16. Cuatro sospechosos

Nos dolía el hombro de tanto empujar la puerta; por más que lo intentábamos, resultaba inútil. Estaba cerrada.

—No os preocupéis —intervino Erika—. Aún no estamos atrapados. Podemos entrar al pasadizo por la cueva que hay al pie del castillo.

—¿Por donde tú saliste?

—Sí —dijo Erika, entusiasta—. ¿Veis como todo tiene solución? ¡Anda, animaos un poco!

No era fácil. Nos preocupaba quedarnos allí encerrados, pero también saber que había alguien, escondido en alguna parte, que quería quitarnos de en medio.

Erika advirtió nuestros temores.

—¡No temáis! Si nos encontramos a algún enemigo por el camino —dijo, acariciando a Sabab—, no lo va a olvidar fácilmente.

El enorme perro baboso se puso a ladrar y mostró un fiero aspecto de tigre, como si hubiese adivinado lo que se esperaba de él.

Salimos en busca de la otra entrada del pasadizo.

Tras dejar a nuestra espalda los muros del castillo, divisamos unos densos matorrales, pasamos entre ellos por un hueco que no se veía a simple vista y, siguiendo a Sabab, llegamos hasta una pequeña apertura en la montaña. Aquella parte del pasadizo daba la impresión de ser una cueva natural que se acabaría de un momento a otro. Sabab, que lo conocía bien, era nuestro guía.

—¿Te acuerdas, Álvaro, de cuando encontramos el Cristo sin cabeza? Allí se dividía el pasadizo en dos —dijo David, y sin que le respondiera, continuó—: Éste debe de ser el otro lado. ¡Menos mal que no vinimos por aquí!

—¡Ya falta poco! —insistió Erika, mirándonos, pero al volver la vista hacia adelante y ver que el perro se había detenido, le preguntó, casi en voz baja—. ¿Qué pasa, Sabab? ¿Hay alguien por ahí?

No había nadie, pero un muro de piedras tapaba el camino hacia el monasterio.

—¡Esto no ha sido un derrumbamiento!

Salimos a toda prisa al exterior y a plena luz del día nos miramos sin saber qué hacer.

—¡Nos tienen bien encerrados! —sentencié.

—¡Alguien quiere impedir que regresemos al monasterio! —dedujo David.

—¿Qué podemos hacer? —preguntó Erika sin aparentar preocupación, sólo curiosidad.

—¡Ya está! —dije, inmediatamente (las grandes ideas suelen ser las más sencillas y llegan solas)—. ¡Les diremos a nuestros amigos que abran el cerrojo de la cámara secreta!

—¡Claro! —añadió David—. Hay que avisarles para que entren por el pasadizo de la chimenea.

—Sí, pero uno de ellos debería quedarse en el monasterio para abrirnos a la vuelta. Seguro que en el túnel hay un resorte, como lo había en la chimenea, pero como no sabemos dónde está, no podemos arriesgarnos a quedarnos encerrados para siempre.

—¡No lo había pensado! —dijo David, admirado—. ¡Vamos a llamarlos!

No fue fácil ponernos en contacto con ellos. Cuando lo conseguimos, les contamos lo que habíamos hablado, y así decidieron hacerlo.

No tuvieron ningún problema para abrir la chimenea y Fernando y Cristina se internaron por ella, mientras Belén, que se había quedado con el walkie de Cris, esperaba nuestro regreso para abrirnos.

Una vez que nuestros amigos habían puesto en marcha la operación rescate, sólo nos quedaba esperar. Nos acercamos hasta el laboratorio en busca de nuevos tesoros. Y una vez allí, David señaló, intrigado:

—¡Aquí hay algo extraño!

—¿Qué es lo extraño?

—Lo extraño es todo, la verdad, pero lo que más me preocupa es saber quién anda detrás de todo esto.

La mente de David se disparó y como si estuviera en uno de sus juegos de realidad virtual, comenzó a dar vueltas a la situación.

—Estoy convencido —afirmó— de que el malo es uno de los tipos con los que nos hemos encontrado, pero ¿quién? —y poniéndose en pie, y dando vueltas en círculo, remató—: That is the question!

—Yo voto por el tío Lucas —dijo Erika sin pensarlo demasiado.

—¿Estás loca? —le cortó David—. ¡Si aquel tipo nos quería ayudar y andaba muy preocupado por nosotros!

—Por eso precisamente. Había algo en él que no me convencía.

—Estás equivocada. El más sospechoso es el pastor ese que en cuanto nos vio desapareció —prosiguió David—. A ver, ¿por qué hizo lo que hizo si no tenía nada que ocultar?

—Cris y yo estuvimos con el pastor y nos pareció un tipo muy normal, como…, ¡como son todos los pastores de ovejas! —luego, mientras recordaba la escena, me entró una duda—. Aunque …

—Aunque, ¿quéeee? —preguntó David, exaltado.

—Ya me había olvidado de ello. Tenía un silbato en el cuello que, no sé…, no sé… ¿Os acordáis de aquel sonido que casi nos rompe los tímpanos?

—No nos lo recuerdes —dijo Erika, tapándose las orejas con las manos.

David estaba más pendiente por resolver el enigma.

—¿Entonces tú por quién votas? —me preguntó—. ¿Qué opinas del muerto vivo de Cristina?

La manera de expresarse de David no era la más correcta, y Erika, que no conocía toda la historia, quedó desconcertada.

—¿Qué dices?, ¿qué muerto vivo es ése? ¿De quién…?

—¿No te acuerdas de aquel muerto que creímos ver en el cuarto del ático?… Pues Cris dice que apareció luego en la habitación blanca, pero no entendimos muy bien lo que quería decir porque su trasto funciona como las piedras.

—¡Pero si sólo vimos unas botas…! El resto lo hizo nuestra imaginación —comentó Erika—. ¿Seguro que Cristina no os estaba tomando el pelo?

—No lo sé. Sí que es un poco raro —dije, y centrándonos en lo que nos interesaba, añadí—. Yo creo que el malo, el que anda detrás de todo es… ¡el caballero misterioso!

—¿Quéeee?

—¿No os acordáis de aquel tipo que apareció de repente cuando me caí un poco de la bicicleta?

—¡Te caíste del todo! —se rio David—. ¡Qué golpe más tonto! ¡Si te hubieses visto!

—Para mí está claro que aquel tipo, que no parecía vecino de ningún pueblo de alrededor, es el sospechoso. Había algo en su mirada que me hizo pensar que andaba metido en algo turbio. Ahora sé muy bien lo que es…

—¿Tú crees que es uno de los ladrones? —sugirió David.

—¡Seguro! Parecía el más inteligente de todos con los que nos hemos topado.

—Si es así, ¿qué hacía tan lejos de este lugar? —planteó Erika.

—Se querría poner en contacto con los compradores —deduje—. Es lo que se hace en estos casos.

—No creo que aquel tipo que te salvó la vida —exageró David— y que ¡vete a saber dónde está ahora! haya querido encerramos. El malvado es ese pastor que se escabulló en cuanto llegamos Erika y yo —y empezó a recordar—. ¿Quién cerró misteriosamente la puerta del monasterio? Cuando bajamos la primera vez, después de ver al muerto vivo, estaba bien cerrada, que yo la toqué …

Y así, estudiando todas las posibilidades y buscando a un culpable, se nos pasó el tiempo, hasta que empezó a sonar mi walkie.

Miramos el reloj.

—¡Deben de ser Fernando y compañía! —dije.

—¡Qué bien! —exclamó feliz, David—. Diles dónde estamos y que vengan a buscarnos con las mochilas, que hay que llevarse unas cuantas cosas.

Pero las primeras palabras de Fernando no resultaron nada tranquilizadoras:

—¡Estamos atrapados!… ¡Estamos atrapados!