15. Dos armaduras agujereadas

Cuando comprendes una situación es como si la dominaras. Incluso puedes volverte temerario, osado, alocado …

—¡Seguidme! —dije a mis amigos, bajando de la torre.

Me sentía con la fuerza renovada.

—¿Adónde vamos?

—Ahora lo veréis. Creo que tengo la clave del misterio, pero he de hacer una comprobación. Un científico necesita pruebas antes de formular sus teorías.

Los datos que buscaba estaban en aquel laboratorio que habíamos examinado con tan torpes ojos.

Nada más entrar, tanteé el grosor de la puerta.

Tal como imaginaba, tenía una chapa de hierro incrustada.

—¡Falta el cerrojo! ¿Veis? —mostré las débiles marcas, y proseguí—. Éste tenía que ser el lugar más seguro del castillo.

Me dirigí de inmediato hacia el centro y levantamos la mesa, que parecía pegada al suelo; luego quitamos la viejísima alfombra: debajo apareció una argolla de metal y una puerta cuadrada.

—¡Otro pasadizo secreto! —clamó David—. ¡Eso es lo que te dije yo, eh! ¡Qué ojo tengo! Lo vi una vez en un videojuego de hombres ratas contra lagartos humanos que me compré cuando era pequeño.

—No creo que sea un pasadizo.

No lo era. Parecía, más bien, un sótano, y al bajar a él descubrimos un montón de trastos en aquel subsuelo más extenso que el propio laboratorio.

—¡Un almacén! —dedujo Erika.

—¡Aquí tiene que haber un tesoro! ¡Un tesoro! —recalcó David, y empezó a enredar entre los trastos que había amontonados.

Al cabo de un rato, tras ver que no encontraba oro, plata, joyas o diamantes, se quejó:

—¿Para qué querrían esconder esta chatarra?

—Algo así es lo que yo estaba buscando —afirmé al ver aquellos trastos que habían decepcionado a mi amigo—. Esto demuestra mi teoría y explica la razón por la que el castillo se construyó en un lugar tan apartado del mundo.

—Como no te expliques mejor —se quejó David.

No pude decirle nada más, porque Erika acababa de hacer un descubrimiento tentador:

—¡Oh, cuántas espadas hay aquí!

Nada más oírlo, David acudió rápidamente hacia el lugar, gritando:

—¡Me las pido! ¡Me las pido todas! —y al llegar hasta allí preguntó, ansioso—: ¿Cuántas son?

Demasiadas. Había espadas para todos. Y también había lanzas, y flechas, y hachas. Parecía que habían guardado las armas de todo un ejército, y sin embargo no era un fortín, sino el almacén de un laboratorio.

—¡Esto es fantástico! —clamaba David, que no paraba de probar una y otra arma; y como no sabía on cuál quedarse, tomó una heroica decisión—: ¡Me las llevaré todas!

—¿Estás loco?

—Lo tengo bien pensado —se justificó—. Volvemos al monasterio, avisamos a los demás y nos venimos con las mochilas grandes. Ahora ya conocemos bien el camino, y tenemos al bicho ese —apuntó hacia Sabab— para defendernos en caso de apuro.

—¡Mirad! —Erika llegaba desde el otro extremo arrastrando el peto de una armadura casi tan grande como ella.

—¡Qué altos eran los guerreros en la Edad Media! —exclamó David, y al tocar aquel traje de hierro, suspiró—. Con una lata de sardinas así, no habría manera de que te hicieran nada.

—¡No lo creas! —le contradijo Erika, mirando los agujeros—. Ésta tiene dos lanzazos bien marcados —la dejó y cogió la otra armadura—. Ésta también, y en los mismos sitios que la otra, ¡qué curioso!

—Eran las armaduras de dos perdedores —razonó David—. Yo quiero la del vencedor.

En esos momentos oí la llamada del walkie. Subí rápidamente para tener mejor cobertura. Eran Fernando y Belén.

—¿Dónde estáis? ¿Qué os ha pasado? ¡Llevamos horas intentando hablar con vosotros! —exageré.

—Es que habíamos perdido el cacharro por el camino y hemos tenido que retroceder para buscarlo. Menos mal que hemos dado con él, porque si no, no nos hubiésemos podido comunicar.

Antes de que siguiera con aquel incidente, le corté. No podía aguantarme por más tiempo la noticia:

—¿Sabéis que estamos en el castillo maldito? Os tengo que contar el increíble descubrimiento que hemos hecho …

Pero Fernando me interrumpió.

—No nos tomes el pelo. ¡Seguro que estáis en la habitación del monasterio! ¿Es grande?

Si tú supieras, pensé, y en un instante cruzó por mi mente todo lo sucedido desde que Fer nos dejó para ir a casa de Belén. Habían pasado unas horas y parecía que hubiese sido una semana entera. Demasiadas cosas que Belén y Fer ignoraban. Era absurdo comenzar a contárselas en la distancia por aquel trasto, así que atajé:

—¡Id deprisa al monasterio, que allí está Cristina esperándoos! Enseguida llegaremos nosotros.

—¿Pero no estáis todos juntos?

—No, habla con Cris. Llamadla y quedad con ella. Nosotros llegaremos en… cuanto podamos. Esperadnos donde las bicis.

No podíamos continuar todos disgregados. La situación era preocupante. Había demasiadas aventuras para explicar.

Colgué y me dirigí hacia el sótano del laboratorio.

—¡Tenemos que volver al monasterio!

—¡Oh, espera un poco! —se quejó David—. Aún no he explorado todo este lugar, que, es un chollo. No será un tesoro, pero está lleno de cosas interesantes.

—Ya volveremos luego todos juntos.

—Bueno —cedió David, con una espada en la mano—. Me llevo ésta. Es mi favorita y nos puede servir para defendernos.

Y salimos del laboratorio tan tranquilos. Ahora conocíamos el camino: aquel pasillo sólo tenía tres puertas, y la del fondo (la más lejana a las escaleras) era el lugar en donde estaban almacenadas las obras de arte robadas, «la cámara secreta», como la llamó David, al acordarse de Harry Potter, Desde allí se entraba al pasadizo.

Íbamos a grandes zancadas, acompañados por Sabab, el enorme perro que nos daba seguridad, pero al alcanzar la puerta …

—¡Uff, qué dura está!

—¡A ver, vamos a empujar todos!

Y así lo hicimos, pero fue imposible. Estaba tan cerrada como si fuese un muro. Alguien, desde el otro lado, había echado el pesado cerrojo. Nos habían bloqueado la salida: la salvación.