9

Las ocho de la tarde en Venecia.

Maroni vuelve a llenarse la copa de vino. A medida que se esfuma la luz del día, le llega el desagradable olor del canal debajo de la ventana abierta. Las nubes se amontonan en el cielo a media altura en un estrato denso y espumoso, y a lo largo del horizonte se ve la primera pincelada dorada.

—Es una maníaca del carajo. —La voz de Benton Wesley suena clara, como si se encontrara allí y no en Massachusetts—. No puedo adoptar una actitud clínica y apropiada. Y tampoco puedo quedarme ahí sentado y prestar oído a sus manipulaciones y mentiras. Encárgasela a otro. Estoy harto de ella. Estoy manejando mal el asunto, Paulo, como un poli, no como un médico.

El doctor Maroni está sentado delante de la ventana de su apartamento, tomando un Barolo delicioso que la conversación está echando a perder. No puede escapar de Marilyn Self. Ha invadido su hospital, ha invadido Roma y ahora lo ha seguido hasta Venecia.

—Lo que te estoy preguntando es si puedo excluirla de la investigación. No quiero someterla a un escáner —se explica Benton.

—Yo, desde luego, no voy a decirte qué hacer —responde Maroni—. Es tu investigación. Pero si quieres un consejo, no la cabrees. Sométela al escáner. Haz que sea una experiencia agradable y sencillamente asume que los datos no son válidos. Luego se largará.

—¿A qué te refieres con que se largará?

—Veo que no te han informado. La han dado de alta y se marcha después del escáner. —Del otro lado de las contraventanas abiertas, el canal presenta un color verde oliva y suave como el vidrio—. ¿Has hablado con Otto?

—¿Otto? —pregunta Benton.

—El capitán Poma.

—Ya sé quién es. ¿Por qué iba a hablar con él sobre esto?

—Cené con él anoche en Roma. Me sorprende que no se haya puesto en contacto contigo. Va de camino a Estados Unidos. En estos mismos instantes está en pleno vuelo.

—Dios santo.

—Quiere hablar con la doctora Self acerca de Drew Martin. Está convencido de que posee información al respecto y no quiere facilitarla.

—Dime que no se lo has dicho, por favor.

—No se lo he dicho, pero lo sabe de todas maneras.

—No veo cómo puede ser —dice Benton—. ¿Te das cuenta de lo que hará si cree que le hemos dicho a alguien que está ingresada aquí?

Pasa un taxi acuático acompañado de un rumor sordo y el agua chapalea contra el apartamento de Maroni.

—Supuse que obtuvo la información de ti —dice—, o de Kay, puesto que los dos sois miembros del RII y estáis investigando el asesinato de Drew Martin.

—Desde luego que no.

—¿Y de Lucy?

—Ni Kay ni Lucy están al tanto de que la doctora Self se encuentra aquí —dice Benton.

—Lucy es buena amiga de Josh.

—Maldita sea. Sólo lo ve cuando tiene que pasar un escáner. Hablan de informática. ¿Por qué iba a decírselo?

Al otro lado del canal, una gaviota maúlla como un gato y un turista le echa pan, y el pájaro vuelve a maullar.

—Lo que estoy diciendo es hipotético, claro —asegura Maroni—. Supongo que me ha pasado por la cabeza porque la llama a menudo cuando se le cuelga el ordenador o hay algún problema que no puede resolver. Es demasiado para Josh ser técnico en RM y también en TI.

—¿Cómo?

—La cuestión es adónde va a ir la doctora Self y qué nuevos problemas puede causar.

—A Nueva York, supongo —dice Benton.

—Dímelo cuando lo sepas. —Maroni toma un sorbo de vino—. Todo esto es hipotético. Me refiero a lo de Lucy.

—Aunque Josh se lo hubiera contado, ¿estás precipitándote a sacar la conclusión de que luego ella se lo dijo a Poma, a quien ni siquiera conoce?

—Tenemos que mantener bajo observación a la doctora Self cuando se marche —advierte Maroni—. Va a causar problemas.

—¿A qué viene toda esta charla tan críptica? No lo entiendo.

—Eso ya lo veo. Es una pena. Bueno, no tiene mayor importancia. Cuando la doctora se marche, dime adónde va.

—¿No tiene mayor importancia? Si averigua que alguien le dijo a Poma que está ingresada en McLean o lo estuvo, es una violación de la Ley de Transferibilidad y Responsabilidad de Seguros Médicos. Ocasionará problemas, desde luego, que es exactamente lo que quiere.

—No tengo control alguno sobre lo que pueda decirle el capitán Poma o cuándo se lo diga. La investigación la llevan los Carabinieri.

—No entiendo qué está ocurriendo aquí, Paulo. Cuando le hice la entrevista clínica, me habló del paciente que te remitió a ti —le dice Benton, con la voz impregnada de frustración—. No entiendo por qué no me lo dijiste.

Bordeando el canal, las fachadas son de apagados tonos pasteles con el ladrillo a la vista allí donde el enlucido está desgastado. Una lustrosa barca de madera de teca pasa por debajo de un puente de ladrillo con arcos. El puente es muy bajo y el timonel, que va de pie, casi lo roza con la cabeza.

—Sí, me remitió un paciente. Otto me preguntó al respecto —reconoce Maroni—. Anoche le dije lo que sé. Al menos, lo que estoy autorizado a contar.

—Habría sido un detalle por tu parte contármelo.

—Te lo estoy contando ahora. Si no lo hubieras sacado a colación, también te lo estaría contando. Lo vi varias veces en el transcurso de varias semanas, el mes de noviembre pasado —dice el doctor Maroni.

—Se refiere a sí mismo como el Hombre de Arena, según la doctora Self. ¿Te suena?

—Lo del Hombre de Arena no me dice nada.

—Ella asegura que firma así sus correos electrónicos —le informa Benton.

—Cuando Self llamó a mi oficina el pasado octubre y me pidió que recibiera a ese hombre en Roma, no me facilitó ningún correo. No mencionó que se llamara a sí mismo el Hombre de Arena, y él tampoco lo dijo cuando vino a mi despacho. En dos ocasiones, creo. En Roma, como he dicho. No tengo información alguna que me lleve a la conclusión de que ha matado a nadie, y así se lo dije a Otto. Por tanto no puedo permitirte acceder a su informe ni a la evaluación que llevé a cabo, y sé que lo entenderás, Benton.

Maroni coge la licorera y vuelve a llenarse la copa mientras el sol se pone sobre el canal. El aire que entra por las contraventanas abiertas es más fresco, y el olor del canal no tan intenso.

—¿Puedes facilitarme alguna clase de información sobre él? —insiste Benton—. ¿Algo sobre su historial? ¿Una descripción física? Sólo sé que estuvo en Irak.

—No podría aunque quisiera, Benton. No tengo mis notas.

—Lo que supone que podría haber información importante en ellas.

—Hipotéticamente —dice Maroni.

—¿No crees que deberías asegurarte?

—No las tengo —insiste.

—¿Cómo que no las tienes?

—No las tengo en Roma, a eso me refiero —dice desde su ciudad medio hundida.

Horas después, en el bar Kick’N Horse, treinta kilómetros al norte de Charleston.

Marino está sentado a la mesa enfrente de Shandy Snook y los dos comen pechuga de pollo frita con bollos, salsa de carne y sémola. Le suena el móvil y mira el número en la pantalla.

—¿Quién es? —pregunta ella, y bebe un sorbo de bloody mary con una pajilla.

—¿Por qué no pueden dejarme en paz?

—Más vale que no sea quien creo que es —amenaza ella—. Son las siete, maldita sea, y estamos cenando.

—No estoy aquí. —Marino pulsa un botón para silenciar el teléfono y aparenta que le trae sin cuidado.

—Eso es.

Shandy termina la copa sorbiendo ruidosamente, lo que a él le hace pensar en líquido desatascador en el desagüe de un lavabo.

—No hay nadie en casa —insiste ella.

Lynyrd Skynyrd suena a todo volumen en los altavoces, los neones de Budweiser están iluminados y los ventiladores del techo giran lentamente. Las paredes están cubiertas de sillas de montar y autógrafos, y los alféizares decorados con miniaturas de motocicletas, caballos de rodeo y serpientes de cerámica. Las mesas de madera están llenas a rebosar de moteros. También hay moteros en el porche: todo el mundo come y bebe, preparándose para el concierto de los Pet Shop Boys.

—Cagüen la leche —masculla Marino, que mira fijamente el móvil encima de la mesa. Hacer caso omiso de la llamada le resulta imposible. Es ella. Aunque en la pantalla se lee «número privado», sabe que es ella. A estas alturas ya debe de haber visto lo que hay en la pantalla de su ordenador. Le sorprende y le irrita que haya tardado tanto. Al mismo tiempo, le embarga la emoción de la venganza justificada. Se imagina a la doctora Self deseándolo igual que Shandy, dejándolo rendido igual que Shandy. Lleva una semana entera sin dormir.

—Como digo siempre, el muerto ya no puede estar más muerto, ¿verdad? —le recuerda ella—. Deja que la Gran Jefa se encargue por una vez.

Es ella la que ha llamado, pero Shandy no lo sabe. Supone que es alguna funeraria. Marino coge el bourbon con ginger ale pero sigue mirando de soslayo el móvil.

—Deja que se ocupe del asunto ella por una vez —repite Shandy—. Que le den.

Marino no responde, cada vez más tenso conforme se termina su copa. No responder a las llamadas de Scarpetta o devolvérselas hace que la ansiedad le produzca una opresión en el pecho. Piensa en lo que dijo la doctora Self y se siente engañado, insultado. Se le suben los colores. Durante casi veinte años, Scarpetta le ha hecho sentir que no es lo bastante bueno, cuando quizás el problema es ella. «Eso es. Probablemente es ella». A Scarpetta no le caen bien los hombres. «Claro que no, joder». Y durante todos estos años le ha hecho sentir que el problema es él.

—Deja que la Gran Jefa se encargue del último fiambre, sea quien sea. No tiene nada mejor que hacer —sigue taladrando Shandy.

—No tienes ni idea de quién es ni de su trabajo.

—Te sorprendería lo que sé de ella. Más vale que te andes con cuidado. —Shandy pide otra copa con un gesto.

—¿Con cuidado?

—Ya está bien de defenderla tanto, porque desde luego me estás sacando de quicio. Es como si olvidaras una y otra vez el lugar que ocupo en tu vida.

—¿Me dices eso después de toda una semana?

—Tú recuérdalo, guapo: no sólo estás «de guardia», estás «a su disposición las veinticuatro horas». ¿Por qué? ¿Por qué siempre saltas cuando te lo ordena? ¡Salta! ¡Salta! —Hace chasquear los dedos y ríe.

—Cierra la puta boca.

—¡Salta! ¡Salta! —Se inclina hacia delante para que él pueda ver dentro del chaleco de seda.

Marino recoge el móvil y el auricular.

—¿Quieres saber la verdad? —Shandy no lleva sujetador—. La verdad es que te trata como un mero servicio telefónico, un lacayo, un don nadie. No soy la primera que lo dice.

—No permito que nadie me trate así —se defiende él—. Ya veremos quién es un don nadie. —Piensa en la doctora Self y se imagina en la televisión internacional.

Shandy desliza la mano por debajo de la mesa y Marino ve por el escote del chaleco, ve tanto como le viene en gana. Ella lo acaricia con fuerza.

—No hagas eso —dice él, que está a la espera y cada vez se nota más ansioso y enfadado.

Dentro de nada otros moteros empezarán a pasar por delante para verla apoyada en la mesa y fisgarle el escote. Él ve cómo aumentan sus pechos a medida que el escote va bajando. Ella sabe cómo insinuarse en una conversación para que cualquier interesado pueda imaginarse dándole un buen bocado. Un hombretón con barriga y el billetero sujeto al pantalón con una cadena se levanta lentamente de la barra. Se toma su tiempo para llegarse hasta los servicios, disfrutando de la vista, y Marino se siente violento.

—¿No te gusta? —Shandy sigue sobándolo—. A mí desde luego me parece que sí. ¿Te acuerdas de anoche, cariño? Como un condenado adolescente.

—No sigas.

—¿Por qué? ¿Te resulta duro? —bromea ella, que se enorgullece de su ingenio.

Marino le retira la mano.

—Ahora no.

Le devuelve la llamada a Scarpetta.

—Soy Marino —saluda secamente, como si hablara con un desconocido, de manera que Shandy no sepa de quién se trata.

—Tengo que verte —responde Scarpetta.

—Sí, ¿a qué hora? —Se comporta como si no la conociera, y se siente excitado y celoso al ver que los moteros pasan por delante de su mesa, mirando a su novia oscura y exótica, que se ofrece a la vista de todos.

—En cuanto puedas llegar aquí, a mi casa —resuena la voz de Scarpetta en el auricular, con un tono al que él no está acostumbrado y que le hace percibir su furia como una tormenta en ciernes. Ha visto los correos electrónicos, no le cabe duda.

Shandy le lanza una mirada de «¿con quién cono estás hablando?».

—Sí, ya. —Marino finge irritación al tiempo que mira su reloj de pulsera—. Llego en media hora. —Cuelga y le dice a Shandy—: Entra un cadáver.

Ella lo mira como si intentara descifrar la verdad en sus ojos, como si de algún modo supiera que está mintiendo.

—¿De qué funeraria? —Se retrepa en el asiento.

—De Meddicks, otra vez. Vaya ardillita. Ese tipo no debe de hacer nada más que conducir el maldito coche fúnebre mañana, tarde y noche. Es lo que llamamos un «caza ambulancias».

—Ah —comenta ella—. Qué putada.

Shandy se fija en un tipo con un pañuelo con estampado de llamas anudado a la cabeza y botas deformadas a la altura del talón. Él no les presta atención al pasar por delante de su mesa camino del cajero automático.

Marino se ha fijado en él al llegar: no lo había visto con anterioridad. Le ve sacar unos míseros cinco dólares del cajero mientras su chucho duerme acurrucado en una silla junto a la barra. El tipo no lo ha acariciado una sola vez ni le ha pedido al camarero algo de comer para el animal, ni siquiera un cuenco de agua.

—No sé por qué tienes que hacerlo tú —empieza Shandy de nuevo, pero su voz es diferente, más queda, más fría, tal como suele ponerse con la primera escarcha del rencor—. Si piensas en todo lo que sabes y todo lo que has hecho… El gran detective de homicidios… Deberías ser tú el jefe, no ella. Ni la tortillera de su sobrina. —Pasa el último trozo de bollo por la salsa blanca que queda en el plato de papel—. La Gran Jefa ha conseguido convertirte en el hombre invisible.

—Te he dicho que no hables así de Lucy. No tienes ni zorra idea.

—Verdad no hay más que una. No hace falta que me lo digas tú. Todo el mundo en este bar sabe qué clase de silla monta ésa.

—Ya puedes dejar de hablar de ella. —Marino termina la copa con un gesto brusco—. Manten la boca cerrada en lo que respecta a Lucy. Ella y yo nos conocemos desde que era una cría. Le enseñé a conducir, le enseñé a disparar, y no quiero oír ni una palabra más, ¿lo entiendes? —Quiere otra copa, aunque sabe que no debería tomarla, porque ya se ha metido tres bourbons bien cargados entre pecho y espalda. Enciende dos pitillos, uno para Shandy y otro para él—. Ya veremos quién es invisible.

—Verdad no hay más que una. Tenías una carrera de las buenas antes de que la Gran Jefa empezara a mangonearte de aquí para allá. ¿Y tú por qué le sigues el juego? Yo ya sé por qué. —Le dirige una de sus miradas acusadoras y exhala un chorro de humo—. Piensas que podrías llegar a tirártela.

—Tal vez deberíamos mudarnos —comenta Marino—. Ir a una gran ciudad.

—¿Que me mude yo contigo? —Lanza más humo.

—¿Qué te parecería Nueva York?

—No podemos ir en moto en la maldita Nueva York. No pienso mudarme a una ciudad plagada de malditos yanquis engreídos; ni de coña.

Marino le ofrece su mirada más sexy y desliza la mano por debajo de la mesa para acariciarle la pierna; le aterra perderla. Todos y cada uno de los hombres de ese bar la desean, pero ella lo ha escogido a él. Le soba el muslo y piensa en Scarpetta y en lo que dirá, ahora que ha leído los correos de la doctora Self. Quizá se está dando cuenta de quién es Marino y de lo que piensan de él otras mujeres.

—Vamos a tu casa —propone Shandy.

—¿Cómo es que nunca vamos a tu casa? ¿Temes que te vean conmigo o algo así? ¿Porque vives rodeada de gente rica yo no estoy a la altura?

—Tengo que decidir si voy a quedarme contigo. Mira, no me hace gracia la esclavitud —dice ella—. Va a hacerte trabajar hasta matarte igual que un esclavo, y sé de lo que hablo. Mi bisabuelo era esclavo, pero mi padre no. A él nadie le dijo qué coño debía hacer.

Marino levanta el vaso de plástico vacío y le sonríe a Jess, que tiene un aspecto estupendo esta tarde, con vaqueros ajustados y un top ceñido. Aparece con otro Maker’s Mark con ginger ale, lo deja delante de él y dice:

—¿Piensas volver en moto a casa?

—No hay problema. —Le guiña el ojo.

—Quizá deberías quedarte aquí. Hay una caravana vacía en la parte de atrás. —Tiene varias en el bosque detrás del bar, por si los clientes no están en condiciones de coger la moto.

—No podría estar mejor.

—Ponme otro. —Shandy tiene la mala costumbre de espetar órdenes a gente que no tiene su mismo estatus en la vida.

—Aún estoy esperando a que ganes el concurso de tuneo de motos, Pete. —Jess hace caso omiso de Shandy; habla mecánica, lentamente, sus ojos en los labios de Marino.

A él le llevó un tiempo acostumbrarse. Ha aprendido a mirar a Jess cuando habla, sin hacerlo en tono demasiado alto, sin exagerar la manera de expresarse. Apenas es consciente de la sordera de ella y se siente especialmente próximo a esa chica, quizá porque no pueden comunicarse sin mirarse.

—Ciento veinticinco mil dólares para el primero. —Jess alarga la pronunciación de la pasmosa suma.

—Seguro que este año lo ganan los River Rats —le dice, Marino a Jess, a sabiendas de que ella sólo le está tomando el pelo, tal vez flirteando un poco. Nunca ha tuneado una moto ni participado en ningún concurso, y nunca lo hará.

—Y yo apuesto por Thunder Cycle. —Shandy se inmiscuye de esa manera suya tan presuntuosa que Marino detesta—. Eddie Trotta está bueno que te cagas. Puede «trotar» hasta mi cama cuando quiera.

—Voy a confiarte algo —dice Marino a Jess, al tiempo que le pasa el brazo por la cintura y levanta la mirada para que ella pueda verle los labios—: Un día de éstos voy a tener pasta gansa. No me hará falta ganar un concurso de tuneo de motos ni tener un curro de mierda.

—Debería dejar su trabajo de mierda, no gana lo suficiente para que le compense, o me compense a mí —juzga Shandy—. No es más que un piel roja para la Gran Jefa. Además, no le hace falta trabajar, ya me tiene a mí.

—¿Ah, sí? —Marino sabe que no debería decirlo, pero está borracho y rebosante de odio—. ¿Y si te dijera que me han hecho una oferta para salir en la tele en Nueva York?

—¿De qué? ¿En un anuncio de crecepelo? —Shandy ríe mientras Jess intenta leer lo que están diciendo.

—Como asesor de la doctora Self. Me lo ha estado pidiendo. —Debería cambiar de tema, pero no puede contenerse.

Shandy, que parece asombrada de veras, salta:

—Mientes. ¿Por qué habrías de importarle tú una mierda a ésa?

—Tenemos relación. Quiere que vaya a trabajar para ella. He estado pensándomelo, tal vez debería haber aceptado de inmediato, pero eso supondría mudarme a Nueva York y dejarte, cariño. —La rodea con el brazo.

Ella se aparta.

—Bueno, me parece que ese programa va camino de convertirse en una comedia.

—Carga a mi cuenta lo que está tomando nuestro invitado de ahí —dice Marino con bravucona generosidad a la vez que señala al individuo con el pañuelo del estampado de llamas sentado junto a su perro en la barra—. Tiene una mala noche. No le quedan más que cinco míseros dólares.

El tipo se vuelve y Marino echa un buen vistazo a su cara picada de cicatrices de acné. Tiene esos ojos de serpiente que Marino asocia con la gente que ha cumplido condena.

—Puedo pagar mi propia cerveza, maldita sea —masculla el tipo del pañuelo en la cabeza.

Shandy sigue quejándose a Jess, sin molestarse en mirarla a la cara, de manera que es como si estuviera hablando consigo misma.

—A mí no me da la impresión de que puedas pagar gran cosa, y te pido disculpas por mi hospitalidad sureña —responde Marino, lo bastante alto para que lo oigan todos los clientes del bar.

—Me parece que no deberías ir a ninguna parte. —Jess mira a Marino, su copa.

—Sólo hay lugar para una mujer en su vida, y un día de éstos se va a dar cuenta —le dice Shandy a Jess y a cualquiera que esté escuchando—. Además, sin mí ¿qué le queda? ¿Quién crees que le dio ese colgante tan chulo que lleva?

—Que te den por culo —le dice el tipo del pañuelo a Marino—. Mecagüen tu madre.

Jess se llega hasta la barra, se cruza de brazos y le dice al tipo del pañuelo:

—Aquí hablamos con corrección. Más vale que te largues.

—¿Cómo dices? —dice a voz en cuello, y se lleva una mano detrás de la oreja para burlarse de ella.

Marino echa atrás la silla arrastrándola por el suelo y en tres zancadas se planta entre los dos.

—Di que lo lamentas, gilipollas —le amenaza Marino.

Los ojos del tipo se clavan en los suyos como agujas. Arruga el billete de cinco dólares que ha sacado del cajero, lo tira al suelo y lo aplasta con la bota como si apagara una colilla. Le da una palmada al perro en el trasero y se dirige hacia la puerta al tiempo que le dice a Marino:

—¿Por qué no sales ahí fuera como un hombre? Tengo que decirte una cosa.

Marino les sigue a él y al perro por el aparcamiento de tierra hasta una vieja chopper, probablemente armada en los años setenta, un modelo de cuatro velocidades con pedal de arranque, decorada con llamas y con matrícula de aspecto extraño.

—De cartón —se fija Marino, y lo dice en voz alta—. Hecha en casa. Qué monada. A ver, qué tienes que decirme.

—¿Sabes por qué he venido esta noche? Tengo un mensaje para ti. ¡Siéntate! —le grita al perro, que se encoge de miedo y se agazapa sobre el vientre.

—La próxima vez, me envías una carta. —Marino lo coge por la pechera de la mugrienta cazadora vaquera—. Sale más barato que un funeral.

—Si no me sueltas, haré que te arrepientas. Tengo una razón para haber venido, y más vale que me escuches.

Marino le quita las manos de encima, consciente de que todo el mundo en el garito ha salido al porche a mirar. El perro sigue tumbado sobre el vientre, asustado.

—Esa zorra para la que trabajas no es bienvenida por aquí y haría bien en volverse por donde vino —dice el tipo del pañuelo—. No hago más que darte este consejo de parte de alguien que puede hacer algo al respecto.

—¿Cómo la has llamado?

—Lo que puedo decirte es que esa zorra tiene unas tetas de cuidado. —Ahueca las manos y lame el aire—. Si no se larga de la ciudad, voy a averiguar si me gustan.

Marino le suelta una patada a la chopper, que cae al suelo con un golpe seco. Saca la Glock del calibre 40 que lleva remetida en el pantalón por la parte de atrás y apunta al tipo entre los ojos.

—No seas tonto —le dice el tipo, al tiempo que los moteros empiezan a gritar desde el porche—. Si me pegas un tiro, ya puedes dar por terminada la mierda de vida que llevas.

—¡Eh! ¡Eh! ¡Eh!

—¡Venga, tranquilo!

—¡Pete!

Marino tiene la sensación de que la parte superior del cráneo se le separa flotando del resto del cuerpo mientras mira fijamente el punto entre los ojos del hombre. Desliza hacia atrás la guía del arma para introducir una bala en la recámara.

—Si me matas, date por muerto tú también —insiste el del pañuelo, pero está asustado.

Los moteros están de pie, venga gritar, y Marino es vagamente consciente de que algunos se aventuran a salir al aparcamiento.

—Recoge esa mierda de moto y lárgate —le dice Marino, y baja el arma—. Deja al perro.

—¡No pienso dejar a mi maldito perro!

—Vas a dejarlo. Lo tratas de puta pena. Y ahora largo de aquí antes de que te abra un tercer ojo.

Mientras la chopper se aleja con un bramido, Marino vacía la recámara y vuelve a meterse la pistola en el pantalón a la espalda, sin saber muy bien qué le acaba de sobrevenir, cosa que le aterra.

Acaricia al perro, que sigue aplastado sobre el vientre y le lame la mano.

—Ya encontraremos alguna buena persona que se ocupe de ti —le dice Marino mientras alguien lo coge por el brazo con fuerza. Levanta la mirada hacia Jess.

—Me parece que ya es hora de que te ocupes de esto —le aconseja.

—¿De qué me hablas?

—Ya sabes de qué, de esa mujer: te lo advertí. Te está machacando, te hace sentir como un don nadie, y mira lo que pasa. En apenas una semana te has convertido en un salvaje.

Las manos le tiemblan sin cesar. Mira a Jess para que pueda leerle los labios.

—Ha sido una estupidez, ¿verdad, Jess? Y ahora ¿qué? —Acaricia al perro.

—Será el perro del bar, y si ese tipo vuelve por aquí, no saldrá bien parado. Pero ahora más vale que te andes con cuidado, porque has echado algo a rodar.

—¿Lo habías visto alguna vez?

Ella niega con la cabeza.

Marino se fija en que Shandy está en el porche, junto a la barandilla. Se pregunta por qué no ha salido de allí. Él ha estado a punto de matar a alguien y ella sigue en el porche.