Amanecer. Parece que va a llover.
Rose mira por una ventana de su apartamento en la esquina mientras el océano rompe suavemente contra el malecón al otro lado de Murray Boulevard. Cerca de su edificio —antaño un espléndido hotel— están algunas de las casas más caras de Charleston, formidables mansiones a orillas del mar que Rose ha fotografiado y dispuesto en un álbum que examina con detenimiento de vez en cuando. Le resulta casi imposible creer lo ocurrido, que está viviendo una pesadilla y un sueño al mismo tiempo.
Cuando se mudó a Charleston, su única petición fue vivir cerca del mar. «Lo bastante cerca para saber que está ahí mismo —así lo describió—. Sospecho que ésta es la última vez que te sigo a otra parte —le dijo a Scarpetta—. A mi edad, no quiero un jardín del que preocuparme, y siempre he deseado vivir cerca del agua, aunque no de un pantanal con olor a huevos podridos. El océano: me gustaría tener el océano al menos lo bastante cerca como para pasear hasta allí».
Pasaron mucho tiempo buscando. Rose acabó en el Ashley River en un apartamento destartalado que remozaron Scarpetta, Lucy y Marino. A Rose no le costó ni un penique, y además Scarpetta le subió el sueldo. De otro modo, Rose no habría podido permitirse el alquiler, pero aquello nunca se mencionó. Lo único que dijo Scarpetta es que Charleston es una ciudad cara en comparación con otros lugares en los que habían vivido, pero aunque no lo fuera, Rose se merecía un aumento.
Prepara café y ve las noticias mientras espera a que llame Marino. Transcurre otra hora y Rose se pregunta dónde estará. Otra hora y nada, y cada vez está más frustrada. Le ha dejado varios mensajes para avisarle que esa mañana no puede ir y que a ver si se pasa él para ayudarla a mover el sofá. Además, tiene que hablar con él. Le dijo a Scarpetta que lo haría y ahora es un momento tan bueno como cualquier otro. Son casi las diez. Ha vuelto a llamarle al móvil y salta el buzón de voz. Mira por la ventana abierta y la brisa fresca sopla procedente de más allá del malecón, donde el agua de color peltre está picada y malhumorada.
Sabe que no debería mover el sofá ella sola, pero está lo bastante impaciente y molesta como para hacerlo. Tose mientras sopesa la locura de una hazaña que habría estado a su alcance no mucho tiempo atrás. Permanece sentada con aire de desaliento y se pierde en los recuerdos de la noche anterior, de hablar y cogerse de la mano y besarse en ese mismo sofá. Tiene sentimientos que ya no creía poder tener, pero al mismo tiempo no deja de preguntarse cuánto durarán. No puede renunciar a ello pese a que no durará, lo sabe, y siente una tristeza tan honda y oscura que no tiene sentido indagar en ella.
Suena el teléfono. Es Lucy.
—¿Qué tal fue? —le pregunta Rose.
—Nate te envía recuerdos.
—Estoy más interesada en lo que dijo sobre ti.
—Nada nuevo.
—Eso es una noticia estupenda. —Rose se llega hasta la encimera de la cocina y coge el mando a distancia de la tele. Respira hondo—. Marino tenía que haber venido a cambiar el sofá de sitio, pero como suele ocurrir…
Una pausa, y Lucy dice:
—Ésa es una de las razones de mi llamada. Iba a pasarme por ahí para ver a tía Kay y hablarle de la visita a Nate. No sabe que fui. Siempre se lo digo después, para que no se vuelva loca de preocupación. La moto de Marino está aparcada delante de su casa.
—¿Esperaba tu visita?
—Acabo de decirte que no.
—¿A qué hora fue?
—A eso de las ocho.
—Imposible —dice Rose—. Marino sigue en coma a las ocho, al menos de un tiempo a esta parte.
—Fui al Starbucks y luego volví a casa de Kay hacia las nueve, y adivina qué. Me crucé con la novia de Marino, la de las patatas, al volante de su BMW.
—¿Seguro que era ella?
—¿Quieres el número de matrícula? ¿Su fecha de nacimiento? ¿Su saldo bancario? Que no es mucho, por cierto. Me parece que ya se ha fundido la mayor parte del dinero. Que no era de su papaíto muerto, además. El que no le dejara nada te da una idea de por dónde van los tiros. Pero hace cantidad de ingresos dudosos en su cuenta, y lo gasta tal como le va llegando.
—Esto no es bueno. ¿Te ha visto cuando regresabas del Starbucks?
—Yo iba con el Ferrari. Así que a menos que sea ciega además de una putilla insípida… Perdona.
—Sé lo que es una putilla, y desde luego ella encaja con la descripción. Marino tiene un detector especial que lo lleva directamente hacia las putillas.
—No pareces muy animada. Das la impresión de que te cuesta respirar —dice Lucy—. ¿Me paso luego por allí y te ayudo a mover el sofá?
—Aquí mismo estaré —responde Rose, y tose en el momento de colgar.
Enciende la tele justo a tiempo para ver cómo una pelota de tenis levanta una nubecilla de polvo rojo muy cerca de la línea, el servicio de Drew Martin tan rápido y esquivo que su contrincante ni siquiera intenta restarlo. La CNN emite pasajes del Roland Garros del año pasado: el asunto de Drew sigue incesantemente. Repeticiones de partidos, y de su vida y su muerte. Una y otra vez. Más metraje. Roma, la ciudad ancestral, luego el pequeño solar en construcción acordonado por la policía y la cinta amarilla. Las luces de emergencia destellantes.
«¿Qué más sabemos a estas alturas? ¿Hay algún avance en el caso?».
«Las autoridades romanas mantienen un hermético silencio. Da la impresión de que no hay pistas ni sospechosos, y el terrible crimen sigue envuelto en misterio. Aquí la gente se pregunta por qué. Se ve a muchos dejando ramos de flores en el margen del solar donde se encontró el cadáver».
Más repeticiones. Rose intenta no mirar. Lo ha visto infinidad de veces, pero sigue hipnotizándola.
Drew da un revés como si soltara un mandoble.
Se adelanta a la carrera hasta la red y lanza una volea por alto con tanta fuerza que rebota hasta las gradas. El público se pone en pie y la aclama con entusiasmo.
El hermoso rostro de Drew en el programa de la doctora Self. Habla aprisa y salta de un tema al siguiente, entusiasmada porque acaba de ganar el Open de Estados Unidos y la están llamando la Tiger Woods del tenis. La doctora sigue apretándole las tuercas y le hace preguntas impropias.
«¿Eres virgen, Drew?».
Sonrojada, entre risas, la joven se tapa la cara con las manos.
«Venga. —Self sonríe, encantada consigo misma—. A esto precisamente me refiero —le dice al público—. A la vergüenza. ¿Por qué nos avergüenza hablar de sexo?».
«Perdí la virginidad cuando tenía diez años —dice Drew—. Por culpa de la bici de mi hermano».
El público se pone como loco.
«Drew Martin, fallecida a sus dulces dieciséis años», dice una presentadora.
Rose se las arregla para empujar el sofá a través de la sala de estar y apoyarlo contra la pared. Luego se sienta en él y llora. Se levanta y camina de aquí para allá y llora, y se lamenta del error que es la muerte y de que la violencia es insoportable y la aborrece. Lo aborrece todo. En el cuarto de baño, coge un frasco de la medicina que le han recetado. En la cocina, se pone una copa de vino. Toma una pastilla y se la traga con el vino, y unos momentos después, tosiendo tanto que apenas puede respirar, se toma otra pastilla. Suena el teléfono y se nota temblorosa cuando va a contestar. Se le cae el auricular y lo recoge con torpeza.
—¿Sí?
—¿Rose? —Es Scarpetta.
—No debería ver las noticias.
—¿Estás llorando?
La habitación le da vueltas y empieza a ver doble.
—No es más que la gripe.
—Voy para allá.
Marino apoya la cabeza en el respaldo del asiento, los ojos enmascarados tras las gafas de sol, las manazas en los muslos.
Va vestido con la misma ropa que la víspera. Ha dormido sin desvestirse y tiene precisamente ese aspecto. La cara se le ve de un intenso tono rojizo y despide el hedor rancio de un borracho que se baña una vez al mes. Verlo y olerlo le traen a la cabeza imágenes demasiado horribles para describirlas, y nota el escozor y el dolor en esa piel que Marino no debería haber visto ni tocado. Lleva puestas prendas de seda y algodón, tejidos agradables al tacto, la camisa abrochada hasta el cuello, la cremallera de la chaqueta subida también, para ocultar las lesiones, para ocultar su humillación. En torno a él, se siente impotente y desnuda.
Otro silencio horrible mientras conduce. El coche huele a ajo y queso fuerte, y eso que Marino lleva la ventanilla abierta.
—La luz hace que me duelan los ojos —dice—. Es increíble cómo me está haciendo polvo los ojos la luz.
Lo ha dicho numerosas veces, en respuesta a la nadie le ha planteado de por qué no la mira ni se quita las gafas de sol a pesar del cielo encapotado y la lluvia. Cuando Scarpetta preparó café y tostadas hace apenas una hora y se lo llevó a la cama, Marino gimió mientras se incorporaba y se llevaba las manos a la cabeza. De una manera poco convincente, preguntó:
—¿Dónde estoy?
—Anoche estabas muy borracho. —Dejó el café y las tostadas en la mesilla de noche—. ¿Lo recuerdas?
—Si como cualquier cosa, voy a vomitar.
—¿Recuerdas anoche?
Él asegura que no recuerda nada después de haber llegado en moto a su casa, pero su actitud da a entender que lo recuerda todo. Sigue quejándose de que se encuentra fatal.
—Ojalá no llevaras comida ahí atrás —dice ahora—. No es buen momento para que huela comida.
—Es una pena. Rose tiene gripe.
Se detiene en el aparcamiento junto al edificio de Rose.
—Pues yo no quiero pillar la gripe, joder —dice él.
—Entonces quédate en el coche.
—Quiero saber qué hiciste con mi pistola. —También lo ha preguntado en varias ocasiones.
—Como te he dicho, está en lugar seguro.
Aparca. En el asiento de atrás hay una caja llena de platos tapados. Ha estado despierta toda la noche cocinando. Ha preparado suficientes tagliolini con salsa fortuna, lasaña boloñesa y sopa de verduras para alimentar a veinte personas.
—Anoche no estabas en condiciones de llevar una pistola cargada —añade.
—Quiero saber dónde está. ¿Qué has hecho con ella?
Camina un poco por delante de ella, sin ofrecerse a llevar la caja.
—Voy a decírtelo de nuevo. Te la cogí anoche. Te cogí la llave de la moto. ¿Recuerdas que te quité la llave porque insistías en irte en moto cuando apenas eras capaz de tenerte en pie?
—Ese bourbon que tienes —dice mientras caminan hacia el edificio encalado bajo la lluvia—. Booker’s. —Como si la culpa la tuviera ella—. No puedo permitirme un bourbon así. Entra tan suave que se me olvida la graduación que tiene.
—Así que la culpa la tengo yo.
—No sé por qué tienes algo tan fuerte en casa.
—Porque lo trajiste tú en Nochevieja.
—Es como si alguien me hubiera pegado en la cabeza con una palanqueta —dice mientras suben la escalera y el portero les franquea la entrada.
—Buenos días, Ed —dice Scarpetta, que alcanza a oír una tele en su habitáculo junto al vestíbulo. Le llega el sonido de las noticias, más cobertura del asesinato de Drew Martin.
Ed mira hacia su oficina, niega con la cabeza y dice:
—Es terrible. Era una chica estupenda, una chica estupenda de veras. La vi aquí mismo antes de ser asesinada, me daba veinte dólares de propina cada vez que cruzaba la puerta. Es terrible. Una chica tan simpática. Se comportaba como una persona de lo más normal, ¿sabe?
—¿Se alojaba aquí? —indaga Scarpetta—. Creía que siempre se quedaba en el hotel Charleston Place. Al menos eso han dicho en las noticias sobre sus estancias aquí.
—Su entrenador tiene un apartamento aquí, apenas si llega a pisarlo, pero lo tiene —informa Ed.
Scarpetta se pregunta cómo no se había enterado. Ahora no es momento de interpelar. Le preocupa Rose. Ed llama el ascensor y luego aprieta el botón del piso de Rose.
Se cierra la puerta. Las gafas de sol de Marino miran fijas al frente.
—Creo que tengo migraña —dice—. ¿Tienes algo para la migraña?
—Ya has tomado ochocientos miligramos de ibuprofeno. No vas a tomar nada al menos durante cinco horas.
—Eso no surte efecto contra la migraña. Ojalá no hubieras tenido ese bourbon en casa. Es como si alguien me hubiera metido algo en el vaso, como si me hubieran drogado.
—La única persona que te metió algo fuiste tú mismo.
—No puedo creer que llamaras a Bull. ¿Y si es peligroso?
A Scarpetta le resulta increíble que haga semejante comentario después de lo de anoche.
—Desde luego, espero que no le pidas que te ayude en la consulta, joder —dice—. ¿Qué coño sabe hacer? No hará más que causar molestias.
—Ahora mismo no puedo pensar en eso. Estoy pensando en Rose. Y quizá sería un buen momento para que te preocuparas por alguien aparte de ti mismo. —Scarpetta empieza a notarse furiosa y camina aprisa por el pasillo de viejo enlucido blanco y moqueta azul desgastada.
Llama al timbre de Rose, pero no hay respuesta, no se oye otro sonido en el interior que la televisión. Deja la caja en el suelo y llama otra vez, y luego otra. La llama al móvil y al teléfono fijo. Los oye sonar dentro de la casa, y luego el buzón de voz.
—¡Rose! —Scarpetta golpea la puerta con el puño—. ¡Rose!
—A la mierda. —Marino propina un patadón a la puerta.
La madera se hace astillas y salta la cadena de seguridad, cuyos eslabones tintinean al caer al suelo mientras la puerta se abre de súbito y golpea la pared.
En el interior, Rose está en el sofá, inmóvil, con los ojos cerrados, la cara pálida, mechones de largo cabello canoso desprendidos del peinado.
—¡Llama a urgencias! —Scarpetta le pone unos cojines detrás de la espalda para recostarla mientras Marino pide una ambulancia.
Le toma el pulso: 61.
—Vienen de camino —anuncia Marino.
—Ve al coche. Tengo el maletín en el maletero.
Sale a la carrera del apartamento y entonces ella ve la copa de vino y el frasco de pastillas en el suelo, casi oculto bajo el faldón del sofá. Le asombra ver que Rose ha estado tomando Roxicodona, marca comercial del hidrocloruro de oxicodona, un analgésico opioide famoso por crear adicción. La receta de cien comprimidos tiene fecha de hace diez días. Quita el tapón al frasco y cuenta las pastillas verdes de quince miligramos: quedan diecisiete.
—¡Rose! —La sacude. Está caliente y sudorosa—. ¡Rose, despierta! ¿Me oyes? ¡Rose!
Corre al cuarto de baño y regresa con un paño húmedo, se lo pone en la frente y le coge la mano, hablándole para despertarla. Entonces regresa Marino, que parece frenético y asustado al entregarle el maletín.
—Ha cambiado de sitio el sofá. Tenía que haberlo hecho yo —dice mientras mira fijamente el mueble con las gafas de sol.
Rose se mueve justo cuando a lo lejos suena una sirena. Scarpetta saca el tensiómetro y el estetoscopio del maletín.
—Le prometí que vendría a ayudarla —insiste Marino—. Lo ha cambiado de sitio ella sola. Estaba ahí. —Sus gafas de sol miran un espacio vacío cerca de la ventana.
Scarpetta le levanta la manga a Rose, le pone el estetoscopio en el brazo, le envuelve el manguito por encima del codo, lo bastante ajustado para detener la presión sanguínea.
La sirena es estruendosa.
Aprieta el dispositivo, infla el manguito y luego abre la válvula para dejar escapar el aire lentamente mientras escucha el latido de la sangre en su discurrir por la arteria. El aire lanza un quedo siseo conforme el manguito se va desinflando.
La sirena calla: la ambulancia ha llegado.
Presión sistólica: 86; diastólica: 58. Desplaza el diafragma al pecho y luego a la espalda. Tiene la respiración deprimida y está hipotensa.
Rose se mueve y vuelve la cabeza.
—¿Rose? —dice Scarpetta, bien alto—. ¿Me oyes?
La otra pestañea y abre los ojos.
—Voy a tomarte la temperatura. —Le pone debajo de la lengua el termómetro digital, que lanza un pitido en cuestión de segundos. Treinta y siete y medio. Le enseña el frasco de pastillas—. ¿Cuántas has tomado? ¿Cuánto vino has bebido?
—No es más que la gripe.
—¿Has movido el sofá tú sola? —le pregunta Marino, como si tuviera importancia.
Ella asiente.
—Me he pasado. Eso es todo.
Pasos rápidos, el jaleo de los paramédicos y una camilla de ruedas en el pasillo.
—No —protesta—. Diles que se vayan.
Entran dos hombretones de mono azul y empujan hasta el interior una camilla con desfibrilador y demás.
Rose dice «No» y menea la cabeza.
—No; estoy bien. No pienso ir al hospital.
En el vano de la puerta aparece Ed con cara de preocupación y echa un vistazo al interior.
—¿Qué ocurre, señora? —Uno de los sanitarios, rubio y de ojos azul claro, se acerca al sofá y observa a Rose con atención. Luego mira a Scarpetta.
—No. —Rose se muestra inflexible y con un gesto de la mano les indica que se retiren—. ¡Lo digo en serio! Hagan el favor de irse. Me he desmayado. Eso es todo.
—No, eso no es todo —replica Marino, pero sus gafas de sol miran al técnico rubio—. He tenido que abrir la maldita puerta de una patada.
—Y más vale que la arregles antes de irte —masculla Rose.
Scarpetta se presenta y explica que, por lo visto, Rose ha mezclado alcohol con oxicodona, y estaba inconsciente cuando han llegado.
—¿Señora? —El sanitario rubio se acerca un poco más a Rose—. ¿Cuánto alcohol y oxicodona ha tomado, y cuándo?
—Una más de lo habitual. Tres pastillas. Y un poquito de vino, nada más. Media copa.
—Señora, es muy importante que sea sincera conmigo.
Scarpetta le entrega el frasco de pastillas y le dice a Rose:
—Un comprimido cada cuatro o seis horas. Has tomado más. Y ya te han prescrito una dosis elevada. Quiero que vayas al hospital para asegurarnos de que todo va bien.
—Ni hablar.
—¿Las has desmenuzado, las has masticado o te las has tomado enteras? —pregunta Scarpetta, porque cuando las pastillas están desmenuzadas, se disuelven más aprisa y la oxicodona se absorbe con mayor rapidez.
—Las he tragado enteras, como siempre. Me dolían muchísimo las rodillas. —Mira a Marino—. No debería haber cambiado de sitio el sofá.
—Si no te vas con estos sanitarios tan simpáticos, pienso llevarte yo misma —le dice Scarpetta, consciente de que el rubio la está mirando.
—Olvídalo. —Rose niega tozuda con la cabeza.
Marino ve que el sanitario rubio no quita ojo a Scarpetta, pero no se acerca a ella con ademán protector como hubiera hecho antes. Ella no plantea la pregunta más inquietante: por qué Rose toma Roxicodona.
—No pienso ir al hospital —dice Rose—. No pienso ir. Lo digo en serio.
—Me da la impresión de que no van a hacernos falta —dice Scarpetta a los sanitarios—. Gracias de todos modos.
—Asistí a su conferencia hace unos meses —le dice el rubio—. La sesión sobre muertes infantiles en la Academia Forense Nacional. La conferencia que usted dio.
En su placa de identificación pone «T. Turkington». Scarpetta no lo recuerda en absoluto.
—¿Qué demonios hacía allí? —le pregunta Marino—. La AFN es para polis.
—Soy investigador del departamento del sheriff del condado de Beaufort. Me enviaron a la AFN. Me he licenciado.
—Vaya, qué curioso —comenta Marino—. Entonces ¿qué coño hace aquí en Charleston, paseándose en ambulancia?
—En los días libres trabajo como técnico de emergencias.
—Esto no es el condado de Beaufort.
—No me viene mal el dinero extra. La asistencia médica de emergencia constituye una buena preparación suplementaria para mi trabajo de verdad. Tengo novia aquí, o la tenía. —Se muestra relajado al respecto, y le dice a Scarpetta—: Si está segura de que todo anda bien por aquí, vamos a marcharnos.
—Gracias. La tendré vigilada —responde ella.
—Me alegra verla de nuevo, por cierto. —La mira fijamente con sus ojos azules, y luego su compañero y él se marchan.
Scarpetta le dice a Rose:
—Voy a llevarte al hospital para asegurarme de que no ocurre nada más.
—No me vas a llevar a ninguna parte —replica ella—. ¿Quieres hacer el favor de hacer que me pongan una puerta nueva? —le suelta a Marino—. O una cerradura nueva, o lo que haga falta para arreglar el estropicio que has montado.
—Puedes usar mi coche —le dice Scarpetta, y le lanza las llaves—. Yo volveré a casa andando.
—Tengo que pasar un momento por tu casa.
—Eso tendrá que esperar hasta más tarde —responde ella.
El sol aparece y desaparece tras nubes brumosas, y el mar arremete contra la orilla.
Ashley Dooley, un tipo de Carolina de Sur de pura cepa, se ha quitado la cazadora y se la ha atado por las mangas debajo de su abultado vientre. Dirige la videocámara recién comprada hacia su mujer Madelisa, y luego deja de filmar cuando aparece un basset blanco y negro entre las matas de avena de mar. El perro se llega al trote hasta Madelisa arrastrando las orejas mustias por la arena y se apoya en sus piernas, jadeante.
—¡Ay, mira, Ashley! —Se acuclilla y lo acaricia—. Pobrecillo, está temblando. ¿Qué ocurre, bonito? No tengas miedo. No es más que un cachorrillo.
Los perros la adoran y la buscan. Nunca se ha encontrado con un perro que le ladre o tenga otro comportamiento con ella que quererla. El año pasado tuvieron que sacrificar a Frisbee cuando se le detectó un tumor. Madelisa no lo ha superado; no perdona a Ashley que rechazara el tratamiento por lo caro que salía.
—Vete hacia ahí —le indica Ashley—. El perro puede salir en la película si quieres. También voy a filmar todas esas casas tan elegantes al fondo. Joder, fíjate en ésa: parece traída de Europa. ¿A quién cono le hace falta algo tan grande?
—Ojalá pudiéramos ir a Europa.
—Esta cámara es lo más, te lo aseguro.
Madelisa no soporta oírle hablar de ello. Por alguna razón, ha podido permitirse gastar mil trescientos dólares en una cámara cuando no pudo gastar ni un céntimo en Frisbee.
—Fíjate, todos esos balcones y el tejado rojo —dice—. Imagina vivir en un sitio así.
«Si viviéramos en un sitio así —piensa ella—, no me importaría que compraras videocámaras caras y una tele con pantalla de plasma, y podríamos habernos permitido pagar el veterinario de Frisbee».
—No puedo ni imaginármelo —dice mientras posa delante de la duna. El basset se ha sentado a sus pies, resollando.
—Tengo entendido que hay una de treinta millones de dólares por ahí. —Señala—. Sonríe. Eso no es una sonrisa. Una sonrisa bien grande. Me parece que es propiedad de algún famoso, igual del tipo que puso en marcha Wal-Mart. ¿Por qué jadea tanto ese perro? No hace tanto calor. Y también está temblando. Igual está enfermo, podría tener la rabia.
—No, cariño mío, tiembla porque está asustado. Quizá tiene sed. Ya te he dicho que trajeras una botella de agua. Y el tipo que puso en marcha Wal-Mart ya murió —añade, mientras acaricia al chucho y escudriña la playa. No ve a nadie cerca, sólo alguna que otra persona en la lejanía, pescando—. Me parece que se ha perdido —dice—. No veo a nadie por aquí que pueda ser su dueño.
—Lo buscaremos, filmaremos un poco.
—¿Buscar, qué? —pregunta ella, con el perro pegado a las piernas, venga jadear y temblar. Le echa un buen vistazo y repara en que le hace falta un baño y también que le recorten las garras. Luego se fija en algo más—: Ay, Dios mío, me parece que está herido. —Le toca la cerviz, se mira los dedos ensangrentados y empieza a removerle el pelaje en busca de una herida, pero no la encuentra—. Vaya, qué raro. ¿Cómo se habrá manchado de sangre? Tiene más por aquí, pero no parece estar herido. Qué asco.
Se limpia los dedos en los bermudas.
—Igual encontramos el cadáver de un gato mordisqueado en alguna parte. —Ashley detesta los gatos—. Vamos a seguir paseando. Tenemos clase de tenis a las dos y antes tengo que almorzar un poco. ¿Queda algo de jamón glaseado?
Ella vuelve la mirada: el basset está sentado en la arena y los mira sin dejar de jadear.
—Sé que guardas una llave de reserva en esa cajita que tienes enterrada en el jardín bajo un montón de ladrillos detrás de los arbustos —dice Rose.
—Tiene una resaca de cuidado y no quiero que se suba a la moto con una maldita pistola del calibre cuarenta metida en el pantalón —le explica Scarpetta.
—Bueno, ¿y cómo es que fue a parar a tu casa? Y, ya que estamos, ¿cómo es que se quedó allí a dormir?
—No quiero hablar de él. Quiero hablar de ti.
—Por qué no te levantas del sofá y traes una silla. Me resulta difícil hablar cuando te tengo prácticamente sentada encima —dice Rose.
Scarpetta acerca una silla del comedor y dice:
—Tu medicación.
—No he estado sisando pastillas de la morgue, si eso crees. Todos esos cadáveres que llegan con docenas de frascos que les han recetado, ¿y por qué? Pues porque no se las toman. Las pastillas no arreglan nada, maldita sea. Si lo hicieran, toda esa gente no acabaría en el depósito.
—Tu frasco lleva escrito tu nombre y el de tu médico. Ahora bien, puedo buscarlo yo misma o puedes decirme qué clase de médico es y por qué lo visitas.
—Es oncólogo.
Para Scarpetta equivale a una patada en el pecho.
—Por favor. No me lo pongas más difícil —dice Rose—. Confiaba en que no te enteraras hasta que fuera el momento de elegir una urna aceptable para mis cenizas. Ya sé que no debería haberlo hecho. —Intenta recobrar el aliento—. Me encontraba en tal estado, me sentía tan mal… y me dolía todo el cuerpo.
Scarpetta le coge la mano.
—Es curioso las emboscadas que nos tienden nuestros sentimientos. Te has mostrado estoica. ¿O debería decir «obstinada»? Hoy tienes que reconocerlo.
—Voy a morirme. Me sabe fatal hacerle esto a todo el mundo.
—¿Qué clase de cáncer? —No le suelta la mano.
—De pulmón. Antes de que pienses que se debe a todo el humo que inhalé en aquellos tiempos en que tú fumabas sin parar en tu despacho, he de decirte que… —empieza Rose.
—Ojalá no hubiera fumado. No sabes cuánto desearía no haberlo hecho.
—Lo que me está matando no tiene nada que ver contigo —dice Rose—. Te lo aseguro. Lo digo con toda sinceridad.
—¿Es de células no pequeñas o de células pequeñas?
—No pequeñas.
—¿Adenocarcinoma escamoso?
—Adenocarcinoma. Lo mismo de lo que murió mi tía. Al igual que yo, no fumó en su vida. Su abuelo murió de cáncer escamoso, y él sí fumaba. Ni por asomo pensé que tendría cáncer de pulmón, y tampoco se me había ocurrido que moriría. ¿No es ridículo? —Lanza un suspiro. El color va volviendo lentamente a su cara, la luz a sus ojos—. Vemos la muerte todos los días y aun así seguimos negándola. Tienes razón, doctora Scarpetta. Supongo que hoy me ha cogido por sorpresa. No la vi venir.
—Quizá va siendo hora de que me llames Kay.
Ella niega con la cabeza.
—¿Por qué no? ¿Es que no somos amigas?
—Siempre hemos creído en los límites —dice Rose—, y nos han resultado de provecho. Trabajo para una persona que me enorgullece conocer. Se llama doctora Scarpetta, o jefa. —Sonríe—. Sería incapaz de llamarte Kay.
—Así que ahora me despersonalizas. A menos que estés hablando de otra persona.
—Sí, es otra persona. Una mujer a quien tú no conoces de veras. Creo que la tienes en mucha menor estima que yo. Sobre todo de un tiempo a esta parte.
—Lo siento, no soy esa mujer heroica que acabas de describir, pero déjame ayudar lo poco que pueda, ingresándote en el mejor centro del país, el Centro Oncológico Stanford, el mismo al que va Lucy. Yo misma te llevaré. Seguirás cualquier tratamiento que…
—No, no. —Rose vuelve a negar con la cabeza lentamente—. Ahora calla y escúchame. He consultado a toda clase de especialistas. ¿Recuerdas que el verano pasado me fui a hacer un crucero de tres semanas? Era mentira. El único crucero que hice fue de un especialista a otro, y luego Lucy me llevó a Stanford, que es donde encontré médico. El diagnóstico es el mismo. La única opción era quimio y radio, y me negué.
—Deberíamos probar todo lo que esté a nuestro alcance.
—Ya estoy en la fase tres B.
—¿Se ha extendido a los nódulos linfáticos?
—A los nódulos linfáticos y al hueso. Ya va camino de la fase cuatro. No hay posibilidad de operar.
—La quimioterapia y la radioterapia, o incluso la terapia de radiación por sí sola. Tenemos que intentarlo. No podemos darnos por vencidas así.
—En primer lugar, no se trata de nosotras. Se trata de mí. Y no, no pienso pasar por eso. Prefiero morir a soportar que se me caiga el pelo y estar triste y hecha polvo cuando me consta que esta enfermedad va a matarme, y no tardará mucho. Lucy llegó a decirme que me facilitaría marihuana para que la quimio fuera más llevadera. Imagínate, yo fumando porros.
—Así que ella lo sabe desde que tú lo averiguaste.
Rose asiente.
—Deberías habérmelo dicho.
—Se lo dije a Lucy, y ella es una maestra en lo que a secretos se refiere, tiene tantos que no creo que ninguno sepamos qué es cierto en realidad. Lo que quería evitar era precisamente esto: que te sintieras mal.
—Dime qué puedo hacer. —Mientras la tristeza se apodera de ella.
—Cambia lo que puedas. No pienses nunca que está fuera de tu alcance.
—Dímelo. Haré todo lo que quieras —insiste Scarpetta. De pronto acuden a su mente imágenes de la noche pasada, y por un instante huele y siente a Marino, y se esfuerza por no dejar ver hasta qué punto está destrozada.
—¿De qué se trata? —Rose le aprieta la mano.
—¿Cómo no voy a sentirme fatal?
—Estabas pensando en algo, y no era en mí —dice Rose—. Marino. Tiene un aspecto horrible y se comporta de una manera rara.
—Porque se puso como una puta cuba —dice Scarpetta, y la ira se trasluce en su voz.
—«Puta cuba». Ésa expresión no te la había oído. Pero también es verdad que yo ando bastante vulgar de un tiempo a esta parte. A decir verdad, he utilizado la palabra «putilla» esta mañana cuando hablaba con Lucy por teléfono, refiriéndome a la última novia de Marino, con la que Lucy se ha cruzado casualmente en tu vecindario a eso de las ocho, cuando la moto de él seguía aparcada delante de tu casa.
—Te he traído una caja con comida. Está en el vestíbulo. Voy a guardarlo todo.
Un acceso de tos, y cuando Rose retira el pañuelo de la boca, está moteado de sangre.
—Déjame que vuelva a llevarte a Stanford —le ruega Scarpetta.
—Cuéntame qué ocurrió anoche.
—Hablamos. —Scarpetta se nota enrojecer—. Hasta que se puso más borracho de la cuenta.
—Me parece que nunca te había visto sonrojarte.
—Un golpe de calor.
—Sí, claro, y yo tengo la gripe.
—Dime qué puedo hacer por ti.
—Deja que me las apañe como siempre. No quiero que me resuciten. No quiero morir en un hospital.
—¿Por qué no vienes a vivir conmigo?
—Eso no sería apañármelas como siempre —señala Rose.
—¿Me permitirás al menos hablar con tu médico?
—No hay nada que no sepas ya. Me has preguntado qué quiero, y te lo estoy diciendo. No quiero someterme a ningún tratamiento curativo, sólo atención paliativa.
—Tengo una habitación de invitados en mi casa, aunque es bastante pequeña. Igual debería mudarme a una casa más grande —comenta Scarpetta.
—No seas tan generosa, porque eso te convierte en egoísta. Y sería egoísta si me hicieras sentirme enteramente culpable y horrenda por estar haciendo daño a los que me rodean.
Scarpetta vacila, y luego dice:
—¿Puedo contárselo a Benton?
—A él sí, pero no a Marino. No quiero que se lo digas. —Se incorpora y apoya los pies en el suelo para luego cogerle ambas manos a Scarpetta—. No soy patóloga forense, ¿pero cómo es que tienes magulladuras recientes en las muñecas?
El basset sigue ahí mismo, donde lo han dejado, sentado en la arena al lado del cartel de «Prohibido el paso».
—Bueno, esto no es normal —exclama Madelisa—. Lleva ahí sentado más de una hora, esperando a que volvamos. Ven, Tristón. Qué bonito eres.
—Cariño, no se llama así. No empieces a ponerle nombres. Fíjate en la chapa —señala Ashley—. Mira cómo se llama de verdad y dónde vive.
Madelisa se agacha y el chucho se le acerca bamboleante, se apoya en ella, le lame las manos. Ella entorna los ojos para mirarle la chapa, pero no lleva las gafas de leer. Ashley tampoco lleva las suyas.
—No lo veo —dice—. Por lo poco que distingo… no, me parece que no hay número de teléfono. De todas maneras, no he traído el móvil.
—Yo tampoco.
—Vaya, qué tontería. ¿Y si me hago un esguince o algo por el estilo? Alguien está preparando una barbacoa —comenta, y husmea el aire, mira alrededor y ve una voluta de humo que sale de la parte trasera de la enorme casa blanca con balcones y tejado rojo, una de las pocas que ha visto con un cartel de «Prohibido el paso»—. Venga, ¿por qué no vas a ver qué están preparando? —le dice al basset, al tiempo que le acaricia las orejas lacias—. Igual podríamos salir a comprarnos una de esas parrillitas para cocinar esta noche al aire libre.
Intenta leer la chapa del perro de nuevo, pero es inútil sin las gafas, y se imagina gente rica, imagina a algún millonario preparando una parrillada en el patio de esa inmensa casa blanca detrás de la duna, parcialmente oculta tras unos altos pinos.
—Saluda a tu hermana la solterona —dice Ashley, que sigue filmando—. Dile lo lujosa que es nuestra residencia aquí en la urbanización de los millonarios en Hilton Head. Dile que la próxima vez que vengamos vamos a alojarnos en una mansión como esa donde están preparando la barbacoa.
Madelisa mira playa adelante en dirección a su propia residencia, incapaz de verla a través de la espesura. Vuelve a centrar la atención en el perro y dice:
—Seguro que vive en esa casa de ahí. —Señala la mansión blanca de aspecto europeo donde preparan la barbacoa—. Voy a acercarme a preguntar.
—Muy bien. Yo voy a pasear un poco para seguir filmando. He visto unas marsopas hace un momento.
—Venga, Tristón. Vamos a buscar a tu familia —le dice Madelisa al perro.
El chucho permanece sentado en la arena. Ella le tira del collar, pero no quiere moverse.
—Bueno, bueno —le dice—. Tú quédate aquí y ya voy yo a ver si esa casa tan grande es la tuya. Igual te has escapado y no se han dado cuenta. ¡Pero lo que está claro es que alguien te echa de menos un montón!
Lo abraza y le da un beso. Luego se va por la arena dura, llega a la arena blanca, atraviesa la zona de avena de mar, a pesar de que tiene entendido que es ilegal pasear por las dunas. Vacila ante el cartel de «Prohibido el paso», se encarama valientemente al entablado del paseo marítimo, camino de la inmensa casa blanca donde algún rico, quizás un famoso, cocina a la parrilla. El almuerzo, supone, mientras vuelve la mirada una y otra vez, con la esperanza de que el basset no se escape. No puede verlo al otro lado de la duna. Tampoco lo ve en la playa, sólo a Ashley, una figurita, filmando unos delfines que hacen acrobacias en el agua, escindiendo las olas con las aletas para luego volver a sumergirse. Al final del paseo hay una puerta de madera y le sorprende no ver el pestillo pasado. No está cerrada del todo.
Atraviesa el jardín trasero, mirando hacia todas partes mientras grita: «¡Hola!» Nunca ha visto una piscina tan grande, lo que llaman una piscina de fondo negro, revestida de elegantes baldosas que parecen importadas de Italia, España u otro lugar exótico y lejano. Mira alrededor, vuelve a gritar «¡Hola!» y se detiene curiosa ante la parrilla de gas encendida donde hay un trozo de carne mal cortado: carbonizado por un lado y crudo y sangriento por el otro. Le pasa por la cabeza que la carne es rara, no parece ternera ni cerdo, y desde luego no es pollo.
—¡Hola! —dice en voz bien alta—. ¿Hay alguien en casa?
Llama con los nudillos a la puerta de la solana, pero no obtiene respuesta. Rodea la casa por un lado, dando por sentado que quien cocina debe de estar allí, pero el jardín lateral está vacío y cubierto de malas hierbas. Mira por una ranura entre la persiana y el borde de un gran ventanal y ve una cocina vacía, toda de piedra y acero inoxidable. Nunca había visto una cocina así salvo en las revistas. Ve dos boles de perro grandes encima de una estera cerca de la tabla de madera para cortar la carne.
—¡Hola! —insiste—. ¡Creo que tengo su perro! ¡Hola! —Avanza por el lateral de la casa, anunciando su presencia. Sube los peldaños hasta una puerta al lado de una ventana a la que le falta un vidrio. Hay otro vidrio roto. Piensa en volver corriendo a la playa, pero en el lavadero hay una jaula de perro de gran tamaño, vacía.
—¡Hola! —El corazón le late con fuerza. Está entrando en propiedad privada, pero ha encontrado la casa del basset y tiene que ayudarle. ¿Cómo se hubiera sentido ella si se tratara de Frisbee y alguien no lo llevara de vuelta a su hogar?
—¡Hola! —Prueba con la puerta, que se abre.