8

La mañana siguiente, las ocho en punto, hora del Pacífico.

Lucy detiene el coche delante del Centro Oncológico Stanford.

Siempre que vuela en su reactor Citation X a San Francisco y alquila un Ferrari para el trayecto de una hora con el fin de ver a su neuroendocrinólogo, se siente poderosa, tal como se siente en casa. Los vaqueros ceñidos y la camiseta ajustada realzan su cuerpo atlético y la hacen sentirse vital, tal como se siente en casa. Las botas negras de piel de cocodrilo y el reloj de titanio Breitling Emergency con su radiante esfera anaranjada le hacen sentir que todavía es Lucy, intrépida y experta, tal como se siente cuando no piensa en lo que le ocurre.

Baja la ventanilla del F430 Spider rojo.

—¿Puede aparcar este trasto? —le pregunta al aparcacoches de gris que se le acerca con timidez a la entrada del moderno complejo de ladrillo y cristal. No lo reconoce. Debe de ser nuevo—. Tiene cambio de marchas de Fórmula Uno, estas palancas en el volante. A la derecha para entrar una marcha más alta, a la izquierda para una más baja, las dos a la vez para el punto muerto, y este botón es la marcha atrás. —Advierte la ansiedad en los ojos del empleado—. Vale, ya lo sé, reconozco que es complicado —le dice, porque no quiere humillarlo.

Es un hombre mayor, probablemente jubilado y aburrido, así que aparca coches en el hospital. O quizás alguien de su familia tiene cáncer o lo tuvo, pero es evidente que nunca ha conducido un Ferrari y es probable que ni siquiera haya visto uno de cerca. Lo mira como si fuera un ovni. No quiere tener nada que ver, y eso es bueno si uno no sabe conducir un coche que cuesta más que algunas casas.

—Me parece que no —dice el aparcacoches, paralizado por los asientos tapizados en cuero y el botón rojo de start en el volante de fibra de carbono. Rodea el coche por detrás y se queda mirando el motor bajo el vidrio mientras menea la cabeza—. Vaya, hay que ver. Un descapotable, supongo. Debe de darle el viento a base de bien cuando baja la capota, con la velocidad que debe de alcanzar, supongo —dice—. Reconozco que me supera. ¿Por qué no lo deja ahí mismo? —Se lo indica con la mano—. El mejor espacio de la casa. Hay que ver qué coche. —Sigue meneando la cabeza.

Lucy aparca, coge el maletín y dos sobres de gran tamaño con placas de resonancia magnética que revelan el secreto más devastador de su vida. Se mete en el bolsillo la llave del Ferrari, le da disimuladamente al hombre un billete de cien dólares y le dice con toda seriedad a la vez que le lanza un guiño:

—Protéjalo con su vida.

El centro oncológico es un complejo médico de lo más hermoso, con ventanas panorámicas y kilómetros de suelos pulidos, todo abierto y lleno de luz. La gente que trabaja allí, todos voluntarios, son indefectiblemente amables. La última vez que acudió a una visita, una arpista en el pasillo pulsaba y rasgueaba elegantemente Time After Time. Esta tarde la misma señora toca What a Wonderful World. Qué gracioso, y mientras Lucy camina aprisa, sin mirar a nadie, con la gorra de béisbol calada sobre los ojos, cae en la cuenta de que en ese momento nadie podría interpretar ningún tema que no le hiciera sentirse cínica y deprimida.

Las consultas son áreas abiertas, perfectamente decoradas en tonos terrosos, sin cuadros en las paredes, sólo pantallas planas en las que se ven relajantes escenas de naturaleza: prados y montañas, hojarasca otoñal, bosques nevados, inmensas secoyas, las rocas rojizas de Sedona, acompañadas por el suave rumor de arroyos que corren, lluvia que repiquetea, pájaros y brisas. Hay orquídeas naturales en macetas, la iluminación es tenue, las salas de espera no están nunca abarrotadas. La única paciente en la consulta D cuando Lucy llega a recepción es una mujer que lleva peluca y lee un ejemplar de la revista Glamour.

Lucy le dice en voz queda al recepcionista que tiene visita con el doctor Nathan Day, o Nate, como le llama ella.

—¿Su nombre? —Con una sonrisa.

Lucy le dice con voz baja el alias que usa. Él teclea algo en el ordenador, sonríe de nuevo y descuelga el auricular. En menos de un minuto, Nate abre la puerta y hace una seña a Lucy para que pase. La abraza, como tiene por costumbre.

—Me alegro de verte. Tienes un aspecto fantástico —le dice mientras acceden al despacho.

Es pequeño, en absoluto lo que cabría esperar de un neuroendocrinólogo titulado en Harvard y considerado uno de los mejores en su especialidad. Tiene la mesa llena de papeles, un ordenador de pantalla grande y unas estanterías desbordadas, así como múltiples cajas luminosas fijadas en las paredes donde en la mayoría de los despachos habría ventanas. Hay un sofá y una silla. Lucy le entrega los resultados que ha traído.

—Análisis —dice—. Y el escáner que viste la última vez, y también el más reciente.

El médico se sienta a la mesa y ella se acomoda en el sofá.

—¿De cuándo son? —pregunta él mientras abre el sobre, y luego lee la gráfica, de la que no hay almacenado electrónicamente ni un solo dato: el informe en papel está en la caja de seguridad personal del médico, identificado por un código, y el nombre de Lucy no aparece en ninguna parte.

—Los análisis de sangre son de hace un par de semanas. El escáner más reciente, de hace un mes. Mi tía lo ha mirado y dice que pinta bien, pero teniendo en cuenta los pacientes que ve la mayor parte del tiempo… —comenta Lucy.

—Dice que no tienes aspecto de estar muerta. Qué alivio. ¿Y qué tal está Kay?

—Charleston le gusta, aunque no estoy segura de que ella le guste a Charleston. A mí ya me va bien… Bueno, siempre me han motivado los sitios donde resulta difícil encajar.

—Cosa que ocurre en la mayoría de los sitios.

—Lo sé. Lucy, la bicho raro. Confío en que seguimos de incógnito. Así me lo parece, porque le he dado mi alias a ése de recepción y no lo ha puesto en tela de juicio. Hoy en día, con internet, la privacidad es un chiste.

—Bien que lo sé. —Lee detenidamente el informe del laboratorio—. ¿Sabes cuántos pacientes míos pagarían de su propio bolsillo, si pudieran permitírselo, para que su información no apareciera en las bases de datos?

—Eso está bien. Si quisiera colarme en vuestra base de datos, probablemente me llevaría cinco minutos. A los federales podría llevarles una hora, pero lo más probable es que ya hayan entrado en vuestra base de datos. Y yo no, porque no me parece bien violar los derechos civiles de una persona, a menos que sea por una buena causa.

—Eso dicen ellos.

—Ellos mienten y son estúpidos, sobre todo el FBI.

—Veo que siguen a la cabeza de tu lista negra.

—Me despidieron sin una buena razón.

—Y pensar que podrías estar abusando de las leyes norteamericanas y cobrando por ello. Bueno, no mucho. ¿Qué mercancía informática estás vendiendo en la actualidad por una porrada de millones?

—Modelos para el desarrollo de datos. Redes neurales que toman datos y básicamente llevan a cabo tareas inteligentes de la misma manera que nuestro cerebro. Y estoy tonteando con un proyecto en torno al ADN que podría resultar interesante.

—La THS es excelente —dice—. La T4 libre está bien, así que tu metabolismo funciona. Eso puedo asegurarlo sin necesidad de análisis. Has perdido algo de peso desde que te vi la anterior vez.

—Unos dos kilos y medio.

—Aparentas tener más masa muscular, así que probablemente has perdido grasa y líquido retenido.

—Qué elocuencia.

—¿Cuánto ejercicio haces?

—Lo mismo.

—Voy a anotarlo como obligatorio, aunque probablemente es obsesivo. Los resultados del hígado están bien, y el nivel de prolactina es estupendo, ha bajado a dos con cuatro. ¿Qué me dices de la regla?

—Normal.

—¿Ninguna emisión blanca, clara o lechosa de los pezones? Aunque tampoco es que quepa esperar lactancia con un nivel de prolactina tan bajo.

—No. Y no te hagas ilusiones, no voy a dejar que lo compruebes.

El médico sonríe y hace más anotaciones en el informe.

—Lo triste es que no tengo los pechos tan grandes.

—Hay mujeres que pagarían una pasta por tenerlos así. Y de hecho la pagan —dice en tono prosaico.

—No están a la venta. En realidad, ni siquiera puedo regalarlos de un tiempo a esta parte.

—Me consta que eso no es cierto.

Lucy ya no se siente cohibida. Puede hablar de lo que sea con él. Al principio era una historia distinta, un horror y una humillación que un macroadenoma de pituitaria benigno —un tumor cerebral— estuviera causando una sobreproducción de la hormona prolactina que hacía creer a su cuerpo que estaba embarazada. Se le retiró la regla y aumentó de peso. No tenía galactorrea ni empezó a producir leche, pero si no hubiera descubierto lo que le ocurría cuando lo descubrió, eso es lo que habría sucedido a continuación.

—Por lo visto, no estás saliendo con nadie. —Saca las placas de la resonancia magnética de los sobres, las levanta y las coloca en las cajas luminosas.

—No.

—¿Qué tal la libido? —Atenúa la iluminación del despacho y enciende las cajas para iluminar las placas del cerebro de Lucy—. A veces al Dostinex se le llama el medicamento del sexo, ya sabes. Bueno, si surge la oportunidad.

Lucy se acerca a él y mira las placas.

—No voy a operarme, Nate.

Se queda mirando con aire sombrío la región de forma más o menos rectangular de hipointensidad en la base del hipotálamo. Cada vez que mira uno de sus escáneres, tiene la sensación de que debe de haber un error. Ése no puede ser su cerebro. Un cerebro joven, como lo llama Nate. Desde el punto de vista anatómico, un cerebro estupendo, dice, salvo por un pequeño fallo, un tumor de la mitad del tamaño de una moneda de un centavo.

—Me trae sin cuidado lo que digan los artículos en las revistas. Nadie va a abrirme. ¿Qué aspecto tiene? Dime que estoy bien, por favor —le pide.

Nate compara la placa antigua con la nueva, las estudia una junto a otra.

—No hay una diferencia drástica. Todavía tiene entre siete y ocho milímetros. No hay nada en la cisterna supraselar. Un leve desplazamiento de izquierda a derecha desde el infundíbulo del tallo pituitario. —Señala con un bolígrafo—. El quiasma óptico está limpio. —Señala de nuevo—. Lo que está muy bien. —Deja el boli y levanta dos dedos, que pone juntos y luego va separando para comprobar la visión periférica de Lucy—. Estupendo —vuelve a decir—. Casi idénticos. La lesión no está creciendo.

—Tampoco está menguando.

—Siéntate.

Lo hace en el borde del sofá.

—En resumen —dice Lucy—, no ha desaparecido. No se ha consumido con la medicación ni se ha vuelto necrótico, y no lo hará nunca, ¿verdad?

—Pero no está creciendo. La medicación lo ha reducido en cierta medida y lo está conteniendo. De acuerdo: opciones. Pero ¿qué quieres hacer? Permíteme que te diga que porque el Dostinex y su genérico hayan sido asociados con el riesgo de padecer enfermedad valvular cardíaca, no creo que tú debas preocuparte. Las investigaciones se centran en gente que la toma para el Parkinson. Con una dosis tan baja como la tuya lo más probable es que te vaya bien. ¿El mayor problema? Puedo extenderte una docena de recetas, pero no creo que encuentres una sola pastilla en este país.

—Se fabrica en Italia. Puedo obtenerlo allí. El doctor Maroni se prestó a ayudarme.

—De acuerdo, pero quiero que te hagas un ecocardiograma cada seis meses.

Suena el teléfono. Nate pulsa un botón, escucha brevemente y le dice al que ha llamado:

—Gracias. Llama a seguridad si el asunto parece desmadrarse. Asegúrate de que nadie lo toque. —Cuelga y le dice a Lucy—: Por lo visto, alguien ha venido en un Ferrari rojo que está llamando la atención a mucha gente.

—Qué ironía. —Se levanta del sofá—. Todo depende del punto de vista, ¿verdad?

—Ya lo conduzco yo, si no lo quieres.

—No es que no lo quiera, es que ya nada me produce la misma sensación que antes. Y eso no es del todo malo, sólo diferente.

—Es lo que conlleva lo que tienes. Se trata de algo que no deseas, pero es más de lo que tenías, porque tal vez ha cambiado tu manera de ver las cosas. —La acompaña a la salida—. Lo veo continuamente por aquí.

—Claro.

—Lo llevas muy bien. —Se detiene junto a la puerta que comunica con la sala de espera y no hay nadie que pueda oírles, sólo el recepcionista, que sonríe mucho y está otra vez al teléfono—. Te incluiría en el diez por ciento más afortunado de mis pacientes por lo que respecta a lo bien que lo llevas.

—El diez por ciento. Me parece que eso es un notable alto. Creo que empecé con un sobresaliente.

—No, nada de eso. Probablemente lo tenías desde siempre pero no te diste cuenta hasta que empezó a ser sintomático. ¿Ya hablas con Rose?

—No está dispuesta a aceptarlo. Intento no molestarme por ello, pero me resulta difícil. Muy, pero que muy difícil. No es justo, sobre todo para mi tía.

—No dejes que Rose te aleje de ella, porque probablemente es eso lo que intenta hacer precisamente por la razón que acabas de dar: no puede aceptarlo. —Introduce las manos en los bolsillos de la bata de laboratorio—. Te necesita. Ten por seguro que no va a hablar del asunto con nadie más.

A la salida del Centro Oncológico, una mujer delgada con la cabeza calva envuelta en un fular rodea el Ferrari acompañada de dos niños.

El aparcacoches sale al encuentro de Lucy.

—No se han acercado más de la cuenta. He estado vigilando. No se ha acercado nadie —dice en voz queda y urgente.

Lucy mira a los niños y a su madre enferma, y se dirige hacia el coche, que abre con el mando a distancia. Los chicos y su madre dan un paso atrás con gesto atemorizado. La madre parece vieja pero probablemente no tiene más de treinta y cinco años.

—Lo siento —le dice a Lucy—, pero están entusiasmados. No lo han tocado.

—¿Qué velocidad alcanza? —pregunta el mayor, un pelirrojo de unos doce años.

—Vamos a ver: cuatrocientos noventa caballos, seis velocidades, un motor V-ocho de cuatro coma tres litros, ocho mil quinientas revoluciones por minuto y panel difusor trasero de fibra de carbono. De cero a noventa en menos de cuatro segundos. En torno a trescientos por hora.

—¡Qué pasada!

—¿Has conducido uno de éstos? —le pregunta Lucy.

—Ni siquiera había visto uno.

—¿Y tú? —le pregunta a su hermano también pelirrojo, de unos ocho o nueve años.

—No, señora. —Con timidez.

Lucy abre la puerta del conductor y los dos pelirrojos alargan el cuello para echar un vistazo, conteniendo la respiración.

—¿Cómo te llamas? —le pregunta al mayor.

—Fred.

—Siéntate al volante, Fred. Voy a enseñarte a poner en marcha este trasto.

—No hace falta que lo haga —tercia la madre, que parece a punto de echarse a llorar—. Cariño, no toques nada.

—Yo soy Johnny —dice el otro chico.

—Tú después —le asegura Lucy—. Ponte a mi lado y presta atención.

Lucy enciende el contacto, se asegura de que el Ferrari esté en punto muerto, coge el dedo de Fred y lo posa sobre el botón rojo de arranque en el volante. Luego le suelta la mano.

—Tenlo apretado unos segundos y se pondrá en marcha.

El Ferrari despierta con un bramido.

Lucy da un paseo por el aparcamiento a cada uno de los chicos mientras su madre permanece de pie y sonríe, saluda con la mano y se enjuga los ojos.

Benton graba a Gladys Self desde su despacho en el laboratorio de neuroimagen del Hospital McLean. El apellido Self, palabra que remite al egoísmo, le viene como anillo al dedo, igual que a su famosa hija.

—Si se pregunta por qué esa hija mía tan rica no me pone una bonita mansión en Boca —dice la señora Self—, bueno, pues es porque no quiero ir a Boca ni a Palm Beach ni a ninguna otra parte. Estoy muy bien aquí mismo, en Hollywood, Florida, en mi apartamentito destartalado en primera línea de playa, justo en el paseo marítimo.

—¿Y eso por qué?

—Para hacérselas pagar. Piense en la imagen que dará ella cuando me encuentren muerta en un cuchitril así algún día. A ver cómo le sienta a su popularidad. —Ríe satisfecha.

—Me da la impresión de que no le resulta fácil decir nada agradable de su hija —señala Benton—. Y necesito que la elogie al menos un poco, señora Self. Igual que voy a necesitar unos minutos de comentarios neutrales y luego de críticas.

—Pero, a ver, ¿por qué esta haciendo esto mi hija?

—Se lo he explicado al principio de nuestra conversación. Se ha ofrecido voluntaria para una investigación científica que estoy llevando a cabo.

—Esa hija mía no se ofrece voluntaria para un carajo a menos que espere sacar algo. Nunca le he visto hacer nada por la mera razón de ayudar al prójimo. Tonterías. ¡Ja! Una emergencia familiar. Suerte tiene de que no saliera yo en la CNN para decirle al mundo entero que está mintiendo. Vamos a ver. Me pregunto cuál puede ser la verdad. Déjeme seguir las pistas. ¿Es usted uno de sus psicólogos de la policía en el hospital ése como se llame? ¿McLean? Ah, sí, eso es, adónde van todos los ricos y famosos, justo la clase de lugar adónde iría mi hija si tuviera que ir a alguna parte, y yo sé de una buena razón para que lo haya hecho. Usted se quedará pasmado cuando se la diga. ¡Bingo! ¡Está ingresada como paciente, de eso va todo esto!

—Como le he dicho, ella forma parte de una investigación que estoy llevando a cabo. —Maldita sea. Ya le advirtió a la doctora Self al respecto: si llamaba a su madre para hacer la grabación, quizás ella sospechara que la doctora está ingresada—. No estoy autorizado a hablar de su situación, dónde está, qué está haciendo o por qué. No puedo divulgar información alguna sobre ninguno de los sujetos de nuestros estudios.

—Pues yo sí que podría divulgar un par de cosas. ¡Lo sabía! Es digna de estudio, desde luego. Qué persona normal saldría en la tele haciendo lo que hace ella: retorcer la mente de las personas, tergiversar su vida, como hizo con esa jugadora de tenis que han asesinado. Le apuesto dólares contra donuts a que Marilyn tiene parte de culpa en ello, la sacó en su programa para hurgar en asuntos íntimos de esa chica delante de todo el mundo. Fue bochornoso, no puedo creer que la familia de la chavalita lo permitiera.

Benton ha visto una grabación del programa. La señora Self está en lo cierto. Drew quedó más expuesta de la cuenta, y eso la hizo vulnerable y accesible, dos ingredientes para convertirse en víctima de acecho, si es que lo fue. No es ése el objetivo de su llamada, pero no puede resistirse a indagar.

—Me pregunto cómo consiguió su hija llevar a Drew Martin a su programa. ¿Ya se conocían?

—Marilyn es capaz de conseguir a quienquiera. Cuando me llama en ocasiones especiales, mayormente se dedica a alardear de tal o cual famoso. Sólo que, tal como lo cuenta, da la impresión de que tienen suerte de conocerla a ella, y no al revés.

—No la ve muy a menudo, ¿verdad?

—¿De veras cree que se tomaría la molestia de visitar a su propia madre?

—Bueno, tampoco es que carezca por completo de sentimientos, ¿no?

—De niña podía ser cariñosa, aunque cueste creerlo. Pero algo se malogró al cumplir los dieciséis años. Se escapó con un seductor que le rompió el corazón, regresó a casa y se armó una de cuidado. ¿No le ha contado nada de eso?

—No, nada.

—No me extraña. Es capaz de hablar sin parar de que su padre se suicidó y de lo horrible que soy yo y la gente en general, pero sus propios errores no existen. Le sorprendería averiguar a cuánta gente ha excomulgado de su vida sin otra razón que le resultaban inconvenientes. O quizá que alguien muestra una faceta de ella que el mundo no debe ver. Eso es una ofensa sólo punible con la muerte.

—Supongo que no lo dice en sentido literal.

—Depende de su definición.

—Vamos a empezar con sus aspectos positivos.

—¿Le ha contado que obliga a todo el mundo a firmar un compromiso de confidencialidad?

—¿Incluso a usted?

—¿Quiere saber la auténtica razón de que viva como vivo? Pues es porque no puedo permitirme su supuesta generosidad. Vivo de la Seguridad Social y de la jubilación que me ha quedado después de trabajar toda la vida. Marilyn nunca ha hecho nada por mí, y encima tuvo la cara de decirme que tenía que firmar uno de esos compromisos de confidencialidad, ¿entiende? Dijo que si no lo hacía, tendría que arreglármelas por mi cuenta por muy enferma que me pusiera. No lo firmé. Y aun así no hablo de ella, aunque podría, vaya sí podría.

—Está hablando conmigo.

—Bueno, ella me dijo que lo hiciera, ¿no? Le dio a usted mi teléfono porque conviene a los intereses egoístas que tiene ahora, sean cuales sean. Y yo soy su debilidad. No puede evitarlo. Se muere de ganas de saber lo que tengo que decir. Así da validez a la noción que tiene de sí misma.

—Lo que necesito —le explica Benton— es que imagine que le está diciendo lo que le gusta de ella. Tiene que haber algo. Por ejemplo: «Siempre he admirado lo lista que eres» o «Estoy muy orgullosa de tu éxito», etcétera.

—¿Aunque no lo sienta de veras?

—Si no puede decir nada positivo, me temo que no podemos seguir adelante. —Cosa que a Benton no le desagradaría.

—No se preocupe. Soy capaz de mentir tan bien como ella.

—Luego lo negativo. «Ojalá fueras más generosa o menos arrogante», o lo que le venga a la cabeza.

—Eso está chupado.

—Por último, los comentarios neutrales. El tiempo, ir de compras, lo que ha estado haciendo, cosas así.

—No se fíe de ella. Fingirá y mandará al cuerno su investigación.

—El cerebro no puede fingir —le asegura Benton—. Ni siquiera el de ella.

Una hora después. La doctora Self, con un reluciente traje pantalón de seda roja y descalza, está recostada en unos almohadones en su cama.

—Entiendo que esto le parezca innecesario —dice Benton, a la vez que pasa las páginas de la edición para pacientes de Entrevista clínica estructurada para trastornos de Eje 1 según el DSM-IV.

—¿Le hace falta un guión, Benton?

—Para mantener la coherencia en esta investigación, llevamos a cabo las entrevistas con el manual. En cada ocasión según el sujeto. No voy a hacerle preguntas obvias e irrelevantes, como su estatus profesional.

—Déjeme que le ayude —se ofrece ella—. Nunca he estado ingresada como paciente en un hospital psiquiátrico. No tomo ninguna medicación. No bebo demasiado. Por lo general duermo cinco horas por la noche. ¿Cuántas horas duerme Kay?

—¿Ha adelgazado o engordado mucho recientemente?

—Mantengo mi peso a la perfección. ¿Cuánto pesa Kay en la actualidad? ¿Come mucho cuando está sola o deprimida? Toda esa comida frita de por allí…

Benton pasa las páginas.

—¿Qué me dice de sensaciones extrañas en el cuerpo o la piel?

—Depende de con quién esté.

—¿Alguna vez nota olores o sabores que otros no alcanzan a percibir?

—Hago muchas cosas que otros no alcanzan a hacer.

Benton levanta la mirada.

—Me parece que lo del estudio no es buena idea, doctora Self. Esto no es constructivo.

—No es usted quien debe juzgarlo.

—¿Le parece a usted constructivo?

—No ha hablado sobre la cronología de los estados de ánimo. ¿No me va a preguntar por los ataques de pánico?

—¿Los ha tenido alguna vez?

—Sudores, temblores, mareos, taquicardia. ¿Miedo a morir? —Le mira con aire pensativo, como si fuera él su paciente—. ¿Qué ha dicho mi madre en la grabación?

—¿Qué me dice de cuando ingresó aquí? —pregunta él—. Parecía que un correo le había producido pánico, el que le mencionó al doctor Maroni nada más llegar y no ha mencionado desde entonces.

—Imagine a esa chica ayudante suya creyendo que iba a hacerme la entrevista. —Sonríe—. Soy psiquiatra. Sería como si una principiante se enfrentara a Drew Martin en un partido de tenis.

—¿Cuáles son sus sentimientos acerca de lo que le ocurrió? En las noticias han dicho que la tuvo como invitada en su programa. Hay quien ha sugerido que tal vez el asesino se obsesionó con ella debido a…

—¡Como si en mi programa hubiera sido la única vez que salió en televisión! Tengo muchísimos invitados en mi programa.

—Iba a decir debido a su prominencia en los medios de comunicación, no a la aparición en su programa, específicamente.

—Es probable que me lleve otro Emmy por esa serie de programas. A menos que lo ocurrido…

—¿A menos que lo ocurrido…?

—Eso sería sumamente injusto —dice ella—. Si la academia se mostrara predispuesta en mi contra debido a lo que le ocurrió a Drew Martin. ¡Como si tuviera algo que ver con la calidad de mi trabajo! ¿Qué ha dicho mi madre?

—Es importante que no lo sepa hasta que esté en el escáner.

—Me gustaría hablar de mi padre. Murió cuando yo era muy pequeña.

—De acuerdo —asiente Benton, que se sienta tan lejos de ella como puede, de espaldas a la mesa donde tiene el ordenador portátil. En una mesa entre ambos está la grabadora en marcha—. Vamos a hablar de su padre.

—Yo tenía dos años cuando murió, ni dos siquiera.

—¿Y lo recuerda lo bastante bien como para sentir que la rechazó?

—Como debe de saber por estudios que imagino ha leído, las criaturas que no son amamantadas por la madre tienen más probabilidades de tener mayores niveles de estrés y angustia en la vida. Las presidiarlas que no pueden amamantar a sus hijos sufren carencias notables en su capacidad de alimentación y protección.

—No entiendo la relación. ¿Insinúa que su madre estuvo en la cárcel en algún momento?

—Nunca me sostuvo contra su pecho, no me dio de mamar, no me tranquilizó con el latir de su corazón, no mantuvo contacto visual conmigo cuando me alimentaba con el biberón, con una cuchara, una pala, una excavadora. ¿Ha reconocido todo eso en la grabación? ¿Le ha preguntado por nuestra relación?

—Cuando grabamos a la madre de un sujeto, no nos hace falta saber la historia de su relación.

—Su negativa a establecer vínculos conmigo agravó mi sensación de rechazo, mi resentimiento, me hizo más propensa a culparla de que mi padre me abandonara.

—Se refiere a su muerte.

—Es interesante, ¿no cree? Kay y yo perdimos a nuestros padres a edad muy temprana, y ambas nos hicimos doctoras, pero yo me dedico a curar la mente de los vivos mientras ella trocea el cuerpo de los muertos. Siempre me he preguntado cómo será en la cama, teniendo en cuenta su trabajo.

—Culpa a su madre de la muerte de su padre.

—Yo estaba celosa. En varias ocasiones entré en su habitación mientras estaban manteniendo relaciones sexuales, y lo vi, desde el umbral. Vi a mi madre ofrecerle su cuerpo. ¿Por qué él y no yo? ¿Por qué ella y no yo? Quería lo que se daban el uno al otro, sin darme cuenta de lo que significaba, porque desde luego no quería mantener relaciones orales ni genitales con mis padres y no entendía esa parte del asunto. Probablemente me pareció que les dolía algo.

—¿Sin haber cumplido los dos años, los sorprendió en más de una ocasión y lo recuerda? —Ha dejado el manual de diagnóstico bajo la silla y ahora está tomando notas.

Ella vuelve a acomodarse en la cama y adopta una postura más provocativa, asegurándose de que Benton tenga bien presentes todos los contornos de su cuerpo.

—Vi a mis padres vivos, tan vitales, y en un abrir y cerrar de ojos, él había desaparecido. Kay, por otra parte, fue testigo de la larga agonía de su padre provocada por el cáncer. Yo viví con la pérdida y ella vivió con la agonía, y eso supone una diferencia. De manera, Benton, que ya ve: en tanto que psiquiatra, mi objetivo es entender la vida de mi paciente, mientras que la de Kay es entender la muerte del suyo. Eso debe de tener algún efecto sobre usted.

—No estamos aquí para hablar de mí.

—¿No es una maravilla que el Pabellón no se atenga a rígidas normas institucionales? Aquí estamos, a pesar de lo ocurrido cuando ingresé. ¿Le ha contado el doctor Maroni lo de que entró en mi habitación, no en ésta, sino en la primera? ¿Que cerró la puerta y me desabrochó el albornoz? ¿Que me tocó? ¿Fue ginecólogo en una carrera anterior? Parece incómodo, Benton.

—¿Se siente hipersexual?

—Así que ahora estoy sufriendo un episodio maníaco. —Sonríe—. Vamos a ver a cuántos diagnósticos llegamos esta tarde. Pero no estoy aquí para eso. Ya sabemos por qué estoy aquí.

—Dijo que era debido a un correo que descubrió durante un descanso en los estudios de televisión. Hace dos viernes.

—Ya le hablé al doctor Maroni de ese correo.

—Según tengo entendido, le dijo que había recibido un correo —le recuerda Benton.

—Si fuera posible, albergaría la sospecha de que entre todos me hipnotizaron para que ingresara aquí por causa de ese correo electrónico, pero eso sería como el argumento de una película o una psicosis, ¿verdad?

—Le dijo al doctor Maroni que estaba terriblemente afectada y temía por su vida.

—Y luego me medicaron contra mi voluntad. Y después él se largó a Italia.

—Tiene consulta allí. Siempre está viajando, sobre todo en esta época del año.

—El Dipartimento di Scienze Psichiatriche de la Universidad de Roma. Tiene una villa en Roma y un apartamento en Venecia. Es de una familia italiana muy acaudalada. También es director clínico del Pabellón, y todo el mundo cumple su voluntad, incluido usted. Antes de marcharse del país, deberíamos haber solucionado lo que ocurrió cuando me registré en mi habitación.

—¿Se registró en su habitación? Habla de McLean como si fuera un hotel.

—Ahora ya es demasiado tarde.

—¿De veras cree que el doctor Maroni la tocó de alguna manera inadecuada?

—Creo que lo he dejado perfectamente claro.

—Así que lo cree.

—Aquí lo negaría todo el mundo.

—Claro que no lo negaríamos si fuera cierto.

—Lo negaría todo el mundo.

—Cuando la limusina la trajo, usted estaba bastante lúcida pero inquieta. ¿Se acuerda de eso? ¿Recuerda hablar con Maroni en el edificio de ingresos y decirle que necesitaba un lugar donde estar a salvo por causa de un correo electrónico y que ya se lo explicaría más adelante? —le pregunta Benton—. ¿Recuerda haberse mostrado provocativa con él tanto verbal como físicamente?

—Sí que tiene usted tacto con los pacientes. Quizá debería volver al FBI y utilizar mangueras y qué sé yo. Tal vez podría colarse en mi cuenta de correo, mis casas y mis cuentas bancarias.

—Es importante que recuerde cómo estaba cuando llegó aquí. Intento ayudarle a que lo haga —asegura él.

—Recuerdo que el doctor entró en mi habitación aquí en el Pabellón.

—Eso fue después, por la noche, cuando de pronto se puso histérica e incoherente.

—Fue un estado provocado por la medicación. Soy muy sensible a los medicamentos. No los tomo ni creo en ellos.

—Cuando el doctor Maroni entró en su habitación, ya había una neuropsicóloga y una enfermera con usted. Y no dejaba de repetir que algo no era culpa suya.

—¿Estaba usted presente?

—No.

—Ya veo, porque habla como si hubiera estado.

—He leído su informe.

—Mi informe. Supongo que fantasea con la posibilidad de vendérselo al mejor postor.

—Maroni le hizo algunas preguntas mientras la enfermera comprobaba sus constantes vitales, y fue necesario sedarla con una inyección intramuscular.

—Cinco miligramos de Haldol, dos miligramos de Ativan, un miligramo de Cogentin: el infame método de restricción química cinco-dos-uno que se utiliza con los internos violentos. Yo tratada como una presa violenta. Después de eso no recuerdo nada.

—¿Puede decirme qué no era culpa suya, doctora Self? ¿Tenía que ver con ese correo?

—Lo que hizo Maroni no fue culpa mía.

—¿De manera que su angustia no tenía que ver con el correo que, según dijo, era su motivo para venir a McLean?

—Esto es una conspiración. Están todos conchabados. Por eso se puso en contacto conmigo su compinche Pete Marino, ¿verdad? O igual es que quiere dejarlo. Quiere que lo rescate, tal como hice en Florida. ¿Qué le están haciendo?

—No hay ninguna conspiración.

—¿Veo asomar al investigador?

—Lleva aquí diez días y no le ha hablado a nadie de la naturaleza de ese correo.

—Porque en realidad tiene que ver con la persona que me envió una serie de correos. Decir «un correo» es engañoso. Se trata de una persona.

—¿Quién?

—Una persona a la que podría haber ayudado el doctor Maroni, un individuo muy perturbado. Al margen de lo que haya o no haya hecho, necesita ayuda. Y si algo me ocurre, o le ocurre a otra persona, será culpa de Maroni, no mía.

—¿Qué sería culpa suya?

—Acabo de decir que yo no tendría la culpa de nada.

—¿Y no puede enseñarme el correo que nos ayudaría a entender quién es esa persona y tal vez a protegerla a usted de él?

—Es interesante, pero había olvidado que usted trabaja aquí. Lo recordé al ver el anuncio en que pedía voluntarios para su investigación en secretaría. Luego, claro, Marino comentó algo cuando me envió su correo. Y no es ése el correo al que me refiero, así que no se emocione. Trabajar para Kay lo tiene aburrido y sexualmente frustrado.

—Me gustaría hablar con usted acerca de cualquier correo que haya recibido, o enviado.

—Envidia. Así es como empieza. —Lo mira—. Kay me envidia porque su existencia es diminuta. Me envidia con tanta desesperación que tuvo que mentir sobre mí ante los tribunales.

—¿A qué se refiere?

—Sobre todo a ella. —El odio serpentea—. Soy perfectamente objetiva respecto de lo que ocurrió en ese flagrante caso de abuso legal y nunca me tomé de manera personal que usted y Kay, sobre todo ella, prestaran testimonio, convirtiéndose ambos, sobre todo ella, en paladines del abuso legal. —El odio repta fríamente—. Me pregunto cómo se sentiría ella si supiera que usted está en mi habitación con la puerta cerrada.

—Cuando ha dicho que tenía que hablar conmigo a solas en la intimidad de su habitación, acordamos que yo grabaría la sesión además de tomar notas.

—Grábeme, tome notas, algún día le serán de utilidad. Hay mucho que aprender de mí. Hablemos de su experimento.

—Trabajo de investigación. El mismo para el que usted se presentó voluntaria y obtuvo permiso especial a pesar de que yo le aconsejé en sentido contrario. No utilizamos la palabra «experimento».

—Tengo curiosidad por saber por qué quiere excluirme de su experimento, a menos que tenga algo que esconder.

—Francamente, doctora Self, no estoy convencido de que cumpla los criterios de selección.

—Francamente, Benton, es lo último que le conviene, ¿no es así? Pero no tiene opción porque su hospital es lo bastante inteligente como para no discriminarme.

—¿Se le ha diagnosticado bipolaridad?

—Nunca me han diagnosticado nada aparte de ser super-dotada.

—¿Le han diagnosticado bipolaridad a alguien de su familia?

—Lo que todo esto acabe demostrando, bueno, es cosa suya. Durante diversos estados de ánimo la corteza cerebral prefrontal dorsolateral se «ilumina» si recibe los estímulos externos apropiados. Y qué. La TEM y la RMF han demostrado con claridad que la gente que está deprimida presenta anomalías en el flujo de sangre en las regiones prefrontales y una disminución de la actividad en la corteza prefrontal dorsolateral. Así que ahora usted añade violencia a la mezcla, y ¿qué va a demostrar? ¿Y qué importa eso? Sé que su pequeño experimento no fue aprobado por el Comité de la Universidad de Harvard sobre Utilización de Sujetos Humanos.

—No llevamos a cabo estudios que no estén autorizados.

—Los sujetos de control sanos ¿siguen sanos cuando han acabado con ellos? ¿Qué ocurre con los sujetos que no están tan sanos? El pobre desgraciado con un historial de depresión, esquizofrenia, bipolaridad o algún otro trastorno, que también tiene antecedentes de hacerse daño a sí mismo o a otros, o de intentarlo, o de fantasear de manera obsesiva sobre ello.

—Creo que Jackie le dio la información necesaria —dice Benton.

—No del todo. Ésa no sabría distinguir la corteza pre-frontal dorsolateral de un bacalao. Ya se han realizado estudios acerca de cómo responde el cerebro a la crítica y el elogio maternos. Así que ahora añade violencia a la mezcla, y ¿qué va a demostrar? ¿Y qué importa eso? Muestra qué diferencia hay entre el cerebro de los individuos violentos y el de los demás, y ¿qué va a demostrar? ¿Y qué importa eso? ¿Habría detenido al Hombre de Arena?

—¿El Hombre de Arena?

—Si echara un vistazo a su cerebro, vería Irak. Y luego ¿qué? ¿Le extirparía Irak como por arte de magia y se pondría bien?

—¿Es quien le envió el correo?

—No sé quién es.

—¿Podría tratarse de la persona perturbada que remitió usted al doctor Maroni?

—No entiendo lo que ve en Kay —dice ella—. ¿Huele a depósito de cadáveres cuando regresa a casa? Aunque, claro, usted no está cuando regresa a casa.

—Según lo que ha dicho, recibió el correo varios días después de que apareciera el cadáver de Drew. ¿Una coincidencia? Si posee información acerca de su asesinato, tiene que dármela —la insta Benton—. Dígamelo. Esto es muy grave.

La doctora estira las piernas y toca con el pie descalzo la mesa que hay entre ellos.

—Si tirara la grabadora de la mesa y se rompiera, ¿qué pasaría?

—El que mató a Drew volverá a matar —insiste Benton.

—Si tirara esta grabadora —la desplaza un poco con el pie—, ¿qué podríamos decir y qué podríamos hacer?

Benton se levanta de la silla.

—¿Quiere que otra persona sea asesinada, doctora Self? —Coge la grabadora pero no la apaga—. ¿No ha pasado ya por esto?

—Ahí lo tiene —dice ella desde la cama—. Ahí está la conspiración. Kay volverá a mentir sobre mí, igual que antes.

Benton abre la puerta.

—No —le asegura—. Esta vez será mucho peor.