19. Un retrato de hace siglos

En los momentos más graves es cuando hay que mantener la calma. David, Erika y yo procurábamos seguir ese consejo. No era fácil.

En la puerta del laboratorio analizábamos nuestra situación. La pandilla se había dividido en tres grupos y todos con problemas: nosotros estábamos en un castillo sin poder salir; Fernando y Cristina, atrapados en un pasadizo «muy poco secreto»; y Belén, en compañía de un desconocido que no sabíamos si pretendía raptarla o realmente quería ayudarnos. Y lo peor era que únicamente podíamos esperar: esperar a que pasara la hora para avisar a Fer y Cris del nuevo pasadizo (suponiendo que no fuese una trampa), y esperar a que Belén diese señales de vida. Una espera que no gustaba a nadie, y menos a Erika. Así que, agarrando a su perro del cuello, dijo, muy decidida:

—¡Hay que salir de este castillo!

—Sí, pero ¿cómo?

—Siguiendo a Sabab. Conoce el camino. Ha llegado hasta aquí perfectamente —en esos momentos recordó su primer encuentro con el perro, y añadió—: Bueno …

—Bueno, ¿qué? —preguntó, intrigado, David.

—Que cuando lo vi en la cueva, en realidad no parecía el mismo perro de siempre. El pobre Sabab estaba más irritable, ladraba mucho (ya sabéis que apenas lo hace), tenía los ojos llorosos y la baba más seca, igual que la lengua, ¡el pobre!, y además …

—¿Además?

—Olía fatal… No se podía estar cerca de él. Me costaba respirar …

No necesité que siguiera dándome más detalles. Todo aquello confirmaba mi teoría del bosque de la muerte, y así se lo dije, para su sorpresa y curiosidad.

—¡Cuéntanosla! —dijeron a la vez Erika y David.

—Es muy fácil. Ya os dije que todo está relacionado —y retomé otra vez mi teoría—. Los que habitaban este castillo querían estar aislados del mundo para que nadie se metiera con sus experimentos. En aquella época —dije recordando una película que había visto con mis amigos—, si algo no le gustaba al rey o al obispo, te acusaban de hereje, te quitaban todas tus posesiones y te quemaban en la hoguera.

—¡Ah, sí! —dijo David—. Eso pasaba en una película que fuimos a ver el año pasado. ¿Te acuerdas?

—Claro. Por eso, los de este castillo se sentían bien seguros con las altas montañas que los rodeaban, pero por el bosque podían llegar visitas inesperadas, así que decidieron convertir el bosque en su aliado, en un enemigo mortal para los curiosos.

—¿Cómo?

—Envenenándolo —y guardé silencio para ver cómo reaccionaban mis amigos—, y envenenando el aire. Eso explica el que no haya vida a su alrededor y por qué mueren los que entran tranquilamente en el bosque.

—No lo entiendo… bien —dijo Erika.

David tampoco.

—Los hombres que estaban aquí eran científicos o magos, gente que andaba con experimentos y conocía las sustancias del laboratorio. Así que rociaron ese bosque con algún líquido que secaba los árboles y las plantas, pero no los mataba del todo, dándoles ese aspecto tan fantasmagórico. El bosque ha seguido creciendo como si fuese de piedra o de cartón o de lo que sea… Yeso es lo más sorprendente, que no ha desaparecido: los arbustos y los árboles han asimilado el líquido tóxico y lo expanden al aire, como si fuese su perfume.

—¡Un perfume mortal! —añadió David, satisfecho de su ocurrencia.

—El bosque de la muerte —proseguí— tiene un doble peligro: el suelo y el aire. En el suelo puede haber restos de ciénagas, lugares en los que te hundes si los pisas, y puede que aún funcionen trampas de entonces. Estoy seguro de que colocaron trampas.

—Pues Sabab no cayó en ninguna —apuntó, orgullosa, Erika.

—Los perros son grandes exploradores. Tienen un instinto especial que les advierte del peligro, y el tuyo —traté de explicarle— sabía por dónde no debía pasar.

—¡Bien! —dijo Erika, como si hubiese encontrado la solución—. ¡Va está! ¡Seguimos a Sabab y él nos conducirá a la libertad! —añadió victoriosa—. Le diré que vaya muy despacio para no meter la pata.

—¡Oh, no! —le corregí—. Ése es el peligro, precisamente.

—¿Qué?

—¡El aire es mortal! —insistió David, que ya se había hecho una idea exacta del bosque de la muerte, pues tenía un videojuego en el que había que escapar de un lugar donde unos terroristas habían lanzado un virus terrible.

—¿Cómo va a ser mortal? Sabab ha cruzado por allí y está vivo. ¿No lo veis? —Erika lo tenía muy claro.

—Sí, porque ha estado poco tiempo bajo la influencia del bosque. Si os dais cuenta, los insecticidas, los desinfectantes, el amoniaco y todos esos productos que hay en casa para limpiar a fondo son también tóxicos. Si los estuviésemos oliendo de cerca y durante mucho tiempo, serían muy peligrosos; incluso, mortales. Aquí sucede lo mismo.

—Entonces, ¿no podemos cruzar el bosque?

—Yo no digo eso. Si nos decidimos a atravesarlo, habrá que ser muy rápido, taparse la nariz con un pañuelo y respirar lo menos posible.

—¡Vale! —dijo Erika—. ¡Vamos! ¡Sabab nos guiará!

—¡Esperad un poco! —advirtió David, entrando en el laboratorio—, que me quiero llevar una espada, y una armadura y un…

—¿Estás loco?

—Es un pequeño recuerdo.

En esos momentos sonó el walkie.

Era Belén.

Nos contó que su aparato estaba casi sin batería (por eso se le iba la voz), que Raimundo González, que así se llamaba el tipo, se había preocupado mucho por ellos, y que dijésemos a Fer y a Cris que si no los encontraban a la salida del pasadizo, que los esperasen allí, pues ahora tenían que irse a resolver un asunto urgente que …

¡Y dejó de oírse su voz otra vez!

—¡No sé, no sé! —me quedé dudando ante el silencioso walkie.

—¿Qué pasa?

—No me fío de ese tipo que ha aparecido de repente y tanto interés tiene en ayudarnos. ¿No es raro?

—A mí no me lo parece —nos sorprendió David, que era experto en ver sospechosos por todos lados.

—¿Nos largamos? —preguntó Erika, con su perro al lado.

—Está a punto de pasar la hora —señalé, mirando el reloj—. Vamos a esperar un poco para llamar desde aquí a Fer y Cris y contarles lo del pasadizo. Mientras …

—¡Mientras voy a ver qué más cosas encuentro! —dijo David, camino del almacén del laboratorio.

Me disponía a acompañarlo cuando sonó el trasto que llevaba encima.

—¡No sabes qué lento pasa el tiempo cuando no se puede hacer nada más que esperar a que pase el tiempo! —se quejó Fer, y me alegré—. ¡No podíamos más!

—¿Cabíais bien los dos en ese hueco?

—No había mucho espacio, la verdad, pero nos hemos adaptado a las circunstancias. ¡Ya sabes!… —insinuó, sonriente.

—¡Queréis dejar de decir tonterías! —intervino Cris.

—¡Ya tengo la solución! —cambié rápidamente de tema, y les expliqué lo que debían hacer para salir al exterior, tal como me lo había explicado Belén: tenían que regresar al punto de partida, la cueva que había detrás de la chimenea, y una vez allí avanzar diez metros y tantear la pared de su derecha hasta que palparan algo que no fuese macizo, y entonces empujar con la mano durante un buen rato sin aflojar la presión en ningún momento.

—¿Eso es todo?

—No olvidéis que deben ser diez metros exactos.

—¿Y cómo lo medimos?

—Seguro que a Cris se le ocurre algo. Ah, me recordó Belén que ese paso es muy estrecho y el camino siempre va hacia arriba.

Una vez cumplida mi misión, había llegado el momento de emprender nuestra difícil aventura: cruzar el bosque de la muerte.

Entré en el laboratorio.

—¡Ya he hablado con Fer y Cris, y está todo en marcha! —anuncié—. ¡Vámonos nosotros también!

—¡Espera! —dijo David—. He encontrado un cuadro con un marco que… ¡Fíjate! —y apareció con él por la escalerilla—. ¿Será de oro?

Alumbramos bien y David se llevó una decepción al ver que el marco estaba rayado, el barniz levantado y se apreciaba su fondo de madera.

Erika y yo, sin embargo, nos quedamos asombrados al contemplar lo que teníamos delante. No nos lo podíamos creer.

David, al observar nuestras caras, preguntó:

—¿Qué os pasa? ¡Ni que hubieseis visto a un fantasma!

Y al mirar lo que estábamos contemplando, también puso la misma expresión de terror.

—¡Es el tipo de la bici! ¡El tipo que aparece cuando nadie lo espera!

—No puede ser él, ¡glup! —dije yo, una vez que recuperé el habla—, pero sí se le parece mucho. Debe de ser un antepasado suyo. Mira, hasta tiene la misma marca en la barbilla. ¿O es una casualidad?

—Así que ese tipo es el jefe de la banda —dedujo Erika, y preocupada, añadió—: Tenías razón, Álvaro. ¡Hay que ir a buscar a mi hermana sin perder más tiempo!