Traqueteo de ruedas de metal sobre suelo de baldosa.
Se abre la puerta de la cámara frigorífica con un reacio chasquido como de ventosa. Scarpetta es inmune al aire frío y el hedor a muerte congelada mientras empuja el carro de acero sobre el que va la bolsita negra para restos humanos. Atada a la corredera de la cremallera hay una etiqueta de las que se cuelgan del dedo del pie, en la que se lee, escrito con tinta negra: «Desconocido», la fecha «30—4—07» y la firma del empleado de la funeraria que transportó el cadáver. En el registro del depósito Scarpetta anotó a «Desconocido» como «varón», «entre cinco y diez años», un «homicidio» de isla de Hilton Head, a dos horas en coche de Charleston. Es de raza mixta: treinta y cuatro por ciento subsahariano y sesenta y seis por ciento europeo.
Las entradas en el registro siempre las hace ella, y está indignada por lo que ha descubierto al llegar horas antes: que el caso de esa mañana ya había sido registrado, es de suponer que por Lucious Meddick. Increíblemente, se ha tomado la libertad de decidir que la anciana que traía era un óbito «natural» causado por un «paro cardiorrespiratorio». Vaya imbécil presuntuoso. Todo el mundo muere de paro cardiorrespiratorio. Tanto si recibes un disparo como si eres atropellado por un coche o golpeado con un bate de béisbol, la muerte se produce cuando el corazón y los pulmones dejan de funcionar. No tenía derecho ni razones para llegar a la conclusión de que la muerte era natural. Aún no se ha llevado a cabo la autopsia, y no entra dentro de las responsabilidades ni de la jurisdicción legal de ese tipo decidir nada, maldita sea. No es patólogo forense. No debería haber tocado el registro del depósito. No alcanza a imaginar por qué Marino puede haberle dejado entrar en la sala de autopsias y luego haberlo perdido de vista.
Su aliento se convierte en vaho mientras coge una tablilla con sujetapapeles de un carro y cumplimenta la información de «Desconocido», así como la hora y la fecha. Su frustración resulta tan palpable como el frío. A pesar de sus esfuerzos obsesivos, no sabe dónde murió el niño, aunque sospecha que no muy lejos de donde lo encontraron. No sabe su edad exacta. No sabe cómo transportó el cadáver su asesino, aunque tiene la hipótesis de que fue en una embarcación. No ha aparecido ningún testigo, y los únicos vestigios que ha recuperado son unas fibras de algodón blanco, supuestamente de la sábana en que lo envolvió el juez de instrucción del condado de Beaufort antes de meterlo en una bolsa para restos humanos.
La arena, la sal y los fragmentos de conchas y restos de plantas en los orificios y la piel del niño son autóctonos de las marismas donde su cadáver desnudo y en descomposición estaba boca abajo, entre la tierra húmeda y oscura y la hierba dentada característica de la zona. Tras días de servirse de todo procedimiento capaz de hacer que su cadáver le hable, éste no le ha ofrecido sino unas pocas revelaciones dolorosas. El estómago tubular y la demacración indican que pasó hambre durante semanas, posiblemente meses. Las uñas levemente deformadas indican que crecieron de nuevo a distintas edades, lo que sugiere repetidos traumatismos por contusión o alguna otra clase de tortura sufrida por los diminutos dedos de pies y manos. Las sutiles marcas rojizas por todo el cuerpo dan a entender que fue brutalmente golpeado con un cinturón ancho con una gran hebilla cuadrada. Las incisiones, la retracción de la piel y los análisis microscópicos han revelados hemorragias del tejido blando desde la coronilla hasta la planta de los piececillos. Falleció por exanguinación interna: se desangró hasta morir sin derramar una sola gota por fuera, una metáfora, cabría pensar, de su vida invisible y desgraciada.
Scarpetta ha conservado muestras de sus órganos y lesiones en frascos de formalina, y enviado el cerebro y los ojos para que realicen análisis especiales. Ha hecho cientos de fotografías y notificado a la Interpol por si se hubiera denunciado su desaparición en otro país. Las huellas de manos y pies han sido registradas en el Sistema de Identificación de Huellas Automatizado Integrado (SIHAI) y su perfil de ADN en el Sistema Indexado de ADN Combinado (SIAC), y toda esta información ha quedado registrada en la base de datos del Centro Nacional para Niños Desaparecidos y Víctimas de Abusos. Como es natural, ahora Lucy está indagando en las profundidades de internet. Hasta el momento no tiene ninguna pista, ninguna concordancia, lo que sugiere que no fue raptado, no se perdió, no se escapó y acabó en manos de un sádico desconocido. Lo más probable es que fuera maltratado hasta morir por el padre u otro pariente, un tutor o supuesto cuidador que dejó su cadáver en un área remota para ocultar su crimen. Ocurre continuamente.
Scarpetta no puede hacer nada más desde el punto de vista médico o científico, pero no está dispuesta a darse por vencida. No retirarán la carne ni empaquetarán sus huesos en una caja; ni pensar en una fosa común. Hasta que sea identificado se quedará con ella, transferido de la cámara a una suerte de cápsula del tiempo, un frigorífico aislado con poliuretano a una temperatura de 65 °C bajo cero. Si fuera necesario, puede quedarse con ella durante años. Cierra la pesada puerta de acero de la cámara y sale al luminoso pasillo desodorizado mientras se desata la bata quirúrgica y se quita los guantes. Las fundas desechables para los zapatos emiten un siseo quedo y fugaz al rozar el impoluto suelo de baldosas.
Desde su habitación con vistas, la doctora Self habla de nuevo con Jackie Minor, ya que Benton no se ha molestado aún en devolverle la llamada y son casi las dos de la tarde.
—Está perfectamente al tanto de que tenemos que ocuparnos del asunto. ¿Por qué crees que se ha quedado este fin de semana y te ha pedido que vengas? Por cierto, ¿te pagan las horas extras? —La doctora Self no muestra su ira.
—Me he dado cuenta de que había un VIP de repente. Eso es lo único que suelen decirnos cuando se trata de alguien famoso. Aquí vienen muchos famosos. ¿Cómo averiguó lo de la investigación? —indaga Jackie—. Se lo pregunto porque debo mantenerme al corriente para averiguar cuál es la publicidad más efectiva. Ya sabe, anuncios en prensa y radio, los carteles, la recomendación de otra persona.
—Lo averigüé por un anuncio en el edificio de administración; se pedían voluntarios. Es lo primero que vi al ingresar, y ahora tengo la sensación de que eso fue hace mucho tiempo. Pensé: bueno, ¿por qué no? Pero he decidido marcharme pronto, muy pronto. Es una pena que te hayas quedado sin fin de semana.
—Bueno, es difícil encontrar voluntarios que se ajusten a los criterios de selección, especialmente los normales. Qué desperdicio. Al menos dos de cada tres no resultan normales. Pero piense en ello: si fuera usted normal, ¿para qué iba a querer venir aquí y…?
—¿… entrar a formar parte de un proyecto científico? —La doctora Self termina el comentario descerebrado de Jackie—. No creo que puedas registrarte como «normal».
—Bueno, no quería dar a entender que no lo sea usted…
—Siempre estoy dispuesta a aprender algo nuevo, y tengo una razón poco común para estar aquí —dice la doctora—. Eres consciente de lo confidencial que es esto, ¿verdad?
—He oído algo sobre que usted está aquí escondida por razones de seguridad.
—¿Te lo ha dicho el doctor Wesley?
—Es un rumor. Pero la confidencialidad se da por descontada, según el Aviso de Procedimientos en Asuntos Confidenciales de Salud, al que debemos ceñirnos. No hay ningún riesgo si es que desea marcharse, descuide.
—Bueno, eso espero.
—¿Está usted al tanto de los detalles de la investigación?
—Sólo lo que recuerdo vagamente de ese anuncio —responde la doctora.
—¿No los ha repasado el doctor Wesley con usted?
—Se lo notificaron el viernes cuando informé al doctor Maroni, que está en Italia, de que quería ofrecerme voluntaria para el estudio, pero que deberían ocuparse de mí de inmediato porque he decidido marcharme. Seguro que el doctor Wesley tiene intención de informarme rigurosamente. No sé por qué no ha llamado. Tal vez no ha recibido tu mensaje todavía.
—Se lo dije, pero está muy ocupado. Es una persona importante. Sé que tiene que grabar hoy mismo a la madre de la VIP, es decir, a su madre. Así que supongo que tiene previsto hacer eso primero. Después, estoy segura de que hablará con usted.
—Debe de ser duro para su vida personal. Tantas investigaciones y qué sé yo, que lo retienen aquí los fines de semana. Supongo que debe de tener una amante. Un hombre atractivo y de éxito como él no puede estar solo, desde luego.
—Tiene alguien en el Sur. De hecho, la sobrina de su pareja estuvo aquí hará cosa de un mes.
—Qué interesante —comenta la doctora Self.
—Vino para hacerse un escáner. Se llama Lucy. Tiene aire de agente secreta, o intenta dárselo. Sé que es empresaria informática y amiga de Josh.
—Quizá se dedica a velar por el cumplimiento de la ley —reflexiona Self—. Quizás emprende operativos secretos provistos de sofisticada tecnología. Y la supongo económicamente independiente. Qué fascinante.
—Ni siquiera habló conmigo, salvo para presentarse como Lucy, estrecharme la mano y cambiar un par de frases. Estuvo con Josh, y luego en el despacho del doctor Wesley un buen rato, con la puerta cerrada.
—¿Qué impresión te causó?
—Muy pagada de sí misma. Yo no pasé mucho rato con ella, claro. Estaba con el doctor Wesley, con la puerta cerrada. —Vuelve a hacer hincapié en ese particular.
«Celosa. Qué maravilla», piensa la doctora, y comenta:
—Qué bien. Deben de estar muy unidos. Parece una chica excepcional. ¿Es atractiva?
—A mí me pareció bastante masculina, si sabe a lo que me refiero. Vestida de negro de la cabeza a los pies y más bien musculosa. Apretón de manos firme, como de hombre. Y me miró directamente a los ojos con intensidad, como si sus ojos fueran rayos láser verdes. Me incomodó mucho, la verdad. No me apetecía quedarme a solas con ella, ahora que lo pienso. Las mujeres así…
—A mí me parece que se sentía atraída por ti y quería acostarse contigo antes de regresar en… ¿qué? Déjame adivinarlo: un jet privado —aventura la doctora Self—. ¿Dónde has dicho que vive?
—En Charleston, como su tía. ¿Cree que quería acostarse conmigo? Dios mío. ¿Cómo es que no me di cuenta en ese momento, cuando me estrechó la mano y me miró a los ojos? Ah, sí, me preguntó si hacía turnos muy largos, tal vez queriendo saber a qué hora salía de trabajar. Me preguntó de dónde soy. Se puso en plan íntimo. Sencillamente no me di cuenta entonces, tonta de mí.
—Quizá porque temías darte cuenta, Jackie. A mí me parece que es muy atractiva y carismática, de ésas que consiguen atraer de manera casi hipnótica a una mujer heterosexual para llevársela a la cama, y tras una experiencia intensamente erótica… —Una pausa—. Te das cuenta de por qué que dos mujeres tengan relaciones sexuales, aunque una de ellas sea heterosexual, o ambas, no es nada fuera de lo común.
—Desde luego.
—¿Lees a Freud?
—Nunca me he sentido atraída por una mujer. Ni siquiera por mi compañera de habitación en la universidad. Y vivíamos juntas. Si tuviera una predisposición latente, las cosas habrían ido más lejos.
—Todo tiene que ver con el sexo, Jackie. El deseo sexual se remonta a la infancia. ¿Qué es eso que recibe tanto el niño como la niña, y luego le es negado a la mujer?
—No lo sé.
—La nutrición del pecho femenino.
—Yo no deseo esa clase de nutrición y no recuerdo nada al respecto, y sólo me interesan las tetas porque a los hombres les gustan. Son importantes por esa razón, y sólo me fijo en ellas por eso. Además, creo que a mi me dieron el biberón.
—Ya, por supuesto —dice la doctora—. Es extraño que Lucy viniera hasta aquí para hacerse un escáner. Desde luego, espero que no le ocurra nada malo.
—Sólo sé que viene un par de veces al año.
—¿Un par de veces al año?
—Eso dijo uno de los técnicos.
—Qué tragedia si le ocurriera algo. Tú y yo sabemos que no es rutinario que alguien se someta a un escáner cerebral dos veces al año. Ni siquiera una. ¿Qué más necesito saber acerca de mi escáner?
—¿Alguien le ha preguntado si tiene problemas para entrar en el imán? —pregunta Jackie con la seriedad de una experta.
—¿Problemas?
—Ya sabe. Si podría suponerle algún problema.
—No, a menos que una vez terminado el procedimiento me resulte imposible distinguir el norte del sur. Pero has hecho otra observación muy astuta. No puedo por menos de preguntarme qué efecto tiene en las personas. No estoy segura de que se haya llegado a conclusiones definitivas. La resonancia magnética no lleva mucho tiempo utilizándose de manera habitual, ¿verdad?
—Esta investigación se sirve de la RMF: Resonancia Magnética Funcional, para que podamos ver su cerebro en funcionamiento mientras escucha la grabación.
—Sí, la grabación. A mi madre le encantará grabar la cinta. Bien, ¿qué más debo esperar?
—El protocolo consiste en empezar por la ECE, la Entrevista Clínica Estructurada según la DSM-III-R.
—Estoy familiarizada. Sobre todo con la DSM-IV, la versión más reciente.
—A veces el doctor Wesley me permite llevar a cabo la ECE. No podemos realizar el escáner antes de acabar con eso, y someterse a todas esas preguntas lleva su tiempo.
—Ya hablaré de ello con el doctor cuando lo vea hoy. Y si es apropiado, le preguntaré por Lucy. No, supongo que no debería. Pero confío en que no le ocurra nada malo. Sobre todo teniendo en cuenta que parece ser muy especial para él.
—Está ocupado con otros pacientes, pero probablemente podría hacer un hueco para realizarle la ECE.
—Gracias, Jackie. Hablaré con él en cuanto me llame. Por cierto, ¿alguna vez se han observado reacciones adversas a esta fascinante investigación? Y ¿quién otorgó la subvención? ¿Has dicho que fue tu padre?
—Nos hemos encontrado con algunas personas claustrofobias, así que no hemos podido realizar el escáner después de tanto trabajo. Imagíneselo —dice Jackie—. Me tomo la molestia de hacerles la ECE y luego grabar a sus madres…
—Grabarlas por teléfono, supongo. Has hecho un ingente trabajo en apenas una semana.
—Es más barato y eficiente. No hay necesidad de verlas en persona. No es más que un formato estándar, lo que hace falta que digan en la grabación. No estoy autorizada a hablar de la financiación de investigaciones, pero a mi padre le va la filantropía.
—Con respecto al nuevo programa de televisión que estoy preparando, ¿te he mencionado que estoy planteándome la posibilidad de contar con asesores de producción? Has dado a entender que Lucy está relacionada con alguna clase de organismo que vela por el cumplimiento de la ley, ¿no es así? ¿O que es agente especial? También podría tenerla en cuenta, a menos que le ocurra algo grave. ¿Sabes cuántas veces se ha sometido a escáneres cerebrales en este centro?
—Lamento decir que no he seguido mucho su programa. Debido a mi horario de trabajo, sólo puedo ver la tele por la noche.
—Mi programa se emite varias veces al día: mañana, tarde y noche.
—Explorar desde el punto de vista científico la mente criminal y su comportamiento en vez de hacer entrevistas a los policías que van por ahí deteniendo a los criminales es la idea acertada. A su público le encantaría —asegura Jackie—. Le gustaría mucho más que la mayoría de lo que sale en todos esos programas de entrevistas. Creo que hacer que un experto entreviste a uno de esos asesinos psicópatas sexualmente violentos haría subir los índices de audiencia.
—De lo que debo inferir que un psicópata que viola o abusa sexualmente y asesina no tiene por qué ser necesariamente violento. Es un concepto muy original, Jackie, que me lleva a preguntarme si, por ejemplo, sólo los asesinos sexuales sociópatas son también violentos. Y siguiendo con esa hipótesis, ¿la siguiente pregunta que debemos hacernos es…?
—Pues…
—Pues tenemos que preguntarnos dónde encaja el homicidio sexual compulsivo. ¿O es que todo tiene que ver con nuestra manera de expresarnos corrientemente? Yo digo patata, tú dices papa.
—Pues…
—¿Hasta qué punto has leído a Freud y prestas atención a tus sueños? Deberías anotarlos, tener un diario en la mesilla de noche.
—Claro, en clase… bueno, lo del diario y los sueños no. Eso no lo hice en clase —responde Jackie—. En la vida real, ya nadie se interesa por Freud.
Ocho y media de la tarde, hora de Roma. Las gaviotas pasan a vuelo rasante y graznan en la noche con su aspecto de grandes murciélagos blancos.
En otras ciudades cerca de la costa, las gaviotas son un incordio durante el día pero desaparecen al oscurecer. Sin duda así ocurre en América, donde el capitán Poma ha pasado bastante tiempo. De joven frecuentaba el extranjero con su familia. Iba camino de convertirse en un hombre de mundo que hablaba otros idiomas con soltura y tenía modales impecables, así como una excelente educación. Iba a ser alguien importante, decían sus padres. En un alféizar cerca de su mesa hay dos rollizas gaviotas blancas que lo están mirando. Igual quieren el caviar beluga.
—Te pregunto dónde está ella —dice en italiano—, ¿y tu respuesta consiste en hablarme de un hombre sobre quien debería informarme? ¿No me facilitas ningún detalle? No sabes cuánto me decepcionas.
—Lo que he dicho es lo siguiente —responde el doctor Paulo Maroni, que hace años que conoce al capitán—. La doctora llevó a Drew Martin a su programa, como ya sabes. Semanas después, la doctora empezó a recibir correos electrónicos de alguien muy perturbado. Lo sé porque me lo remitió a mí.
—Paulo, por favor, necesito detalles sobre ese perturbado.
—Confiaba en que ya los tuvieras.
—No soy yo quien ha sacado el tema.
—Tú eres quien trabaja en el caso —responde Maroni—. Me da la impresión de que dispongo de más información que tú. Qué deprimente. Así que no hay nada, ¿verdad?
—Preferiría no reconocerlo públicamente. No hemos avanzado nada. Por eso es vital que me hables de ese perturbado. Tengo la sensación de que estás jugando conmigo de una manera muy extraña.
—Para obtener más detalles, tienes que hablar con ella. No es paciente suyo y puede hablar de él libremente. Suponiendo que quiera cooperar. —Tiende la mano hacia la bandeja plateada de blinis—. Y eso es mucho suponer.
—Entonces ayúdame a encontrarla —dice Poma—. Porque tengo la sensación de que sabes dónde está. Por eso me has llamado de repente y te has invitado a esta comida tan cara.
El doctor Maroni se echa a reír. Podría permitirse una tonelada del caviar ruso más exquisito. No es por eso por lo que está comiendo con el capitán, sino porque sabe algo y tiene razones complejas, un plan. Es típico de él: posee un gran talento para la comprensión de las tendencias y motivaciones humanas y es posiblemente el hombre más brillante que conoce el capitán, pero aun así todo un enigma, y tiene una definición de la verdad completamente propia.
—No puedo decirte dónde está —asegura Maroni.
—Lo que no significa que no lo sepas. Estás sirviéndote de tus dobles sentidos conmigo, Paulo. No es que yo sea vago, no es que no haya intentado encontrarla. Desde que averigüé que tuvo cierto trato con Drew, he hablado con gente que trabaja para ella y siempre me han contado lo mismo que se publicó en la prensa: tuvo una misteriosa emergencia familiar y nadie sabe dónde se encuentra.
—Por lógica, es imposible que nadie sepa dónde está.
—Sí, por lógica —asiente el capitán mientras extiende caviar sobre un blini y se lo tiende—. Tengo la sensación de que vas a ayudarme a encontrarla, porque, tal como digo, sabes dónde está, razón por la cual me llamaste y por la que ahora estás recurriendo a los dobles sentidos.
—¿Sus colaboradores le han remitido los correos en que le pides que se reúna contigo o al menos mantenga una conversación por teléfono? —indaga Maroni.
—Eso dicen. —Las gaviotas remontan el vuelo, interesadas en otra mesa—. No daré con ella siguiendo los canales habituales. No tiene ninguna intención de darme acuse de recibo, porque lo último que quiere es ser parte de una investigación. La gente podría considerarla responsable de lo ocurrido.
—No me extraña. Es una irresponsable.
El camarero encargado de servir el vino les llena las copas.
El restaurante en la azotea del Hotel Hassler es uno de los preferidos del capitán. La vista es tan maravillosa que no se cansa de ella; piensa en Kay Scarpetta y se pregunta si ella y Benton Wesley habrán comido alguna vez allí. Lo más probable es que no. Aparentaban estar demasiado ocupados para prestar atención a las cosas importantes de la vida.
—¿Sabes? Cuanto más me elude, más convencido estoy de que tiene razones para ello —añade el capitán—. Igual se trata de ese perturbado al que hizo referencia. Dime dónde encontrarla, por favor, porque creo que lo sabes.
—¿He mencionado que tenemos normas y estándares en Estados Unidos —replica Maroni—, y que los pleitos son el deporte nacional?
—Sus empleados no van a decirme si es paciente de tu hospital.
—Yo tampoco te lo diría.
—Claro que no. —El capitán sonríe. Maroni lo sabe, no le cabe la menor duda.
—No imaginas cuánto me alegra no estar allí en estos momentos —dice entonces el doctor Maroni—. Tenemos una VIP de lo más difícil en el Pabellón. Espero que Benton Wesley pueda ocuparse de ella como es debido.
—Tengo que hablar con ella. ¿Cómo puedo hacerle creer que me he enterado por medio de alguna otra fuente aparte de ti?
—No has averiguado nada de mí.
—Lo he averiguado de alguien. Exigirá saberlo.
—No has averiguado nada de mí. De hecho, eres tú quien lo ha dicho, y yo no lo he confirmado.
—¿Podríamos discutirlo hipotéticamente?
Maroni bebe un sorbo de vino.
—Prefiero el Barbaresco que tomamos la última vez.
—Normal. Costaba trescientos euros.
—Con mucho cuerpo pero también mucha frescura.
—¿El vino, o la mujer con quien estuviste anoche?
Para un hombre de su edad que come y bebe lo que le viene en gana, el doctor Maroni presenta buen aspecto y siempre tiene compañía femenina. Se le ofrecen como si fuera el dios Príapo, y no le es fiel a ninguna. Por lo general, cuando viene a Roma deja a su esposa en Massachusetts. A ella no parece importarle. Está bien cuidada, y él no se muestra exigente con respecto a sus deseos sexuales porque ella ya no da la talla y él ya no está enamorado. El capitán se niega a aceptar un destino semejante. Es un romántico, y vuelve a pensar en Scarpetta. Ella no necesita que nadie la cuide; no lo permitiría. La presencia de Scarpetta en sus pensamientos es como la luz de las velas en las mesas y las luces de la ciudad del otro lado de la ventana: lo conmueve.
—Puedo ponerme en contacto con ella en el hospital, pero exigirá saber cómo he averiguado que se encontraba allí —dice.
—La VIP, quieres decir. —El doctor Maroni vuelve a introducir una cuchara de madreperla en el caviar y saca suficiente para dos blinis, extiende el caviar sobre uno y se lo come—. No debes ponerte en contacto con nadie en el hospital.
—¿Y si mi fuente fuera Benton Wesley? Acaba de estar aquí y está implicado en la investigación. Y ahora la doctora es paciente suya. Me irrita que habláramos de la doctora Self la otra noche y no me dijera que es paciente suya.
—Te refieres a la VIP. Benton no es psiquiatra, y la VIP, técnicamente, no es paciente suya. Técnicamente, la VIP es paciente mía.
El capitán hace una pausa cuando aparece el camarero con los primi piatti: risotto con champiñones y parmesano; minestrone con pasta quadrucci sazonada con albahaca.
—En cualquier caso, Benton nunca divulgaría información confidencial como ésa. Sería igual que preguntarle a una piedra —asegura Maroni cuando se marcha el camarero—. Yo diría que la VIP no tardará en marcharse. Lo importante para ti es adónde irá. Dónde ha estado sólo es importante para conocer sus intenciones.
—El programa de la doctora Self se graba en Nueva York.
—Los VIP pueden ir a donde les venga en gana. Si averiguas dónde está y por qué, quizá descubras adónde piensa ir a continuación. Una fuente más verosímil sería Lucy Farinelli.
—¿Lucy Farinelli? —El capitán se muestra desconcertado.
—La sobrina de la doctora Scarpetta. Resulta que le estoy haciendo un favor, y viene al hospital bastante a menudo, de manera que podría oír rumores entre el personal.
—¿Y qué?… Ya entiendo: Lucy se lo contó a Kay, que luego me lo contó a mí. ¿Es eso?
—¿Kay? —El doctor Maroni come—. Entonces ¿has trabado amistad con ella?
—Eso espero. Con él, no tanto. Me parece que no le caigo bien.
—No le caes bien a la mayoría de los hombres, Otto, sólo a los homosexuales. Pero ya ves a qué me refiero. Si la información procede de alguien de fuera, como por ejemplo Lucy, que se lo dice a la doctora Scarpetta, quien te lo dice a ti —Maroni come el risotto con entusiasmo—, entonces no hay el menor inconveniente ético ni legal. Puedes empezar a seguir el rastro.
—Y la VIP sabe que Kay trabaja conmigo en el caso, ya que acaba de estar aquí en Roma y salió en las noticias. De manera que esa VIP creerá que Kay es la fuente, de forma indirecta, y entonces no habrá ningún problema. Muy bien pensado. Perfecto.
—El risotto al funghi sí que es casi perfecto. ¿Qué tal el minestrones? Ya lo he probado —dice Maroni.
—Excelente. Esa VIP, sin poner en peligro la confidencialidad, ¿puedes decirme por qué ha ingresado en McLean?
—¿Su interpretación o la mía? La suya es la seguridad personal. La mía es que lo hizo para aprovecharse de mí. Tiene patologías tanto de primer como de segundo eje. Es bipolar de ciclo rápido y se niega a reconocerlo, y mucho menos a medicarse para estabilizar su estado de ánimo. ¿De qué trastorno mental quieres que hablemos? Tiene muchos. Lamentó decir que la gente con trastornos mentales rara vez cambia.
—Así que algo le provocó una crisis. ¿Es su primera hospitalización por razones psiquiátricas? He estado investigando. Está en contra de la medicación y cree que todos los problemas del mundo podrían arreglarse siguiendo sus consejos, lo que ella denomina «herramientas».
—La VIP no tiene historial conocido de ingresos hospitalarios anteriores a éste. Ahora empiezas a plantear las preguntas importantes. No dónde está, sino por qué. No puedo decirte dónde está ella. Lo que puedo decirte es dónde está la VIP.
—¿Le ocurrió algo traumático a tu VIP?
—Esta VIP recibió un correo electrónico de un loco. Curiosamente, del mismo loco sobre el que me habló la doctora Self el otoño pasado.
—Tengo que hablar con ella.
—¿Con quién?
—De acuerdo. ¿Podríamos hablar de la doctora Self?
—Vamos a cambiar la conversación de la VIP a la doctora Self.
—Cuéntame algo más sobre ese perturbado.
—Como he dicho, es una persona a la que traté varias veces en mi consulta aquí.
—No voy a preguntarte el nombre de ese paciente.
—Bien, porque no lo sé. Pagó en metálico. Y mintió.
—¿No tienes idea de su nombre auténtico?
—A diferencia de ti, no investigo a mis pacientes ni exijo pruebas de su auténtica identidad —responde el doctor Maroni.
—Entonces ¿cuál era su nombre falso?
—No puedo decirlo.
—¿Por qué se puso en contacto contigo la doctora Self en relación con ese individuo? ¿Y cuándo?
—A principios de octubre. Dijo que le estaba enviando correos y que le parecía conveniente remitirlo a otro profesional, tal como he dicho.
—Entonces, ella es responsable al menos en cierta medida, si reconoció que la situación excedía su competencia —señala Poma.
—Ahí es donde, tal vez, no la entiendes. Ella sería incapaz de concebir que algo excede su competencia. No quería tomarse la molestia de tratarlo, y teniendo en cuenta su ego maníaco, no pudo resistirse a remitírselo a un psiquiatra galardonado con el Nobel que forma parte del profesorado de la Facultad de Medicina de Harvard. Le resultó grato causarme molestias, tal como ha hecho en muchas ocasiones. Tiene razones para ello. Como mínimo, probablemente sabía que yo no tendría éxito. El paciente es intratable. —Maroni estudia el vino como si contuviera alguna respuesta.
—Dime una cosa —se interesa el capitán—. Si es intratable, ¿no estás de acuerdo en que eso también justifica lo que estoy pensando? Es un individuo muy anómalo que podría estar haciendo cosas muy anómalas. Le ha enviado correos a la doctora Self. Es posible que le enviara el correo que te mencionó a su ingreso en McLean.
—Te refieres a la VIP. Yo no he dicho en ningún momento que la doctora Self esté en McLean, pero si lo estuviera, sin duda deberías averiguar exactamente por qué. Me parece que eso es lo que importa. Me estoy repitiendo como un disco rayado.
—Es posible que ese individuo enviara a la VIP el correo que la afectó hasta el punto de hacerle esconderse en tu hospital. Tenemos que localizarlo y asegurarnos al menos de que no es un asesino.
—No tengo la menor idea de cómo hacerlo. Tal como he dicho, no podría empezar siquiera a decirte quién es, aparte de que es norteamericano y estuvo destinado a Irak.
—¿Cuál dijo que era su propósito al venir a verte aquí en Roma? Desde luego, es un buen trecho para ir a una consulta.
—Sufría síndrome de estrés postraumático. Por lo visto, tiene relación con alguien en Italia. Me contó una historia de lo más inquietante sobre una joven con la que pasó un día el verano pasado. Un cadáver descubierto en Bari. Seguro que recuerdas el caso.
—¿La turista canadiense? —dice el capitán, sorprendido—. Joder.
—Esa misma. Sólo que al principio no pudieron identificarla.
—Estaba desnuda, gravemente mutilada.
—No como Drew Martin, por lo que me has contado. No le hicieron lo mismo en los ojos.
—También le faltaban buenos trozos de carne.
—Sí. En un primer momento se supuso que era una prostituta atropellada o lanzada de un coche en marcha, lo que explicaría esas heridas —dice Maroni—. La autopsia indicó que no era así. Se llevó a cabo de manera muy competente, si bien en condiciones muy primitivas. Ya sabes cómo van estas cosas en áreas remotas donde no hay dinero.
—Especialmente si se trata de una prostituta. Le hicieron la autopsia en un cementerio. Si no se hubiera informado de la desaparición de una turista canadiense por esas mismas fechas, es posible que la hubieran enterrado en el cementerio, sin identificar —recuerda Poma.
—Se llegó a la conclusión de que le habían arrancado la carne con alguna clase de cuchillo o sierra.
—¿Y no vas a contarme todo lo que sabes acerca de ese paciente que pagó en metálico y mintió sobre su nombre? —protesta el capitán—. Debes de tener notas que podrías poner en mi conocimiento, ¿no?
—Imposible. Lo que me dijo no prueba nada.
—¿Y si es el asesino, Paulo?
—Si dispusiera de más pruebas, te lo diría. Lo único que tengo son sus retorcidas historias y la incómoda sensación que me embargó cuando se pusieron en contacto conmigo para informarme del asesinato de la prostituta que resultó ser la canadiense desaparecida.
—¿Se pusieron en contacto contigo? ¿Para qué? ¿Para pedirte tu opinión? Vaya.
—Se ocupó del caso la policía nacional, no los Carabinieri. Ofrezco asesoría gratuita a mucha gente. En resumen, este paciente no volvió a verme, y no podría decirte dónde está —asegura Maroni.
—No puedes o no quieres.
—No puedo.
—¿No ves que cabe la posibilidad de que sea el asesino de Drew Martin? Fue la doctora Self quien te lo remitió, y de pronto se oculta en tu hospital por causa del correo de un perturbado.
—Ahora te obstinas con el asunto y vuelves a hablar de la VIP. Yo no he dicho que la doctora Self sea paciente del hospital. Pero la motivación para ocultarse es más importante que el hecho de ocultarse en sí.
—Si pudiera cavar con una pala dentro de tu cabeza, Paulo, a saber qué encontraría.
—Risotto y vino.
—Si conoces algún detalle que pueda sernos útil para la investigación, no coincido con tu secretismo —le recrimina el capitán, y luego calla porque el camarero se dirige hacia ellos.
El doctor Maroni pide ver el menú de nuevo, aunque a estas alturas ya lo ha probado todo porque come allí a menudo. El capitán, que no quiere el menú, le recomienda langosta espinosa mediterránea a la parrilla, seguida de ensalada y quesos italianos.
La gaviota macho regresa sola y se queda mirando por la ventana mientras eriza el lustroso plumaje blanco. Más allá espejean las luces de la ciudad y la cúpula dorada de San Pedro, que parece una corona.
—Otto, si violo la confidencialidad con pruebas tan escasas y me equivoco, mi carrera se va al garete —dice finalmente Maroni—. No tengo una razón legítima para dar a la policía más detalles sobre él. Sería una terrible imprudencia por mi parte.
—¿Así que sacas a colación el asunto de quién puede ser el asesino y luego cierras la puerta? —dice desesperado Poma, que se apoya en la mesa.
—Yo no he abierto esa puerta. Lo único que he hecho ha sido señalártela.
Absorta en su trabajo, Scarpetta se sobresalta cuando la alarma de su reloj de pulsera empieza a sonar a las tres menos cuarto.
Termina de suturar la incisión en Y de la anciana en proceso de descomposición cuya autopsia era innecesaria. Placa aterosclerótica. Causa de la muerte, como cabía esperar, cardiopatía arteriosclerótica. Se quita los guantes y los tira a un cubo rojo para residuos de riesgo biológico, y luego llama a Rose.
—Subo en un minuto —le dice—. Si puedes ponerte en contacto con los Meddick, diles que está lista para que pasen a recogerla.
—Ahora mismo bajaba a buscarte —responde Rose—. Temía que te hubieras quedado encerrada en la cámara frigorífica. —Una vieja broma—. Benton está intentando localizarte. Dice que mires el correo electrónico cuando, y cito sus palabras, estés sola y serena.
—Suenas peor que ayer. Más congestionada.
—Es posible que tenga un poco de catarro.
—He oído la moto de Marino hace un rato. Y alguien ha estado fumando aquí. Hasta mi bata apesta a humo.
—Qué raro.
—¿Dónde está Marino? Sería un detalle por su parte que hiciera un hueco para ayudarme aquí abajo.
—En la cocina —contesta Rose.
Guantes nuevos, y Scarpetta traslada el cadáver de la anciana de la mesa de autopsias a la resistente bolsa de vinilo forrada de tela encima de una camilla con ruedas, que empuja dentro de la cámara refrigerada. Limpia con la manguera la zona de trabajo y mete en la nevera tubos de fluido vítreo, orina, bilis y sangre, así como un recipiente con órganos seccionados para posteriores análisis toxicológicos y pruebas histológicas. Las cartulinas con manchas de sangre quedan a secar bajo una campana de cristal: se incluyen muestras para pruebas de ADN en el expediente de cada caso. Tras fregar el suelo, limpiar los instrumentos quirúrgicos y los fregaderos y reunir los documentos para su posterior dictado, está lista para ocuparse de su propia higiene.
Al fondo de la sala de autopsias hay taquillas de oreo con filtros de carbono y partículas de aire de alta eficacia en las prendas ensangrentadas y manchadas antes de ser empaquetadas como prueba y enviadas a los laboratorios. Luego hay una zona de almacenaje, después un lavadero y por último el vestuario, dividido por un tabique de cristal de pavés: un lado para hombres, el otro para mujeres. Teniendo en cuenta que ha abierto su consulta en Charleston hace poco, sólo cuenta con Marino como ayudante en el depósito. Él tiene su lado del vestuario y ella el otro, y siempre la embarga una sensación incómoda cuando los dos se están duchando al mismo tiempo y lo oye y ve los cambios de luminosidad a través del grueso vidrio verde translúcido conforme Marino se mueve.
Scarpetta entra en su lado del vestuario y cierra la puerta con pestillo, se quita las fundas desechables para los zapatos, el delantal, el gorro y la mascarilla, los tira a un cubo para residuos de riesgo biológico y después deja la bata quirúrgica en un cesto. Se ducha con jabón bactericida, luego se pasa el secador por el pelo y vuelve a ponerse el traje y los zapatos de suela plana. Regresa al pasillo y va hasta una puerta al otro lado de la cual hay un empinado tramo de escaleras de roble gastado que lleva directamente a la cocina, donde Marino está abriendo una lata de Pepsi light.
Él la mira de arriba abajo.
—Vaya, qué elegancia —comenta—. ¿Has olvidado que es domingo y piensas que tienes que ir a los tribunales? Ya puedo despedirme del viajecito a Myrtle Beach. —Su cara colorada y sin afeitar delata una larga noche de juerga.
—Considéralo un regalo. Otro día de vida. —Scarpetta detesta las motos—. Además, hace mal tiempo y se supone que empeorará.
—Alguna vez conseguiré que te montes en mi Indian Chief Roadmaster y entonces te engancharás y suplicarás que vuelva a dejarte montar.
La idea de estar a horcajadas en esa moto tan grande, con los brazos en torno a Marino y su cuerpo pegado al de él, le resulta repugnante, y él lo sabe. Es su jefa, y en muchos aspectos lo ha sido durante casi veinte años, y eso ya no parece hacerle gracia. Sin duda los dos han cambiado. Desde luego han pasado por buenas y malas épocas, pero en los últimos años, sobre todo de un tiempo a esta parte, el respeto de Marino por ella y por su propio trabajo se ha ido tornando cada vez más irreconocible, y ahora esto. Scarpetta piensa en los correos electrónicos de la doctora Self y se pregunta si él da por sentado que ella los ha visto. Piensa en la especie de juego en que lo está metiendo la doctora Self, un juego que él no entenderá y en el que está destinado a salir perdiendo.
—Te he oído llegar. Es evidente que has vuelto a aparcar la moto en la zona de carga —le dice—. Si la golpea un coche fúnebre o una camioneta —le recuerda—, la responsabilidad será tuya, y no voy a compadecerme.
—Si recibe algún golpe, entrará un cadáver de más en el depósito, el del gilipollas de la funeraria que no miraba por dónde iba.
La moto de Marino, con sus tubos de escape capaces de romper la barrera del sonido, se ha convertido en otro motivo de disensión. Va con ella a los escenarios de crímenes, a los tribunales, a urgencias en los hospitales, a bufetes de abogados, a domicilios de testigos. En la consulta, se niega a dejarla en el aparcamiento y la mete en la zona de carga, que es para la entrega de cadáveres, no para vehículos particulares.
—¿No ha llegado todavía el señor Grant? —pregunta Scarpetta.
—Ha venido en su mierda de furgoneta con su mierda de barca de pesca, redes para pescar camarones, cubos y demás porquería en el remolque. Es un hijoputa grande de la hostia, negro como el carbón. Nunca he visto negros tan negros como aquí. Ni gota de leche en el café. No como en nuestro viejo terruño en Virginia, donde Thomas Jefferson se acostaba con el servicio.
Scarpetta no está de humor para entrar al trapo de sus provocaciones.
—¿Está en mi despacho? Porque no quiero hacerle esperar.
—No entiendo por qué te has vestido para recibirlo como si fuera un abogado o un juez, o fueses a la iglesia —dice Marino.
Ella se pregunta si lo que espera en realidad es que se haya puesto elegante para él, quizá creyendo que ella ha leído los correos de la doctora Self y está celosa.
—Reunirme con él es tan importante como reunirme con cualquiera —responde ella—. Siempre nos mostramos respetuosos, ¿recuerdas?
Marino huele a tabaco y alcohol, y cuando «su química se desequilibra», como a menudo dice Scarpetta de un tiempo a esta parte restándole importancia, sus profundas inseguridades hacen que su mal comportamiento meta la directa, problema que se convierte en una amenaza considerable debido a su extraordinario físico. A los cincuenta y tantos años, lleva al rape lo que le queda de pelo, suele vestir ropa negra de motero y voluminosass botas, y últimamente un llamativo colgante con un dólar de plata. Es un fanático de la halterofilia, con un pecho tan ancho que se le ha oído jactarse de que hacen falta dos aparatos de rayos X para hacer una radiografía de sus pulmones. En una etapa muy anterior de su vida, de acuerdo con fotografías que ha visto Scarpetta, fue guapo a su modo rudo y viril, y aún podría resultar atractivo si no fuera por su aire grosero, desaseado y áspero, que a estas alturas de su vida no puede achacarse a una infancia difícil en una de las zonas más duras de Nueva Jersey.
—No sé por qué sigues abrigando la fantasía de que lograrás engañarme —le reprende Scarpetta, desviando la conversación del ridículo tema de cómo va vestida y por qué—. Anoche, y a todas luces en el depósito.
—¿Engañarte con qué? —Otro trago de la lata.
—Cuando te echas tanta colonia para disimular el olor a tabaco, lo único que consigues es provocarme dolor de cabeza.
—¿Eh? —Eructa sin hacer ruido.
—A ver si lo adivino, pasaste la noche en el Kick’N Horse.
—Ese antro está lleno de humo. —Encoge sus enormes hombros.
—Y seguro que tú no tuviste nada que ver. Estuviste fumando en el depósito, en la cámara frigorífica. Hasta la bata quirúrgica que me he puesto olía a tabaco. ¿También fumaste en mi vestuario?
—Probablemente se coló desde mi lado. El humo, quiero decir. Es posible que entrara con el cigarrillo en la mano. No lo recuerdo.
—Sé que no quieres contraer cáncer de pulmón.
Desvía la mirada tal como suele hacer cuando cierto tema de conversación le resulta incómodo, y opta por abortarlo.
—¿Has encontrado algo nuevo? No me refiero a la vieja, que no debería haber sido enviada aquí sólo porque el juez de instrucción no quería vérselas con un apestoso cuerpo medio descompuesto, sino al crío.
—Lo he dejado en la cámara. Ahora mismo no podemos hacer nada más.
—No lo soporto cuando se trata de niños. Si me entero de quién se cargó a ese crío allá abajo, soy capaz de matarlo, de hacerlo pedazos con mis propias manos.
—No amenaces con matar a nadie, por favor. —Rose está en el umbral con una expresión extraña.
Scarpetta no está segura de cuánto lleva ahí.
—No es ninguna amenaza —asegura Marino.
—Por eso exactamente lo he mencionado. —Rose entra en la cocina hecha un brazo de mar, según su anticuada expresión, con traje azul y el cabello blanco recogido en la nuca en un rodete francés. Parece agotada y tiene las pupilas contraídas.
—¿Ya estás sermoneándome otra vez? —le dice Marino con un guiño.
—A ti te hacen falta un par de buenos sermones, o tres o cuatro —replica ella al tiempo que se sirve una taza de café bien cargado, una «mala» costumbre a la que renunció hace cosa de un año y en la que, por lo visto, ha recaído—. Y por si lo has olvidado —lo mira fijamente por encima del borde de la taza—, ya mataste a alguien. Así que no deberías proferir amenazas. —Se apoya en la encimera y respira hondo.
—Ya te lo he dicho. No es ninguna amenaza.
—¿Seguro que estás bien? —le pregunta Scarpetta a Rose—. Igual tienes algo más que un poco de catarro. No deberías haber venido.
—Tuve una pequeña charla con Lucy —le dice Rose. Y a Marino—: No quiero que la doctora Scarpetta esté a solas con el señor Grant, ni un solo segundo.
—¿Te mencionó Lucy que ha salido bien parado de la investigación que llevamos a cabo sobre sus antecedentes? —pregunta Scarpetta.
—¿Me oyes, Marino? No dejes a la doctora Scarpetta sola ni un segundo con ese tipo. Me trae sin cuidado la investigación. Es más grande que tú —dice la perpetuamente protectora Rose, con seguridad a instancias de Lucy, también perpetuamente protectora.
Rose lleva casi veinte años trabajando de secretaria de Scarpetta, siguiéndola de la Ceca a la Meca, según sus propias palabras, y estando a las duras y a las maduras. A los setenta y tres años, es una figura atractiva e imponente, erguida y entusiasta, que entra y sale a diario del depósito de cadáveres armada con mensajes telefónicos, informes que deben firmarse sin demora, cualquier clase de asunto que a su juicio no puede esperar, o sencillamente el aviso —no, la orden— de que Scarpetta no ha comido en todo el día y arriba le está esperando la comida —saludable, por supuesto— que ha pedido por teléfono, y que vaya a tomarla ahora mismo y que no beba otra taza de café porque toma demasiado café.
—Por lo visto, Grant se vio implicado en una pelea a navajazos. —Rose sigue preocupándose.
—Está en el informe. Fue la víctima —le recuerda Scarpetta.
—Parece muy violento y peligroso, y es del tamaño de un carguero. Me preocupa que quisiera venir un domingo por la tarde, quizá con la esperanza de encontrarte sola —le dice a Scarpetta—. ¿Cómo sabes que no fue él quien mató a ese niño?
—Vamos a oír lo que tenga que decir.
—En otros tiempos no lo habríamos hecho así. Habría presencia policial —insiste Rose.
—Ya no estamos en los viejos tiempos —replica Scarpetta, intentando no sermonearla—. Esto es una consulta privada, y tenemos más flexibilidad en ciertos aspectos y menos en otros. Pero, en realidad, una parte de nuestro trabajo siempre ha sido reunimos con cualquiera que pueda aportar información útil, con presencia policial o no.
—Ten cuidado —le advierte Rose a Marino—. Quienquiera que le haya hecho eso al pobre niño sabe perfectamente que su cadáver está aquí y la doctora Scarpetta se está ocupando de él, y por lo general, cuando se ocupa de algo, lo resuelve. Podría estar acechándola, por lo que sabemos.
Rose no suele crisparse así.
—Has estado fumando —le dice entonces a Marino.
Él echa otro largo trago de Pepsi light.
—Deberías haberme visto anoche. Tenía diez cigarrillos en la boca y dos en el culo mientras tocaba la armónica y me lo montaba con mi chica nueva.
—Otra velada edificante en ese bar de moteros con alguna mujer que tiene el mismo cociente intelectual que mi nevera: bajo cero. Haz el favor de no fumar. No quiero que te mueras. —Rose parece inquieta mientras se acerca a la cafetera y empieza a preparar café—. El señor Grant quiere café —dice—. Y no, doctora Scarpetta, usted no puede tomar.