No tenían prisa. Aquellas águilas parecían haber adivinado nuestra intención de cruzar el bosque de la muerte. O tal vez fuese sólo una casualidad. Sabían que hiciéramos lo que hiciéramos estábamos perdidos, pues les resultaría muy fácil caer sobre nosotros en campo descubierto si intentábamos huir hacia el castillo.
—¿Qué habrán venido a hacer aquí? —preguntó por preguntar David.
—¡Eh, chicos! —dijo Erika, aliviada—. Yo creo que Sabab les da miedo. No hay ningún pajarraco posado en su árbol.
—¡Claro, Erika! —dije, como si acabara de hacer un gran descubrimiento—. Ése era el dato que me faltaba —mis amigos me miraron como si empezara a delirar—. ¡Ahora estoy completamente seguro de cuál es el camino para cruzar el bosque!
Antes de indicárselo, les quise explicar cómo había llegado a esa conclusión para que no tuvieran miedo al internarse por aquel tenebroso lugar.
—David, cuando tú dijiste que un mono podría cruzar el bosque de rama en rama, me di cuenta de que también podría hacerse saltando de raíz en raíz. Si seguimos las raíces de esos árboles —y señalé los que había antes y después del de Sabab— nos podremos ir de aquí. Están seguidos, casi tocándose, así que sólo dando algunos saltos apenas pisaremos la tierra que hay alrededor de esos troncos.
—Anda, es cierto, pero ¿estás seguro de que es un terreno sólido? —preguntó David—. Un paso en falso y… Acuérdate de lo que le ha pasado antes a Erika.
—Seguro. Erika me ha dado la última pista: las águilas están posadas en todo tipo de árboles menos en esos de las raíces hacia afuera. ¿No os habéis fijado? Yo creo que es porque saben que ésos no son árboles de muerte sino de salvación, y entonces …
—Pues han debido de cambiar de opinión —me interrumpió David, sin intentar hacerse el gracioso; más bien, aterrado—, porque empiezan a moverse hacia el árbol de Sabab…
—Esos pajarracos huelen la muerte. Hay que darse prisa, corred o también nos intoxicaremos —dije, sin pensar más dónde nos metíamos—. El fin de Sabab está cerca. ¡Hay que salvarlo!
Nos pusimos en marcha en fila india a buen paso. Erika se adelantó. Saltaba sobre las raíces y así, sin problemas, fue dejando atrás cinco, seis árboles, y llegó hasta su perro. La tierra de alrededor era firme, pero peligrosa, plagada de arbustos y zarzas llenas de pinchos. Había que liberarle de aquellas espinas que se le clavaban en el cuerpo.
Erika lo intentó inútilmente; eran demasiado fuertes y sólo consiguió pincharse. Entonces intervino David, que había olvidado su espada a la entrada del bosque, pero tenía otros recursos.
Sacando un puñal antiguo del bolsillo más bajo del pantalón, exclamó, como si fuera el héroe de una de sus aventuras:
—¡Dejadme! ¡Esto ya es un asunto personal!
Así David logró liberar a Sabab de aquellas mortales espinas que le asfixiaban.
Con cierta dificultad, el perro pudo ponerse en pie y se sacudió los arbustos que aún tenía encima. Estaba libre, pero no era el mismo: andaba muy despacio, tenía la mirada sin brillo y seguramente había perdido el olfato, lo que no nos alarmó, puesto que habíamos descubierto la ruta para salir de allí.
—¡Vámonos! —dije, victorioso—. Ya hemos pasado lo más difícil.
Lo que yo no sabía, ni tampoco mis amigos, era que el bosque de la muerte no estaba formado tan sólo por algunos árboles resecos y mortales sobre un terreno en donde abundaban las traidoras arenas movedizas. También ofrecía otras trampas y peligros. Lo comprobamos enseguida.
Siguiendo el camino de las raíces, nos adentramos en el corazón del bosque y entonces el paisaje cambió: ya no había sólo árboles esqueléticos, sino otros de troncos amplios, que parecían cuerpos vivos y enfermos. Era como si hubiesen sido atacados y todos ellos mostraban ronchas de colores en la corteza, de donde surgían unos vapores muy fuertes a hierba, pero que…
—¡Son como adormideras! —señalé.
—¿Qué?
No había tiempo de explicaciones.
—Si permanecemos mucho tiempo bajo sus efectos, nos dormiremos —recalqué—. ¡Es la muerte!
Echamos a correr siguiendo la pista de las raíces hasta que nuestra ruta desapareció. El último de aquellos árboles estaba al lado de una charca con la que nos topamos en mitad del camino.
—¡Uff, qué peste! —clamó Erika, y se echó hacia atrás, en busca de un aire no tan maloliente—. ¡Qué diferencia! —dijo, al sentir el perfume de aquellos árboles de colores—. Esto sí que es olor a naturaleza.
A medida que inspiraba, se le iban cerrando los ojos.
—¡Ten cuidado, Erika! —y la llevé otra vez hasta la orilla de la laguna—. Abre bien la boca y la nariz, respira —y como David me miraba asombrado, le dije—: También tú, y trae acá a Sabab.
—Pero si ahí huele que da asco.
—Es agua podrida, lo sé; pero no es peligrosa. En cambio, esos vapores traidores…
Al cabo de unos minutos, y con los pulmones llenos de aquel aire apestoso pero inofensivo, los tres estábamos en condiciones de estudiar nuestra situación y trazar el siguiente plan. Incluso Sabab quería participar; lanzó unos ladridos muy suaves para que no le diéramos la espalda.
—¡Se está recuperando! —clamó Erika, al oírle—. ¡Ya está mejor!
Contemplamos el panorama que teníamos delante: el bosque era casi simétrico. Al otro lado de aquella gran charca continuaban los árboles de enormes raíces visibles que habían sido nuestro camino seguro. ¿Cómo llegar hasta ellos?
—Sólo hay dos posibilidades —expuso David—, por la derecha o por la izquierda. Habrá que rodear la laguna, porque —y volvió a mirar el agua asquerosa— no pretenderéis cruzar a nado.
—¡Si hubiera una barquita! —suspiró Erika.
Debíamos elegir entre el camino de la derecha o el de la izquierda, y por más que mirábamos al borde de la laguna, los dos parecían iguales. No se veían diferencias, pero estábamos seguros de que uno de ellos conducía a la salvación, y el otro, a la muerte. ¿Cómo elegir?
—¿Lo echamos a cara o cruz? —sugirió David.
En momentos así, podía ser la única solución. Pero no necesitamos recurrir a las monedas.
—Ya sé por dónde vamos a ir —dije, señalando hacia nuestra derecha, y añadí—: Espero que no fuese zurdo el que se encargó de diseñar el bosque de la muerte.
No estaba seguro de lo que hacíamos, pero me parecía la opción con más posibilidades. Cuando uno se encuentra con una escalera doble que conduce al mismo sitio, suele optar por la derecha, así que me imaginé que aquí sería igual. Y si esa senda estaba pensada para escapar del castillo, no para entrar en él, había que contemplarlo en la dirección en la que íbamos nosotros.
Avanzamos lentamente pegados a la orilla de aquella laguna pestilente; la rodeamos por la zona de la derecha y llegamos hasta el lado que hacía unos minutos habíamos tenido enfrente. Allí había otro árbol con largas raíces en la tierra, el primero de una senda que teníamos que recorrer para salir.
—¡Hummmm! Tienes razón, Álvaro. Esta parte es igual que la otra. Es un bosque casi simétrico… ¡Qué fácil! —dijo David, que se sentó en el suelo a descansar.
Pero no podíamos quedarnos allí. Los vapores venenosos se nos estaban metiendo en el cuerpo, aunque aún no lo notáramos.
—Hemos de escapar a toda velocidad, ahora que podemos —y echamos a correr, aunque nuestro paso era más lento de lo que creíamos.
—¿Aún no hemos llegado al final? —nos preguntábamos cada vez que cruzábamos un árbol y mirábamos adelante.
—¡Todavía queda!
No lo entendíamos. La primera parte del bosque se nos había hecho mucho más corta que ésta. Claro que entonces estábamos frescos y ahora teníamos los pulmones turbios, los ojos nublados y nos pesaba todo el cuerpo. Sabab era el que peor lo llevaba, pues los perros tienen la nariz a la altura del suelo, y se veía que no tenía fuerzas ni para arrastrar su enorme lengua que le sobresalía de su boca reseca.
Miramos hacia arriba, pero ya no vimos ninguna águila carnívora.
—No se atreven a pasar a esta parte del bosque —dedujo David—, pero ¿por qué? ¿Qué es lo terrible que hay en esta zona?
Ya empezábamos a imaginarnos monstruos espantosos, cuando Sabab, que parecía moribundo, comenzó a mover el rabo, lanzó unos ladridos al aire y echó a correr y correr…
—¡Parece que ha resucitado! —dijo Erika—. ¿Qué le habrá pasado?
Lo supimos al cabo de unos minutos, una vez que dejamos atrás cinco árboles más. Por fin divisábamos el final del bosque, de aquel bosque de la muerte, que el perro ya había intuido.
Esta visión hizo que recuperáramos las escasas fuerzas que nos quedaban, y casi en un vuelo llegamos hasta el otro lado.
Como en los finales felices de las películas, los tres nos abrazamos, saltamos y reímos, y enseguida se nos unió Sabab a la fiesta.
—No podemos quedarnos aquí mucho tiempo —les advertí.
Estábamos a salvo, pero no salvados.
La fragancia de aquel bosque nos daba de frente, como se apreciaba por nuestras toses y los ojos llorosos. Así que nos alejamos de allí y nos pusimos en marcha, en dirección al monasterio. Debíamos investigar qué había pasado con nuestros amigos.
Cuando ya nos sentimos lejos de la influencia del viento, aflojamos un poco la marcha y recuperamos el habla.
—¿Habéis visto…? —dijo David, recordando lo que había dejado atrás.
—¡Sí, unos huesos al pie de un árbol! —corroboró Erika—. ¡Serían de algún animal perdido!
—¡Seguramente, una de las ovejas de las que nos habló el pastor! —sugerí.
—¡Ese pastor que desaparece podría aparecer aquí! —dijo David.
Pero ya no le escuchamos. Teníamos que actuar de inmediato: nuestros amigos estaban en peligro y ni ellos mismos lo sabían.
No podíamos olvidar la expresión del caballero del cuadro, que era la misma que la del tipo que ahora estaría con Belén, un malvado descendiente de los moradores del castillo maldito.
La llamamos por el walkie, pero no lo cogía. Tampoco Fernando y Cristina respondían a nuestra llamada. Temíamos que hubiesen sido apresados por el señor de la cicatriz nada más salir del pasadizo.
Aquella posibilidad, en vez de paralizarnos, nos dio nuevos bríos. Debíamos salvar a nuestros amigos. Había que actuar ya, pero desconocíamos qué dirección seguir, no teníamos ni idea de dónde podrían estar, suponiendo que estuviesen juntos.
—¿Qué hacemos? —preguntó Erika.
Y al meterme la mano en el bolsillo, toqué algo antiguo de lo que ya me había olvidado.
—Espero que tu perro haya recuperado el olfato.
Y le acerqué al animal un paquete de chicles que me había comprado Belén; Sabab lo olisqueó y al instante echó a correr como si hubiese hallado la pista.
Le seguimos como pudimos.
Tras dejar atrás arbustos, árboles y algunos montículos, comenzamos la ascensión. El perro, que iba en cabeza, se detuvo detrás de unas rocas.
—¿Por qué se habrá parado? —se preguntó Erika, mientras llegábamos hacia él—. ¿Por qué no se lanza a los brazos de mi hermana?
No nos gustaba nada aquella situación. Aflojamos la marcha y nos aproximamos hasta Sabab sin hacer ruido, tratando de pasar desapercibidos, y al mirar por encima de los pedruscos vimos algo que nos dejó paralizados.