3

Nueve días después, domingo.

Una sirena de barco resuena lúgubre mar adentro.

Las torres de iglesia horadan el amanecer encapotado en Charleston y una campana solitaria empieza a tañer. Entonces se le suma toda una bandada, repicando en un idioma secreto que suena igual por todo el mundo. Con las campanas llegan las primeras luces del amanecer, y Scarpetta empieza a despertar en su suite principal, como denomina irónicamente su espacio vital en el segundo piso de la casa cochera de principios del siglo XIX que ocupa. En comparación con las casas más bien suntuosas de su pasado, la que tiene ahora supone una novedad de lo más extraña.

El dormitorio y el despacho están combinados, el espacio tan atestado que apenas puede moverse sin topar con la antigua cómoda o las estanterías, o la larga mesa cubierta con una tela negra en la que hay un microscopio y portaobjetos, guantes de látex, mascarillas de protección contra el polvo, equipamiento de fotografía y diversos utensilios de investigación del escenario del crimen, todo lo cual está fuera de contexto. No hay armarios empotrados, sólo guardarropas revestidos de cedro, uno al lado del otro, y de uno de ellos saca un traje de falda negro carbón, una blusa de seda a rayas blancas y grises y unos zapatos negros de tacón bajo.

Vestida para lo que promete ser un día complicado, se sienta a su mesa y contempla el jardín, viéndolo transformarse según cambian las sombras y luces de la mañana. Comprueba el correo electrónico para ver si su investigador, Pete Marino, le ha enviado algo que pueda trastocar sus planes para la jornada. No hay ningún mensaje, pero igual lo llama para comprobarlo.

—¿Sí? —Suena adormilado.

Al fondo, una voz desconocida de mujer se queja:

—Joder, ¿ahora qué?

—Vas a venir, ¿verdad? —pregunta Scarpetta—. A última hora de anoche me dijeron que nos envían un cadáver desde Beaufort, y doy por sentado que te ocuparás tú. Además, tenemos esa reunión esta tarde. Te dejé un mensaje, pero no has dado señales de vida.

—Ya.

La mujer en segundo plano dice con la misma voz quejosa:

—¿Qué quiere ésa ahora?

—Me refiero a que vengas en cuestión de una hora —le dice Scarpetta a Marino con voz firme—. Tienes que ponerte en camino ahora o no habrá nadie para abrirle la puerta a la funeraria Meddicks. No estoy familiarizada con ellos.

—Ya.

—Yo me pasaré hacia las once para rematar el trabajo con la criatura.

Como si el caso de Drew Martin no fuera bastante malo. El primer día de trabajo de Scarpetta tras su regreso de Roma ha traído consigo otro caso horrible, el asesinato de un niño cuyo nombre aún no sabe. Se le ha mudado a la cabeza porque no tiene otro sitio a donde ir, y cuando menos lo espera, ve su delicada carita, el cuerpo demacrado y el pelo castaño rizado. Y luego lo demás. El aspecto que tenía después de terminar ella su trabajo. Después de tantos años, tras miles de casos, una parte de sí misma detesta el carácter necesario de lo que debe hacerles a los muertos debido a lo que alguien les hizo antes.

—Vale. —Marino no tiene nada más que decir.

Mientra baja las escaleras, ella masculla:

—Petulante, maleducado… Qué harta estoy de esto, maldita sea. —La exasperación la desborda.

En la cocina, los tacones rozan el suelo de baldosas de terracota: pasó varios días de rodillas disponiéndolas en un diseño de espiga nada más mudarse a la casa cochera. Volvió a pintar las paredes de blanco para captar la luz del jardín y restauró las vigas de ciprés del techo, originales de la edificación. La cocina —la zona más importante de la casa— está dispuesta de manera precisa con los útiles de acero inoxidable, tablas de cortar y la cubertería alemana artesanal de un chef como es debido. Su sobrina Lucy debería llegar en cualquier momento, y eso la alegra, pero siente curiosidad. Lucy rara vez llama para invitarse a desayunar.

Scarpetta coge lo necesario para hacer unas tortillas de clara de huevo rellenas de queso ricota y champiñones blancos salteados en jerez y aceite de oliva virgen. Nada de pan, ni siquiera el pan achatado que cuece sobre una losa de terracota —o testo— que se trajo bajo el brazo desde Bolonia en los tiempos en que la seguridad de los aeropuertos no consideraba que un utensilio de cocina fuera un arma. Lucy sigue una dieta implacable; está entrenando, como ella dice. Para qué, le pregunta siempre Scarpetta. Para la vida, responde siempre su sobrina. Está tan ensimismada batiendo las claras de huevo y rumiando acerca de lo que le espera ese día, que la sobresalta el siniestro topetazo contra una ventana del piso superior.

—No, por favor —exclama, consternada, al tiempo que deja el batidor y echa a correr hacia la puerta.

Desconecta la alarma y se apresura al patio del jardín donde un pinzón amarillo aletea indefenso sobre el ladrillo antiguo. Lo recoge suavemente y la cabeza del pájaro se desploma de un lado al otro, con los ojos medio cerrados. Le habla en tono tranquilizador, le acaricia las plumas sedosas mientras el ave intenta volver en sí y echar a volar, pero la cabeza se le vuelve a desplomar de lado a lado. Está aturdido, nada más, se recuperará de súbito, pero tropieza y aletea, y la cabeza se le voltea de un lado al otro. Igual no muere. Vanas ilusiones, teniendo en cuenta sus conocimientos, y se lleva el pájaro adentro. En el cajón inferior cerrado de la mesa de la cocina hay una caja de metal también cerrada, y dentro, la botella de cloroformo.

Está sentada en los peldaños traseros de ladrillo y no se levanta al oír el característico bramido del Ferrari de Lucy.

Toma la curva desde King Street y aparca en el sendero de entrada compartido delante de la casa, y luego Lucy aparece en el patio con un sobre en la mano.

—El desayuno no está preparado, ni siquiera el café —dice—. Estás aquí fuera sentada y tienes los ojos enrojecidos.

—La alergia —asegura Scarpetta.

—La última vez que lo achacaste a la alergia, que por cierto no padeces, fue cuando un pájaro chocó contra la ventana. Y tenías una paleta sucia encima de la mesa igual que ésa. —Lucy señala una antigua mesa de mármol en el jardín, con una paleta encima. Cerca, bajo un azarero, hay tierra recién cavada cubierta por pedazos rotos de loza.

—Un pinzón —confiesa Scarpetta.

Lucy se sienta a su lado y dice:

—Por lo visto, Benton no viene a pasar el fin de semana. Cuando viene, siempre tienes una lista de la compra bien larga en la encimera.

—No puede ausentarse del hospital. —El estanque pequeño y de escasa profundidad en medio del jardín está sembrado de pétalos de jazmín chino y camelia que flotan cual confeti.

Lucy recoge una hoja de níspero derribada por un chaparrón reciente y la hace girar entre los dedos por el rabillo.

—Espero que sea la única razón. Vuelves de Roma con la gran noticia y ¿qué ha cambiado? Nada, por lo visto. Él está allí, tú aquí. No hay ningún plan para que cambie la situación, ¿verdad?

—¿De repente eres experta en relaciones de pareja?

—Experta en relaciones que van mal.

—Me estás haciendo lamentar habérselo comentado a nadie —dice Scarpetta.

—Ya he pasado por eso. Es lo que ocurrió con Janet. Empezamos a hablar de compromiso, de casarnos cuando por fin empezó a ser legal que las pervertidas tuvieran más derechos que un perro. De pronto, le resultaba difícil lidiar con lo de ser lesbiana. Y todo terminó antes de empezar siquiera. Y además, de una manera bastante desagradable.

—¿Desagradable? ¿Por qué no imperdonable?

—Debería ser yo la que no perdone, no tú —le recuerda Lucy—. Tú no estabas allí. No sabes lo que es pasar por eso. No quiero hablar de ello.

Una estatuilla de un ángel que vela por el estanque, aunque Scarpetta aún está por descubrir qué protege; a los pájaros desde luego no. Quizá no proteja nada. Se levanta y se sacude la parte de atrás de la falda.

—¿Querías hablar conmigo por eso —dice—, o sencillamente te ha venido a la cabeza al verme aquí sentada, hecha polvo porque he tenido que aplicar la eutanasia a otro pájaro?

—No es por eso que te llamé anoche y te dije que necesitaba verte —dice Lucy, aún jugueteando con la hoja.

Lleva el cabello —rojo cereza con reflejos rosa dorado— limpio y lustroso y recogido detrás de las orejas. Viste una camiseta negra que siluetea un cuerpo precioso obtenido a fuerza de ejercicios agotadores y una buena genética. Va a alguna parte, sospecha Scarpetta, pero no se lo va a preguntar. Vuelve a sentarse.

—La doctora Self. —Lucy mira fijamente el jardín tal como mira la gente cuando no contempla nada, salvo lo que le preocupa.

No es lo que Scarpetta esperaba que dijese.

—¿Qué pasa con ella?

—Te advertí que la mantuvieras cerca, hay que tener siempre cerca a los enemigos —dice Lucy—. No prestaste atención. Te ha dado igual que te menosprecie a la menor ocasión por causa de ese juicio. Dice que eres una embustera y una impostora profesional. Basta con que eches un vistazo en Google. Yo la rastreo, te envío todas sus chorradas, y tú apenas las miras.

—¿Cómo es posible que sepas si apenas miro algo?

—Soy la administradora de tu sistema. Tu fiel técnica informática. Sé perfectamente cuánto rato tienes abierto un fichero. Podrías defenderte —la increpa Lucy.

—¿De qué?

—De las acusaciones de que manipulaste al jurado.

—De eso van los juicios, de manipular al jurado.

—¿Eres tú la que habla? ¿O estoy sentada con una desconocida?

—Si estás atada de pies y manos, te han torturado y alcanzas a oír los gritos de tus seres queridos sometidos a actos brutales y asesinados en otra habitación, y te quitas la vida para no correr su misma suerte, pues bien, eso no es suicidio, Lucy, maldita sea. Es asesinato.

—¿Y desde el punto de vista legal?

—Me trae sin cuidado.

—Antes te importaba.

—Lo cierto es que no mucho. No sabes lo que pasaba por mi cabeza cuando he estado implicada en casos todos estos años y a menudo me he encontrado con que era la única que abogaba por las víctimas. La doctora Self se escudaba injustamente en la confidencialidad y no divulgaba información que podría haber evitado grandes sufrimientos o incluso la muerte. Se merece algo peor que lo que le tocó en suerte. ¿Por qué estamos hablando de esto? ¿Por qué me estás disgustando tanto?

Lucy la mira a los ojos.

—¿Sabes eso que dicen, que la venganza es un plato que se sirve frío? Pues la doctora Self vuelve a estar en contacto con Marino.

—Ay, Dios. Como si esta semana no hubiera sido un infierno. ¿Es que ése ha perdido la cabeza por completo?

—Cuando volviste de Roma y difundiste la noticia, ¿creíste que iba a hacerle gracia? ¿Es que vives en el espacio exterior?

—Está claro que sí.

—¿Cómo es posible que no lo hayas visto? De pronto sale y se emborracha todas las noches, se echa una novia de lo más tirada. Esta vez sí que la ha escogido bien. ¿O es que no lo sabes? Shandy Snook, como las Patatas Picantes Snook.

—¿Patatas qué? ¿Quién?

—Unas patatas fritas de bolsa saladísimas y grasientas con sabor a jalapeño y pimienta de cayena. Su padre ganó una fortuna con ellas. Se mudó aquí hará cosa de un año. Conoció a Marino en el Kick’N Horse el lunes pasado por la noche, y fue amor a primera vista.

—¿Todo eso te lo ha contado él?

—Me lo ha contado Jess.

Scarpetta menea la cabeza. No tiene ni idea de quién es Jess.

—La propietaria del Kick’N Horse. El garito para moteros adónde va Marino, y ya sé que le has oído hablar al respecto. Ella me llamó porque está preocupada por Marino y su amante de parque de caravanas cutre, preocupada por el descontrol que lleva. Jess dice que nunca lo había visto así.

—¿Cómo iba a saber la doctora Self la dirección de correo electrónico de Marino a menos que él se hubiera puesto en contacto con ella antes? —pregunta Scarpetta.

—La dirección personal de la doctora no ha cambiado desde que fue paciente suyo en Florida. La de Marino sí. De manera que podemos deducir quién escribió primero. Puedo averiguarlo con seguridad. Tampoco es que tenga la clave del correo personal en su ordenador de casa, pero inconvenientes menores como ése nunca me han detenido. Tendría que…

—Ya sé lo que tendrías que hacer.

—Tener acceso físico.

—Ya sé lo que tendrías que hacer, y no quiero que lo hagas. No empeoremos más las cosas, que ya están bastante mal.

—Al menos algunos correos que le ha enviado ella están en el ordenador de su despacho a la vista de todo el mundo —señala Lucy.

—Eso no tiene sentido.

—Claro que sí: hacer que te pongas furiosa y celosa. Vengarse.

—¿Y cómo es que has visto que estaban en su ordenador?

—Pues debido a la pequeña emergencia de anoche. Cuando me llamó y dijo que le habían dado parte de que una alarma encendida indicaba algún fallo en el funcionamiento de la nevera, y que como no estaba en las inmediaciones de la oficina, a ver si podía ir yo a echar un vistazo. Me dijo que si tenía que llamar a la empresa de seguridad, el número estaba en la lista pegada a la pared con celo.

—¿Una alarma? —dice Scarpetta, desconcertada—. Nadie me lo ha dicho.

—Porque no ocurrió. Llego allí y todo está en su sitio. La nevera va bien. Entro en su despacho para buscar el número de la empresa de seguridad y así asegurarme de que todo está como es debido, y adivina qué me encuentro en su ordenador.

—Qué ridiculez. Se está comportando como un crío.

—No es ningún crío, tía Kay. Y tú vas a tener que despedirlo un día de éstos.

—¿Y cómo me las arreglaría? Apenas puedo apañármelas ahora. Ya ando escasa de personal, sin un solo candidato a la vista a quien contratar.

—Esto no es más que el principio. Irá a peor —vaticina Lucy—. No es la persona que conocías.

—Eso no me lo creo, y me sería imposible despedirlo.

—Tienes razón —dice Lucy—. No podrías. Sería un divorcio. Es tu marido. Dios sabe que has pasado mucho más tiempo con él que con Benton.

—No es mi marido, eso te lo aseguro. No me fastidies, por favor.

Lucy recoge el sobre de las escaleras y se lo da.

—Hay seis, todos de ella. Casualmente, empiezan este lunes pasado, el día que te reincorporaste después del viaje a Roma. El mismo día que vimos tu anillo y, como los grandes detectives que somos, dedujimos que no te había tocado en una bolsa de golosinas.

—¿Algún correo de Marino a la doctora Self?

—No debe de querer que veas lo que escribió, sea lo que sea. Te recomiendo que muerdas un palo. —Al tiempo que le indica el sobre y su contenido—. Que cómo está él. Ella lo echa de menos. Piensa en él. Tú eres una tirana, una vieja gloria, y Marino debe de pasarlo fatal trabajando a tus órdenes, y qué puede hacer ella para ayudarle.

—¿Es que ése no va a aprender nunca? —Más que nada, resulta deprimente.

—Deberías haberle ocultado la noticia. ¿Cómo es posible que no supieras el efecto que iba a causarle?

Scarpetta se fija en las moradas petunias mexicanas que trepan por la pared norte del jardín. Se fija en la lantana azul lavanda. Se ven un tanto resecas.

—Bueno, ¿no vas a leer los malditos correos? —Lucy vuelve a señalar el sobre.

—No voy a otorgarles ese poder ahora mismo —responde Scarpetta—. Tengo cosas más importantes en que ocuparme. Por eso llevo un maldito traje y voy a la maldita oficina un maldito domingo cuando debería estar cuidando el jardín o incluso dando un maldito paseo.

—He estado indagando sobre el tipo con quien vas a reunirte esta tarde. Hace poco fue víctima de una agresión. No hay sospechoso. Y en relación con eso, se le acusó de un delito menor, tenencia de marihuana. El cargo fue retirado. Aparte de eso, ni siquiera una multa por exceso de velocidad. Pero no creo que te convenga quedarte a solas con él.

—¿Y qué hay del niño destrozado que está solo en mi depósito? Puesto que no has dicho nada, supongo que tus búsquedas informáticas siguen sin arrojar resultados.

—Es como si no hubiera existido.

—Pues existía. Y lo que le hicieron es una de las peores cosas que he visto. Igual ha llegado el momento de que corramos riesgos.

—¿En qué sentido?

—He estado dándole vueltas a la genética estadística.

—Sigue pareciéndome increíble que nadie lo esté haciendo —dice Lucy—. La tecnología está disponible, desde hace tiempo. Vaya estupidez. Los parientes comparten alelos y, como ocurre con cualquier otra base de datos, es todo una función de probabilidad.

—Un padre, una madre, un hermano, tendrían una puntuación más elevada. Y lo veríamos y nos centraríamos en ello. Creo que deberíamos intentarlo.

—Si lo hacemos, ¿qué pasa si resulta que la criatura fue asesinada por un pariente? Si usamos la genética estadística en un caso de asesinato, ¿qué ocurre ante los tribunales? —pregunta Lucy.

—Si averiguamos quién es, ya nos preocuparemos más adelante de los tribunales.

Belmont, Massachusetts. La doctora Marilyn Self está sentada ante una ventana en su habitación con vistas.

Prados que caen en suave pendiente, bosques y frutales, y antiguos edificios de ladrillo que se remontan a una época refinada, cuando los ricos y famosos podían desaparecer de sus propias vidas brevemente o tanto tiempo como les fuera necesario, o para siempre en algunos casos desesperados, y ser tratados con el respeto y el consentimiento que se merecían. En el Hospital McLean es perfectamente normal ver actores, músicos, atletas y políticos famosos paseando por el campus de estilo campestre diseñado por el famoso arquitecto paisajista Frederick Law Olmstead, entre cuyos famosos proyectos se cuentan el Central Park de Nueva York, los terrenos del Capitolio, la Hacienda Biltmore y la Exposición Mundial de Chicago de 1893.

No es perfectamente normal ver allí a la doctora Marilyn Self, aunque no tiene intención de quedarse mucho tiempo. Cuando el público acabe por averiguar la verdad, sus razones saldrán a la luz: estar a salvo y aislada, pero luego, como siempre ha sido la historia de su vida, el destino ha ido a su encuentro. Según sus propias palabras, algo estaba «destinado a ser». Había olvidado que Benton Wesley trabaja allí.

«Espeluznantes experimentos secretos: Frankenstein».

«Veamos». Continúa con el guión de su primer programa cuando vuelva a estar en antena. «Mientras estaba recluida para proteger mi vida, me convertí sin saberlo ni desearlo en testigo ocular —peor aún, en conejillo de indias— de experimentos y abusos clandestinos. En el nombre de la ciencia. Es tal como dijera Kurtz en El corazón de las tinieblas: “El horror. El horror”. Me vi sometida a una variante moderna de lo que se hacía en los manicomios durante los días más oscuros de las épocas más oscuras, cuando la gente que no poseía las herramientas adecuadas era considerada infrahumana y tratada como… ¿Tratada como…?». Ya se le ocurrirá luego la analogía apropiada.

La doctora Self sonríe al imaginar el éxtasis de Marino cuando descubra que ha respondido a sus correos. Probablemente cree que ella (la psiquiatra más famosa del mundo) se alegró de tener noticias suyas. ¡Aún cree que a ella le importa! Nunca le importó, ni siquiera cuando era paciente suyo en los tiempos menos prominentes de Florida; le traía sin cuidado. Constituía poco más que un entretenimiento terapéutico, y sí (lo reconoce), un toque picante, porque la adoración que le profesaba a ella era casi tan patética como su entontecida obsesión sexual con Scarpetta.

Pobre Scarpetta, qué lástima. Es asombroso lo que se puede conseguir con unas pocas llamadas bien hechas.

La doctora tiene la cabeza desbocada. Sus pensamientos discurren sin pausa en su habitación del Pabellón, donde se sirven comidas y hay un conserje a su disposición, por si le apeteciera ir al teatro, a un partido de los Red Sox o a un balneario. El privilegiado paciente del Pabellón tiene a su alcance prácticamente todo lo que desee, que en el caso de la doctora Self es su propia cuenta de correo, y una habitación que casualmente estaba ocupada por otra paciente llamada Karen cuando ella ingresó nueve días atrás.

La inaceptable situación en lo tocante a las habitaciones se arregló, claro está, con suma facilidad sin intervención administrativa ni demora el día de la llegada de la doctora Self, cuando ésta entró en la habitación de Karen antes del amanecer y la despertó soplándole suavemente sobre los ojos.

—¡Ah! —exclamó Karen aliviada cuando cayó en la cuenta de que era la doctora, y no un violador, quien se cernía sobre ella—. Estaba soñando una cosa extraña.

—Toma. Te he traído café. Dormías como los muertos. ¿Te quedaste demasiado rato mirando la lámpara de cristal anoche? —La doctora levantó la mirada hacia la silueta en sombras de la lámpara de pared victoriana de encima de la cama.

—¡Qué! —exclamó Karen alarmada, al tiempo que dejaba el café en la mesilla de época.

—Hay que tener muchísimo cuidado de no mirar fijamente nada de cristal, porque puede producir un efecto hipnótico y sumirte en estado de trance. ¿En qué estabas soñando?

—¡Doctora Self, era de lo más real! Notaba el aliento de alguien sobre la cara y estaba asustada.

—¿Tienes idea de quién era? ¿Quizás alguien de tu familia? ¿Un amigo de la familia?

—Mi padre solía rozarme la cara con las patillas cuando era pequeña. Notaba su aliento. ¡Qué gracioso! ¡Ahora me acuerdo! O igual me lo estoy imaginando. A veces me cuesta saber qué es real. —Decepcionada.

—Recuerdos reprimidos, querida mía —le dijo la doctora Self—. No pongas en duda tu yo interior. Eso es lo que les digo a todos mis discípulos. ¿Qué no debes poner en duda, Karen?

—Mi yo interior.

—Eso es. Tu yo interior —pronunciado muy lentamente— sabe la verdad. Tu yo interior sabe lo que es real.

—¿Una verdad sobre mi padre? ¿Algo real que no recuerdo?

—Una verdad insoportable, una realidad impensable que no podías afrontar entonces. En realidad, querida mía, todo tiene que ver con el sexo. Yo puedo ayudarte.

—¡Ayúdeme, por favor!

Con paciencia, la doctora Self la hizo remontarse en el tiempo a cuando tenía siete años, y por medio de ciertas orientaciones cargadas de perspicacia la condujo hasta la escena de su crimen psíquico originario. Finalmente Karen, por primera vez en su vida agotada y sin sentido, relató cómo su padre se había metido en la cama con ella y frotado el pene erecto contra sus nalgas, el aliento impregnado de alcohol sobre su cara, y luego una humedad pegajosa en la parte trasera del pantalón del pijama. La doctora Self pasó a encauzar a la pobre Karen con el fin de que aceptara la traumática conclusión de que lo ocurrido no había sido un incidente aislado porque los abusos sexuales, con raras excepciones, se repiten. Su madre debía de estar al tanto, teniendo en cuenta cómo habían quedado el pijamita de Karen y las sábanas, lo que suponía que su madre había hecho la vista gorda ante lo que le estaba haciendo su marido a su hija pequeña.

—Recuerdo que mi padre me trajo una vez una taza de chocolate caliente a la cama y la derramé —dijo Karen, por fin—. Recuerdo la humedad tibia en los fondillos del pijama. Igual es eso lo que estoy recordando y no…

—Porque era más seguro pensar que se trataba de chocolate caliente. Y entonces ¿qué ocurrió?

No hubo respuesta.

—Si lo derramaste, ¿quién tuvo la culpa?

—Lo derramé yo. Fue culpa mía —reconoce Karen, con lágrimas en los ojos.

—¿Igual por eso has abusado del alcohol y las drogas desde entonces? ¿Porque crees que lo que ocurrió es culpa tuya?

—Desde entonces, no. No empecé a beber ni a fumar hierba hasta los catorce. ¡Ay, no lo sé! ¡No quiero entrar en trance otra vez, doctora Self! ¡No soporto los recuerdos! ¡O si no era real, ahora creo que lo es!

—Es tal como escribió Pitres en su Leçons cliniques sur l’hystérie et l’hypnotisme en 1891 —la instruyó la doctora Self mientras los bosques y el prado aparecían maravillosos al alba: unas vistas que pronto serían suyas. Entonces le explicó qué eran el delirio y la histeria, levantando la mirada intermitentemente hacia la lámpara de pared encima de la cama de Karen.

—¡No puedo quedarme en esta habitación! —gritó Karen—. ¿Me hará el favor de cambiármela por la suya? —le suplicó.

Lucious Meddick hace chasquear una goma elástica contra su muñeca derecha mientras aparca el reluciente coche fúnebre negro en el angosto paseo detrás de la casa de Scarpetta.

Para caballos, no vehículos inmensos, ¿qué tontería es ésa? Aún le late con fuerza el corazón. Está hecho un manojo de nervios. Suerte ha tenido de no rozar la chapa con los árboles o el alto muro de ladrillo que separa de unos jardines públicos el paseo y las casas antiguas que lo bordean. ¿A qué viene hacerle pasar por semejante suplicio? Y ya nota que su coche fúnebre nuevecito no está bien alineado: estaba maniobrando hacia un lado cuando ha topado con un bordillo, levantando polvo y hojas secas. Se apea dejando el motor al ralentí y se fija en una anciana que lo mira desde una ventana en la planta superior. Lucious le dirige una sonrisa y no puede por menos de pensar que no falta mucho para que esa bruja necesite sus servicios.

Pulsa el botón del portero automático en una formidable puerta de hierro y anuncia:

—Meddicks.

Tras una larga pausa, que le obliga a anunciarse de nuevo, se oye por el interfono una potente voz de mujer:

—¿Quiénes?

—Funeraria Meddicks. Tengo una entrega…

—¿Ha traído una entrega aquí?

—Sí, señora.

—Quédese en el vehículo. Ahora mismo voy.

El encanto sureño del general Patton, piensa Lucious, en cierta manera humillado y fastidiado al volver a montarse en el coche fúnebre. Sube la ventanilla y piensa en las historias que ha oído. Hubo una época en que la doctora Scarpetta era tan famosa como Quincy, pero ocurrió algo cuando era médica forense en jefe… No recuerda dónde. La despidieron o no pudo soportar la presión. Un colapso nervioso. Un escándalo. Tal vez más de uno de cada. Luego aquel caso tan aireado en Florida un par de años atrás, una mujer desnuda colgada de una viga, torturada y atormentada hasta que no pudo soportarlo más y se ahorcó con su propia cuerda.

Una paciente de esa loquera del programa de entrevistas. Intenta hacer memoria. Igual fue más de una persona torturada y asesinada. Está casi seguro de que la doctora Scarpetta declaró en el juicio y fue clave a la hora de convencer al jurado para que considerara a la doctora Self culpable de algo. Y en una serie de artículos que ha leído desde entonces, ella se ha referido a la doctora Scarpetta como «incompetente y parcial», una «lesbiana que no se atreve a salir del armario» y una «vieja gloria». Probablemente está en lo cierto. Las mujeres más poderosas son como hombres o al menos desearían ser hombres, y cuando empezó ella, no había muchas mujeres en su profesión. Ahora debe de haber miles. Oferta y demanda, ya no tiene nada de especial, no señor, hay mujeres por todas partes, chicas jóvenes que sacan ideas de la tele y hacen lo mismo que ella. Eso y todo lo demás que se ha dicho acerca de ella explicaría sin lugar a dudas por qué se mudó al País Bajo y tiene su lugar de trabajo en una diminuta casa cochera —un antiguo establo, a decir verdad— que no se parece precisamente al lugar en que trabaja Lucious, ni de lejos.

Él vive en la planta superior de la funeraria que la familia Meddick posee en el condado de Beaufort desde hace más de un siglo. La mansión de tres plantas en lo que fuera una plantación aún conserva las cabañas para esclavos de la época, y desde luego no es una casa cochera de tres al cuarto en un viejo paseo estrecho. Espantoso, pura y simplemente espantoso. Una cosa es embalsamar cadáveres y prepararlos en la estancia de una mansión con equipamiento profesional, y otra muy distinta hacer autopsias en una casa cochera, sobre todo si tienes que vértelas con cadáveres que han estado a la deriva en el agua —«verdosillos», los llama él— o que por otra razón resultan difíciles de la hostia de dejar presentables para las familias, por mucho desodorante en polvo D—12 que les metas para que no apesten la capilla.

Aparece una mujer tras las dos puertas, y él empieza a abandonarse a su obsesión preferida, el voyeurismo, escudriñándola por la ventanilla lateral de vidrio ahumado. Resuena el metal cuando abre y cierra la primera puerta negra, y luego la exterior: alta, con barrotes planos retorcidos centrados por dos curvas en forma de J que se parecen a un corazón. Como si ella lo tuviera, pero a estas alturas él está convencido de que no lo tiene. Va vestida con traje de pez gordo, es rubia y calcula que mide un metro sesenta y cinco, lleva una falda de la talla ocho y una blusa de la talla diez. Lucious es prácticamente infalible cuando se trata de deducir el aspecto que tendría alguien desnudo en una mesa de embalsamar, e incluso bromea diciendo que tiene lo que él llama «visión de rayos X».

Puesto que le ha ordenado con tanta grosería que no salga del vehículo, permanece dentro. Ella llama a la ventanilla tintada con los nudillos y Lucious empieza a ponerse nervioso. Se le crispan los dedos en el regazo, intentan alzarse hasta su boca como si tuvieran voluntad propia, y les dice que no. Se propina un buen latigazo con la goma elástica que lleva en la muñeca y les dice a sus manos que ya está bien. Vuelve a hacer chasquear la goma y aferra el volante de fibra de madera para que sus manos no se metan en líos.

Ella vuelve a llamar.

Lucious chupa una pastilla de menta y baja la ventanilla.

—Desde luego es un sitio raro para montar la consulta —le comenta con una amplia sonrisa ensayada.

—Ha venido al lugar equivocado —responde ella, sin siquiera un «buenos días» o «me alegro de conocerle»—. ¿Qué demonios está haciendo aquí?

—El lugar equivocado en el peor momento. Eso es lo que nos da de comer a gente como usted y yo —replica Lucious con su sonrisa dentona.

—¿Cómo ha obtenido esta dirección? —pregunta ella en el mismo tono poco amistoso. Parece muy exasperada—. Esto no es mi consulta, y desde luego no es el depósito de cadáveres. Lamento las molestias, pero tiene que marcharse ahora mismo.

—Soy Lucious Meddick de la Funeraria Meddicks, en Beaufort, justo a la salida de Hilton Head. —No le tiende la mano, no se la estrecha a nadie si puede evitarlo—. Supongo que somos algo así como un complejo turístico de funerarias. Un negocio familiar, tres hermanos incluido yo. Lo gracioso es que cuando llaman a un Meddick, eso no implica que la persona siga con vida. ¿Lo coge? —Menea el pulgar en dirección a la trasera del coche, y añade—: Murió en casa, probablemente de un ataque al corazón. Una señora oriental, más vieja que Matusalén. Me parece que ya tiene toda la información sobre ella. ¿Es su vecina de ahí una especie de espía o algo por el estilo? —Levanta la mirada hacia la ventana.

—Hablé con el juez de instrucción sobre este caso anoche —dice Scarpetta con la misma aspereza de antes—. ¿Cómo ha obtenido esta dirección?

—El juez de instrucción…

—¿Le dio esta dirección? Él sabe dónde tengo la consulta…

—Bueno, bueno, un momento. En primer lugar, soy nuevo en lo que respecta a entregas. Me aburría mortalmente sentado a una mesa y tratando con familias desoladas, así que decidí que era hora de echarse otra vez al camino.

—No podemos mantener esta conversación aquí.

Pues sí, claro que pueden, y Lucious continúa:

—Así que me compré este Cadillac de doce cilindros de 1998: carburadores dobles, doble tubo de escape, ruedas de aleación de aluminio, astas de bandera, faro violeta y andas negro cañón para el féretro. No iría más cargado aunque llevara dentro a la gorda del circo.

—Señor Meddick, el investigador Marino va de camino al depósito de cadáveres. Acabo de llamarle.

—En segundo lugar, nunca le he entregado un cadáver a usted, así que no tenía ni idea de dónde estaba su consulta hasta que lo he mirado.

—Creía que se lo había dicho el juez de instrucción.

—No es eso lo que me dijo.

—Tiene que irse, de veras. No puedo tener un coche fúnebre detrás de mi casa.

—Mire, la familia de esta señora oriental quiere que nos encarguemos del funeral, así que le dije al juez que, ya puestos, podía ocuparme del transporte. Pues bien, consulté su dirección.

—¿La consultó? ¿Dónde la consultó? ¿Y cómo es que no llamó a mi investigador de decesos?

—Le llamé, pero no se molestó en devolverme la llamada, así que tuve que buscar su emplazamiento, como he dicho. —Lucious hace chasquear la goma elástica—. En internet. Estaba en el directorio de la Cámara de Comercio. —Hace crujir el trocito de pastilla de menta entre las muelas.

—Esta dirección no figura en ningún directorio y no ha estado nunca en internet, ni tampoco la ha confundido nadie con mi lugar de trabajo, la morgue, y ya llevo aquí dos años. Usted es la primera persona que lo hace.

—Vamos, no se ponga así conmigo. Yo no tengo la culpa de lo que aparece en internet. —Se fustiga con la goma elástica—. Pero si me hubieran llamado a principios de semana, cuando encontraron a ese niño, habría entregado su cadáver y ahora no tendríamos este problema. Pasó de largo ante mí en el escenario del crimen y no me hizo ningún caso, y si usted y yo hubiéramos colaborado en ese asunto, no me cabe duda de que me habría facilitado la dirección correcta. —Vuelve a hacer chasquear la goma, mosqueado porque no se muestre más respetuosa.

—¿Por qué estaba en el escenario del crimen si el juez de instrucción no le pidió que trasladara el cadáver?

Se está poniendo en plan exigente, y lo mira como si él hubiera venido a causar problemas.

—Mi lema es «Aparece». Ya sabe, como el de Nike: «Hazlo». Bueno, pues el mío es «Aparece». ¿Lo pilla? A veces, lo único que hace falta es ser el primero en aparecer.

Hace chasquear la goma elástica, y ella observa sin disimulo cómo lo hace, y luego mira el escáner de la policía instalado en el coche fúnebre. Lucious se pasa la lengua por la funda de plástico transparente que lleva en los dientes para evitar morderse las uñas. Hace chasquear la goma contra la muñeca, pero con fuerza, como un látigo, y le duele horrores.

—Ahora vaya al depósito, por favor. —Scarpetta levanta la mirada hacia la vecina que los observa—. Me aseguraré de que Marino, el investigador, esté allí para recibirle. —Se aleja del coche fúnebre y de pronto repara en algo en la trasera del vehículo, así que se detiene a mirar con más atención—. El día no hace más que mejorar —dice, y menea la cabeza.

Lucious se apea y no puede creerlo.

—¡Joder! —exclama—. ¡Joder! ¡Joder! ¡Joder!