pantalla está iluminada pero sin imagen, y no hay sonido. Mira el sofá envolvente de cuero negro, perpleja ante las prendas pulcramente dobladas que hay encima: una camiseta oscura, pantalones oscuros, unos calzoncillos de hombre. La mesa de centro, de gran tamaño, está cubierta de paquetes de tabaco, frascos de pastillas y una botella pequeña de vodka Grey Goose casi vacía.
Madelisa se imagina a alguien, probablemente un hombre, borracho, deprimido o enfermo, lo que quizás explicaría que el perro escapara. Alguien ha estado aquí hace poco, bebiendo, piensa, y quienquiera que haya empezado a preparar la barbacoa parece haberse desvanecido. El corazón le palpita. No puede desembarazarse de la sensación de que alguien la observa, y piensa: «Dios santo, qué frío hace aquí».
—¡Hola! ¿Hay alguien en casa? —grita por enésima vez con voz ronca.
Le parece que sus pies se mueven por voluntad propia mientras indaga atemorizada, y el miedo produce un zumbido en su interior igual que una corriente eléctrica. Debería marcharse. Está violando propiedad privada igual que un ladrón: allanamiento de morada. Va a meterse en un buen lío. Nota que algo la observa. La policía la observará desde luego, si la atrapa, o mejor dicho, cuando la atrapen, y empieza a entrarle pánico, pero los pies no la escuchan y siguen llevándola de un lugar a otro.
—¿Hola? —dice con voz quebrada.
Al otro lado de la sala, hacia la izquierda del vestíbulo, hay otra habitación, y oye correr agua.
—¡Hola!
Se dirige vacilante hacia el sonido del agua. Por lo visto, no puede hacer que sus pies se detengan. Siguen adelante, y se encuentra en un dormitorio de grandes dimensiones con mobiliario caro y elegante, cortinas de seda echadas y fotos en todas las paredes. Una niña preciosa con una mujer muy bonita y feliz que debe de ser su madre. La alegre niña en una piscina hinchable con un perrito, el basset. La misma mujer hermosa llorando, sentada en un sofá junto a la famosa psiquiatra del programa de la tele, la doctora Self, rodeada de cámaras que la filman de cerca. La misma mujer hermosa con Drew Martin y un hombre atractivo de piel aceitunada y cabello negro. Drew y el hombre visten ropa de tenis y están en una pista con la raqueta en la mano.
Drew Martin fue asesinada, recuerda.
El edredón azul pálido de la cama está arrebujado. En el suelo de mármol negro cerca de la cabecera hay prendas que parecen tiradas: un chándal rosa, unos calcetines, un sujetador. El sonido del agua corriente resulta más audible conforme sus pies avanzan, y Madelisa ordena a sus pies que corran en dirección contraria, pero no le hacen caso. «Corred», les dice cuando la hacen entrar en un cuarto de baño de ónice negro y cobre. «¡¡Corred!!» Asimila lentamente la visión de las toallas húmedas y ensangrentadas en el lavabo de cobre, el sangriento cuchillo con filo dentado y el juego de cuchillos cubiertos de sangre detrás del retrete negro, el pulcro montón de sábanas rosa pálido encima del cesto.
Tras las cortinas echadas con estampado de rayas de tigre en torno a la bañera de cobre, corre el agua, borboteando sobre algo que no suena a metal.