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Los tres están sentados a la luz de las velas en un rincón de Tullio, una trattoria de moda con fachada de travertino, cerca de los teatros y a un agradable paseo de la Scalinata di Spagna.

Las mesas con velas están cubiertas con manteles de tono oro pálido, y a sus espaldas, la pared revestida con entrepaños de madera oscura está llena de botellas de vino. En otras paredes hay acuarelas de escenas campestres italianas. Reina un ambiente tranquilo salvo por una mesa de norteamericanos borrachos, ajenos a todo y ensimismados, igual que el camarero de chaqueta beige y corbata negra. Nadie tiene idea sobre qué discuten Benton, Scarpetta y el capitán Poma. Si alguien se acerca lo bastante para oírles, pasan a hablar de asuntos inocuos y vuelven a introducir fotografías e informes en las carpetas.

Scarpetta toma un sorbo de un Biondi Santi Brunnello de 1996 que, a pesar de su precio, no es lo que habría elegido ella si se lo hubieran preguntado, y por lo general se lo preguntan. Vuelve a dejar la copa en la mesa sin apartar la mirada de la fotografía al lado de su sencillo plato de melón con jamón serrano, que será seguido de róbalo de mar a la parrilla y alubias en aceite de oliva. Quizá frambuesas de postre, a menos que la actitud de Benton, que continúa empeorando, le quite el apetito. Y es posible que así ocurra.

—A riesgo de parecer simple —dice en voz queda—, creo que estamos pasando por alto algo importante. —Propina unos golpecitos con el índice sobre una fotografía de Drew Martin en el escenario del crimen.

—Así que ahora ya no se queja por tener que volver sobre algo una y otra vez —observa el capitán Poma, que a estas alturas coquetea abiertamente—. ¿Ve? La buena comida y el buen vino avivan la inteligencia. —Se da unos golpecitos en la sien, a imitación de los de Scarpetta sobre la fotografía.

Está pensativa, tal como suele ocurrirle cuando sale de una habitación sin ningún destino concreto.

—Algo tan evidente que no lo vemos. Suele pasarle a todo el mundo —continúa—. A menudo no vemos algo porque, como suele decirse, salta a la vista. Pero ¿qué es? ¿Qué nos está diciendo Drew?

—Muy bien. Busquemos lo que salta a la vista —dice Benton.

Rara vez lo ha visto Scarpetta tan abiertamente hostil y retraído. No oculta su desprecio por el capitán Poma, ahora vestido con perfecta elegancia con un traje de raya diplomática. Sus gemelos de oro grabados con el penacho de los Carabinieri relucen a la luz de la vela.

—Sí, salta a la vista. Hasta el último centímetro de su cuerpo expuesto, antes de que nadie lo tocara. Deberíamos estudiarla en esas condiciones: intacta, exactamente tal como la dejó —propone el capitán, sin apartar la mirada de Scarpetta—. Cómo la dejó es toda una historia, ¿verdad? Pero antes de que se me olvide —añade, y levanta la copa—, deberíamos brindar por nuestra última vez juntos en Roma, al menos por el momento.

No parece adecuado alzar las copas con el cadáver de la joven observándolos, su cuerpo desnudo y despiadadamente vejado allí encima de la mesa, en cierto sentido.

—Y también un brindis por el FBI —añade Poma—. Por su decisión de convertir este asunto en un acto de terrorismo. La víctima perfecta para los terroristas: una estrella del tenis norteamericana.

—No me parece inteligente aludir siquiera a algo semejante —replica Benton, que alza la copa, pero no para brindar sino para beber.

—Entonces, dígale a su gobierno que deje de sugerir tal cosa —le insta Poma—. Bien, voy a decirlo con toda franqueza, ya que estamos a solas. Su gobierno está difundiendo esa clase de propaganda entre bastidores, y si no hemos abordado el asunto antes es porque los italianos no creen semejante ridiculez. El responsable no es ningún terrorista. Que el FBI haya dicho tal cosa es estúpido.

—El FBI no está en esta mesa. Somos nosotros los que estamos, y no somos del FBI. Y estoy hartándome de sus referencias al FBI —le espeta Benton.

—Pero usted ha formado parte del FBI durante la mayor parte de su carrera. Hasta que lo dejó y desapareció de la circulación. Por alguna razón, claro.

—Si se tratara de un acto terrorista, a estas alturas alguien se lo habría atribuido —asegura Benton—. Y preferiría que no volviera a mencionar el FBI ni mi trayectoria personal.

—Un insaciable apetito de publicidad y la actual necesidad de su país de asustar a todos y controlar el mundo —Poma vuelve a llenar las copas—. Su Bureau interroga testigos aquí en Roma, pasando por encima de la Interpol, y se supone que trabajan con la Interpol, tienen sus propios representantes aquí. Y traen a esos idiotas de Washington que no nos conocen, ni tienen la menor idea de cómo abordar un homicidio complejo.

Benton le interrumpe.

—Ya debería saber, capitán Poma, que la política y las disputas jurisdiccionales son asuntos de naturaleza complicada.

—Preferiría que me llamaran Otto, como mis amigos. —Acerca su silla a Scarpetta, trayendo consigo el aroma de su colonia, y luego desplaza la vela. Lanza una ceñuda mirada de soslayo hacia la mesa de americanos obtusos que no paran de beber y dice—. Ya saben que nos esforzamos porque nos caigan bien.

—No merece la pena intentarlo —responde Benton—. Nadie más lo hace.

—Nunca he entendido por qué los americanos son tan escandalosos.

—Eso es porque no escuchamos —dice Scarpetta—. Por eso tenemos a George Bush.

Poma coge la fotografía que hay cerca de su plato y la estudia como si la viera por primera vez.

—Estoy mirando lo que salta a la vista —dice—. Y sólo veo lo evidente.

Benton se les queda mirando, sentados tan cerca uno de otro, su atractivo rostro como el granito.

—Es mejor dar por sentado que no hay nada evidente. No es más que una palabra —señala Scarpetta, y saca más fotografías de un sobre—, una referencia a las impresiones personales. Y las mías pueden ser distintas de las suyas.

—Creo que lo ha demostrado sobradamente en la jefatura central —dice el capitán, mientras Benton los mira fijamente.

Ella lanza a Benton una mirada para comunicarle que es consciente de su comportamiento y darle a entender que resulta innecesario por completo. No tiene motivos para estar celoso. Ella no ha hecho nada para alentar las insinuaciones del italiano.

—Salta a la vista. Bueno, pues muy bien. ¿Por qué no empezamos por los dedos de los pies? —propone Benton, sin tocar apenas su mozzarella de búfala, aunque ya va por la tercera copa de vino.

—Buena idea —Scarpetta estudia las fotografías, un primer plano de los dedos de los pies descalzos—. Pulcramente arreglados. Se había pintado las uñas hacía poco, lo que concuerda con que se hubiera hecho la pedicura antes de salir de Nueva York. —Repite lo que ya saben.

—¿Importa eso? —El capitán contempla una fotografía, inclinándose tan cerca de Scarpetta que su brazo toca el de ella, quien nota su calor y huele su aroma—. Me parece que no. Yo creo que importa más lo que llevaba: vaqueros negros, camisa de seda blanca, cazadora de cuero negro con forro de seda negra. Y también bragas y sujetador negros. —Hace una pausa—. Es curioso que en el cadáver no hubiera ninguna fibra de esas prendas, sólo fibras de la sábana.

—No sabemos a ciencia cierta que fuera una sábana —le recuerda Benton con aspereza.

—Además, su ropa, el reloj, el collar, las pulseras de cuero y los pendientes no se han encontrado. Así que el asesino se los llevó —le dice el capitán a Scarpetta—. ¿Por qué? Quizá como recuerdos. Pero vamos a hablar de su pedicura, si le parece tan importante. Drew fue a un spa al sur de Central Park nada más llegar a Nueva York. Tenemos los detalles de la cita, cargados a su tarjeta de crédito; la tarjeta de crédito de su padre, en realidad. Según me han dicho, la tenía sumamente consentida.

—Creo que ha quedado claro que era una hija mimada —apostilla Benton.

—Deberíamos tener cuidado con términos así —les reconviene Scarpetta—. Se ganó lo que tenía, era ella la que entrenaba seis horas al día y se esforzaba al máximo. Acababa de ganar el trofeo Círculo Familiar y se esperaba que ganara otros…

—Ahí es donde vive usted —le dice Poma—. En Charleston, Carolina del Sur. Donde se disputa el trofeo Círculo Familiar. Qué curioso, ¿verdad? Esa misma noche se trasladó en avión a Nueva York. Y de allí hasta aquí; hasta esto. —Indica las fotografías.

—Lo que digo es que no se pueden comprar títulos de campeonato con dinero, y los niños mimados no suelen emplearse con tanta pasión como hacía ella —dice Scarpetta.

—Su padre la mimaba pero no se molestaba en cumplir con su papel de progenitor —les recuerda Benton—. Y lo mismo su madre.

—Sí, sí —coincide el capitán—. ¿Qué padres dejan que una chica de dieciséis años se vaya sola al extranjero con un par de amigas de dieciocho? Sobre todo si está atravesando altibajos anímicos.

—Cuando tu hijo se pone más difícil, resulta más sencillo ceder. No resistirse —dice Scarpetta, pensando en su sobrina Lucy. Cuando Lucy era una cría, Dios santo, qué batallas—. ¿Y qué hay de su entrenador? ¿Sabemos algo sobre esa relación?

—Gianni Lupano. Hablé con él. Estaba al tanto de que Drew venía de camino y no le hacía gracia debido a los importantes torneos que se avecinaban, como Wimbledon. No fue de gran ayuda y parecía enfadado con ella.

—Y el Open italiano, aquí en Roma, el mes que viene —señala Scarpetta, extrañada de que el capitán no lo haya mencionado.

—Claro. Tenía que entrenar, no largarse con sus amigas. No soy aficionado al tenis.

—¿Dónde se encontraba el entrenador cuando fue asesinada? —pregunta Scarpetta.

—En Nueva York. Hemos comprobado el hotel donde dijo alojarse y en efecto aparece registrado. También comentó lo de los altibajos de Drew. Un día alicaída y al siguiente animada. Muy terca y difícil, impredecible. No estaba seguro de cuánto tiempo podría seguir trabajando con ella. Dijo que tenía cosas mejores que hacer que aguantar su comportamiento.

—Me gustaría saber si los trastornos anímicos son habituales en su familia —dice Benton—. Supongo que no se molestaron en indagarlo.

—Pues no. Lamento no haber sido lo bastante astuto para pensar en ello.

—Resultaría sumamente útil saber si tenía antecedentes psiquiátricos que su familia ha preferido mantener en secreto.

—Es bien sabido que tuvo un problema de alimentación —le recuerda Scarpetta—. Había hablado de ello abiertamente.

—¿No hay mención de desórdenes anímicos? ¿No dijeron nada sus padres? —Benton continúa interrogando fríamente al capitán.

—Nada aparte de sus altibajos. Típico de una adolescente.

—¿Tiene usted hijos? —Benton coge la copa de vino.

—No, que yo sepa.

—En alguna parte hay un detonante —dice Scarpetta—. A Drew le ocurría algo que nadie nos cuenta. ¿Tal vez lo que salta a la vista? Su comportamiento salta a la vista. Su consumo de alcohol salta a la vista. ¿Por qué? ¿Ocurrió algo?

—El torneo en Charleston —le dice Poma—, donde tiene usted su consulta privada. ¿Cómo lo llaman? ¿El «País Bajo»? ¿Qué es el «País Bajo», exactamente? —Mece el vino lentamente en la copa, sin apartar los ojos de ella.

—Está casi a nivel del mar, literalmente un país bajo.

—¿Y la policía local no tiene interés en este caso? ¿Teniendo en cuenta que disputó allí un torneo quizás un par de días antes de ser asesinada?

—Es curioso, desde luego… —empieza Scarpetta.

—Su asesinato no incumbe a la policía de Charleston —la interrumpe Benton—. No tienen jurisdicción.

Ella le lanza una mirada, y el capitán los observa. Lleva observando su tensa interacción todo el día.

—El no tener jurisdicción no ha impedido a nadie presentarse y hacer ostentación de placa —asegura el capitán Poma.

—Si se refiere otra vez al FBI, ya ha dejado clara su postura —replica Benton—. Si se refiere de nuevo a que fui agente del FBI, la ha dejado clarísima. Si se refiere a la doctora Scarpetta y a mí, fueron ustedes quienes nos invitaron. No aparecimos porque sí, Otto, ya que ha pedido que le llamemos así.

—¿Soy yo, o el vino no acaba de ser perfecto? —El capitán levanta la copa como si fuera un diamante defectuoso.

El vino lo ha elegido Benton. Scarpetta es más entendida que él en vinos italianos, pero esta noche él necesita reafirmarse, como si acabara de caer cincuenta peldaños en la jerarquía evolutiva. Scarpetta alcanza a notar el interés que muestra en ella el capitán mientras mira otra fotografía, y agradece que el camarero no parezca muy inclinado a acercárseles. Está ocupado con la mesa de americanos escandalosos.

—Primer plano de sus piernas —dice—. Magulladuras en torno a los tobillos.

—Magulladuras recientes —puntualiza Poma—. La agarró, tal vez.

—Posiblemente —responde Scarpetta—. No son de ligaduras. —Ojalá él no se hubiera sentado tan cerca, pues no tiene dónde moverse a menos que deslice la silla hasta la pared. Y ojalá no la rozara cada vez que coge una fotografía—. Tiene las piernas recién depiladas —continúa—. Yo diría que en las veinticuatro horas anteriores a su muerte. Apenas hay vello. Le importaba su aspecto incluso cuando iba con amigas. Eso podría ser importante. ¿Esperaba encontrarse con alguien?

—Claro. Tres jóvenes en busca de ligues —dice el capitán.

Scarpetta ve que Benton indica al camarero que traiga otra botella de vino.

—Drew era famosa —señala ella—. Por lo que me han dicho, era precavida con los desconocidos, no le gustaba que la molestaran.

—No tiene sentido que bebiera tanto —dice Benton.

—Lo que no tiene mucho sentido es que bebiera de manera crónica —comenta Scarpetta—. Basta con mirar estas fotografías para ver que estaba en una forma física excelente, esbelta, con una definición muscular magnífica. Si se había convertido en bebedora crónica, por lo visto no llevaba mucho tiempo, como también parecen indicar sus recientes éxitos. Una vez más, debemos preguntarnos si ocurrió algo recientemente. ¿Algún trastorno emocional?

—Deprimida. Inestable. Abusaba del alcohol —enumera Benton—. Todo lo cual hace a una persona más vulnerable ante un depredador.

—Eso es lo que creo que ocurrió —dice Poma—. Una presa fácil. Sola en la Piazza di Spagna, donde se encontró con el mimo de oro.

El mimo pintado de oro hizo su interpretación como suelen hacerla los mimos, y Drew echó otra moneda en su taza, Él volvió a actuar para la joven.

Prefirió no marcharse con sus amigas. Lo último que les dijo fue: «Debajo de toda esa pintura dorada hay un italiano muy guapo». Lo último que le dijeron sus amigas fue: «No estés tan segura de que sea italiano». Era un comentario pertinente, pues los mimos no hablan.

Les dijo a sus amigas que siguieran sin ella, que se fueran a ver las tiendas de Via dei Condotti, y prometió reunirse con ellas en la Piazza Navona, en la fuente de los ríos, donde esperaron un buen rato. Le contaron al capitán Poma que habían probado muestras gratuitas de gofres crujientes de huevos, harina y azúcar, y les dio la risa tonta cuando unos chicos italianos les dispararon con pistolas de burbujas, rogándoles que compraran una. En vez de eso, las amigas de Drew se hicieron unos tatuajes temporales y animaron a unos músicos callejeros a que tocaran melodías americanas con caramillos. Reconocieron que se habían emborrachado un poquito en la comida y estaban haciendo tonterías.

Dijeron de Drew que estaba «un poco borracha», y comentaron que era guapa pero no se lo tenía creído. Suponía que la gente se quedaba mirándola porque la reconocía, cuando a menudo era por su atractivo. «La gente que no sigue el tenis no la reconocía necesariamente —le aseguró una de sus amigas al capitán—. Sencillamente ella no entendía lo preciosa que era».

Poma sigue hablando durante el plato principal y Benton se dedica a beber más que a comer, y Scarpetta sabe lo que está pensando: que ella debería eludir las artes de seducción del capitán, alejarse de él de alguna manera, lo que, en realidad, supondría abandonar la mesa, cuando no la trattoria. Benton está convencido de que el capitán es un fantoche integral, porque va contra el sentido común que un medico legale interrogue a los testigos como si fuera el inspector a cargo, y el capitán no menciona en ningún momento el nombre de nadie más implicado en el caso. Benton se olvida de que el capitán Poma es el Sherlock Holmes de Roma, o probablemente está tan celoso que no soporta pensarlo siquiera.

Scarpetta toma notas mientras el capitán relata con detalle su larga conversación con el mimo de oro, que cuenta con lo que parece una coartada infalible: siguió actuando en el mismo lugar a los pies de la Scalinata di Spagna hasta bien entrada la tarde, mucho después de que las amigas de Drew regresaran en su busca. Aseguró recordar vagamente a la chica, pero no tenía ni idea de quién era, le pareció que estaba borracha, y luego ella se marchó. En resumidas cuentas, le prestó muy poca atención, según dijo. Es un mimo y como tal se comportó en todo momento, añadió. Cuando no hace de mimo, trabaja de portero nocturno en el hotel Hassler, donde se alojan Benton y Scarpetta. En lo alto de la Scalinata di Spagna, el Hassler es uno de los mejores hoteles de Roma, y Benton insistió en que se alojaran en el ático por razones que aún no ha explicado.

Scarpetta, que apenas ha probado el pescado, sigue mirando las fotografías como si fuera la primera vez. No interviene en la discusión entre Benton y Poma acerca de por qué algunos asesinos exhiben de una manera grotesca a sus víctimas. No aporta nada a la explicación de Benton sobre la emoción que produce a estos depredadores verse en los titulares de la prensa o, mejor aún, merodear por las proximidades o entre el gentío, observando el drama del descubrimiento y el pánico consiguiente. Estudia el cadáver desnudo y magullado de Drew, de costado, con las piernas juntas, las rodillas y los codos doblados, las manos debajo de la barbilla.

Casi como si estuviera durmiendo.

—No estoy segura de esto —dice.

Benton y el capitán dejan de hablar.

—Si nos fijamos —desliza una fotografía hacia Benton—, sin tener presente que es una exhibición degradante desde el punto de vista sexual, quizá quepa preguntarse si hay algo diferente. Tampoco tiene que ver con la religión. No es una plegaria a santa Agnes. Pero en el modo en que está colocada —sigue hablando según le vienen las ideas a la mente—, desprende casi cierta ternura.

—¿Ternura? ¿Está de broma? —replica Poma.

—Como si durmiera —señala ella—. No me parece que esté expuesta de una manera típicamente degradante desde el punto de vista sexual: la víctima boca arriba, los brazos, las piernas abiertas, etcétera. Cuanto más lo miro, menos me lo parece.

—Es posible —reconoce Benton, al tiempo que coge la fotografía.

—Pero está desnuda a la vista de todo el mundo —discrepa el capitán.

—Mire bien su postura. Podría estar equivocada, claro, sólo intento abrir la mente a otras interpretaciones, dejando de lado mis prejuicios, mis suposiciones de que este asesino rebosa odio. No es más que una sensación. La insinuación de una posibilidad distinta, de que tal vez quería que la encontraran pero su intención no pasaba por degradarla sexualmente.

—¿No aprecia desdén? ¿Ira? —Poma está sorprendido, parece incrédulo de veras.

—Creo que lo que hizo le permitió sentirse poderoso. Tenía necesidad de dominarla. Tiene otras necesidades que en este momento no podemos reconocer —dice ella—. Y desde luego no estoy insinuando que no haya un componente sexual. No digo que no haya ira. Sencillamente no creo que sean ésas sus motivaciones.

—En Charleston deben de sentirse muy afortunados al contar con usted —la elogia él.

—No estoy segura de que en Charleston se sientan así. Al menos, no creo que el juez de instrucción local sea de ese parecer.

Los americanos borrachos están cada vez más bulliciosos. Benton parece interesado en lo que están diciendo.

—Una experta como usted al alcance de la mano… Yo me tendría por afortunado si fuera ese juez de instrucción. ¿Y no saca partido de sus conocimientos? —pregunta Poma, y la roza al alargar el brazo para coger una fotografía que no necesita mirar de nuevo.

—Envía sus casos a la Facultad de Medicina de Carolina del Sur; nunca ha tenido que vérselas con una consulta de patología privada. Ni en Charleston ni en otra parte. Yo trabajo para algunos jueces de instrucción de jurisdicciones periféricas que no tienen acceso a instalaciones y laboratorios forenses —explica ella, distraída por Benton.

Éste le indica que preste atención a lo que están diciendo los americanos borrachos:

—… Yo lo que creo es que cuando empiezan a decir que no se ha revelado tal y cual, resulta sospechoso —pontifica uno de ellos.

—¿Por qué iba ella a querer que lo supiera nadie? No la culpo. Es igual que con Oprah o Anna Nicole Smith. Si la gente se entera de dónde están, aparecen en manada.

—Qué asco. Supon que estás en el hospital…

—O en el caso de Anna Nicole Smith, en el depósito de cadáveres. O en el maldito suelo…

—… Y hay multitudes ahí mismo en la acera, gritando tu nombre.

—Si no puedes aguantarlo, no te metas, eso me parece a mí. Es el precio que hay que pagar por ser rico y famoso.

—¿Qué ocurre? —le pregunta Scarpetta a Benton.

—Parece que nuestra vieja amiga la doctora Self ha tenido alguna clase de emergencia esta mañana y va a estar fuera de antena una temporada —responde.

Poma se vuelve y mira la mesa de americanos alborotados.

—¿La conocen? —pregunta.

—Hemos tenido nuestros encontronazos con ella. Sobre todo Kay —explica Benton.

—Creo que leí algo al respecto cuando estaba buscando información sobre ustedes. Un caso de homicidio espectacular en Florida, tremendamente brutal, en el que intervinieron.

—Me alegra que se haya documentado sobre nosotros —dice Benton—. Qué meticuloso.

—Sólo quería familiarizarme antes de su llegada. —El capitán mira a Scarpetta a los ojos—. Una mujer muy hermosa que conozco sigue a la doctora Self con regularidad —explica—, y me ha contado que vio a Drew en su programa el otoño pasado. Era algo relacionado con su victoria en un famoso torneo en Nueva York. Reconozco que no presto mucha atención al tenis.

—El Open de Estados Unidos —le recuerda Scarpetta.

—No sabía que Drew hubiera participado en su programa —dice Benton, que frunce el ceño escéptico.

—Pues así es. Lo he comprobado. Esto es muy interesante. De pronto, la doctora Self tiene una emergencia familiar. He estado intentando ponerme en contacto con ella, y aún tiene que responder a mis llamadas. ¿Quizá podría interceder? —le pregunta a Scarpetta.

—Dudo seriamente que sirviera de nada —responde—. La doctora Self me detesta.

Regresan paseando por la poco iluminada Via Due Macelli.

Scarpetta imagina a Drew Martin paseando por esas mismas calles. Se pregunta con quién se encontró. ¿Qué aspecto tenía? ¿Qué edad? ¿Qué hizo para ganarse la confianza de ella? ¿Ya se habían visto con anterioridad? Era de día, con mucha gente por la calle, pero hasta el momento no ha aparecido ningún testigo que viera a Drew en algún momento después de que dejara al mimo. ¿Cómo era posible? Era una de las atletas más famosas del mundo, ¿y no la reconoció ni una sola persona por las calles de Roma?

—¿Quizá todo fue fruto del azar? ¿Como la caída de un rayo? Por lo visto, no estamos más cerca de responder a esa pregunta —dice Scarpetta mientras ella y Benton pasean en la cálida noche, sus sombras desplazándose sobre la piedra antigua—. ¿Estaba sola y ebria, quizá perdida en alguna calle secundaria poco transitada, y él la vio? ¿Y entonces? ¿Se ofreció a mostrarle el camino y la llevó hasta donde pudiera ejercer control absoluto sobre ella? ¿Quizás a su vivienda? ¿O a su coche? En ese caso, debe de hablar al menos un poco de inglés. ¿Cómo es posible que no la viera nadie? Ni un alma.

Benton permanece callado y arrastra los zapatos por la acera. La calle está ruidosa debido a la gente que sale de restaurantes y bares, bulliciosa, con escúteres y coches que a punto están de atropellarlos.

—Drew no hablaba italiano, ni una palabra apenas, según nos han dicho —añade Scarpetta.

Hay estrellas en el cielo, la luna tenue sobre Casina Rossa, la casa de estuco donde murió Keats de tuberculosis a los veinticinco años.

—O la siguió —continúa—. O tal vez tenía alguna clase de relación con ella. No lo sabemos y es posible que no lo sepamos nunca a menos que vuelva a hacerlo o sea atrapado. ¿Vas a hablarme, Benton? ¿O voy a seguir con este monólogo más bien fragmentario y redundante?

—No sé qué demonios os traéis entre manos vosotros dos, a menos que sea tu manera de castigarme —dice él.

—¿Nosotros dos?

—El maldito capitán. ¿Quién, si no?

—La respuesta a la primera parte es que no nos traemos nada entre manos, y es ridículo que pienses lo contrario, pero ya volveremos sobre eso. Me interesa más eso que dices de que te estoy castigando, porque no tengo antecedentes de castigarte a ti ni a nadie.

Empiezan a subir la Scalinata di Spagna, esfuerzo agravado por los sentimientos heridos y el exceso de vino. Los amantes están entrelazados, y unos jóvenes alborotados que están armando bulla no les prestan atención. A lo lejos, según parece a un kilómetro y pico cuesta arriba, el hotel Hassler, iluminado e inmenso, descuella sobre la ciudad como un palacio.

—No va con mi carácter —comienza de nuevo—, eso de castigar a la gente. Me protejo y protejo a otros, pero no castigo. Al menos a la gente que me importa. Pero sobre todo —sin resuello—, a ti nunca te castigaría.

—Si tienes intención de salir con otros, si estás interesada en otros hombres, no puedo reprochártelo. Pero dímelo. Eso es lo único que te pido. No montes numeritos como has estado haciendo todo el día. Y toda la noche. No me vengas con estúpidos jueguecitos de instituto.

—¿Numeritos? ¿Jueguecitos?

—Lo tenías todo el rato encima —le recrimina Benton.

—Y yo estaba encima de todo lo demás intentando alejarme de él.

—Lo has tenido rondándote todo el día. No se te podría acercar más. Te mira fijamente, te toca delante de mí.

—Benton…

—Y ya sé que es tan guapo que, bueno, quizá te sientes atraída. Pero no pienso tolerarlo, no delante de mis narices. Maldita sea.

—Benton…

—Y lo mismo con Dios sabe quién. Allá en el Sur profundo. ¿Qué sé yo?

—¡Benton!

Silencio.

—Estás diciendo tonterías. ¿Desde cuándo, en la historia del universo, has pensado que yo podría engañarte? A sabiendas.

No hay más sonido que el de sus pasos sobre la piedra, su respiración trabajosa.

—A sabiendas —repite ella—, porque aquella vez que estuve con otra persona fue cuando creía que estabas…

—Muerto —dice él—. Claro. Te dicen que estoy muerto y un minuto después te estás tirando a un tipo lo bastante joven para ser tu hijo.

—No. —Empieza a acumular ira—. No te atrevas.

Benton no replica. Incluso después de haberse bebido una botella de vino él solo, tiene buen cuidado de no abundar en el asunto de su muerte fingida cuando se vio obligado a entrar en un programa de protección de testigos. Fue él mismo quien la hizo pasar por todo aquello. Bien sabe que no le conviene atacarla como si fuera ella quien incurrió en semejante crueldad emocional.

—Lo siento —se disculpa.

—¿Qué pasa, en realidad? —pregunta ella—. Dios, vaya escaleras.

—Supongo que, por lo visto, no podemos cambiarlo. Como dices tú del livor y el rigor mortis: asentado, consolidado. Aceptémoslo.

—No pienso aceptarlo, sea lo que sea. Por lo que a mí respecta, no hay nada semejante. Y el livor y el rigor tienen que ver con los muertos. Nosotros no estamos muertos. Acabas de decir que tú nunca lo estuviste.

Están sin resuello. A ella el corazón le palpita.

—Lo siento. De veras —repite él, ahora en referencia a lo ocurrido en el pasado, su muerte fingida, que a ella le destrozó la vida.

—Se ha mostrado más atento de la cuenta, descarado, ¿y qué?

Benton está acostumbrado a que otros hombres le presten atención, y eso siempre le ha dejado más bien indiferente, incluso le hacía gracia, porque sabe quién es Kay, sabe quién es él, es consciente de su enorme poder y de que ella tiene que vérselas con eso mismo: mujeres que lo miran fijamente, se rozan con él, lo desean con descaro.

—Ya tienes una nueva vida en Charleston —dice él—. No veo que vayas a dar marcha atrás. Me parece increíble que lo hicieras.

—¿Te parece increíble? —Y las escaleras se prolongan interminablemente.

—Sabiendo que yo estoy en Boston y no puedo mudarme al Sur. En qué situación nos deja.

—A ti te deja celoso. Maldices, y tú nunca dices palabrotas. ¡Dios santo! ¡No soporto estas escaleras! —Incapaz de recuperar el aliento—. No tienes razón alguna para sentirte amenazado. No es propio de ti sentirte amenazado por nadie. ¿Qué te pasa?

—Tenía demasiadas expectativas.

—¿Qué esperabas, Benton?

—No importa.

—Claro que importa.

Suben el inacabable tramo de escaleras y dejan de hablar, porque su relación es un asunto excesivo para abordarlo cuando están sin resuello. Ella sabe que Benton está furioso porque tiene miedo. Se siente indefenso en Roma. Y se siente indefenso en su relación porque está en Massachusetts, adónde se trasladó con la bendición de ella para trabajar de psicólogo forense en el Hospital McLean, subsidiario de Harvard, una oportunidad demasiado buena para pasarla por alto.

—¿En qué estábamos pensando? —dice ella, cuando ya no hay más peldaños, y le coge la mano—. Tan idealistas como siempre, supongo. Y tú podrías devolverme un poco de energía con esa mano tuya, como si también quisieras coger la mía. En diecisiete años, nunca hemos vivido en la misma ciudad y tampoco en la misma casa.

—Y tú no crees que eso pueda cambiar. —Entrelaza sus dedos con los de ella al tiempo que respira hondo.

—¿Cómo?

—Supongo que he abrigado en secreto la esperanza de que te mudaras. A Harvard, el Instituto Tecnológico de Massachusetts, Tufts. Supongo que creía que podrías dedicarte a la docencia. Tal vez en una facultad de medicina, o contentarte con ser asesora a tiempo parcial en McLean. O quizás en Boston, en la oficina forense, tal vez para acabar ocupando la jefatura.

—Me sería imposible volver a una vida así —dice Scarpetta.

Ya están entrando en el vestíbulo del hotel que ella denomina de la Belle Époque porque es de un tiempo hermoso. Pero no hacen ningún caso del mármol, el antiguo cristal de Murano, la seda y las esculturas, de nada ni de nadie, incluido Romeo —es su auténtico nombre—, que durante el día es un mimo pintado de oro y la mayoría de las noches portero, y de un tiempo a esta parte, un joven italiano bastante atractivo y huraño que no quiere volver a ser interrogado en relación con el asesinato de Drew Martin.

Romeo es amable pero evita mirarles a los ojos e, igual que un mimo, guarda silencio absoluto.

—Quiero lo mejor para ti —dice Benton—. Por eso, evidentemente, no me crucé en tu camino cuando decidiste poner en marcha tu propia consulta en Charleston, pero me molestó.

—No me lo dijiste.

—Tampoco debería decírtelo ahora. Has hecho lo más adecuado y lo sé. Durante años has tenido la sensación de que en realidad no estabas arraigada en ninguna parte, de que, en cierto sentido, no tenías hogar, y de alguna manera has sido desdichada desde que te fuiste de Richmond; peor aún, perdona que te lo recuerde, desde que nos despidieron. Aquel maldito capullo de gobernador. A estas alturas de tu vida, estás haciendo exactamente lo que debes. —Acceden al ascensor—. Pero no estoy seguro de poder aguantarlo más.

Ella intenta no sentir un miedo indescriptiblemente horrendo.

—¿Qué me estás diciendo, Benton? ¿Que deberíamos darnos por vencidos? ¿Es eso lo que quieres decir en realidad?

—Igual digo lo contrario.

—Igual no sé a qué te refieres, y no estaba flirteando. —Se bajan en su piso—. No flirteo nunca, salvo contigo.

—No sé lo que haces cuando no estoy presente.

—Sabes lo que no hago.

Él abre la puerta de su espléndida suite en el ático, con antigüedades y mármol blanco, y un patio de piedra lo bastante grande para abarcar un pueblecito. Más allá se perfila la silueta de la antigua ciudad en contraste con la noche.

—Benton —le dice—. No nos peleemos, por favor. Vuelves a Boston mañana por la mañana. Yo cojo un avión de regreso a Charleston. No nos distanciemos el uno del otro si no queremos que nos resulte más difícil estar separados.

Él se quita la chaqueta.

—¿Qué ocurre? —insiste Scarpetta—. ¿Estás enfadado porque por fin he encontrado un sitio donde echar raíces y he comenzado de nuevo en un lugar donde me va bien?

Él tira la chaqueta encima de una silla.

—A decir verdad —continúa ella—, soy yo la que tiene que empezar desde cero, crear algo de la nada, responder a mi propio teléfono y limpiar la maldita morgue yo misma. No cuento con la ayuda de Harvard. No tengo un apartamento de lujo en Beacon Hill. Tengo a Rose, a Marino y a veces a Lucy, así que acabo contestando al teléfono yo misma la mitad de las veces. Respondo a los medios de comunicación locales, a los abogados, a algún grupo que me reclama como oradora en un almuerzo, incluso al exterminador de ratas y bichos. El otro día fue la maldita Cámara de Comercio, para preguntar cuántas malditas guías telefónicas de las suyas quería encargar. Como si quisiera figurar en su guía igual que si tuviese una tintorería o algo por el estilo.

—¿Por qué? —pregunta Benton—. Rose siempre ha filtrado tus llamadas.

—Se está haciendo mayor. No da abasto.

—Entonces ¿por qué no atiende el teléfono Marino?

—Qué sé yo. Nada es lo mismo. El que hicieras creer a todo el mundo que habías muerto supuso una fractura, nos disgregó a todos. Muy bien, voy a decirlo: todo el mundo ha cambiado debido a eso, incluido tú.

—No tuve elección.

—Eso es lo curioso de las elecciones. Cuando tú no tienes otra, tampoco la tienen los demás.

—Por eso has echado raíces en Charleston. Preferiste no elegirme a mí. Podría volver a morir.

—Tengo la sensación de estar sola en medio de una puta explosión, con todo saltando por los aires a mi alrededor. Y estoy aquí plantada. Me has destrozado. Me has jodido de veras, Benton.

—¿Quién dice palabrotas ahora?

Ella se enjuga los ojos.

—Ahora me has hecho llorar.

Benton se acerca y la toca. Se sientan en el sofá y contemplan los campanarios gemelos de Trinitá dei Monti, en la Villa Medici, en las inmediaciones de la colina Pinciana, y más allá la Ciudad del Vaticano. Se vuelve hacia él y le vuelven a sorprender los rasgos definidos de su cara, el cabello plateado y su elegancia larga y esbelta, tan incongruente con su profesión.

—¿Cómo es ahora? —le pregunta ella—. ¿La manera en que te sientes, en comparación con entonces? Al principio.

—Diferente.

—Eso no presagia nada bueno.

—Diferente porque hemos estado sometidos a una tremenda presión durante mucho tiempo. A estas alturas me resulta difícil recordar cuando no te conocía. Aquél era otro, un tipo del FBI que se ceñía a las reglas, no tenía pasión ni vida, hasta que aquella mañana entró en la sala de conferencias donde estabas tú, la renombrada especialista en perfiles, con la misión de ayudarte a resolver los homicidios que asolaban tu modesta ciudad. Y allí estabas con la bata de laboratorio, y dejaste un enorme rimero de expedientes para estrecharme la mano. Me pareció que eras la mujer más extraordinaria que había visto en mi vida, no podía apartar la mirada de ti. Sigo sin poder apartarla.

—De una manera diferente. —Le recuerda lo que acaba de decir.

—Lo que ocurre entre dos personas es diferente cada día.

—Eso está bien siempre y cuando sientan lo mismo.

—¿Lo sientes tú? —pregunta él—. ¿Todavía sientes lo mismo? Porque si…

—¿Porque si qué?

—¿Lo harías?

—¿Si haría qué? ¿Si querría hacer algo al respecto?

—Sí. Para siempre. —Se levanta y busca la chaqueta, mete la mano en el bolsillo y regresa al sofá.

—Para siempre, lo contrario de nunca más —comenta ella, intentando ver lo que él trae en la mano.

—No me estoy haciendo el gracioso. Lo digo en serio.

—¿Para no perderme por culpa de un estúpido ligón? —Ella lo atrae hacia sí y lo sujeta con fuerza mientras le pasa los dedos por el pelo.

—Tal vez —dice él—. Acéptalo, por favor.

Abre la mano, y en la palma hay un papelito doblado.

—Nos estamos pasando notas en el colé —bromea ella, y le da miedo abrirlo.

—Venga, venga. No seas gallina.

Lo abre, y dentro hay una nota que pone: «¿Quieres?», y un anillo antiguo, una fina alianza de platino con diamantes.

—Era de mi bisabuela —explica él, y cuando ella se lo pone en el dedo le queda como hecho a medida.

Se besan.

—Si es porque estás celoso, es una razón terrible —le advierte ella.

—Claro, lo llevaba casualmente encima después de que haya estado medio siglo guardado en una caja fuerte. Te lo estoy pidiendo de verdad. Di que sí, por favor.

—¿Y cómo nos las arreglaremos, después de tanto hablar de vivir separados?

—Por el amor de Dios, no seas tan racional por una vez.

—Es muy bonito —dice ella, refiriéndose al anillo—. Más vale que vayas en serio, porque no pienso devolvértelo.