El aparcamiento detrás de la consulta de Scarpetta.
Se armó un gran revuelo cuando abrió la consulta, y los vecinos presentaron objeciones formales prácticamente a todas sus peticiones. Consiguió que le permitieran instalar la verja de seguridad disimulándola con plantas de hoja perenne y rosales, pero no se salió con la suya en lo tocante a la iluminación, y por la noche el aparcamiento está demasiado oscuro.
—Hasta el momento, no veo razón para no darle una oportunidad. Lo cierto es que nos vendría bien alguien —dice Scarpetta.
Se mecen los palmetos, y las plantas que bordean la verja se agitan mientras ella y Rose van hacia sus respectivos coches.
—No tengo a nadie que me ayude en el jardín, si a eso vamos. No puedo desconfiar de todo el mundo —añade.
—No dejes que Marino te empuje a hacer algo de lo que podrías arrepentirte —le advierte Rose.
—Desconfío de él, eso es verdad.
—Tienes que sentarte a hablar con él. No me refiero en el despacho: invítale a tu casa, cocina algo. No tiene intención de hacerte daño.
Han llegado al Volvo de Rose.
—Estás peor de la tos —le dice Scarpetta—. ¿Por qué no te quedas en casa mañana?
—Ojalá no se lo hubieras dicho. Me sorprende que nos lo dijeras siquiera a nosotros.
—Creo que fue el anillo lo que lo dio a entender.
—No deberías haberlo contado —insiste Rose.
—Es hora de que Marino se enfrente a lo que ha eludido desde que lo conozco.
Rose se apoya en su coche como si estuviera muy cansada para sostenerse por sí misma, o quizá le duelen las rodillas.
—Entonces, deberías habérselo dicho hace mucho tiempo, pero no lo hiciste y él siguió abrigando esperanzas, se enconó en su fantasía. Si uno no hace frente a los sentimientos de los demás, lo único que consigue es… —Tose tan fuerte que no puede acabar la frase.
—Me parece que estás incubando la gripe. —Scarpetta le apoya el dorso de la mano en la mejilla—. Estás caliente.
Rose saca un pañuelo de papel del bolso, se enjuga los ojos y lanza un suspiro.
—Ese individuo… Me parece increíble que te lo plantees siquiera. —Vuelve a hablar de Bull.
—El negocio está creciendo. Tengo que contratar un ayudante para el depósito, y ya he perdido toda esperanza de encontrar a alguien con preparación.
—No creo que lo hayas intentado mucho ni hayas tenido una mentalidad abierta al respecto. —El Volvo es tan viejo que Rose tiene que abrir la puerta con llave. Se enciende la luz interior, y la cara se le ve demacrada y ojerosa mientras se acomoda en el asiento y se arregla la falda para cubrirse los muslos.
—Los ayudantes de depósito mejor preparados proceden de las funerarias o las morgues de los hospitales —responde Scarpetta, con la mano sobre el marco de la ventanilla—. Puesto que la funeraria más importante de la zona resulta ser propiedad de Henry Hollings, que casualmente se sirve de la Facultad de Medicina de Carolina del Sur para las autopsias que caen en su jurisdicción o le son subcontratadas, ¿qué suerte crees que tendría si lo llamara para pedirle que me recomiende a alguien? Lo último que quiere el juez de instrucción local es ayudarme a que salga adelante, maldita sea.
—Llevas ya dos años diciendo lo mismo. Pero sin nada en que basarlo.
—Me rehuye.
—Exactamente a eso me refería con lo de que debes expresar tus sentimientos. Tal vez deberías hablar con él.
—¿Cómo sé que no es el responsable de que las direcciones de mi domicilio y mi consulta de pronto aparezcan confundidas en internet?
—¿Por qué iba a esperar hasta ahora para hacer algo así? Suponiendo que lo hiciera.
—Es un buen momento. Mi consulta ha salido en las noticias por lo del caso de maltrato infantil, y el condado de Beaufort me ha pedido que me ocupe del asunto en vez de llamar a Hollings. Estoy implicada en la investigación de Drew Martin y acabo de volver de Roma. Un momento interesante para que alguien llamara deliberadamente a la Cámara de Comercio y registrara mi dirección privada como la dirección de mi consulta, e incluso abonara la cuota de socio.
—Pero les hiciste retirar los datos. Y debería haber quedado constancia de quién pagó la cuota.
—Un cheque bancario —responde Scarpetta—. Lo único que han podido decirme es que quien llamó era una mujer. Retiraron los datos, gracias a Dios, antes de que se propagaran por toda la red.
—El juez de instrucción no es mujer.
—Eso no significa nada, maldita sea. No haría en persona el trabajo sucio.
—Llámale. Pregúntale a bocajarro si está intentando echarte de la ciudad, o, mejor dicho, echarnos a todos de la ciudad. Me da la impresión de que hay unas cuantas personas con las que debes hablar, empezando por Marino. —Tose, y como si eso fuera una orden, la luz interior del Volvo se apaga.
—No debería haberse mudado aquí. —Scarpetta se queda mirando la trasera del viejo edificio de ladrillo, pequeño, con una planta y un sótano que convirtió en depósito de cadáveres—. Florida le encantaba —dice, y eso vuelve a recordarle a la doctora Self.
Rose gradúa el aire acondicionado, gira las rejillas de ventilación para que el aire frío le dé en la cara y vuelve a respirar hondo.
—¿Seguro que estás bien? Déjame que te siga a casa —se ofrece Scarpetta.
—Desde luego que no.
—¿Y si pasamos un rato juntas mañana? Te preparo la comida: prosciutto con higos y tu asado de cerdo borracho preferido. Un buen vino toscano. Ya sé cuánto te gusta mi crema de ricotta al café.
—Gracias, pero tengo planes —dice Rose, con un deje de tristeza en la voz.
La silueta oscura de un depósito de agua en el extremo sur de la isla, o la puntera, como se lo conoce.
Hilton Head tiene forma de zapato, como los zapatos que veía Will en lugares públicos de Irak. La villa de estuco blanco que se corresponde con el cartel de «Prohibido el paso» vale al menos quince millones de dólares. Las persianas electrónicas están echadas, y ella probablemente se encuentra en el sofá de la enorme sala viendo otra película en la pantalla retráctil que cubre una vidriera que da al mar. Desde la perspectiva de Will, que mira desde fuera, la película discurre del revés. Escudriña la playa, escudriña las casas vacías cercanas. El cielo oscuro y encapotado pende bajo y denso mientras el viento sopla a rachas feroces.
Sube al paseo marítimo y lo sigue hacia la puerta que separa el mundo exterior del jardín trasero mientras las imágenes en la gran pantalla de cine destellan del revés: un hombre y una mujer follando. Se le acelera el pulso mientras camina, sus pasos arenosos quedos sobre los tablones desgastados por el viento y la lluvia; los actores centellean del revés en la pantalla: están follando en un ascensor. El volumen está bajo. Apenas alcanza a oír las embestidas y los gemidos, esos sonidos que resultan tan violentos cuando follan los personajes en las películas de Hollywood, y entonces llega a la puerta de la valla, pero está cerrada. La salta y va a su lugar habitual a un lado de la casa.
A través de un espacio entre la ventana y la persiana ha estado observándola de vez en cuando durante meses, la ha visto caminar arriba y abajo y llorar y mesarse los cabellos. No duerme nunca por la noche, le asusta la noche, le dan miedo las tormentas. Ve películas toda la noche hasta que amanece. Ve películas cuando llueve, y si hay truenos sube el volumen bien alto, y cuando luce mucho el sol, se oculta de él. Por lo general duerme en el sofá envolvente de cuero negro donde está tumbada ahora, apoyada en almohadones de cuero, con una sábana por encima. Levanta el mando a distancia y hace retroceder el DVD para volver a la escena en que Glenn Close y Michael Douglas están follando en el ascensor.
Las casas a ambos lados están ocultas tras altas cercas de bambú y árboles. Están vacías porque los propietarios ricos no las alquilan y no están allí y no han estado allí. Las familias no suelen empezar a servirse de sus caras residencias en la playa hasta que sus hijos terminan el curso escolar. Ella prefiere que no haya más gente, y no ha tenido vecinos en todo el invierno. Quiere estar sola pero le asusta estar sola. Teme los truenos y la lluvia, teme los cielos despejados y el sol, ya no quiere estar en ninguna parte sean cuales sean las circunstancias.
Por eso he venido, piensa él.
Vuelve a echar atrás el DVD. Él está familiarizado con sus rituales, ahí tumbada con el mismo chándal rosa manchado, venga a rebobinar películas para volver a ver ciertas escenas, por lo general de gente follando. De vez en cuando sale a la piscina para fumar un pitillo y dejar que su lastimoso perro tome un poco de aire. Nunca recoge sus heces, la hierba está llena de mierda reseca, y el jardinero mexicano que viene cada quince días tampoco la recoge. Fuma y mira fijamente la piscina mientras el perro deambula por el jardín, a veces lanzando ese aullido profundo y gutural, y ella le dice: «Qué perro tan bueno», o más a menudo: «Qué perro tan malo» y «Ven aquí. ¡Ven aquí ahora mismo!», al tiempo que da unas palmadas.
No lo acaricia, apenas soporta mirarlo. Si no fuera por el perro, su vida sería insoportable. El chucho no entiende nada del asunto. Es poco probable que recuerde lo que ocurrió o lo entendiera en su momento. Lo único que conoce es el cajón en el lavadero donde duerme y permanece sentado y aúlla. Ella no hace caso cuando aúlla, mientras bebe vodka y toma pastillas y se mesa los cabellos, la rutina siempre igual un día tras otro tras otro.
Pronto te tendré entre mis brazos y te llevaré a través de la oscuridad interior hasta el reino en las alturas, piensa Will, y quedarás separada de la dimensión física que es ahora tu infierno. Me lo agradecerás.
Se mantiene alerta para asegurarse de que nadie lo vea. Ahora, la observa levantarse del sofá y caminar borracha hacia la puerta corredera para salir a fumar y, como siempre, olvida que la alarma está conectada. Se sobresalta y maldice cuando comienza a ulular y martillar, y se llega dando traspiés hasta el cuadro de mandos para desconectarla. Suena el teléfono, y se mesa el pelo cada vez más escaso, dice algo y luego grita y cuelga el auricular con un golpe. Will se agazapa pegado al suelo entre los arbustos, no se mueve. En unos minutos llega la policía, dos agentes en un coche patrulla del sheriff del condado de Beaufort. Will, invisible, observa a los agentes en el porche, que no se molestan en entrar porque la conocen. Ha vuelto a olvidar la clave, y la empresa de seguridad ha llamado de nuevo a la policía.
—Señora, no es buena idea utilizar el nombre de su perro. —Uno de los agentes le dice lo mismo que ya le han dicho en otras ocasiones—. Debería utilizar otra cosa como clave. El nombre de la mascota es una de las primeras opciones del intruso.
—Si no soy capaz de recordar el nombre del maldito perro, ¿cómo voy a acordarme de nada más? —balbucea—. Lo único que sé es que la clave es el nombre del perro. Ay, coño. Merengue. Eso es, ahora lo recuerdo.
—Sí, señora, pero sigo pensando que debería cambiarlo. Como le he dicho, no conviene utilizar el nombre de la mascota, y si de todos modos nunca lo recuerda… Tiene que haber algo de lo que pueda acordarse. Se producen bastantes robos por aquí, sobre todo en esta época del año, cuando hay tantas casas vacías.
—No consigo recordar ninguna clave nueva. —Apenas es capaz de hablar—. Cuando salta la alarma, no puedo pensar.
—¿Seguro que sola estará bien? ¿Podemos llamar a alguien?
—Ya no tengo a nadie.
Al cabo, los polis se marchan. Will sale de su escondite y por una ventana la ve conectar de nuevo la alarma. Uno, dos, tres, cuatro: el mismo código, el único que es capaz de recordar. La ve sentarse otra vez en el sofá, llorando de nuevo. Se sirve otro vodka. El momento ya no resulta adecuado. Regresa por el paseo marítimo camino de la playa.