17. En la Edad Media

No nos lo podíamos creer. Salimos al pasillo para escuchar sin interferencias. Fernando repetía frases sueltas:

—¡Ya no podemos volver! ¡La puerta del pasadizo está bloqueada!

—¿Qué quieres decir?

—Que estamos atrapados en este túnel sin posibilidad de salir.

—¡Explícate! —no entendíamos nada.

Entonces Fernando nos contó que les había llamado Belén para decirles que el resorte que abría la chimenea se acababa de atascar y que ya no funcionaba.

—¿Cómo lo sabe?

—Porque ha intentado abrirla, no sé para qué, pero lo ha intentado, y nada. ¡Estos inventos tan antiguos…!

—¿Y qué hace ahora?

—Se ha ido en busca de ayuda. Espero que vuelva pronto, porque —y bajando la voz, añadió— Cris está un poco asustada.

—¡No os preocupéis! Seguid el túnel, siempre por la izquierda, hasta el final. Saldréis a la cámara secreta. Nos abrís desde allí el cerrojo y detrás de la puerta os estaremos esperando nosotros. Corred. Y no os preocupéis por lo de la chimenea, que nosotros acabamos de descubrir una ruta nueva para regresar.

—¿Síiiii? —David lo celebró con un salto en el aire.

—No —respondí en cuanto colgué—. Me lo acabo de inventar para animarles, aunque …

En esos momentos vislumbré una posibilidad que no nos habíamos planteado, y miré a Sabab, que había seguido nuestra conversación.

—¡Vaya! —se decepcionó David, y se fue a seguir rebuscando en el almacén del laboratorio.

Mientras mis amigos revolvían, llamé a Belén, que respondió al primer intento.

—¿Ya sabes lo de la chimenea?… —me preguntó, y tras darme su propia versión, añadió—: He salido del monasterio en busca de ayuda, pero… ¡no veo a nadie! Esto está desierto.

—¡Ten cuidado! ¡Puede que te vigilen! —le advertí; todavía no le había contado lo de los traficantes de arte.

—¿Quiénes?… —Belén es la más atrevida de la pandilla—. ¿No me dirás que crees en fantasmas?

—No, no —dije, herido en mi orgullo, y añadí—: Un científico no es así. Yo no creo; lo sé o no lo sé.

—¿Y qué es lo que sabes? —pero no me dejó que le respondiera, porque inmediatamente añadió—: Te dejo. Creo que he visto a alguien por los arbustos del fondo. Voy hacia allá.

Entré en el laboratorio. David y Erika habían formado sendos montones con los objetos que querían llevarse: uno de ellos era cinco veces más grande que el otro.

—¡Es genial! —me dijo David, orgulloso—. ¿Has visto? Y todo esto es antiguo, todo es auténtico medieval y de primera mano. ¿Tú no vas a llevarte nada?

—¡Ese casco! —dije, señalando uno que había al pie de su montón—. ¿Me lo das?

—Bueno —respondió David sin demasiada alegría—. Parece muy grande, pero debe de ser un efecto óptico, porque ni siquiera me cabe en la cabeza.

Erika, que ya había acabado su recolección, vino hasta nosotros:

—Álvaro, mientras esperamos a que lleguen los demás, ¿por qué no nos cuentas lo del secreto de este castillo maldito? —y me miró, algo incrédula—. ¿O era un farol?

—Qué va —me precipité, y comprendí que había llegado el momento de relatar en voz alta todo lo que se me había ocurrido, tras relacionar evidencias y datos anecdóticos—. ¡Ejem! —tosí, como si fuese a explicar una lección, me aclaré la voz y comencé—. Lo primero que me llamó la atención de este castillo es el lugar en el que está situado. ¿No os habéis dado cuenta?

—¿De qué?

—Los castillos se levantaban en la cima de las montañas para que fuese muy difícil atacarlos, eso está claro, pero no debemos olvidar que también se construían en lo alto para poder divisar y dominar mejor el terreno que tenían que defender.

—¿Qué quieres decir?

—Que aquí no hay nada que defender: ya veis, están esas montañas imposibles de escalar y un bosque por el que no se puede pasar. ¿Qué sentido tenía, entonces, construir un castillo aquí, precisamente aquí, en un lugar tan apartado, tan imposible de atacar y con nada que defender?

—¿Lo sabes tú? —me preguntó David, que se había enganchado a la historia.

Si hubiese dicho que no, se habría llevado una decepción.

—Claro que lo sé. Si construyeron el castillo en este lugar, fue para estar aislados del mundo.

—¿Quiénes?

—Los que vivían aquí —dije, convencido—. No sé si eran guerreros o monjes, pues el pasadizo comunica el castillo con el monasterio.

—¡Igual eran las dos cosas, como los templarios! —apuntó David.

—¿Y para qué querían estar tan solos? —preguntó Erika.

—Para que nadie se enterara de lo que estaban haciendo. ¡Este laboratorio era la clave del castillo!

Erika y David miraron a su alrededor, sobrecogidos, como si lo viesen por primera vez, y David soltó lo primero que se le pasó por la cabeza.

—¿No me dirás que aquí había unos monjes locos que estaban buscando viajar en el tiempo?

—¿De veras? —a Erika le hacía ilusión aquella ocurrencia.

—No, pero casi… —y quise explicárselo, pues era un tema que conocía bien—. Tal vez no sepáis que el hombre siempre ha estado muy preocupado por cuatro asuntos: viajar en el tiempo, ser inmortal, ser invisible …

—¡Invisible, qué gozada! —suspiró David.

—…Y por la búsqueda de la piedra filosofal.

—¿Qué es eso? —preguntó Erika.

—Convertir los metales en oro —le informó David, que era un apasionado del tema y había practicado con un videojuego de Harry Potter.

—¿Eso es posible? —preguntó Erika, que es la más pequeña.

—Aquí lo intentaron. En la Edad Media andaban obsesionados con esa idea. En cuanto vi el laboratorio, lo pensé. Luego, cuando abrimos el sótano y empezasteis a sacar tanta chatarra, me di cuenta de que todo encajaba.

—¡Es verdad! —exclamó Erika, admirada—. ¡Cuánto sabes, Álvaro! —y luego, con voz más aniñada, miró al perro—. ¿A que es muy listo nuestro amigo?

David seguía intrigado.

—¿Y lo del bosque de la muerte también está relacionado con esos experimentos?

—¡Totalmente! —afirmé rotundo, y me disponía a contárselo cuando sonó el walkie.

Salimos al pasillo. Era Fernando, y lo primero que dijo fue:

—¡Está cerrada!

—¿Qué dices?

—¡Tampoco hay salida por aquí! Hemos entrado en ese lugar que vosotros llamáis la cámara secreta y que parece un almacén de reliquias, ¿las habéis visto?

—¡Claro que las hemos visto! ¿Y qué ha pasado?

—Nada. Eso es lo preocupante. Hemos quitado el cerrojo, pero alguien ha debido de cerrar la puerta con llave.

—¿Seguro?

—Tan seguro —suspiró, preocupado— como que ya no tenemos escapatoria.