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Consulta de Patología Forense, en las inmediaciones del Colegio Mayor de Charleston.

El edificio de ladrillo de dos plantas data de antes de la guerra de Secesión, y está un tanto inclinado, después de que los cimientos se desplazaran durante el terremoto de 1886. O eso es lo que le dijo el agente inmobiliario a Scarpetta cuando lo compró por razones que Pete Marino aún no entiende.

Había edificios más atractivos y nuevos que hubiera podido permitirse, pero por alguna razón, ella, Lucy y Rose optaron por un lugar que exigía más trabajo del que tenía Marino en mente cuando aceptó el empleo allí. Durante meses, eliminaron mano tras mano de pintura y barniz, tiraron tabiques y sustituyeron ventanas y tejas de pizarra en el tejado. Buscaron material reutilizable, mayormente en funerarias, hospitales y restaurantes, para acabar por fin con una morgue más que adecuada que incluye un sistema de ventilación especial, capuchas químicas, un generador de emergencia, dos cámaras frigoríficas a distintas temperaturas, una sala de descomposición, carritos quirúrgicos y camillas con ruedas extensibles. Las paredes y el suelo están sellados con pintura epoxídica que puede limpiarse con manguera, y Lucy instaló un sistema informático y de seguridad inalámbrico que a Marino le resulta tan misterioso como El Código Da Vinci.

—Bueno, ¿quién diablos iba a querer meterse en este antro? —le dice a Shandy Snook mientras introduce el código que desactiva la alarma de la puerta que da acceso al depósito desde el aparcamiento.

—Apuesto a que mucha gente —responde ella—. Vamos a dar un garbeo.

—No. Por aquí abajo no. —La lleva hacia otra puerta con alarma.

—Quiero ver un par de cadáveres.

—No.

—¿De qué tienes miedo? —le pregunta Shandy, que hace crujir un peldaño tras otro—. Es pasmoso cuánto te asusta ésa. Es como si fueras esclavo suyo.

Shandy lo dice constantemente, y Marino se cabrea cada vez más.

—Si tuviera miedo de ella, no te dejaría entrar aquí, ¿no crees?, por mucho que me hayas estado dando la vara. Hay cámaras por todo el maldito edificio. Entonces ¿por qué demonios iba hacerlo si tuviera miedo de ella?

Shandy levanta la mirada hacia la cámara, sonríe y saluda con la mano.

—Ya está bien —le advierte él.

—Bueno, ¿quién va a verlo? Aquí no hay más pavos que nosotros, y no hay razón para que la Gran Jefa mire las cintas, ¿verdad? De otra manera no estaríamos aquí, ¿no? Le tienes un miedo de la hostia. Qué asco, un hombretón como tú. Sólo me has dejado entrar porque ese gilipollas de la funeraria ha tenido un pinchazo. Y la Gran Jefa tardará en llegar y nadie va a revisar las cintas. —Vuelve a saludar a la cámara—. No tendrías huevos para enseñarme todo esto si hubiera la posibilidad de que alguien se enterara y se lo dijera a la Gran Jefa. —Sonríe y saluda con la mano a otra cámara—. Quedo guapa en cámara. ¿Alguna vez has salido por la tele? Mi papi salía en la tele continuamente, hacía sus propios anuncios. Yo he aparecido en alguno que otro, probablemente podría hacer carrera en la tele, ¿pero quién quiere tener a la gente mirándole todo el santo día?

—¿Además de ti? —Le da un cachete en el trasero.

Los despachos están en la primera planta, y el de Marino es el más elegante que ha tenido, con suelos de tea de pino, protecciones en las paredes para que las sillas no dejen marcas y vistosas molduras en los techos.

—Fíjate, allá por el siglo diecinueve —le explica a Shandy al entrar—, mi despacho probablemente era el comedor.

—Nuestro comedor en Charlotte era diez veces más grande —dice ella, y mira alrededor sin dejar de mascar chicle.

Ella nunca ha estado en su despacho, ni siquiera en el interior del edificio. Marino no se atrevería a pedir permiso para eso y Scarpetta no se lo daría. Pero tras una noche de decadencia con Shandy, ella ha empezado a tocarle las narices con lo de que es el esclavo de Scarpetta y a Marino se le han encendido los ánimos. Luego Scarpetta le ha llamado para decirle que Lucious Meddick tenía un pinchazo y llegaría con retraso, y después Shandy también tenía que restregarle eso, dale que te pego con lo de que Marino había tenido que ir a toda prisa para nada y que, ya que estaban, podía darle una vueltecilla por el depósito tal como había estado pidiéndole toda la semana. Después de todo, es su novia y al menos debería ver dónde trabaja. Así que le ha dicho a Shandy que le siguiera en su moto al norte de Meeting Street.

—Son auténticos muebles de época —se jacta él—. De tiendas de segunda mano. La doctora acabó de restaurarlos con sus propias manos. Impresionante, ¿eh? Es la primera vez en mi vida que me siento a una mesa más vieja que yo.

Shandy se acomoda en el sillón de cuero tras la mesa y empieza a abrir los cajones ensamblados con cola de milano.

—Rose y yo hemos pasado mucho tiempo deambulando, intentando decidir qué era cada cosa, y más o menos llegamos a la conclusión de que su despacho fue en otra época el dormitorio principal. Y el espacio más amplio, el despacho de la doctora, era lo que denominaban la «salita de estar».

—Vaya estupidez. —Shandy se queda mirando el interior de un cajón de la mesa—. ¿Cómo puedes encontrar nada aquí? Parece que te dedicas a acumular mierda en los cajones para no molestarte en archivarla.

—Sé exactamente dónde está todo. Tengo mi propio sistema de clasificación. Las cosas están organizadas por cajones. Algo así como el sistema de clasificación por «decibelios» de Dewey.

—Bueno, entonces, ¿dónde tienes el fichero, listillo?

—Aquí arriba. —Se da unos golpecitos con el dedo en la lustrosa cabeza rapada.

—¿No tienes ningún buen caso de asesinato por aquí? ¿Alguna foto, igual?

—No.

Shandy se levanta y se ajusta los pantalones de cuero.

—Así que la Gran Jefa tiene la «sala de estar». Quiero verla.

—No.

—Tengo derecho a ver dónde trabaja, ya que por lo visto le perteneces.

—Yo no le pertenezco, y no vamos a entrar ahí. No hay nada que te interese, aparte de libros y un microscopio.

—Seguro que tiene unos cuantos casos de asesinato de los buenos en esa sala de estar suya.

—No. Los casos delicados los tenemos bajo llave. En otras palabras, los que a ti te parecerían de los buenos.

—Todas las habitaciones son para «estar», ¿no? Entonces, ¿por qué se llamaba «sala de estar»? —No para de darle vueltas—. Qué estupidez.

—En aquellos tiempos, se la llamaba sala de estar para diferenciarla de la antesala —le explica Marino, mientras contempla la habitación con orgullo: sus diplomas en las paredes revestidas de madera, el grueso diccionario que no utiliza nunca, todos los demás libros de referencia intactos que Scarpetta le cede cuando recibe las ediciones revisadas más recientes. Y claro, sus trofeos de bolos, todos pulcramente dispuestos y con el dorado bien lustroso en unos estantes empotrados—. La antesala era una estancia de lo más formal justo a la entrada, donde se dejaba a la gente que no te apetecía que se quedase mucho rato, mientras que la sala de estar es justo para lo contrario, exactamente igual que un salón.

—A mí me parece que te alegras de que se mudara a este sitio, por mucho que te quejes.

—No está nada mal para ser un tugurio tan viejo. Yo preferiría algo más nuevo.

—Tu viejo trasto tampoco está nada mal. —Le echa la mano a la entrepierna y le aprieta hasta hacerle daño—. A decir verdad, casi me parece nuevo. Enséñame su despacho. Enséñame dónde trabaja la Gran Jefa. —Vuelve a cogerle—. ¿Toda esta tensión es por ella o por mí?

—Cállate —le dice él, y le aparta la mano, molesto por sus dobles sentidos.

—Enséñame dónde trabaja.

—Te he dicho que no.

—Entonces enséñame el depósito.

—No es posible.

—¿Por qué? ¿Porque ella te tiene acojonado? ¿Qué va a hacer? ¿Llamar a la poli de la morgue? Enséñamelo —le exige.

Marino mira de soslayo una diminuta cámara en un rincón del pasillo. Shandy tiene razón, nadie verá las cintas. ¿Quién iba a molestarse? No hay ninguna razón para ello. Vuelve a notar esa misma sensación, un cóctel de rencor, agresividad y ansia de venganza que le infunde ganas de hacer algo horrible.

Los dedos de la doctora Self repican sobre el teclado de su portátil, al que llegan constantemente nuevos correos: agentes, abogados, directores comerciales, ejecutivos de cadenas de televisión, así como pacientes especiales y seguidores muy escogidos.

Pero no hay nada nuevo de «él». El Hombre de Arena. Apenas si puede soportarlo. Quiere que ella piense que él ha hecho lo impensable, atormentarla con la ansiedad, con el terror, para hacerle pensar lo impensable. Cuando ella abrió su último correo aquel condenado viernes durante su descanso a media mañana en los estudios de televisión, lo que él le había enviado, lo último que le envió, trastornó toda su vida, al menos temporalmente.

«Que no sea cierto», ruega para sus adentros.

Qué imprudente y crédula fue al responderle cuando él le envió el primer correo a su dirección personal el otoño pasado, pero estaba intrigada. ¿Cómo era posible que hubiera obtenido su dirección personal de correo electrónico, tan sumamente privada? Tenía que averiguarlo, así que le contestó y se lo preguntó, pero él no quiso decírselo. Empezaron a mantener correspondencia. Le pareció una persona fuera de lo común, especial, alguien que había regresado de Irak profundamente traumatizado. Pensando que sería un invitado estelar en uno de sus programas, la doctora desarrolló una relación terapéutica on line, sin tener la menor idea de que ese hombre pudiera ser capaz de lo impensable.

«Que no sea cierto, por favor».

Ojalá pudiera dar marcha atrás. Ojalá no le hubiera respondido nunca. Ojalá no hubiera intentado ayudarle. Ese hombre está loco, una palabra que rara vez usa ella. Lo que la ha hecho famosa es la noción de que todo el mundo es capaz de cambiar. Él no. No si ha hecho lo impensable.

«Que no sea cierto, por favor».

Si ha hecho lo impensable, es un ser humano horroroso más allá de toda redención. El Hombre de Arena. ¿Qué significa eso, y por qué ella no le exigió que se lo dijera, por qué no lo amenazó con cortar cualquier contacto con él si no se avenía a contárselo?

Porque es psiquiatra. Los psiquiatras no amenazan a sus pacientes.

«Que no sea cierto lo impensable, por favor».

Sea quien sea en realidad, ni ella ni nadie más sobre la faz de la tierra puede ayudarle, y ahora es posible que haya hecho lo que ella no había esperado en ningún momento. ¡Es posible que haya hecho lo impensable! En ese caso, sólo hay un modo de que la doctora Self salve el pellejo. Lo decidió en su estudio, un día que nunca olvidará, cuando vio la fotografía que él le envió y cayó en la cuenta de que podía correr grave peligro por multitud de razones, lo que la obligó a decirles a sus productores que tenía una emergencia familiar que no podía hacer pública. Dejaría de estar en antena, con un poco de suerte sólo unas semanas. Tendrían que reemplazarla por su sustituto habitual (un psicólogo ligeramente entretenido que no es rival para ella pero se engaña pensando que sí lo es). Por eso no puede permitirse estar ausente más que unas semanas: todo el mundo quiere ocupar su puesto. La doctora Self llamó a Paulo Maroni (dijo que era otro paciente remitido por ella y la pasaron directamente) y (disfrazada) montó en una limusina (no podía servirse de ninguno de sus chóferes) y (todavía disfrazada) subió a un jet privado, e ingresó en secreto en McLean, donde está a salvo, oculta, y confía en comprobar cuanto antes que lo impensable no ha ocurrido.

No es más que una treta enfermiza. No lo ha hecho. Los tarados hacen confesiones falsas sin parar.

(Pero ¿y si no lo es?).

Tiene que ponerse en el peor escenario: la gente la culpará a ella. Dirán que debido a ella ese loco se obsesionó con Drew Martin después de que ganara el Open de Estados Unidos el otoño pasado y apareciera en los programas de la doctora Self: programas inolvidables y entrevistas en exclusiva. Qué horas tan excelentes compartieron Drew y ella en antena, hablando del pensamiento positivo, de atribuirse a uno mismo poderes por medio de las herramientas adecuadas, de tomar conscientemente la decisión de ganar o perder y de cómo eso permitió a Drew, con apenas dieciséis años, alzarse con una de las mayores victorias inesperadas en la historia del tenis. La galardonada serie Cuándo ganar de la doctora Self fue un éxito sensacional.

Se le acelera el pulso cuando se remonta a la otra cara del horror. Vuelve a abrir el correo del Hombre de Arena, como si volver a mirarlo, como si contemplarlo el tiempo suficiente, pudiera cambiarlo de alguna manera. No hay mensaje de texto, sólo un archivo adjunto, una horrenda imagen de alta resolución de Drew desnuda y sentada en una bañera de mosaico gris empotrada en un suelo de terracota. El agua le llega hasta la cintura, y cuando la doctora amplía la imagen, como tantas veces ha hecho, alcanza a distinguir la piel de gallina en los brazos de Drew, así como sus labios y uñas azulados, lo que indica que el agua que sale de una antigua espita de latón está fría. Tiene el pelo mojado, la expresión en su hermosa cara resulta difícil de describir. ¿Pasmada? ¿Lastimosa? ¿Conmocionada? Parece bajo el efecto de alguna droga.

El Hombre de Arena le había contado en un correo anterior que poner en remojo a los prisioneros desnudos era algo rutinario en Irak; golpearlos, humillarlos, obligarlos a orinar unos sobre otros. Uno hace lo que tiene que hacer, escribió. Después de un tiempo era normal, y no le importaba sacar fotos. No le importaba mucho hasta «aquello» que hizo, pero nunca le ha contado a la doctora qué es «aquello», y ella está convencida de que con eso dio comienzo su metamorfosis para convertirse en un monstruo. Suponiendo que haya hecho lo impensable, si lo que le ha enviado no es una treta.

(¡Aunque lo fuera, sería un monstruo por haber maquinado algo así!).

Analiza la imagen en busca de algún indicio de falsedad, la amplía y la reduce, la reorienta, sin apartar la mirada. «No, no, no —se dice una y otra vez para tranquilizarse—. Claro que no es real».

(Pero ¿y si lo es?).

No puede evitar seguir cavilando en lo mismo. Si la consideran responsable, ya puede despedirse de su carrera televisiva, al menos temporalmente. Sus millones de seguidores dirán que es culpa suya porque debería haberlo visto venir, no debería haber hablado de Drew en correos electrónicos con un paciente anónimo apodado Hombre de Arena que aseguraba ver a Drew por la tele y leer sobre ella, y pensaba que era un chica encantadora pero que sufría una soledad insoportable, y estaba convencido de que la conocería y ella se enamoraría de él y entonces ya no sufriría más.

Si el público se entera, será como lo de Florida de nuevo, sólo que peor. Culpada injustamente, al menos por un tiempo.

«Vi a Drew en su programa y sentí su insoportable sufrimiento —le escribió el Hombre de Arena—. Me estará agradecida».

La doctora Self mira fijamente la imagen. La censurarán por no llamar a la policía de inmediato cuando recibió el correo hace exactamente nueve días, y nadie aceptará su razonamiento, que es perfectamente lógico: si lo que envió el Hombre de Arena es real, ya es tarde para que ella haga nada al respecto; si no es más que una estratagema (algo pergeñado con uno de esos paquetes de software para tratamiento de fotografías), ¿qué sentido tendría divulgarlo y tal vez meter esa idea en la cabeza de algún otro perturbado?

Enigmáticamente, vuelve a pensar en Marino; en Benton.

En Scarpetta.

Y Scarpetta se le mete en la cabeza.

Traje negro con anchas rayas diplomáticas azul pálido y una blusa azul a juego que realza sus ojos azules. Lleva el pelo rubio corto y muy poco maquillaje. Imponente y segura, erguida pero relajada en la tribuna de testigos, de cara al jurado. Quedaron hipnotizados por ella cuando contestaba preguntas y se explicaba. No consultó sus notas ni una sola vez.

—¿Pero no es cierto que casi todos los ahorcamientos son suicidios, lo que sugiere la posibilidad de que en realidad se quitara la vida? —Uno de los abogados de la doctora Self caminaba de lado a lado de la sala del tribunal en Florida.

Ella acababa de prestar testimonio y le habían permitido retirarse de la sala en tanto que testigo, pero no pudo evitar la tentación de seguir el juicio, de observar a Scarpetta, a la espera de que cometiera un desliz verbal o un error.

—Estadísticamente, en tiempos modernos, es cierto que la mayoría de los ahorcamientos, hasta donde sabemos, son suicidios —contesta Scarpetta a los miembros del jurado, al tiempo que se niega a mirar al abogado de la doctora Self y le responde como si le estuviera hablando por medio de un interfono desde otra sala.

—¿«Hasta donde sabemos»? Está usted diciendo, señora Scarpetta, que…

—Doctora Scarpetta. —Con una sonrisa a los miembros del jurado.

Ellos le devuelven la sonrisa, fascinados, a todas luces embelesados, entusiasmados con ella mientras arremete contra la credibilidad y el decoro de la doctora Self sin que nadie se dé cuenta de que no son sino manipulaciones y mentiras. Ah, sí, mentiras. Un homicidio, no un suicidio. ¡Hay que culpar indirectamente a la doctora Self de homicidio! Pero no fue culpa suya. No podía haber sabido que esas personas serían asesinadas. El que hubieran desaparecido de su casa no implicaba que les hubiera ocurrido nada malo.

Y cuando Scarpetta la llamó después de encontrar un frasco de pastillas con su nombre como médica que las había recetado, tenía todo el derecho a negarse a hablar de pacientes o antiguos pacientes suyos. ¿Cómo iba a saber que acabaría nadie muerto? Muerto de una manera horrorosa. No fue culpa suya. Si lo hubiera sido, se habría tratado de un caso criminal, no de una mera demanda civil interpuesta por parientes avariciosos. No fue culpa suya, y Scarpetta indujo deliberadamente al jurado a creer lo contrario.

(La escena de la sala del tribunal colma su cabeza por completo).

—¿Quiere decir que no puede determinar si un ahorcamiento fue suicidio u homicidio? —El abogado de la doctora Self sube el tono.

—Sin testigos ni circunstancias que aclaren lo que ocurrió… —dice Scarpetta.

—¿Y qué ocurrió?

—Que es imposible que una persona se haga algo semejante a sí misma.

—¿Como qué?

—Como ser hallada colgando de un poste de la luz a gran altura en un aparcamiento, sin escalera. Con las manos firmemente atadas a la espalda —explica.

—¿Se trata de un caso auténtico, o se lo está inventando sobre la marcha? —Con tonillo sarcástico.

—Mil novecientos sesenta y dos. Un linchamiento en Birmingham, Alabama —especifica al jurado, siete de cuyos miembros son negros.

La doctora Self regresa de la otra cara del horror y cierra la imagen en la pantalla. Descuelga el auricular y llama a la oficina de Benton Wesley, y su instinto le dice que la mujer desconocida que responde es joven, sobrestima su importancia, considera que se le debe respeto, y por tanto probablemente es de una familia adinerada, fue contratada por el hospital como un favor y es una espina en el costado de Benton.

—¿Y su nombre de pila, doctora Self? —pregunta la mujer, como si no supiera quién es la doctora Self, cuando todo el mundo en el hospital la conoce.

—Espero que el doctor Wesley haya llegado por fin —dice ella—. Espera mi llamada.

—No llegará hasta las once o así. —Como si la doctora Self no fuera nadie especial—. ¿Puedo preguntarle de qué se trata?

—Me parece muy bien. Y tú, ¿quién eres? Me parece que no nos conocemos. La última vez que llamé, respondió otra persona.

—Ya no trabaja aquí.

—¿Tu nombre?

—Jackie Minor, su nueva ayudante de investigación. —Adopta un tono solemne. Probablemente aún no ha terminado el doctorado, si es que alguna vez llega a acabarlo.

La doctora Self dice con tono encantador:

—Bueno, pues muchas gracias, Jackie. Y supongo que aceptaste el puesto para poder ayudarle en su estudio… ¿cómo lo llaman? ¿Regaño Materno y Estimulación Dorsolateral?

—¿El REMEDO? —dice Jackie sorprendida—. ¿Quién lo llama así?

—Vaya, me parece que tú —señala la doctora—. No se me había ocurrido el acrónimo. Eres tú la que acaba de decirlo. Qué ingeniosa. Quién fue el gran poeta que… A ver si recuerdo la cita: «El ingenio es el genio de percibir y la metáfora para expresar». O algo por el estilo. Alexander Pope, creo. Me parece que nos conoceremos pronto, muy pronto, Jackie. Como probablemente sabes, yo formo parte de la investigación, de ésa que tú llamas remedo.

—Ya sabía yo que era alguien importante. Por eso ha acabado quedándose el doctor Wesley este fin de semana y me ha pedido que venga. En el programa no pone más que VIP.

—Debe de ser un trabajo que exige mucho por parte del doctor.

—Desde luego.

—Con una reputación a nivel mundial como la suya.

—Por eso quería ser su ayudante de investigación. Estoy en prácticas para ser psicóloga forense.

—¡Bravo! Muy bien. Quizá te invite algún día a mi programa.

—No había pensando en ello.

—Bueno, pues deberías, Jackie. Yo he estado pensando mucho en expandir mis horizontes hacia La otra cara del horror. La otra cara del crimen que la gente no ve: la mente criminal.

—Eso es lo único que interesa a la gente hoy en día —asiente Jackie—. Basta con poner la tele. Todos los programas van de crímenes.

—Pues estoy a punto de empezar a pensar en asesores de producción.

—Me encantaría mantener una conversación con usted al respecto cuando mejor le parezca.

—¿Has entrevistado a algún delincuente violento? ¿O has asistido a alguna de las entrevistas del doctor Wesley?

—Todavía no, pero no tardaré mucho.

—Ya volveremos a hablar, doctora Minor. Es «doctora» Minor, ¿verdad?

—En cuanto acabe los exámenes y encuentre tiempo para centrarme de veras en la tesis. Ya estamos preparando la ceremonia de graduación.

—Claro que sí. Es uno de los mejores momentos de nuestra vida.

En otros tiempos, siglos atrás, en el laboratorio informático de estuco detrás del viejo depósito de ladrillo estaban las caballerizas y los alojamientos para los mozos de cuadra.

Por fortuna, antes de que un comité de evaluación arquitectónica llevara a cabo una revisión que lo impidiera, el edificio fue reconvertido en un garaje almacén que ahora es, como dice Lucy, su apaño de laboratorio informático. Es de ladrillo; es pequeño, mínimo. Ya van muy avanzadas las obras de construcción de unas inmensas instalaciones al otro lado del río Cooper, donde el terreno es abundante y las leyes de división por zonas son todavía ineficaces, como señala Lucy. Su nuevo laboratorio forense, cuando esté terminado, tendrá todos los instrumentos y adelantos científicos imaginables. Por el momento, se las arreglan bastante bien con los análisis de huellas dactilares, toxicología, armas de fuego, ciertas pruebas complementarias y ADN. Los federales no han visto nada aún. Los va a dejar a la altura del suelo.

En el interior de su laboratorio de viejas paredes de ladrillo y suelos de abeto están sus dominios informáticos, protegidos del mundo exterior por ventanas a prueba de balas y huracanes, con las persianas siempre bajas. Lucy está sentada en su puesto de trabajo conectado a un servidor de 64 gigabytes con un chasis compuesto por seis cajas de almacenamiento montadas en bastidor. El núcleo —o sistema operativo que conecta el software con el hardware— es de diseño propio y lo construyó con el lenguaje más sencillo de ensamblaje para poder hablar ella misma con la placa base cuando estaba creando su cibermundo, o lo que denomina Infinitud del Espacio Interior (IEI), cuyo prototipo vendió por una pasmosa suma que sería indecente mencionar. Lucy no habla de dinero.

A lo largo de la parte superior de las paredes hay pantallas planas de vídeo que muestran constantemente todos los ángulos y sonidos que capta un sistema de cámaras y micrófonos empotrados, y lo que está viendo es increíble.

—Vaya hijoputa estúpido —le dice a voz en cuello a la pantalla plana que tiene delante.

Marino le está enseñando el depósito de cadáveres a Shandy Snook. Se ven desde diferentes ángulos en las pantallas, sus voces tan nítidas como si Lucy estuviera con ellos.

Boston, la quinta planta de una casa de piedra rojiza de mediados del XIX en Beacon Street. Benton Wesley está sentado a su mesa mirando por la ventana un globo aerostático que surca el cielo sobre el prado, por encima de olmos escoceses tan viejos como la propia América. El globo blanco se eleva lentamente como una inmensa luna en contraste con el perfil del centro urbano.

Suena su móvil. Se coloca un auricular sin manos y dice: «Wesley», con la acuciante esperanza de que no sea ninguna emergencia relacionada con la doctora Self, el azote del hospital de un tiempo a esta parte, quizás el más peligroso que haya sufrido nunca.

—Soy yo —le dice Lucy al oído—. Conéctate. Te pongo en conferencia.

Benton no pregunta por qué. Se conecta a la red inalámbrica de Lucy, que transfiere vídeo, audio y datos en tiempo real. La cara de Lucy llena la pantalla del portátil encima de la mesa. Se la ve lozana, de una hermosura dinámica, como siempre, pero los ojos le brillan de furia.

—Voy a probar algo distinto —le anuncia—. Te conecto al acceso de seguridad para que puedas ver lo que estoy viendo ahora mismo, ¿de acuerdo? La pantalla se te dividirá en cuatro cuadrantes para ofrecer cuatro ángulos o ubicaciones, dependiendo del que elija yo. Con eso debería bastar para que veas lo que está haciendo nuestro presunto amigo Marino.

—Lo tengo —dice Benton cuando se divide la pantalla, lo que le permite ver de manera simultánea cuatro áreas del edificio de Scarpetta escaneadas por las cámaras.

El interfono en la zona de carga de la morgue.

En el ángulo superior izquierdo, Marino y una mujer joven y sexy pero de aspecto chabacano, con atuendo de cuero de motera, están en el pasillo superior de las oficinas de Scarpetta, y él le está diciendo:

—Tú quédate aquí.

—¿Por qué no puedo ir contigo? No tengo miedo. —Su voz, ronca y con un fuerte acento sureño, se reproduce con claridad en los altavoces encima de la mesa de Benton.

—¿Qué demonios? —le dice Benton a Lucy por teléfono.

—Fíjate —responde ella—. Su última maravilla de chica.

—¿Desde cuándo?

—Bueno, vamos a ver. Creo que empezaron a acostarse el lunes pasado por la noche. La misma noche que se conocieron y emborracharon.

Marino y Shandy entran en el ascensor y otra cámara los enfoca mientras él le dice:

—Vale, pero si él se lo dice a la doctora, estoy jodido.

—Vaya vaya con la doctora, te tiene pillado por la polla —responde ella con un sonsonete burlón.

—Vamos a coger una bata para ocultar todo el cuero que llevas, pero manten la boca cerrada y no hagas nada. No flipes ni nada por el estilo, y va en serio.

—Tampoco es que sea la primera vez que veo un cadáver —dice ella.

Se abren las puertas del ascensor y salen.

—Mi padre se atragantó con un pedazo de bistec delante de mí y toda mi familia —le cuenta Shandy.

—El vestuario está ahí al fondo. El de la izquierda —le indica Marino.

—¿La izquierda? ¿De cara a dónde?

—El primero nada más doblar la esquina. ¡Coge una bata y date prisa!

Shandy se apresura. En una sección de la pantalla, Benton la ve en el interior del vestuario —el vestuario de Scarpetta— sacando una bata azul de una taquilla —la bata y la taquilla de Scarpetta— para ponérsela a toda prisa, del revés. Marino espera pasillo adelante. Ella corre a su encuentro, con la bata desabrochada aleteando a su espalda.

Otra puerta. Ésta lleva a la zona de aparcamiento donde las motos de Marino y Shandy están aparcadas en una esquina, protegidas por conos de tráfico. Hay un coche fúnebre y el motor resuena en las viejas paredes de ladrillo. Se apea un empleado de funeraria, larguirucho y desgarbado, con traje y corbata tan negros y lustrosos como el coche. Despliega su cuerpo escuálido igual que una camilla extensible, como si se estuviera convirtiendo en lo que hace para ganarse la vida. Benton nota algo raro en sus manos, las tiene rígidas cual garras.

—Soy Lucious Meddick. —Abre la puerta trasera—. Nos conocimos el otro día cuando pescaron al crío muerto en las marismas. —Saca un par de guantes de látex, y Lucy lo enfoca con el zoom. Benton se fija en el aparato de ortodoncia de plástico que lleva en los dientes y en la goma elástica en la muñeca derecha.

—Acércate a sus manos —le dice Benton a Lucy.

Ella cierra más el plano mientras Marino dice, como si aquél no le cayera nada bien:

—Sí, ya lo recuerdo.

Benton repara en la yema de los dedos en carne viva de Lucious Meddick, y le dice a Lucy:

—Se muerde las uñas con saña. Es una forma de automutilación.

—¿Alguna novedad en ese caso? —Meddick se refiere al niño asesinato que, como bien sabe Benton, sigue sin identificar en el depósito.

—No es asunto tuyo —responde Marino—. Si fuera un asunto de vulgación pública, lo estarían dando en las noticias.

—Dios santo —exclama Lucy al oído de Benton—. Parece Tony Soprano.

—Veo que has perdido un tapacubos. —Marino señala el neumático trasero izquierdo del coche fúnebre.

—Es la de repuesto. —Meddick se muestra picajoso.

—Estropea el efecto general —se ceba Marino—. Una decoración tan lustrosa, y luego esa rueda con tuercas tan feas a la vista.

El otro abre la puerta con aire ofendido y desliza la camilla de ruedas por la trasera del coche. Las patas plegables de aluminio se abren con un chasquido y quedan fijadas. Marino no se ofrece a ayudarle mientras Meddick empuja la camilla con el cadáver embolsado rampa arriba, topa con el marco de la puerta y maldice.

Marino le guiña el ojo a Shandy, que tiene un aspecto extraño con la bata quirúrgica abierta y las botas de cuero negro de mofera. Lucious Meddick, impaciente, abandona el cadáver en medio del pasillo, hace chasquear la goma elástica en su muñeca y dice con tono irritado:

—Hay que ocuparse del papeleo.

—Más bajo —replica Marino—. Vas a despertar a alguien.

—No tengo tiempo para chorradas. —Lucious se da la vuelta para marcharse.

—Tú no vas a ninguna parte hasta que me ayudes a transferirla de esa camilla de tres al cuarto a uno de nuestros modelos de vanguardia.

—Se está dando aires. —La voz de Lucy resuena en el auricular de Benton—. Intenta impresionar a la putilla de las patatas fritas.

Marino saca una camilla con ruedas de la cámara frigorífica, con roces y las patas un tanto estevadas, una rueda levemente torcida como la de un carrito de supermercado. Con ayuda de Lucious, que está furioso, levanta el cadáver embullado y lo posa en la otra camilla.

—Esa jefa tuya es de armas tomar —dice Lucious—. Me viene a la cabeza una palabra que empieza por pe.

—Nadie ha pedido tu opinión. ¿Has oído que alguien le pida su opinión? —A Shandy.

Ella mira fijamente la bolsa, como si no le oyera.

—No es culpa mía que su dirección aparezca mal en internet. Se me puso respondona por presentarme allí, cuando sólo intentaba hacer mi trabajo. Tampoco es que me cueste llevarme bien con la gente. ¿Sueles recomendar alguna funeraria en concreto a tus clientes?

—Pon un puto anuncio en las páginas amarillas.

Lucious se dirige al pequeño despacho de la morgue a paso ligero, sin doblar casi las rodillas, lo que hace pensar a Benton en unas tijeras.

Un cuadrante de la pantalla lo muestra en el interior del despacho: se le ve molesto con el papeleo, abre cajones, hurga, encuentra por fin un bolígrafo.

Otro cuadrante de la pantalla muestra a Marino, que le dice a Shandy:

—¿Nadie sabía hacer la maniobra Hinelick?

—Yo soy capaz de aprender cualquier cosa, cariño —dice ella—. Cualquier maniobra que quieras enseñarme.

—En serio. Cuando tu padre se estaba ahogando con… —empieza a explicarle Marino.

—Creímos que le estaba dando un infarto, o un derrame o un ataque —le interrumpe—. Fue horrible, se echó las manos al cuello, cayó al suelo y se golpeó la cabeza, la cara se le empezó a poner azul. Nadie sabía qué hacer, no teníamos ni idea de que se estuviera ahogando. Aunque lo hubiéramos sabido, no podríamos haber hecho nada salvo lo que hicimos: llamar a urgencias. —De pronto parece a punto de romper a llorar.

—Lamento tener que decírtelo, pero sí podríais haber hecho algo —replica Marino—. Voy a enseñarte. Venga, date la vuelta.

Una vez terminado el papeleo, Lucious sale a toda prisa del despacho del depósito y pasa por delante de Marino y Shandy, que no le prestan la menor atención cuando entra en la sala de autopsias por su cuenta y riesgo. Por detrás, Marino le rodea la cintura a Shandy con sus enormes brazos, aprieta un puño y apoya el pulgar contra la parte superior del abdomen, justo por encima del ombligo. Se coge el puño con la otra mano y empuja suavemente hacia arriba, sólo para demostrarle cómo se hace. Luego desliza las manos hacia arriba y la acaricia.

—Dios bendito —le dice Lucy al oído—. Está empalmado en el puto depósito.

En la sala de autopsias, la cámara muestra a Lucious, que camina hacia el registro negro de grandes dimensiones que hay sobre una encimera, el Libro de los Muertos, como tiene la delicadeza de llamarlo Rose. Empieza a registrar el cadáver con el boli que ha encontrado en la mesa del despacho.

—No debería hacer eso. —La voz de Lucy en el oído de Benton—. La única que puede tocar ese registro es tía Kay. Es un documento legal.

Shandy le dice a Marino:

—¿Ves? No resulta tan duro estar aquí. Bueno, quizá sí. —Tiende la mano hacia atrás y lo coge—. Desde luego sabes cómo animar a una chica. Y lo digo en serio. ¡Guau!

—Esto es increíble —le dice Benton a Lucy.

Shandy se vuelve entre los brazos de Marino y le besa, le besa en toda la boca allí mismo, en pleno depósito, y por un instante Benton cree que van a hacerlo en el pasillo. Pero entonces:

—Venga, ahora prueba conmigo —le dice Marino.

En otro cuadrante de la pantalla, Benton ve a Lucious pasar las páginas del registro del depósito.

Cuando Marino se da la vuelta, su excitación salta a la vista. Shandy apenas puede rodearlo con los brazos, y se echa a reír. Él pone sus manazas encima de las de ella y la ayuda a empujar al tiempo que le dice:

—En serio. Si alguna vez me ves ahogarme, aprieta así. ¡Fuerte! —Se lo demuestra—. Se trata de expulsar el aire para que lo que está atascado también salga despedido.

Ella desliza las manos hacia abajo y vuelve a cogerlo, y Marino la aparta y le da la espalda a Lucious cuando éste sale de la sala de autopsias.

—¿Ya ha descubierto algo sobre el niño muerto? —Lucious se propina un golpe con la goma elástica en torno a la muñeca—. Bueno, supongo que no, porque en el Registro de Fallecidos aparece como «indeterminado».

—Así quedó registrado cuando lo trajeron. Qué, ¿has estado fisgando en el registro? —Marino tiene un aspecto ridículo, vuelto de espaldas a Lucious.

—Salta a la vista que ella es incapaz de ocuparse de un caso tan complicado. Es una pena que no lo trajera yo. Podría haber sido de ayuda. Sé más sobre el cuerpo humano que cualquier médico. —Se desplaza hacia un lado y se queda mirando la entrepierna de Marino—. Bueno, vaya, vaya…

—Tú no sabes una mierda y ya puedes callarte con lo del crío muerto —replica Marino sin miramientos—. Y también con lo de la doctora. Y puedes irte a tomar por culo de aquí.

—¿Te refieres al niño del otro día? —tercia Shandy.

Lucious sale traqueteando con su camilla. El cadáver que acaba de traer queda en la otra camilla en medio de la entrada, delante de la puerta de la cámara frigorífica de acero inoxidable. Marino —cuya excitación sigue siendo evidente— la abre e introduce la camilla, que se niega a cooperar.

—Madre mía —le dice Benton a Lucy.

—¿Va de Viagra o algo así? —La voz de ella en su oído.

—¿Por qué coño no compráis un carro nuevo, o como se llame eso? —dice Shandy.

—La doctora no derrocha dinero.

—Así que además es tacaña. Seguro que no te paga una mierda.

—Si necesitamos algo, lo consigue, pero no derrocha dinero. No es como Lucy, que incluso sería capaz de comprar China.

—Siempre te yergues para defender a la Gran Jefa, ¿verdad? Pero no como te yergues conmigo, cariño. —Shandy lo acaricia.

—Me parece que voy a vomitar. —La voz de Lucy.

Shandy entra en la estancia refrigerada para echar un buen vistazo al interior. La corriente de aire frío resulta audible por los altavoces de Benton.

Una cámara en la zona de carga muestra a Lucious, que se pone al volante de su coche fúnebre.

—¿Una víctima de asesinato? —pregunta Shandy sobre la entrega más reciente, y luego mira al rincón donde está el cadáver del niño, embolsado—. Cuéntame algo sobre el niño.

Lucious Meddick se pone en marcha con un retumbo de motor y la puerta de la zona de carga se cierra a su espalda con tal estruendo que parece un accidente de circulación.

—Causas naturales —dice Marino—. Una anciana oriental, de ochenta y cinco años o así.

—¿Cómo es que la envían aquí si ha muerto por causas naturales?

—Porque el juez de instrucción lo dispuso así. ¿Por qué? No tengo ni zorra idea. La doctora sólo me ha dicho que esté aquí. Sólo sé eso. Parece un infarto de lo más claro. Algo me huele mal. —Hace una mueca.

—Vamos a echar un vistazo —propone Shandy—. Venga, sólo un vistacito.

Benton los observa en la pantalla, ve a Marino abrir la cremallera de la bolsa y a Shandy retroceder asqueada, dar un salto hacia atrás y taparse la boca y la nariz.

—Es lo que te mereces. —La voz de Lucy al tiempo que enfoca el zoom sobre el cadáver: en proceso de descomposición, abotargado por gases, el abdomen verdoso. Benton conoce perfectamente ese olor, un hedor pútrido de lo más característico que se aferra al aire y el paladar.

—Joder —se queja Marino, y cierra la cremallera de la bolsa—. Probablemente llevaba tirada en el suelo varios días y el maldito juez de instrucción del condado de Beaufort no quería vérselas con ella. Lo has respirado hasta los pulmones, ¿eh? —Se ríe de Shandy—. Y tú que creías que mi trabajo era coser y cantar.

Shandy se acerca al rincón donde está el cuerpecillo embolsado. Se queda inmóvil, mirándolo.

—No lo hagas. —La voz de Lucy resuena en el oído de Benton, pero le está hablando a la imagen de Marino en la pantalla.

—Apuesto a que sé lo que hay en esta bolsita —dice Shandy, y resulta difícil oírla.

Marino sale de la cámara de refrigeración.

—Sal, Shandy. Ahora mismo.

—¿Qué vas a hacer? ¿Encerrarme aquí? Venga, Pete. Abre esta bolsita. Ya sé que es el niño muerto del que estabais hablando tú y el bicho raro de la funeraria. Me enteré de lo del crío en las noticias. Así que sigue aquí. ¿Cómo es eso? Pobrecillo, tan solo y frío en esta cámara.

—Se le ha ido la olla —dice Benton—. Se le ha ido la olla del todo.

—Más vale que no veas eso —le dice Marino, que vuelve a entrar en la cámara.

—¿Por qué no? Ese niño que encontraron en Hilton Head. El que no paraba de salir en las noticias —repite—. Lo sabía. ¿Por qué sigue aquí? ¿Saben quién lo hizo? —Sigue junto a la bolsita negra encima de la camilla plegable.

—No tenemos ni pajolera idea. Por eso sigue aquí. Venga. —Le hace una señal, y resulta difícil oírles.

—Déjame verlo.

—No lo hagas. —La voz de Lucy, hablando con la imagen de Marino—. No la jodas, Marino.

—Más vale que no lo hagas —le dice Pete a Shandy.

—Puedo soportarlo. Tengo derecho a verlo, porque se supone que no debes tener secretos conmigo. Nos ceñimos a esa regla. Así que demuéstrame ahora mismo que no guardas ningún secreto. —No puede apartar la mirada de la bolsa.

—Nanay. En asuntos así, esa regla no cuenta.

—Claro que cuenta. Más vale que te des prisa, me estoy quedando fría como un cadáver aquí dentro.

—Si la doctora llega a enterarse…

—Ya estamos otra vez. Te acojona como si fuera tu dueña. ¿Qué es eso tan chungo que crees que no puedo ver? —le dice Shandy con furia, casi a gritos mientras se abraza el cuerpo de tanto frío como tiene—. Seguro que no huele tan mal como esa vieja.

—Está despellejado y sin globos oculares —le explica Marino.

—Oh, no —dice Benton, y se frota la cara.

—¡No me vengas con cuentos! —exclama Shandy—. ¡No te atrevas a tomarme el pelo! ¡Déjame verlo ahora mismo! ¡Estoy más que harta de que te conviertas en un pringadillo cada vez que ella te dice algo!

—No tiene nada de gracioso, créeme. Lo que ocurre en este lugar no es ninguna broma. No hago más que decírtelo una y otra vez. No tienes ni idea de con qué tengo que vérmelas.

—Bueno, hay que ver para creer. Pensar que tu Gran Jefa sea capaz de hacer algo así: despellejar a un crío y sacarle los ojos… Siempre dices que trata a los muertos con delicadeza. —Y con tono de resentimiento—: A mí me parece que es una nazi. Los nazis despellejaban a la gente para hacer pantallas de lámpara.

—A veces la única manera de distinguir si las zonas oscuras o rojizas son auténticas magulladuras consiste en mirar la piel por dentro para tener la seguridad de que se trata de vasos sanguíneos rotos, en otras palabras, magulladuras o lo que denominamos contusiones, y no una consecuencia del livor mortis —dicta cátedra Marino.

—Esto es increíble —suena la voz de Lucy en el oído de Benton—. Así que ahora el médico forense en jefe es él.

—No es tan increíble —la corrige Benton—. Ocurre que se siente tremendamente inseguro, amenazado, resentido. Lo compensa en exceso y no consigue más que descompensarse. No sé qué mosca le ha picado.

—Lo que le ha picado sois tú y tía Kay.

—¿Consecuencia de qué? —Shandy mira fijamente la bolsita negra.

—De cuando se te detiene la circulación y la sangre se asienta y hace que la piel se ponga roja en algunos sitios. Puede parecer una magulladura reciente. Pero puede haber otras razones para que ciertas cosas tengan aspecto de lesiones, lo que denominamos hallazgos post mórtem. Es complicado —dice Marino, dándose importancia—. Así que, para asegurarse, hay que retirar la piel, ya sabes, con un escalpelo —corta el aire con unos movimientos veloces— para ver el envés. En este caso eran magulladuras, sin duda. El pobrecillo estaba magullado de la cabeza a los pies.

—Pero ¿por qué sacarle los ojos?

—Para realizar más análisis en busca de hemorragias como las que se producen si sacudes a un niño en el aire, cosas así. Lo mismo con el cerebro. Está en un cubo lleno de formalina, no aquí, sino en una facultad de medicina donde realizan análisis especiales.

—Ay, Dios mío. ¿Su cerebro está en un cubo?

—Es lo que hay que hacer, sumergirlo en una sustancia química para que no se descomponga y pueda analizarse mejor. Es algo parecido a embalsamarlo.

—Vaya, sí que sabes. Deberías ser tú el médico por aquí, y no ella. Déjame verlo.

Todo eso dentro de la cámara de refrigeración, con la puerta abierta de par en par.

—Llevo haciendo esto prácticamente tantos años como los que tienes tú —le dice Marino—. Claro que podría haber sido médico, pero ¿quién coño quiere pasarse tanto tiempo estudiando? Además, ¿quién querría estar en su lugar? La doctora no tiene vida propia. No tiene a nadie salvo a los muertos.

—Quiero verlo —exige Shandy.

—Maldita sea, no sé por qué —dice Marino—, pero no puedo estar dentro de una maldita cámara sin que me muera por fumar un pitillo.

Shandy hurga en el bolsillo del chaleco de cuero debajo de la bata y saca un paquete y el mechero.

—Me parece increíble que alguien pueda hacerle algo así a un crío. Tengo que verlo. Estoy aquí, enséñamelo. —Enciende dos cigarrillos y fuman.

—Una manipuladora casi retrasada mental —dice Benton—. Está vez Marino se ha buscado un lío de los buenos.

Marino hace rodar la camilla para sacarla de la cámara.

Abre la cremallera; se oye el ligero crujir del plástico. Lucy cierra el zoom al máximo sobre Shandy, que exhala humo y mira con los ojos como platos el cadáver de la criatura.

Un cuerpecillo demacrado, cortado en pulcras líneas rectas desde la barbilla a los genitales, de los hombros a las manos, de las caderas a los dedos de los pies, el pecho abierto como una sandía vaciada. Los órganos han desaparecido, y tiene la piel retirada del cuerpo y extendida en tiras que dejan al descubierto racimos de hemorragias púrpura oscuro de diversa antigüedad y gravedad, así como desgarros y fracturas en cartílagos y huesos. Los ojos son huecos vacíos por los que se ve el interior de la calavera.

Shandy grita:

—¡Odio a esa mujer! ¡La odio! ¡Cómo ha podido hacerle esto! ¡Destripado y despellejado como un ciervo! ¡Cómo puedes trabajar para esa puta psicópata!

—Cálmate. Deja de gritar. —Marino cierra la cremallera y vuelve a introducir la camilla en la cámara para luego cerrar la puerta—. Te lo advertí. Hay ciertas cosas que la gente no tiene por qué ver. Puedes acabar con estrés postraumático después de algo así.

—Ahora seguiré viéndolo en mi cabeza, justo así. Puta psicópata. Maldita nazi.

—No te vayas de la lengua con esto, ¿me oyes? —le advierte Marino.

—¿Cómo puedes trabajar para alguien así?

—Cállate. Lo digo en serio —insiste Marino—. Yo la ayudé con la autopsia, y te aseguro que no soy ningún nazi. Eso es lo que ocurre. A la gente le dan por saco dos veces cuando la asesinan. —Le quita la bata a Shandy y la dobla con ademanes precipitados—. A ese crío probablemente lo asesinaron el día en que nació. No le importaba a nadie una mierda, y el resultado es éste.

—¿Qué sabes tú de la vida? La gente como tú os creéis que lo sabéis todo de todo el mundo, cuando lo único que veis es lo que queda cuando nos troceáis como carniceros.

—Tú pediste verlo. —Marino se está enfadando—. Así que cállate y no me llames carnicero.

Deja a Shandy en el pasillo, devuelve la bata a la taquilla de Scarpetta y conecta la alarma. La cámara en la zona de carga los capta a ellos y también la enorme puerta de acceso que chirría y emite un seco sonido metálico.

La voz de Lucy. Tendrá que ser Benton quien informe a Scarpetta del paseíto de Marino, de la traición que podría destruirla si llegaran a enterarse los medios de comunicación. Lucy va camino del aeropuerto y no regresará hasta última hora del día siguiente. Benton no pregunta. Está casi seguro de saberlo ya, aunque ella no se lo haya dicho. Entonces le cuenta lo de la doctora Self, lo de sus correos a Marino.

Benton no hace ningún comentario. No puede. En la pantalla de vídeo, Marino y Shandy Snook se alejan montados en sus motos.