En alguna parte ladra un perro. Es noche casi cerrada y los ladridos se vuelven más insistentes.
Scarpetta detecta el lejano ritmo acompasado —patata-patata-patata— del carburador de la Roadmaster de Marino. Oye que el maldito trasto se mete por Meeting Street, hacia el sur. Unos momentos después brama por el estrecho paseo detrás de su casa. Marino ha estado bebiendo, lo ha advertido al hablar con él por teléfono, porque se ha mostrado odioso.
Hace falta que esté sobrio si van a mantener una conversación productiva, tal vez la más importante que han tenido nunca. Empieza a preparar café mientras él gira por King Street y luego dobla a la izquierda de nuevo para enfilar el estrecho sendero de entrada que Scarpetta comparte con su desagradable vecina, la señora Grimball. Marino le da al acelerador varias veces para anunciarse y luego apaga el motor.
—¿Tienes algo de beber aquí? —pregunta en cuanto Scarpetta abre la puerta de entrada—. Un poco de bourbon no me vendría nada mal. ¡Verdad que sí, señora Grimball! —grita en dirección a la casa de estructura amarilla, y entonces se mueve una cortina. Él asegura el candado en la horquilla delantera de la moto y se mete la llave en el bolsillo.
—Entra ahora mismo —le insta Scarpetta al darse cuenta de que está más ebrio de lo que pensaba—. Por el amor de Dios, ¿por qué te parece necesario entrar en moto por el paseo y gritarle a la vecina? —le reprocha mientras él la sigue hasta la cocina, los pasos de sus botas bien sonoros, rozando casi con la cabeza el dintel de cada puerta a medida que pasan.
—Razones de seguridad. Me gusta comprobar que no ocurre nada ahí atrás, que no hay algún coche fúnebre abandonado o algún sin techo merodeando.
Coge una silla y se deja caer en ella repantigado. El olor a alcohol que despide es intenso, tiene la cara enrojecida y los ojos inyectados en sangre.
—No puedo quedarme mucho rato —le dice—. Tengo que volver con mi chica. Se piensa que estoy en la morgue.
Scarpetta le ofrece un café solo.
—Vas a quedarte lo suficiente para que se te pase, o de lo contrario no irás a ninguna parte en moto. Me cuesta creer que hayas podido conducirla en ese estado. No es propio de ti. ¿Qué te ocurre?
—Bueno, me he tomado unas copas. No tiene importancia. Estoy bien.
—Claro que tiene importancia, y no estás bien. Me trae sin cuidado lo supuestamente bien que aguantas el alcohol. Todos los conductores borrachos creen que están bien antes de acabar muertos, tullidos o en la cárcel.
—No he venido aquí a que me sermoneen.
—No te he invitado para que aparecieras borracho.
—¿Para qué me has invitado? ¿Para soltarme una bronca? ¿Para señalarme otro de mis fallos? ¿Alguna otra cosa que no está a la altura de la parra a la que estás subida?
—No es propio de ti hablar así.
—Igual es que nunca me has escuchado.
—Te he pedido que vinieras para que mantuviéramos una conversación franca y sin tapujos, pero no me parece buen momento. Tengo una habitación de invitados. Igual deberías dormir la mona y ya hablaremos por la mañana.
—A mí me parece un momento tan bueno como cualquier otro. —Lanza un bostezo y se despereza, pero no toca la taza de café—. Venga, ya puedes hablar, o si no, me largo.
—Vamos a la sala y nos sentamos delante de la chimenea. —Scarpetta se levanta de la mesa de la cocina.
—Joder, si ahí fuera estamos a veintitantos grados… —Él también se levanta.
—Entonces pondré el aire acondicionado para que estemos más a gusto. —Se acerca al termostato y pone en funcionamiento el aparato—. Siempre me ha resultado más fácil hablar delante del fuego.
Marino la sigue a su habitación preferida, una salita de estar con chimenea de ladrillo, suelos de tea de pino, vigas a la vista y paredes enlucidas. Ella pone un tronco sintético en el hogar y lo enciende, luego acerca dos butacas y apaga las lámparas.
Marino observa cómo las llamas consumen el papel que envuelve el tronco, y dice:
—No puedo creer que uses esas cosas. Tanto insistir en que todo sea auténtico y luego utilizas troncos de pega.
Lucious Meddick da la vuelta a la manzana al volante de su coche y su resentimiento es cada vez más enconado.
Los ha visto entrar después de que el gilipollas del investigador llegara borracho a lomos de su atronadora moto y molestara a los vecinos. «Premio doble», piensa Lucious. Se le ha bendecido porque ha sido víctima de un agravio y ahora Dios lo está compensando por ello. Dispuesto a darle una lección a ella, Lucious los ha pillado a los dos, y ahora dirige lentamente el coche fúnebre hacia el paseo sin iluminación, preocupado por la posibilidad de tener otro pinchazo, y cada vez más furioso. Hace chasquear la goma elástica a medida que su frustración cobra intensidad. Las voces de los operadores en el escáner de la policía que tiene en el vehículo son un lejano ruido parásito que sería capaz de descifrar en sueños.
No le han llamado. Ha pasado por delante de un accidente de carretera mortal en la autopista William Hilton, ha visto cómo cargaban el cadáver en un viejo coche fúnebre de la competencia, y una vez más han vuelto a pasar por alto a Lucious.
Ahora el condado de Beaufort es terreno de ésa, y a él nadie le llama. Lo ha excluido porque cometió un error con su dirección. Si le pareció que aquello era una violación de su intimidad, no conoce el significado del término.
Filmar a mujeres de noche por la ventana no es nada nuevo. Es sorprendente lo fácil que resulta y cuántas no se molestan en tener cortinas ni persianas, o las dejan abiertas unos centímetros, pensando: «¿Quién va a mirar? ¿Quién va a ocultarse tras los arbustos o subirse a un árbol para verme?». Pues Lucious en persona. A ver qué le parece a esa engreída de doctora verse en una película casera que la gente puede descargar gratis sin saber quién la filmó. Mejor aún, los pillará a los dos con las manos en la masa. Lucious piensa en el coche fúnebre ni remotamente tan bonito como el suyo, y en el accidente, y la injusticia le resulta insoportable.
¿A quién han llamado? A él no. A Lucious no, ni siquiera después de haberse puesto en contacto por radio con la operadora de la policía para decirle que estaba en la zona. Ella le contestó con su tonillo seco y respondón que no le había llamado y a ver qué unidad era la suya. Cuando le contestó que no era de ninguna unidad, ella le dijo que se mantuviera alejado de las frecuencias de la policía y, ya puestos, de todas las demás. Hace chasquear la goma elástica hasta que le escuece como un latigazo. El coche fúnebre brinca al pasar por encima de unas piedras delante de la verja de hierro tras el jardín de la casa cochera de la doctora, donde ve un Cadillac blanco que le corta el paso. Apenas hay luz en la parte trasera. Chasquea la goma elástica y maldice. Reconoce la pegatina oval en el parachoques trasero del Cadillac.
HH de Hilton Head.
Va a tener que dejar su coche fúnebre allí mismo. De todas maneras, nadie circula por ese paseo, y le pasa por la cabeza denunciar el Cadillac y echarse unas risas mientras la policía le pone una multa al conductor. Piensa maliciosamente en You-Tube y en el lío que está a punto de montar. El jodido investigador se está cepillando a la zorra esa. Los ha visto entrar en la casa, a hurtadillas como adúlteros. Él tiene novia, esa chavala tan sexy con la que estaba en la morgue, y Lucious los vio montárselo creyendo que él estaba distraído. Por lo que ha oído, la doctora Scarpetta tiene pareja en el norte. Hay que ver. Lucious se pone en evidencia, anuncia su negocio y le dice a ese investigador tan cabroncete que estaría agradecido si él y su jefa le hicieran encargos, ¿y cómo le responden? Le faltan al respeto, lo discriminan. Ahora pagarán por ello.
Apaga el motor y las luces y se apea mientras mira ferozmente el Cadillac. Abre la puerta trasera del coche y saca una camilla con patas extensibles con un montón de sábanas blancas y bolsas blancas para restos humanos pulcramente dobladas encima. Busca la cámara y las baterías de repuesto que guarda en una caja de herramientas y cierra la puerta. Luego mira el Cadillac y pasa por su lado, sopesando la mejor manera de acercarse a la casa de la doctora.
Alguien se mueve detrás de la ventanilla del conductor, un levísimo indicio de algo oscuro que se desplaza en el interior del coche. Al poner en marcha la cámara, Lucious se alegra de ver cuánta memoria queda, y la sombra en el interior del Cadillac vuelve a moverse, y Lucious rodea el vehículo por detrás y filma la matrícula.
Probablemente se trata de una pareja dándose el lote, y se excita al pensar en ello. Han visto los faros de su coche y no se han apartado: qué desfachatez. Le han visto aparcar en la oscuridad porque no podía pasar, y no podrían haberse mostrado más desconsiderados. Se arrepentirán. Llama a la ventanilla con los nudillos para darles un buen susto.
—Tengo la matrícula. —Eleva el tono—. Y voy a llamar a la poli, maldita sea.
El tronco crepita al arder y en la repisa de la chimenea se oye el tictac de un reloj de sobremesa inglés.
—¿Qué es lo que te pasa? —le pregunta Scarpetta, mirándolo—. ¿Qué ocurre?
—Eres tú la que me ha dicho que venga, así que es de suponer que a quien le ocurre algo es a ti.
—Nos ocurre a los dos, ¿no crees? Pareces muy desdichado, y me estás haciendo desdichada a mí. Esta semana pasada las cosas se han salido de madre. ¿Quieres decirme lo que has hecho y por qué? —le insta—. ¿O quieres que te lo diga yo?
El fuego crepita.
—Venga, Marino. Habla conmigo, por favor.
Él contempla el fuego. Durante un rato ninguno habla.
—Sé lo de los correos —dice ella al final—. Aunque probablemente ya estás al corriente, porque la otra noche le pediste a Lucy que comprobara la supuesta falsa alarma.
—Así que le hiciste husmear en mi ordenador. Eso sí que es confianza.
—Vaya, no creo que sea buena idea por tu parte hablar de confianza.
—Yo hablo de lo que me da la gana.
—El paseo que le diste a tu novia quedó todo grabado, y lo he visto, hasta el último minuto.
A Marino se le crispa la cara. Claro que sabía de la existencia de las cámaras y los micrófonos, pero no le pasó por la cabeza que los estuvieran observando. Sin duda era consciente de que todos sus actos y palabras estaban quedando registrados, pero dio por sentado que, con toda probabilidad, Lucy no tendría motivo para revisar las grabaciones. No le faltaba razón en eso: Lucy no hubiera tenido motivo alguno. Marino estaba seguro de que se saldría con la suya, y eso empeora su proceder.
—Hay cámaras por todas partes —le recuerda ella—. ¿De verdad pensabas que nadie averiguaría lo que hiciste?
No responde.
—Creía que te importaba ese niño asesinado. Y, sin embargo, abriste la cremallera y se lo enseñaste a tu novia como si se tratara dé un juego. ¿Cómo pudiste hacer tal cosa?
No quiere mirarla ni responder.
—Marino. ¿Cómo pudiste hacerlo?
—Fue idea de ella. Eso debiste verlo en la grabación —se defiende.
—Que la metieras aquí sin mi permiso ya es bastante grave, pero ¿cómo pudiste enseñarle los cadáveres? En especial el del pequeño.
—Ya viste la grabación. —La mira con ceño—. Shandy no estaba dispuesta a aceptar una negativa, y tampoco quería salir de la cámara de refrigeración. Lo intenté.
—No tienes excusa.
—Estoy harto de que me espíen.
—Y yo estoy harta de traición y falta de respeto —replica Scarpetta.
—De todos modos, estaba pensando en marcharme —continúa él con tono desagradable—. Si has metido las narices en mis correos de la doctora Self, deberías saber que tengo mejores oportunidades que quedarme aquí el resto de mi vida.
—¿Marcharte? ¿Quieres que te despida? Porque eso es lo que te mereces después de lo que hiciste. No hacemos visitas turísticas por el depósito ni convertimos en un espectáculo a la pobre gente que acaba aquí.
—Joder, odio esa manera que tenéis las mujeres de reaccionar de forma tan exagerada ante cualquier cosa. Qué susceptibles e irracionales os ponéis, maldita sea. Venga, adelante, despídeme —dice con lengua espesa, pronunciando con más énfasis del necesario, como suele pasar cuando uno se esfuerza por parecer sobrio.
—Eso es lo que quiere que ocurra la doctora Self.
—Lo que pasa es que estás celosa porque ella es mucho más importante que tú.
—No hablas como el Pete Marino que conozco.
—Tú no eres la doctora Scarpetta que conozco. ¿Leíste lo demás que decía de ti?
—Decía muchas cosas sobre mí.
—La mentira en la que vives. ¿Por qué no lo reconoces de una vez? Igual es de ahí de donde le viene a Lucy. De ti.
—¿Mi orientación sexual? ¿Es eso lo que quieres saber tan desesperadamente?
—Te da miedo reconocerlo.
—Si lo que daba a entender la doctora Self fuera cierto, desde luego no tendría miedo de reconocerlo. Es la gente como ella, la gente como tú, quienes parecen tener miedo.
Él se repantiga en la silla y por un instante parece a punto de echarse a llorar. Luego vuelve a adoptar una expresión dura mientras contempla el fuego.
—Lo que hiciste ayer —dice ella— no es propio del Marino que conozco desde hace años.
—Quizá sí lo es y sencillamente no querías verlo.
—Sé que no lo es. ¿Qué te ha ocurrido?
—No sé cómo he llegado hasta aquí —suspira—. Al volver la vista atrás, veo a un tipo al que se le dio bien el boxeo durante una temporada, pero no quería que el cerebro se le quedara hecho papilla. Me harté de ser un poli de uniforme en Nueva York. Me casé con Doris, que se hartó de mí, tuve un hijo pirado que ahora está muerto, y aún sigo persiguiendo a cabrones pirados, no sé muy bien por qué. De todas maneras, nunca he sido capaz de entender por qué haces tú lo que haces, y probablemente no me lo dirás —añade con hosquedad.
—Quizá porque crecí en una casa donde nadie me hablaba para decirme nada que necesitara oír, o que me hiciera tener la sensación de que me escuchaban y era importante. Quizá porque estuve viendo morir a mi padre. Día tras día, eso era lo único que veíamos. Quizá porque he pasado el resto de mi vida intentando entender lo que me frustró de niña: la muerte. No creo que haya razones sencillas ni lógicas siquiera para ser como somos y hacer lo que hacemos. —Aunque ella le mira, Marino no le sostiene la mirada—. Quizá no haya razones sencillas ni lógicas que expliquen tu comportamiento, pero ojalá las hubiera.
—En los viejos tiempos, yo no trabajaba para ti, eso es lo que ha cambiado. —Se levanta—. Voy a tomarme un bourbon.
—Más bourbon es justo lo que no necesitas —dice ella, consternada.
Marino no escucha, y sabe dónde se guarda la bebida. Ella le oye abrir un armario y sacar un vaso, y luego otro para coger una botella. Vuelve a la salita con un vaso de licor en una mano y la botella en la otra. Scarpetta nota un desasosiego en la boca del estómago y le gustaría que se marchara, pero no puede despacharlo en plena noche borracho como está.
Él deja la botella en la mesita de centro y dice:
—Nos llevamos bastante bien en Richmond todos aquellos años cuando yo era detective en jefe y tú la mandamás. —Levanta el vaso. Marino no toma sorbos, sino grandes tragos—. Después te despidieron y yo lo dejé. Desde entonces, nada ha resultado tal como pensaba. Florida me gustaba de la hostia. Teníamos unas instalaciones deportivas de cine. Yo a cargo de las investigaciones, buen sueldo, hasta tenía mi propia loquera para famosos. Aunque no es que necesitara una loquera, pero perdí peso, estaba en una forma estupenda. Me iba de maravilla hasta que dejé de verla.
—Si hubieras seguido viendo a la doctora Self, te habría arruinado la vida. Y me resulta increíble que no veas cómo el que se haya puesto en contacto contigo no es sino una manipulación. Ya sabes cómo es. Viste cómo era ante los tribunales. La has oído.
Marino echa otro trago de bourbon.
—Por una vez hay una mujer más poderosa que tú, y no lo soportas. Igual es que no puedes soportar mi relación con ella. Así que te pusiste a vilipendiarla porque era lo único que podías hacer. Estás aquí atrapada en tierra de nadie y a punto de convertirte en ama de casa.
—No me insultes. No quiero pelearme contigo.
Marino bebe, y su vileza está plenamente despierta.
—Quizá fue mi relación con ella lo que te animó a que nos fuéramos de Florida. Ahora lo veo claro.
—Me parece que si nos mudamos de Florida fue por el huracán Wilma —le recuerda ella, y la sensación en el estómago empeora—. Eso y mi necesidad de volver a disponer de unas instalaciones como es debido, una auténtica consulta.
Él se termina la copa y se sirve otra.
—Ya es suficiente —le advierte ella.
—En eso tienes razón. —Levanta el vaso y echa otro trago.
—Creo que ha llegado el momento de llamar un taxi para que te lleve a casa.
—Quizá deberías poner en marcha una consulta como es debido en otra parte y marcharte de aquí de una puta vez. Sería lo mejor para ti.
—No te toca a ti decidir lo que es mejor para mí —responde ella, observándolo con detenimiento mientras la luz del fuego le ilumina la enorme cara—. No bebas más, por favor. Ya es suficiente.
—Ya es suficiente, desde luego.
—Marino, no dejes que la doctora Self haga cuña para distanciarnos, por favor.
—No hace falta que lo haga, ya te has encargado tú de eso.
—No sigamos.
—Sigamos. —Tiene la lengua pastosa y se mece un poco en la butaca con un brillo en los ojos que resulta desconcertante—. No sé cuántos días me quedan. ¿Quién coño sabe lo que va a ocurrir? Así que no intentes que malgaste el tiempo en un lugar que detesto, trabajando para alguien que no me trata con el respeto que merezco. Como si fueras mejor que yo. Pues no lo eres.
—¿A qué te refieres con «cuántos días me quedan»? ¿Me estás diciendo que estás enfermo?
—Lo que estoy es harto. A eso me refiero.
Nunca le ha visto tan borracho. Se tambalea al ponerse en pie, escancia más bourbon y lo derrama. Ella siente el impulso de arrebatarle la botella, pero la mirada que reluce en sus ojos la detiene.
—Vives sola y eso no es seguro —le advierte—. No es seguro que vivas aquí, en esta casita vieja, sola.
—Siempre he vivido sola, más o menos.
—Sí. ¿Qué hostias es eso que dicen sobre Benton? Espero que os vaya bien la vida.
Nunca ha visto a Marino tan borracho y odioso, y no sabe qué hacer.
—Me encuentro en una situación en la que debo tomar decisiones, así que ahora voy a decirte la verdad. —Escupe al hablar, el vaso de bourbon peligrosamente ladeado en la mano—. Me aburre de la hostia trabajar para ti.
—Si te sientes así, me alegra que me lo digas. —Pero cuanto más intenta ella aplacarlo, más se enciende él.
—Benton, ese esnob forrado, el «doctor» Wesley. De manera que, puesto que no soy médico, abogado o jefe indio, no soy lo bastante bueno para ti. Voy a decirte algo, joder: soy lo bastante bueno para Shandy, y desde luego ella no es lo que piensas. Es de mejor familia que tú. No se crió en la pobreza en Miami con un tendero de tres al cuarto recién llegado como inmigrante.
—Estás muy borracho. Puedes dormir en la habitación de invitados.
—Tu familia no es mejor que la mía. Italianos recién llegados al país sin otra cosa que comer que macarrones baratos y salsa de tomate cinco noches a la semana —le espeta.
—Voy a pedirte un taxi.
Deja el vaso en la mesita de centro con un golpe.
—A mí me parece buena idea largarme a lomos de mi montura. —Se agarra a la silla para mantener el equilibrio.
—No vas a acercarte a esa moto —le advierte ella.
Marino echa a andar y se golpea con el marco de la puerta al mismo tiempo que ella lo coge del brazo. Casi la arrastra hacia la puerta principal cuando intenta detenerlo y le implora que no se marche. Él hurga en el bolsillo en busca de la llave de la moto y Scarpetta se la arrebata de la mano.
—Dame la llave. Te lo pido con educación.
Scarpetta la aferra en su puño a la espalda, en el pequeño vestíbulo ante la puerta delantera.
—No vas a subirte a la moto. Apenas si puedes andar. O coges un taxi o te quedas a pasar la noche aquí. No voy a dejar que te mates o mates a alguien. Haz el favor de escucharme.
—Dámela.
La mira con fijeza y rotundidad, y es un tipo enorme al que ya no reconoce, un desconocido que podría atacarla.
—Dámela.
Alarga la mano detrás de ella y Scarpetta se espanta cuando la coge por la muñeca.
—Marino, déjame. —Forcejea para que le suelte el brazo, pero es como si lo tuviera en un torno—. Me haces daño.
Él le pasa la otra mano por detrás y le coge la muñeca libre, y el miedo se convierte en terror cuando se inclina sobre ella, aplastándola contra la pared con su corpachón. Le invaden la mente pensamientos desesperados acerca de cómo detenerlo antes de que siga adelante.
—Marino, suéltame, me estás haciendo daño. Volvamos a sentarnos en la sala. —Intenta mostrarse impávida, pero tiene los brazos dolorosamente inmovilizados tras la espalda y el cuerpo de Marino la oprime con fuerza—. Ya está bien. No tienes intención de hacer esto. Estás muy borracho.
Él la besa y abraza, y ella aparta la cabeza, intenta retirarle las manos, forcejea y le dice que no. La llave de la moto repiquetea al caer al suelo mientras Marino sigue besándola y ella se resiste e intenta que escuche. Él le desgarra la blusa al abrírsela. Ella le dice que pare, intenta detenerlo mientras él le rasga la ropa, intenta apartarle las manos y repite que le está haciendo daño, y luego ya no forcejea con él porque es otra persona. No es Marino, sino un desconocido que arremete contra ella en su propia casa. Ve la pistola en la parte de atrás de sus vaqueros cuando él se deja caer de rodillas, haciéndole daño con las manos y la boca.
—¿Marino? ¿Es esto lo que quieres? ¿Violarme, Marino? —Suena tan tranquila e impávida que su voz parece proceder de otra parte—. ¿Marino? ¿Quieres esto? ¿Violarme? Ya sé que no quieres hacerlo. Ya lo sé.
De pronto, él se detiene, la suelta; el aire se mueve y ella lo nota fresco sobre la piel, húmeda de la saliva de Marino e irritada y escocida de resultas de su violencia y su barba. Él se tapa la cara con las manos y se encorva hacia delante arrodillado, le abraza las piernas y se echa a llorar como un crío. Ella le saca suavemente la pistola del cinturón mientras él solloza.
—Suelta. —Intenta apartarse de él—. Suéltame.
Aún de rodillas, Marino vuelve a cubrirse la cara con las manos. Scarpetta saca el cargador de la pistola y desliza la guía para asegurarse de que no queda una bala en la recámara, mete el arma en el cajón de una mesa junto a la puerta y recoge la llave de la moto, que esconde junto al cargador dentro del paragüero. Ayuda a Marino a ponerse en pie y lo lleva hasta el dormitorio de invitados, al lado de la cocina. La cama es pequeña, y él parece llenarla hasta el último centímetro cuando lo hace acostar. Luego le quita las botas y lo arropa con una colcha.
—Ahora mismo vuelvo —le dice, y deja la luz encendida.
En el cuarto de baño de invitados, llena un vaso de agua y agita un frasco de Advil para hacer caer cuatro comprimidos analgésicos. Se pone el albornoz; tiene las muñecas doloridas, la piel escocida, y el recuerdo de las manos, la boca y la lengua de Marino le resulta repugnante. Se inclina sobre la taza del váter y le sobrevienen arcadas. Se apoya en el borde del lavabo y respira hondo mientras se mira en el espejo el rostro enrojecido con la sensación de que le resulta tan desconocido como el de Marino. Se echa agua fría a la cara, se enjuaga la boca, lava hasta el último rastro de Marino de todos los lugares donde la ha tocado. Se enjuga las lágrimas y le lleva unos minutos recuperar el control. Luego regresa a la habitación de invitados, donde él ya ronca.
—Marino, despierta, siéntate. —Le ayuda ahuecando los almohadones a su espalda—. Venga, tómate éstas y bébete el vaso de agua. Tienes que beber mucha agua. Vas a sentirte fatal por la mañana pero esto te ayudará.
Él bebe el agua y se toma los comprimidos, luego vuelve la cara hacia la pared cuando Scarpetta le trae otro vaso.
—Apaga la luz —le dice a la pared.
—Necesito que estés despierto.
Marino no responde.
—No hace falta que me mires, pero tienes que permanecer despierto.
No la mira. Apesta a whisky, tabaco y sudor, y el olor le recuerda a ella lo ocurrido y se nota dolorida, nota dónde la ha tocado y vuelve a sentir náuseas.
—No te preocupes —dice él con lengua espesa—. Te dejaré en paz y no tendrás que volver a verme. Me largaré de una vez por todas.
—Estás muy, pero que muy borracho y no sabes lo que haces —le dice—. Pero quiero que lo recuerdes. Tienes que permanecer despierto el tiempo suficiente para que lo recuerdes mañana, de manera que podamos superarlo.
—No sé qué me ocurre. He estado a punto de pegarle un tiro a ese tipo. Lo deseaba con todas mis fuerzas. No sé qué me ocurre.
—¿A quién has estado a punto de pegarle un tiro?
—En el bar —farfulla como un borracho—. No sé qué me pasa.
—Cuéntame lo ocurrido en el bar.
Se hace el silencio mientras él mira fijamente la pared, otra vez sin resuello.
—¿A quién has estado a punto de pegarle un tiro? —repite ella, en voz más alta.
—Me ha dicho que lo habían enviado.
—¿Enviado?
—Ha lanzado amenazas contra ti. Casi le pego un tiro. Luego vengo aquí y me comporto igual que él. Debería pegarme un tiro.
—No vas a pegarte un tiro.
—Debería.
—Eso sería peor que lo que acabas de hacer. ¿Me entiendes?
No responde. No la mira.
—Si te matas, no me compadeceré de ti ni te perdonaré —le asegura—. Matarse es un acto egoísta y ninguno te perdonaríamos.
—No soy lo bastante bueno para ti. Nunca lo seré. Venga, dilo y acaba con el asunto de una vez —dice con lengua de trapo.
Suena el teléfono en la mesilla de noche y Scarpetta contesta.
—Soy yo —saluda Benton—. ¿Has visto lo que te he enviado? ¿Qué tal estás?
—Sí, ¿y tú?
—¿Kay? ¿Estás bien?… Joder. ¿Estás con alguien? —dice, alarmado.
—Todo va bien.
—¿Estás con alguien?
—Ya hablaremos mañana. He decidido quedarme en casa, cuidar del jardín, pedirle a Bull que venga a echarme una mano.
—¿Estás segura? ¿Seguro que estarás bien con ése?
—Ahora sí —responde.
Las cuatro en punto de la mañana, Hilton Head. Las olas esparcen espuma blanca al romper contra la playa, como si el mar echara espumarajos por la boca.
Will Rambo recorre en silencio los peldaños de madera, sigue el paseo marítimo y trepa la verja cerrada. La villa de falso estilo renacentista italiano es de estuco con múltiples chimeneas y arcos, y tiene un tejado rojo de teja árabe en pendiente muy pronunciada. En la parte de atrás hay lámparas de cobre y una mesa de piedra cubierta de ceniceros sucios y vasos vacíos, y no hace mucho, las llaves de su coche. Desde entonces, ella ha usado las de reserva, aunque rara vez conduce. No suele ir a ninguna parte, y Will guarda silencio mientras deambula, rodeado de palmeras y pinos que se agitan al viento.
Los árboles se mecían cual varitas mágicas, lanzando su hechizo sobre Roma, y los pétalos de las flores revoloteaban cual copos de nieve por la Via D’Monte Tarpeo. Las amapolas eran rojo sangre y la vistaria que trepaba por los antiguos muros de ladrillo tenía el mismo tono púrpura que las magulladuras. Las palomas correteaban de aquí para allá por las escaleras y las mujeres daban de comer a los gatos silvestres Whiskas y huevos en platos de plástico entre las ruinas.
Era un día estupendo para pasear, no había demasiados turistas y ella estaba un poco borracha pero a gusto con él, feliz con él, como bien sabía él que lo estaría.
—Me gustaría presentarte a mi padre —le dijo él mientras se sentaba en un murete y contemplaban los gatos silvestres.
Ella señaló una y otra vez que eran lastimosos gatos callejeros, engendrados por endogamia y deformes, y que alguien debería salvarlos.
—No son callejeros sino silvestres, hay diferencia. Estos gatos silvestres quieren estar aquí y te harían pedazos si intentaras rescatarlos. No son animales abandonados o heridos sin otra esperanza que hurgar en la basura y esconderse hasta que alguien los atrape y sacrifique.
—¿Por qué habrían de sacrificarlos? —preguntó ella.
—Porque sí. Es lo que ocurre cuando los sacan de su hábitat y acaban en algún lugar expuesto donde los atropellan los coches y los persiguen los perros, corren peligros constantes y sufren heridas irrecuperables. A diferencia de estos gatos. Fíjate en ellos, solos por completo, y nadie se atreve a acercárseles a menos que se lo permitan. Quieren estar exactamente donde están, ahí abajo entre las ruinas.
—Qué raro eres —dijo ella, y le dio un codazo—. Ya me había parecido al conocernos, pero eres una monada.
—Venga —repuso él, y la ayudó a levantarse.
—Tengo calor —se quejó ella, porque él le había echado su largo abrigo negro sobre los hombros y le había hecho ponerse una gorra y sus gafas de sol, a pesar de que no hacía frío ni mucho sol.
—Eres famosísima y la gente se va a quedar embobada mirándote —le recordó él—. Ya lo sabes, y no nos conviene que la gente nos moleste.
—Tengo que encontrar a mis amigas antes de que piensen que me han raptado.
—Venga. Tienes que ver el apartamento, es espectacular. Te llevo en coche, porque veo que estás cansada. Puedes llamar a tus amigas e invitarlas a que vengan, si te apetece. Tomaremos un vino riquísimo y quesos.
Luego la oscuridad, como si una luz se le hubiera fundido en la cabeza, y despertó para encontrarse con escenas en brillantes fragmentos quebrados, como los brillantes fragmentos quebrados de un vitral de colores que una vez relatara una historia o una verdad.
Las escaleras en la fachada norte de la casa están sin barrer, y la puerta que da al lavadero lleva sin abrirse desde la última vez que pasó por allí la asistenta, casi dos meses atrás. Al otro lado de las escaleras hay hibiscos, y detrás, del otro lado de una vidriera, alcanza a ver el cuadro de la alarma y su piloto rojo. Abre la caja de aparejos y saca el cortavidrios con estribo en el mango y punta de carburo. Corta un cristal y lo deja sobre la tierra arenosa detrás de los arbustos mientras el cachorro dentro de su jaula empieza a ladrar. Will vacila, sin perder la calma. Mete la mano y abre el cerrojo de seguridad. Entra y la alarma se dispara, pero al punto introduce el código para silenciarla.
Está en el interior de la casa que lleva meses vigilando. Lo ha imaginado y planeado con tal detalle que al fin el acto de llevarlo a cabo resulta sencillo y tal vez un tanto decepcionante. Se acuclilla y pasa los dedos arenosos por la jaula de alambre, mientras le susurra al basset:
—No pasa nada. Todo va a ir bien.
El basset ceja en sus aullidos y Will le permite que le lama el dorso de la mano, donde no hay pegamento ni arena especial.
—Buen chico —le susurra—. No te preocupes.
Los pies arenosos le llevan del lavadero hacia el sonido dela película que se proyecta de nuevo en la enorme sala. Siempre que ella sale a fumar, tiene la mala costumbre de dejar la puerta abierta de par en par mientras permanece sentada en las escaleras y contempla fijamente la piscina de fondo negro que parece una herida abierta, y parte del humo entra flotando mientras sigue ahí sentada y fuma y contempla la piscina. El humo ha impregnado todo aquello que toca y Will huele el hedor rancio que da un sesgo silíceo al aire, un acabado duro y gris mate, como el aura de la mujer. Resulta empalagoso: un aura casi de muerte.
Las paredes y el techo están pintados de ocre y pardo oscuro, los colores de la tierra, y el suelo de piedra es del color del mar. Todas las puertas son abovedadas, y hay inmensas macetas de acantos lánguidos y apergaminados porque no los riega como es debido, y hay pelos morenos por el suelo. Pelo de la cabeza, vello púbico, de cuando se pasea de aquí para allá, a veces desnuda, mesándose los cabellos. Está dormida en el sofá, de espaldas a él, la calva en la coronilla pálida como una luna llena.
Sus pies descalzos y arenosos avanzan en silencio, y la película continúa. Michael Douglas y Glenn Close beben vino mientras suena un aria de Madame Butterfly en el equipo de alta fidelidad. Will permanece bajo el arco de la puerta y sigue Atracción fatal: se la sabe de cabo a rabo, la ha visto muchas, muchísimas veces, la ha visto con ella del otro lado de la ventana sin su conocimiento. Oye los diálogos en la cabeza antes que los personajes los digan, y entonces Michael Douglas va a marcharse y Glenn Close se enfurece y le desgarra la camisa.
Venga desgarrar y rasgar, desesperado por llegar a lo que había debajo. Tenía tanta sangre en las manos que no podía ver el color de su propia piel mientras intentaba remeterle los intestinos a Roger, y el viento y la arena los azotaban a ambos, que apenas podían verse ni oírse.
Ella duerme en el sofá, tan borracha y drogada que no le ha oído entrar. No nota su espectro flotando cerca, a la espera de llevarla consigo. Ella se lo agradecerá.
—¡Will! ¡Ayúdame! ¡Ayúdame, por favor! ¡Ay, Dios, por favor! —A voz en grito—. ¡Cómo me duele! ¡No me dejes morir, por favor!
—No vas a morir. —Lo sostiene en brazos—. Estoy aquí. Estoy aquí. Estoy aquí mismo.
—¡No lo soporto!
—Dios no impone nunca más de lo que puedas soportar. —Su padre siempre lo decía, desde que Will era un crío.
—No es cierto.
—¿Qué no es cierto? —Su padre se lo preguntó en Roma mientras tomaban vino en el comedor y Will tenía entre las manos el antiguo pie de estatua.
—Lo tenía en las manos y la cara, y noté su sabor, lo probé. Me embebí de él tanto como pude para mantenerlo vivo en mi interior porque le prometí que no moriría.
—Más vale que salgamos. Vamos a tomar un café.
Will hace girar un mando en la pared que sube el surround hasta que la película resulta atronadora, y entonces ella se incorpora y al verlo grita, pero él apenas oye sus gritos confundidos con la banda sonora de la película mientras se le acerca, le pone un dedo arenoso sobre los labios y niega con la cabeza, lentamente, para hacerla callar. Vuelve a llenarle el vaso de vodka, se lo ofrece y asiente para que beba. Deja la caja de aparejos, la linterna y la cámara en la alfombra y se sienta a su lado en el sofá y observa sus ojos llorosos, inyectados en sangre y aterrados. No tiene pestañas, se las ha arrancado todas. No intenta levantarse ni huir. Will asiente para que beba y ella lo hace. Ya está aceptando lo que tiene que ocurrir. Se lo agradecerá.
La película hace vibrar la casa entera y los labios de la mujer dicen:
—No me hagas daño, por favor.
Fue atractiva, tiempo atrás.
—Shhhhh. —Niega con la cabeza y la hace callar de nuevo con su dedo arenoso, tocándole los labios y apretándoselos con fuerza contra los dientes. Con dedos recubiertos de arena abre la caja de herramientas, dentro de la que hay más frascos de pegamento y disolvente, y la bolsa de arena, y también una sierra de fibra prensada de doble filo de quince centímetros con mango negro y la correspondiente hoja dentada, y un juego de cuchillos.
Entonces oye la voz dentro de su cabeza. Roger llora y grita mientras en la boca le burbujea espuma ensangrentada. Sólo que no es Roger quien grita, sino la mujer que suplica con labios ensangrentados.
—¡No me hagas daño, por favor!
Mientras tanto, Glenn Close le dice a Michael Douglas que se vaya al infierno y el volumen hace vibrar la sala entera.
Ella solloza aterrada, estremeciéndose como si fuera presa de un ataque. Will sube al sofá y se acuclilla como un indio. La mujer le mira fijamente las manos de papel de lija y las plantas recubiertas de arena de los pies descalzos y mutilados, y también la caja de aparejos, la cámara en el suelo, y en su rostro hinchado y lleno de manchas se trasluce que ha comprendido lo inevitable. Will observa lo descuidadas que tiene las uñas y le sobreviene la misma sensación que lo embarga cuando abraza espiritualmente a la gente que sufre de una manera insoportable y los libera de su dolor.
Nota en los huesos el altavoz que emite los tonos graves de la banda sonora.
Los labios abiertos y ensangrentados de la mujer se mueven.
—No me hagas daño, por favor, por favor, no… —Y llora y le moquea la nariz y se humedece los labios ensangrentados con la lengua—. ¿Qué quieres? ¿Dinero? No me hagas daño, por favor. —Sus labios ensangrentados se mueven.
Él se quita la camisa y el pantalón caqui, los dobla con esmero y los deja sobre la mesita de centro. Se quita los calzoncillos y los deja encima de las demás prendas. Siente el poder, lo nota punzante en el cerebro como una descarga eléctrica, y la coge con fuerza por las muñecas.