21. El desafío de las águilas carnívoras

No podíamos cruzar el bosque de la muerte. Estaba claro. Sin el perro de Erika que nos guiara por la ruta correcta, cualquier intento de adentrarnos en aquel tenebroso lugar era una locura y un modo seguro de caminar hacia el fin. Las águilas lo sabían. Por eso aguardaban tan tranquilas desde lo alto de aquellos árboles resecos. Nada más mirarlas se nos revolvía el estómago.

—¡Venid aquí de una en una si os atrevéis! —comenzó a gritar David, alzando su espada hacia lo alto, como si fuera un duelo medieval.

—¡Si entráramos en el bosque estaríamos perdidos! —dije, sin dejar de observar a aquellos bicharracos—. Es su territorio y ahí sí que se lanzarían sobre nosotros.

—¡No lo creo! —dijo Erika—. ¿Para qué? Para ellas es más sencillo esperar. Los animales también son inteligentes —al decir esto, se quedó pensativa y muy triste—. Y el más listo de todos es mi perro, mi pobre perro. ¿Qué le habrá pasado?

—Puede que haya regresado al castillo. ¿Dónde va a estar si no?

Le tomé de la mano para que nos siguiera. También nosotros debíamos volver allí. Ya era imposible escapar por el bosque de la muerte. Erika lo comprendió así, miró por última vez hacia aquellos árboles fantasmales y empezó a gritar, como si fuera una despedida:

—¡Sabab, Sabab, Sabab!

Cuando ya habíamos dado unos cuantos pasos hacia el castillo, la hermana de Belén giró la cabeza y cerró los ojos, a la vez que arrugó la frente, como si tratara de concentrarse. David creyó que le pasaba algo.

—¿Qué te duele? —preguntó.

—¡Schisssss! —contestó Erika, y siguió apretando los ojos—. ¿Habéis oído?

—Pues, pues… ¿qué hay que oír?

—¡Sabab! —gritó entusiasmada—. ¡Es Sabab! ¡Es Sabab! Lo he oído, estoy segura. He oído su ladrido, el pobre…

Ni David ni yo oíamos nada, y Erika, que empezó a moverse de forma incomprensible, se quedó quieta de pronto y nos llamó.

—¡Escuchad ahora desde aquí!

No necesitó decirnos nada más. La transmisión del sonido no es ningún misterio, pero tiene sus reglas físicas, y desde aquel lugar sí que oíamos unos ladridos cortados, esparcidos y casi roncos, que debían de ser de Sabab y que no se percibían unos metros más abajo. Tan sólo Erika había sido capaz de apreciarlos.

—¡Es Sabab! —confirmó David, tan contento—, pero… ¿dónde está?

No era fácil adivinarlo. Aquel lugar tenía unas extrañas resonancias.

Los débiles ladridos llegaban empastados y se oían como si fuese un eco por encima del bosque. Por más atención que poníamos, no sabíamos de dónde procedían. Mirábamos hacia todos los lados inútilmente. No veíamos a Sabab, pero las águilas ya no estaban tan quietas como antes y comenzaron a mover ligeramente las alas. Sus gargantas resoplaban en el aire.

—¡Algo está pasando! —dudó David.

—Es como si esos pajarracos hubieran adivinado que no vamos a entrar y se han puesto nerviosos… —pensé en voz alta.

—O puede que quieran atacar a Sabab —sugirió David—. ¡Está perdido!

Erika seguía mirando hacia el bosque, cada vez más desanimada. Ya ni siquiera oía los ladridos de su perro.

—¿No es extraño? —preguntó, señalando unos árboles que había en la parte alta, a bastante distancia de donde estábamos nosotros.

—¡Aquí todo es muy extraño! —le contestó David—. Extraño, más extraño que en cualquier otro lugar.

—Sí, pero mirad. ¿No os sorprende que haya por allí tantas águilas? Además…

—Es cierto —añadí—. Se están moviendo y revolotean por esa zona, alrededor ¿de qué? .. ¿Qué puede haber por ahí?

Y antes de que alguien me contestara, Erika se lanzó hacia aquel lugar, esperanzada y desesperada al mismo tiempo, gritando:

—¡Sabab! ¡Sabab!

Cuando la alcanzamos, comprendimos por qué había por allí tantas águilas carnívoras que revoloteaban en torno a unos árboles decrépitos pero muy firmes, como si estuvieran siguiendo una ceremonia bien aprendida.

—Es el perro de Erika. ¿Qué le pasa? ¿Por qué no se mueve? —se preguntó David sin dejar de observarlo—. ¡Aaaahhh! ¡Huy, qué daño! ¡Pobrecito!

Al pie de un árbol que estaba bien metido en el bosque vimos a Sabab. El animal se había enganchado entre unas zarzas cuyos pinchos eran tan grandes como palillos, y lo peor era que no podía escaparse de ellos, pues cuando lo intentaba se le clavaban en la piel, dejándole cada vez más aprisionado.

Erika no pudo soportar aquella tortura y echó a correr para rescatar a su perro sin mirar dónde ponía los pies.

—Espera, espera. ¡No seas loca! —le grité al ver que avanzaba hacia el bosque de la muerte—. ¡Es peligroso ir por ahí así!

David y yo nos lanzamos tras ella con la intención de detenerla antes de que fuese demasiado tarde, pero Erika, que veía a su perro enredado en aquellas zarzas primitivas, no nos escuchaba. Sus pies, más que correr, volaban. Parecía que no tocase la tierra y que fuera inmune a cualquier peligro, pues ya había dado unos cuantos pasos en aquel bosque y dejado atrás tres árboles sin que sucediera nada terrible, como nos temíamos.

—No es tan fiero este bosque como parece, ¿eh? —me dijo David, y frenó su velocidad.

Me detuve yo también para estar a su altura. Estábamos más relajados, pero al mirar hacia adelante contemplamos a nuestra amiga que, como una torre inclinada, temblaba y se hundía lentamente en la tierra. Había caído en las garras del bosque de la muerte.

Fuimos hacia ella. Erika, atrapada y prisionera en el suelo, alzó su mano y nos la mostró plana en un claro gesto de STOP; luego, añadió:

—¡No os acerquéis! ¡No os acerquéis tanto!

No sabíamos si aquello era una ciénaga de esas en las que te hundes más cuanto más te mueves e intentas salir, o una zona de barro blando, o si por allí cruzaba un río subterráneo.

Miré a mi alrededor en busca de alguna rama larga y firme o cualquier otra cosa que sirviera para que se agarrase Erika, pero no encontré nada. David, tampoco, así que, aflojándose el cinturón, gritó:

—¡Quítate los pantalones!

—¿Estás loco?

Pero no era momento de explicaciones. No había tiempo.

—¡Quítatelos! —insistió, y le vi tan serio que se los entregué inmediatamente sin pararme a pensar en lo ridículo que me quedaría.

En unos segundos, David ató mi pantalón con el suyo por las piernas y se lo lanzó a Erika apoyado en las raíces de uno de los árboles:

—¡Agárrate a esto! —le dijo, y luego giró la cabeza hacia mí para que le ayudara a sostener la otra parte de aquella improvisada liana.

Entre los dos tiramos del doble pantalón y fuimos arrastrando a Erika de aquella trampa de la naturaleza hasta que salió y pudo pisar tierra firme.

—Gracias, chicos —dijo una vez pasado el susto, y al mirar a David, le preguntó—: Ha sido genial. ¿Cómo se te ha ocurrido?

—No lo sé. ¡Me salió así!

—Pues lo has hecho muy bien. Eres muy listo.

—No ha sido nada. Es que con la Play estoy acostumbrado a pensar con rapidez. Ya sabes. Si no, los malos te vencen. Y yo soy el campeón.

Tras ponernos los pantalones, salimos otra vez del bosque y nos sentamos en el suelo a la misma altura en la que seguía atrapado Sabab para vigilarlo.

El perro ya no se movía; estaba recostado y no dejaba de mirarnos con sus ojos tristes y brillantes. Era como si esperara que fuésemos a su rescate. Y eso era lo que intentábamos hacer, pero sabíamos que no podíamos precipitarnos. Había que pensar y preparar un plan.

Andábamos tan concentrados en ello que no nos dimos cuenta de las inquietas sombras que se reflejaban en el suelo y que cada vez eran más grandes.

Al alzar la vista nos llevamos instintivamente la mano a los ojos: las águilas carnívoras habían llegado en silencio hasta nosotros, daban vueltas alrededor de nuestras cabezas y cada vez se aproximaban más; igual que si estuviesen siguiendo un ritual de guerra.

—¡Nos atacan! —dijo David, poniéndose en pie inmediatamente y moviendo su espada en el aire.

Nunca debió haberlo hecho. Fue como si aquellos pajarracos hubiesen estado esperando una provocación para comenzar su ataque: tres de ellos removieron sus alas y se lanzaron contra David.