Epílogo

Dejamos las armas escondidas entre unos árboles.

Al día siguiente, Cris llegó con la llave del pajar que pertenecía a la casa que habían alquilado. Era el mismo lugar en el que habíamos quedado el día anterior. Entonces no podíamos imaginarnos la aventura tan peligrosa y emocionante que nos esperaba.

Fernando madrugó, y allí estábamos los seis (los siete, pues Erika había llegado con Sabab) alrededor de nuestros tesoros.

David era el más preocupado.

—¡No sé cómo vaya meter todo esto en la maleta! —siguió pensándolo y descubrió más problemas— o ¡Y sin que se enteren mis padres!

Aunque ahora todo encajaba, había puntos que no me resultaban claros. Uno de ellos era el del misterioso habitante del cuarto del ático, que en realidad no vimos. ¿Estaba muerto o estaba vivo? ¿Era fray Bernardino, como me imaginé cuando nos contó la historia el caballero de la cicatriz? ¿Cris se había encontrado realmente con él o fue un invento?

Todo resultaba confuso, pero en esos momentos Cris y Fernando hablaban del estrecho pasadizo que les condujo al exterior. Belén también conocía la historia y era tan sorprendente que nos la quiso contar.

—¿Sabéis que aquel lugar por donde escapasteis lo habían construido los frailes para huir del monasterio en caso de no poder hacerla por la cueva que iba al castillo? Lo tenían todo muy bien pensado.

—Lo que no entiendo —le dijo Cris— es por qué hicieron una puerta secreta tan estrecha, pues el pasadizo luego era normal, pudimos avanzar los dos a la vez sin problemas, pero la puerta era… ¡No es lógico! Fer pudo pasar, pero mi padre no cabría por ahí ni metiendo la barriga.

—Por eso la hicieron así —explicó Belén—. Me lo contó Raimundo, que había investigado sobre el monasterio. Parece ser que como los frailes tendían a la gula …

—¿A qué? —preguntó Erika.

—A la comida —le explicó David—. Les gustaba empapuzarse…

—Pues eso —continuó Belén—, la puerta era así de estrecha para que fueran moderados con los alimentos. De modo que los que se habían excedido…

—¡Los gordos! —explicó David.

—Pues ésos no podían cruzar la puerta del pasadizo en caso de invasión del monasterio. Era como una especie de castigo por no saber dominarse.

—¿Y si se nace gordo, como un niño de mi clase? —preguntó Erika, pero ya estábamos hablando de otro tema, así que ella y David se separaron del grupo y comenzaron a enredar con sus agujereadas armaduras.

Los demás proseguíamos sentados recordando los puntos oscuros de nuestra aventura.

—Pues lo que me tiene en ascuas a mí —intervine dirigiéndome a Cris y Fer— es cómo calculasteis los diez metros exactos (porque tenían que ser exactos) en donde estaba el resorte para abrirlo. ¿Teníais una regla?

—Nada de eso —dijo Fer—. Teníamos una falda —y al ver que le mirábamos como si nos estuviera tomando el pelo, añadió—: La idea fue de Cris, que ella os la explique.

—Muy sencillo. Fue una simple operación matemática. Yo sabía que con esta falda, mis pasos normales son de sesenta centímetros, así que hice una simple operación matemática para saber a cuántos pasos estábamos. No fue difícil, cuando desfilas en la pasarela tienes que llevar siempre el mismo ritmo…

Belén se levantó, y los demás también lo hicimos pues oímos ladrar a Sabab, mientras Erika y David se quejaban:

—¡Estas armaduras son un timo! —decía David, y al vernos, prosiguió—: ¿No os dais cuenta? ¡Son tan grandes como yo, y en la Edad Media los tipos no eran muy altos que se diga!

Volvió a colocarse encima aquella armadura que le tapaba por entero. Parecía una figura sin cabeza, pero avanzaba perfectamente.

—¡Uuuuuhhh, soy el fantasma del castillo! —dijo, mientras venía hacia nosotros directamente.

Mis amigos le miraron con sorpresa, pero Erika y yo sabíamos que la armadura tenía dos agujeros por los que nos estaría mirando.

Al darme cuenta, me brillaron los ojos y le pedí a Erika que me dejara su armadura.

—¿Vas a luchar con él?

—¡Hummmm! —aquella pregunta me dio una idea y sugerí—: No se me había ocurrido, pero puede ser divertido. ¡Haremos un torneo!

Cuando salí con la armadura en la mano, llamé a David y le expliqué mi plan. Erika haría de árbitro y maestra de ceremonias.

—¡Atención, chicos, sentaos ahí! —voceó—. Vais a contemplar el combate singular entre dos guerreros medievales. A mi izquierda, el caballero…, ejem… —y como David no decía nada, improvisó—, el caballero de las espadas amontonadas. Y a mi derecha —no me dejó decidir—, el caballero de la estrella dorada.

—¿No podemos luchar con espadas de verdad, ahora que las tenemos? —preguntó David, intentando asomar los ojos por encima de la armadura—. Es que con este palo me siento ridículo.

Pero mi intención no era representar un auténtico combate, sino demostrar de una manera gráfica por qué llamaban así al castillo de los guerreros sin cabeza.

Cuando aparecimos como dos luchadores decapitados, Cris, Belén y Fer gritaron:

—¡Los guerreros sin cabeza!

—¡Exacto! —dije yo—. ¿Lo veis? —y me quité aquella armadura, pese a las protestas de David, que se había animado con la lucha.

—No entiendo de todas formas —dijo Fer— por qué tenían esas armaduras. Un combate así resultaría ridículo.

—Estas armaduras no eran para ningún torneo, sino para los vigilantes del castillo.

—¿Cómo? —y casi todos empezaron a mirarme como si les estuviera tomando el pelo, pero a medida que lo pensaban, se iban dando cuenta de que no era tan absurdo.

Cris fue la primera en adivinarlo.

—Claro, visto desde la distancia —y con aquellas montañas no había manera de acercarse—, los vigilantes debían de presentar un aspecto terrible: guerreros fantasmas. Muy buena visión. Era una manera de quitarse del medio a todos los curiosos que intentaban llegar al castillo.

—¡Llevar esto encima! —dijo David, ya sin armadura—. ¡Qué pesadez! ¿No era mejor dejarlas plantadas en la torre con una lanza en la mano?

—¡No! —expliqué—, porque si las armaduras no se movían, antes o después los visitantes se darían cuenta de que era un engaño. Un espantapájaros está bien para asustar a las aves, pero no a los hombres.

—¡Es cierto! —añadió Erika, mirándome con admiración—. ¡Qué bueno! ¡Eres casi tan listo como Sabab!

Y Cris, que había llegado a la misma conclusión, también me miró, sonriente.

—¡Así que ése era el secreto del castillo de los guerreros sin cabeza! —sentenció Fer, recordando que era él quien nos había hablado de aquel lugar—. ¡Cuando se lo cuente a mi hermano!

—¡Un momento! —dijo Belén, dudosa—. ¿Y por qué tenían tanto interés en asustar a los curiosos si no había manera de acercarse al castillo: ni por el bosque de la muerte ni por esas montañas que lo rodean? En aquella época no había alpinistas para bajar colgados por las paredes.

—¡Ya lo he pensado!

—¡Y yo también!

—¡Y yo!

—Pues yo no —añadió David—. Decidme por qué de una vez.

—En aquellas montañas tan altas —comenzó Fernando— debe de haber cuevas que llegan hasta la zona del castillo, y por ellas podría colarse algún viajero impertinente que…

—Que al ver un castillo tan siniestro —prosiguió Cris—, con guerreros sin cabeza, huiría para siempre, contando a los demás aquella visión horrible.

—¡No era mala idea! —dijo David—. ¡Así que en la Edad Media también pensaban!

—¿Qué os parece si mañana vamos a buscar y explorar esas cuevas? —sugirió Belén.

Y antes de que nadie dijese algo, Erika, gritó:

—¡Oh, sí, sí! ¡¡¡Qué bien!!! ¡Más pasadizos!

Belén y Erika, las hermanas Sanz, eran las más decididas y siempre buscaban cualquier motivo para la aventura y la acción. Pero David no tenía el mismo espíritu:

—Yo no voy. ¡Paso de pasadizos! Esta aventura me ha dejado agotado —y miró todas las armas y la armadura que se había traído—. Voy a estar el resto de las vacaciones sin salir de casa, jugando con mis videojuegos, que los tengo muy abandonados.

—¿Lo dices en serio? —le preguntó Erika.

—Totalmente, y para demostrároslo, me largo a casa y me voy a poner a jugar ahora mismo. ¡Guardadme bien mis cosas!

Y echó a andar hacia el pueblo.

Apenas había dado diez pasos, cuando se detuvo, giró su cabeza, y preguntó:

—¿A qué hora quedamos mañana?