A Bulrush Ulysses S. Grant siempre lo han llamado Bull. Sin motivo alguno, comienza la conversación explicando el origen de su nombre.
—Supongo que se está preguntando por la S de mi nombre. Pues no es más que eso, una S y un punto —dice desde una silla cerca de la puerta cerrada del despacho de Scarpetta—. Mi madre sabe que la S en el nombre del general Grant es de Simpson, pero le dio miedo que si metía el Simpson ahí en medio, fuera demasiado largo para que yo lo escribiera, así que lo dejó en S. Explicarlo lleva más rato que escribirlo, si me lo pregunta usted.
Va limpio y pulcro con ropa de trabajo gris recién planchada, y sus zapatillas de lona parecen recién salidas de la lavadora. En el regazo tiene una gorra de béisbol deshilachada con un pez estampado, y las manos cortésmente entrelazadas encima. El resto de su aspecto es amedrentador, la cara, el cuello y el cuero cabelludo salvajemente acuchillados con largos tajos rosas que se entrecruzan. Si acudió a un cirujano plástico, desde luego no era muy bueno. Quedará gravemente desfigurado de por vida, un mosaico de cicatrices queloides que a Scarpetta le recuerdan a Queequeg en Moby Dick.
—Sé que se mudó usted aquí hace poco —dice Bull, para sorpresa de Scarpetta—. A esa vieja casa cochera cuya parte trasera da al pequeño paseo entre Meeting y King.
—¿Cómo demonios sabe dónde se supone que vive, y qué le importa eso? —lo interrumpe Marino con agresividad.
—Trabajaba para una de sus vecinas. —Bull dirige la respuesta a Scarpetta—. Falleció hace mucho tiempo. Supongo que sería más exacto decir que trabajé tal vez quince años para ella, y luego, hará unos cuatro años, su marido falleció. Después despidió a la mayor parte del servicio, imagino que por problemas de dinero, y tuve que buscar otra cosa. Luego ella también falleció. Lo que le digo es que me conozco la zona donde vive como el dorso de la mano.
Se mira las cicatrices rosadas en el dorso de las manos.
—Conozco su casa… —añade.
—Como he dicho… —empieza Marino de nuevo.
—Déjale acabar —lo corta Scarpetta.
—Conozco su jardín muy bien porque cavé el estanque y vertí el cemento, y me ocupé de la estatua del ángel que vela por él; la mantenía bien limpia. Levanté la verja blanca con remates en forma de flor en un lado, aunque no las columnas de ladrillo y hierro forjado en el otro. Eso es de antes de mi época y probablemente estaba tan cubierto de mirto y bambú cuando compró usted la propiedad que ni siquiera sabía de su existencia. Planté rosas, acebuche, amapolas de California, jazmines, e hice arreglillos en la casa.
Scarpetta está anonadada.
—Sea como sea —continúa Bull—, he estado haciendo trabajos para la mitad de los vecinos de su paseo y también en King Street, Meeting Street, Church Street, por todas partes. Desde que era niño. No se habrá enterado porque no me meto en los asuntos de los demás. Conviene no hacerlo si uno no quiere que la gente de aquí se ofenda.
—¿Como lo están conmigo?
Marino le lanza una mirada desdeñosa: se está mostrando más cordial de la cuenta.
—Sí, señora. Por aquí eso ocurre mucho —dice Bull—. Luego pone usted todos esos dibujos de telarañas en las ventanas, y eso tampoco hace ningún bien, sobre todo teniendo en cuenta cómo se gana la vida. Una de sus vecinas, a decir verdad, la llama «doctora Halloween».
—A ver si lo adivino. Seguro que es la señora Grimball.
—Yo no me lo tomaría muy en serio —dice Bull—. A mí me llama Olé, por lo de mi apodo, «Toro».
—Esos dibujos son para que los pájaros no choquen contra los cristales.
—Ajá. Nunca he tenido claro cómo sabemos exactamente lo que ven los pájaros. Como tampoco si, por ejemplo, ven lo que se supone que es una telaraña y vuelan hacia otra parte, aunque yo nunca he visto un pájaro atrapado en una telaraña como si fuera un insecto. Es como decir que los perros no ven los colores o no tienen sentido del tiempo. ¿Cómo podemos saberlo?
—¿Por qué demonios anda usted cerca de la casa de la doctora? —le espeta Marino.
—Buscaba trabajo. Cuando era un chaval, también ayudé a la señora Whaley —le dice Bull a Scarpetta—. Seguro que ha oído usted hablar del jardín de la señora Whaley, el más famoso de todo Charleston, Church Street abajo. —Sonríe orgulloso y, al señalar en la dirección de la calle, las heridas de su mano lanzan un destello rosa.
También tiene heridas en las palmas, heridas defensivas, piensa Scarpetta.
—Fue todo un privilegio trabajar para la señora Whaley. Se portó de maravilla conmigo. Escribió un libro, ¿sabe? Tienen ejemplares en el escaparate de esa librería en el hotel Charleston. Me firmó uno hace tiempo. Aún lo tengo.
—¿Qué hostias pasa aquí? —salta Marino—. ¿Ha venido al depósito para hablarnos del niño muerto, o es esto una maldita entrevista de trabajo y un paseo por sus viejos recuerdos?
—A veces las cosas encajan de una manera misteriosa —responde Bull—. Mi madre siempre lo decía. Igual, de algo malo puede salir algo bueno. Es posible que se derive algo bueno de lo que ocurrió. Y lo que ocurrió es malo, eso desde luego. Como una película que veo una y otra vez dentro de mi cabeza: el pequeño muerto en el barro, plagado de cangrejos y moscas. —Se lleva el índice cubierto de cicatrices al ceño fruncido y también surcado de cicatrices—. Aquí arriba, lo veo cuando cierro los ojos. La policía del condado de Beaufort dice que usted aún se está asentando aquí. —Pasea la mirada por el despacho de Scarpetta, asimilando poco a poco todos sus libros y diplomas enmarcados—. A mí me da la impresión de que está bastante asentada, aunque probablemente yo podría haberla ayudado a hacerlo mejor. —Centra su atención en los armarios recién instalados, donde guarda bajo llave algunos casos delicados y otros que aún no han llegado a los tribunales—. Como esa puerta de nogal negro, que no está al mismo nivel que la de al lado. No se ve recta. Podría arreglárserla sin el menor problema. ¿Ha visto alguna puerta torcida en su casa cochera? No, señora, seguro que no. Por lo menos no las que instalé yo cuando trabajaba allí. Puedo hacer prácticamente de todo, y si no sé, estoy más que dispuesto a aprender. Así que me he dicho: igual deberías preguntar. No hay nada de malo en preguntar.
—Pues igual debería preguntar yo —dice Marino—. ¿Mató usted a ese niño? Es una coincidencia que lo encontrara, ¿no cree?
—No, señor. —Bull lo mira directamente a los ojos y se le tensa la mandíbula—. Suelo ir por esa zona a recoger hierba de búfalo, pescar peces y camarones, buscar almejas y coger ostras. Permítame que le pregunte —le sostiene la mirada a Marino— si yo hubiera matado a ese niño, ¿por qué iba a simular encontrarlo y llamar a la policía?
—Dígamelo usted. ¿Por qué?
—No hubiera hecho nada semejante, desde luego.
—Eso me recuerda algo: ¿cómo pudo llamar a nadie? —dice Marino, y se inclina hacia delante en la silla, sus manos del tamaño de zarpas de oso sobre las rodillas—. ¿Tiene teléfono móvil? —Como si un negro pobre no pudiera tenerlo.
—Llamé a emergencias. Y como he dicho, ¿por qué iba a hacerlo si hubiera sido el asesino?
No lo habría hecho. Además, aunque Scarpetta no va a decírselo, la víctima corresponde a un homicidio por maltrato con viejas fracturas curadas, cicatrices y una larga privación de comida. De manera que, a menos que Bulrush Ulysses S. Grant fuera el tutor o el padre de acogida del niño, o lo hubiera secuestrado y mantenido con vida durante meses o años, desde luego el asesino no es él.
—Llamó aquí diciendo que quería contarnos lo ocurrido el lunes pasado por la mañana, hace casi una semana —le dice Marino a Bull—. Pero primero, ¿dónde vive? Porque, según tengo entendido, no vive en Hilton Head.
—Oh, no, señor, desde luego que no. —Bull ríe—. Me temo que está un poquito por encima de mis posibilidades. Mi familia y yo tenemos una casita al norte, a la salida de la quinientos veintiséis. Me dedico a la pesca y otras cosas por aquí. Tengo el bote en el remolque, lo llevo a algún sitio y lo meto en el agua. Como decía, pesco camarones, peces, ostras, según la estación. Es uno de esos botes de fondo plano que no pesan más que una pluma y permiten ir corriente arriba, siempre y cuando me ande con cuidado con las mareas y no me quede allí varado con todos esos mosquitos y bichejos, mocasines de agua y serpientes de cascabel, también caimanes, pero eso sobre todo en los canales y calas donde hay maderos y el agua es salobre.
—¿Ese bote es el que lleva a remolque en la furgoneta aparcada ahí fuera? —indaga Marino.
—Eso es.
—De aluminio con qué, ¿un motor de cinco caballos?
—Eso es.
—Me gustaría echarle un vistazo antes de que se marche. ¿Tiene alguna objeción a que mire en el interior del bote y la furgoneta? Supongo que la policía ya lo hizo.
—No, señor, no lo hizo. Cuando llegaron allí y les conté lo que sabía, dijeron que podía marcharme. Así que regresé a mi camioneta. Para entonces ya se había reunido toda clase de gente. Pero haga lo que tenga que hacer. No tengo nada que ocultar.
—Gracias, pero no es necesario. —Scarpetta lanza una mirada significativa a Marino, que sabe perfectamente bien que no tienen jurisdicción para registrar la furgoneta de Grant, su bote ni ninguna otra cosa. De eso debe encargarse la policía, y no lo habían considerado necesario.
—¿Dónde botó el bote hace seis días? —le pregunta Marino a Bull.
—En Oíd House Creek. Hay un embarcadero y una tiendecilla donde, si he tenido un buen día, vendo parte de lo que pesco, sobre todo si tengo suerte con los camarones y las ostras.
—¿Vio a alguien sospechoso en la zona cuando aparcó la furgoneta este lunes por la mañana?
—No puedo decir que viera a nadie, pero no sé de qué hubiera servido. Para entonces el niño ya estaba donde lo encontré. Llevaba días allí.
—¿Quién ha dicho eso? —le pregunta Scarpetta.
—El de la funeraria en el aparcamiento.
—¿El que trajo el cadáver aquí?
—No, señora, el otro. Estaba allí con su cochazo fúnebre. No sé qué hacía allí, salvo hablar.
—¿Lucious Meddick? —pregunta Scarpetta.
—De la Funeraria Meddicks. Sí, señora. En su opinión, el niño llevaba muerto dos o tres días para cuando lo encontré.
Ese maldito Lucious Meddick: un presuntuoso del demonio, y además equivocado. El 29 y 30 de abril, las temperaturas oscilaron entre los 24 y 27 grados. Si el cadáver hubiera estado en las marismas aunque sólo fuera un día entero, habría empezado a descomponerse y sufrir daños sustanciales infligidos por depredadores y peces. Las moscas están tranquilas por la noche pero habrían puesto sus huevos a la luz del día, y habría estado infestado de gusanos. Tal como ocurrió, para cuando el cadáver llegó al depósito, el rigor mortis estaba bastante avanzado pero no era completo, aunque ese cambio post mórtem en concreto habría sido atenuado y ralentizado en cierta medida debido a la malnutrición y las subsiguientes carencias en el desarrollo muscular. El livor mortis no estaba todavía definido ni asentado. No había decoloración debida a la putrefacción. Los cangrejos, camarones y demás apenas si habían empezado a cebarse con las orejas, la nariz y los labios. A juicio de Scarpetta, el chico llevaba muerto menos de veinticuatro horas, tal vez mucho menos.
—Adelante —le insta Marino—, díganos exactamente cómo encontró el cadáver.
—Anclé el bote y bajé con botas y guantes, preparado con cesta y martillo…
—¿Martillo?
—Para romper ostiones.
—¿Ostiones? —repite Marino con una media sonrisa.
—Los ostiones están pegados unos a otros en racimos, así que hay que romperlos y retirar las conchas muertas. Lo que más se encuentra son ostiones, es difícil encontrar selectas. —Hace una pausa y dice—: No parecen ustedes saber mucho sobre la pesca de ostras, así que se lo explicaré: una ostra selecta es una sola ostra como la que sirven en su media concha en los restaurantes. Ésas son las más codiciadas, pero son difíciles de encontrar. Sea como sea, me puse a pescar hacia mediodía. La marea estaba bastante baja, y es entonces cuando vi de refilón algo entre la hierba que parecía pelo enfangado, me acerqué y allí estaba.
—¿Lo tocó o lo movió? —pregunta Scarpetta.
—No, señora. —Niega con la cabeza—. En cuanto vi lo que era, volví al bote y llamé a emergencias.
—La marea baja empezó a eso de la una de la madrugada —señala ella.
—Así es, y para las siete ya había marea alta otra vez, tan alta que no iba a subir más. Y para cuando salí yo, ya volvía a estar bastante baja.
—Si fuera usted —dice Marino— y quisiera deshacerse de un cadáver sirviéndose de su bote, ¿lo haría con marea baja o marea alta?
—Quienquiera que lo haya hecho, probablemente lo dejó allí con la marea bastante baja, entre el fango y la hierba en la orilla de esa calita. Si la marea hubiera estado alta de veras, el cadáver habría sido arrastrado por la corriente. Pero al dejarlo en un sitio como ese donde lo encontré, se hubiera quedado allí, a menos que hubiese habido una marea de primavera en noche de luna llena, cuando el agua puede superar los tres metros de altura. En ese caso, podría haber sido arrastrado y haber acabado en cualquier parte.
Scarpetta lo ha consultado. La víspera de que se hallara el cadáver, la luna no llegaba a sus tres cuartas partes y el cielo estaba parcialmente cubierto.
—Un buen sitio para deshacerse de un cadáver. En una semana, habría sido poco más que un montón de huesos desperdigados —señala Marino—. Es un milagro que lo encontrara, ¿no cree?
—Allí no tardaría mucho en quedar reducido a huesos, sí, y estuvo en un tris de que nadie llegara a encontrarlo, eso es verdad —reconoce Bull.
—El caso es que, cuando le he mencionado lo de la marea alta y la marea baja, no le pedía que especulara acerca de lo que habría hecho otra persona, sino usted —le recuerda Marino.
—Marea baja con un bote pequeño que no tenga mucha quilla para meterte en sitios donde no cubra más de un palmo. Eso habría hecho yo, pero no lo hice. —Vuelve a mirar a Marino a los ojos—. Yo no le hice nada a ese niño, salvo encontrarlo.
Scarpetta lanza a Marino otra mirada penetrante, ya harta de sus maneras intimidatorias.
—¿Recuerda alguna otra cosa? —le pregunta a Bull—. ¿Alguien que viera por la zona? ¿Alguna persona que le llamara la atención?
—No dejo de pensar en ello, y lo único que me viene a la cabeza es que hace cosa de una semana estuve en ese mismo embarcadero, en Old House Creek, vendiendo camarones en el mercado de allí, y cuando me marchaba me fijé en una persona que amarraba una lancha de pesca. Y me llamó la atención que no llevara ningún aparejo para la pesca de camarones, ostras o peces, así que imaginé que debía gustarle salir a navegar. Le traía sin cuidado pescar y todo eso, sencillamente le gustaba estar en el agua, ya saben. Reconozco que no me hizo gracia su manera de mirarme. Me produjo una sensación extraña, como si me hubiera visto en alguna parte.
—¿Sabría describirlo? —indaga Marino—. ¿Vio qué vehículo conducía? Una camioneta, supongo, para llevar la lancha, ¿no?
—Llevaba una gorra calada y gafas de sol. No me pareció muy grande, pero no podría asegurarlo. No tenía razón para fijarme demasiado en él y no quise que pensara que le estaba mirando. Así suelen empezar los líos, ya saben. Lo que recuerdo es que llevaba botas, pantalones largos y una camiseta de manga larga, eso seguro, y recuerdo que eso me llamó la atención porque era un día caluroso y soleado. No vi qué conducía porque me fui antes que él y había bastantes camionetas y coches en el aparcamiento. Era una hora de ajetreo, venga llegar gente para comprar y vender marisco recién capturado.
—En su opinión, ¿habría que conocer la zona para deshacerse de un cadáver allí? —pregunta Scarpetta.
—¿Después de oscurecer? Dios santo. No sé de nadie que se meta en calas así por la noche, aunque eso no significa que no ocurriera. Quienquiera que lo hiciese no es una persona normal. No puede serlo, para hacerle algo semejante a una criatura.
—¿No observó nada extraño en la hierba, el barro, el banco de ostras cuando encontró el cadáver? —continúa Scarpetta.
—No, señora. Pero si alguien lo hubiera dejado allí la noche anterior durante la marea baja, entonces después la marea alta habría alisado el barro igual que cuando una ola de mar cubre la arena. Habría estado sumergido un rato, pero permaneció en su sitio debido a la hierba alta que lo rodeaba. Y el banco de ostras… supongo que lo saltó o rodeó como mejor pudo. No hay cosa que duela más que el corte de una concha de ostra. Si pisa en mitad de las ostras y pierde el equilibrio, puede hacerse unos cortes de cuidado.
—Igual es eso lo que le produjo a usted los cortes —comenta Marino—. Se cayó en un banco de ostras.
Scarpetta reconoce las heridas provocadas por el filo de un cuchillo cuando las ve, y dice:
—Señor Grant, hay casas no muy lejos de las marismas, y largos embarcaderos, uno no muy lejos de donde encontró al niño. ¿Es posible que lo transportaran en coche y luego lo llevaran embarcadero adelante, pongamos por caso, y acabara donde fue hallado?
—No imagino a nadie bajando los peldaños de uno de esos viejos embarcaderos, sobre todo después de oscurecer, con una linterna y un cadáver a cuestas. Y desde luego haría falta una linterna bien potente. Un hombre puede hundirse hasta la cintura en ese barro; te chupa hasta los zapatos. Imagino que habrían quedado huellas fangosas en el embarcadero, suponiendo que volviera a subir y se fuera por allí después de haber dejado su carga.
—¿Cómo sabe que no había ninguna huella en el embarcadero? —pregunta Marino.
—Eso me dijo el tipo de la funeraria. Yo estuve en el aparcamiento hasta que trajeron el cadáver, y él estaba allí hablando con la policía.
—Debe de tratarse de Lucious Meddick, otra vez —comenta Scarpetta.
Bull asiente.
—Estuvo un buen rato hablando conmigo, también, esperando a ver qué podía aportar yo. No le conté gran cosa.
Llaman a la puerta y entra Rose, que deja con manos temblorosas una taza de café en la mesa al lado de Bull.
—Leche y azúcar —dice—. Lamento haber tardado tanto. La primera cafetera se ha derramado, y había posos por todas partes.
—Gracias, señora.
—¿Alguien más quiere algo? —Rose mira alrededor y respira hondo. Se la ve más agotada y pálida que antes.
—¿Por qué no vas a casa y descansas un poco? —le aconseja Scarpetta.
—Estoy en mi despacho.
Cuando ella se va, Bull dice:
—Me gustaría explicarle mi situación, si no le importa.
—Adelante —asiente Scarpetta.
—Tenía un trabajo de verdad hasta hace tres semanas. —Baja la mirada hacia los pulgares, que hace girar lentamente sobre el regazo—. No voy a mentirle. Me metí en un lío. Basta con mirarme para darse cuenta. Y no es que me cayera en ningún banco de ostras. —Vuelve a mirar a Marino.
—¿En un lío de qué clase? —indaga Scarpetta.
—Fumé hierba y me peleé. Bueno, lo cierto es que no llegué a fumar, pero iba a hacerlo.
—Vaya, qué bonito —se burla Marino—. Resulta que uno de los requisitos que tenemos aquí es que cualquiera que quiera entrar a trabajar tiene que fumar hierba y ser violento y encontrar al menos el cadáver de una persona asesinada. Lo mismo atañe a jardineros y manitas para todo.
—Ya sé lo que parece —dice Bull—, pero no es eso. Estaba trabajando en el puerto.
—¿De qué? —pregunta Marino.
—De mecánico ayudante para el manejo de maquinaria pesada, así se llamaba el puesto. Principalmente, hacía lo que me mandaba el supervisor. Ayudaba a cuidar de la maquinaria, a levantar cosas y llevarlas de un sitio a otro. Tenía que hablar por la radio y arreglar cosas, lo que fuera. Bueno, una noche después de acabar mi turno, decidí escabullirme cerca de esos viejos contenedores que hay en el astillero. Los que ya no se utilizan y están hechos polvo y apartados. Si va en coche por Concord Street, sabrá a lo que me refiero, ahí mismo, al otro lado de la verja de tela metálica. Había sido un día largo, y a decir verdad, la parienta y yo habíamos tenido unas palabras por la mañana y no andaba de buen ánimo, así que decidí fumar un poco de hierba. No lo tengo por costumbre, ni siquiera recuerdo la última vez que lo hice. Aún no había encendido el peta cuando de repente salió un tipo de la nada cerca de las vías del tren y me acuchilló con saña, con mucha saña.
Se levanta las mangas y tiene los brazos musculosos, y vuelve las manos para enseñar más tajos y cortes, de un rosa pálido en contraste con su piel negra.
—¿Cogieron al que lo hizo? —se interesa Scarpetta.
—No creo que se esforzaran mucho. La policía me acusó de meterme en una pelea, dijeron que probablemente me había embroncado con el tipo que me vendió la hierba. No dije quién era, pero no fue él quien me acuchilló. Ni siquiera trabaja en el puerto. Después de salir de urgencias, pasé varias noches en la trena antes de presentarme ante el juez, y el caso se desestimó porque no había sospechoso y tampoco se encontró la hierba.
—Vaya. Entonces ¿por qué lo acusaron de tenencia de marihuana, si no se encontró? —pregunta Marino.
—Porque le dije a la policía que estaba a punto de fumar cuando ocurrió. Me había liado un petardo y justo iba a encenderlo cuando el tipo se me echó encima. Igual la policía no la encontró. No creo que pusieran demasiado interés, a decir verdad. O igual el tipo que me acuchilló se la llevó, no lo sé. Ya no me acerco siquiera a la hierba. Tampoco tomo ni gota de alcohol. Se lo prometí a mi mujer.
—Lo despidieron en el puerto —supone Scarpetta.
—Sí, señora.
—¿Cómo cree que podría sernos de ayuda por aquí, exactamente? —le pregunta.
—Con cualquier cosa que necesite. No hay nada que no esté dispuesto a hacer. La morgue no me asusta. No tengo problemas con los muertos.
—Tal vez pueda dejarme su número de móvil, o la manera más sencilla de ponerme en contacto con usted —le propone.
Bull saca un papel doblado de un bolsillo trasero, se levanta y lo deja en la mesa con gesto amable.
—Está todo aquí, señora. Llámeme cuando quiera.
—El investigador Marino le enseñará la salida. Muchas gracias por su ayuda, señor Grant. —Scarpetta se levanta de la mesa y, teniendo presentes sus heridas, le estrecha la mano con cuidado.
Cien kilómetros al suroeste, en el complejo turístico de la isla de Hilton Head, el cielo está nublado y del mar sopla un viento cálido y racheado.
Will Rambo camina por la playa vacía y en penumbra, rumbo a un punto determinado. Lleva una caja de aparejos de pesca y dirige el haz de una linterna Surefire allí donde le parece, aunque no la necesita para saber el camino. La luz es lo bastante intensa para cegar a una persona al menos unos segundos, y eso le basta, suponiendo que la situación lo requiera. Las ráfagas de arena le azotan la cara y repiquetean contra las gafas ahumadas. La arena se arremolina como vaporosas coristas.
Y la tormenta de arena entró bramando en Al Asad igual que un tsunami y engulló al vehículo blindado Humvee y a él mismo, engulló el cielo, el sol, lo engulló todo. La sangre se escurría entre los dedos de Roger, dándoles aspecto de haber sido pintados de rojo intenso, y la arena arremetía contra él y se le pegaba a los dedos ensangrentados mientras intentaba volver a meterse los intestinos. Su rostro reflejaba un pánico y una conmoción que no se parecían a nada que Will hubiera visto con anterioridad, y él no podía hacer nada salvo prometerle a su amigo que se pondría bien y ayudarle a meterse los intestinos.
Will oye los chillidos de Roger entre las gaviotas que vuelan en círculos sobre la playa, gritos de pánico y dolor.
—¡Will! ¡Will! ¡Will!
Gritos penetrantes, y el bramido de la arena.
—¡Will! ¡Will! ¡Ayúdame, por favor, Will!
Fue tiempo después de aquello, después de Alemania. Will r egresó a Estados Unidos, a la base de las Fuerzas Aéreas en Charleston, y luego se fue a Italia, a distintos lugares de Italia, donde había crecido. Lo asaltaban bloqueos mentales de manera intermitente. Fue a Roma para encontrarse cara a cara con su padre porque era el momento de hacerlo, y le pareció como un sueño estar rodeado por los frisos de hojas de palmera estarcidas y las molduras de trampantojo del comedor de la casa en la Piazza Navona donde pasara los veranos de su juventud. Bebió vino tinto con su padre, vino tinto como la sangre, y le irritó el ruido de los turistas bajo las ventanas abiertas, turistas estúpidos, más bobos que las palomas, que lanzaban monedas a la Fontana dei Quattro Fiumi de Bernini y hacían fotos, con el constante borboteo del agua como fondo.
—No paran de formular deseos que nunca se hacen realidad. O que si se hacen realidad, es para peor —le comentó a su padre, que no entendía nada pero seguía mirándole como si fuera un mutante.
En la mesa bajo la araña de luces, Will veía reflejada su cara en el espejo veneciano en la pared opuesta. No era verdad. Parecía Will, no un mutante, y veía su boca moverse en el espejo mientras le contaba a su padre que Roger quería ser un héroe cuando regresara de Irak. Su deseo se cumplió, decía la boca de Will. Roger regresó a casa como un héroe en un ataúd barato en la bodega de un avión de transporte C5.
—No teníamos gafas ni equipo de protección ni chaleco antibalas ni nada —le contó Will a su padre en Roma, con la esperanza de que lo entendiera, aun a sabiendas de que eso era imposible.
—¿Por qué fuiste, si no haces más que quejarte?
—Tuve que escribirte para que nos enviaras pilas para las linternas. Tuve que pedirte herramientas porque se nos rompían todos los destornilladores, la mierda de herramientas que nos daban —decía la boca de Will en el espejo—. No teníamos más que mierda de tres al cuarto debido a las malditas mentiras, las malditas mentiras que cuentan los políticos.
—Entonces, ¿por qué fuiste?
—Porque me obligaron, joder, so estúpido.
—¡No te atrevas a hablarme así! En esta casa, no. Aquí vas a tratarme con respeto. Yo no elegí esa guerra fascista, tú sí. Lo único que haces es quejarte como un crío. ¿Rezaste cuando estabas allí?
Cuando la inmensa cortina de arena se cernió sobre ellos y Will no veía la mano delante de su cara, rezó. Cuando la explosión de la bomba al borde del camino volcó el Humvee y no veía nada y el viento bramaba como si estuviera dentro del motor de un C17, rezó. Cuando sostuvo a Roger entre sus brazos, rezó. Y cuando ya no pudo seguir soportando el dolor de Roger, rezó, y ésa fue la última vez que rezó.
—Cuando rezamos, lo único que hacemos es pedirnos ayuda a nosotros mismos, no a Dios. Estamos pidiendo nuestra propia intervención divina —le dijo la boca de Will en el espejo a su padre en Roma—. Así que no necesito rezarle a ningún dios en un trono. Soy la Voluntad de Dios porque soy mi propia Voluntad. No te necesito a ti ni a Dios porque yo soy la Voluntad de Dios.
—Cuando perdiste los dedos de los pies, ¿también perdiste la cabeza? —le contestó su padre en Roma, y fue un comentario de lo más irónico en el comedor donde, sobre una consola dorada debajo del espejo, estaba expuesto el pie de piedra de una antigua estatua con todos los dedos. Pero también era cierto que Will había visto pies desmembrados allá en Irak después de que terroristas suicidas se hicieran estallar en lugares abarrotados, de manera que, a su modo de ver, que le faltaran unos pocos dedos era mejor que ser un pie entero al que le faltara todo lo demás.
—Eso ya ha cicatrizado, pero ¿qué te importa a ti? —le dijo a su padre en Roma—. No viniste a verme ni una sola vez durante los meses que estuve en Alemania o en Charleston, ni los años anteriores. No has ido nunca a Charleston. Yo he estado aquí en Roma infinidad de veces, pero nunca para verte, aunque tú lo creyeras así. Salvo esta vez, por lo que tengo que hacer, una misión, ¿entiendes? Me fue permitido seguir con vida para aliviar el sufrimiento de otros. Algo que tú nunca entenderías porque eres un egoísta y un inútil, y te trae sin cuidado todo salvo tú mismo. Mírate: rico, todo frialdad y ni pizca de compasión.
El cuerpo de Will se levantó de la mesa, y se observó en el espejo caminar hasta la consola dorada debajo de éste. Cogió el antiguo pie de piedra mientras la fuente en la plaza seguía borboteando y los turistas metían bulla.
Lleva la caja de aparejos y una cámara colgada del hombro mientras camina por la playa en Hilton Head para cumplir su misión. Se sienta y abre la caja. Saca una bolsa térmica llena de arena especial, y luego unos frasquitos de pegamento violeta pálido. Se ilumina con la linterna mientras se unta el pegamento en la palma de las manos y las mete por turno en la bolsa de arena. Las levanta luego al viento y el pegamento se seca rápidamente, dejándoselas como si fueran de papel de lija. Más frasquitos, y hace lo mismo con la planta de los pies descalzos, con cuidado de cubrir por completo la yema de los siete dedos de los pies. Vuelve a meter los frascos vacíos y lo que queda de arena en la caja de aparejos.
Sus gafas ahumadas miran alrededor, y apaga la linterna.
Su destino es el cartel de «Prohibido el paso» plantado en la playa al cabo de un largo paseo marítimo de tablones que lleva hasta el jardín trasero cercado de la villa.