14. Hacia el gran secreto

¿Qué podía ocultarse detrás de aquella puerta? En unos instantes se nos pasaron por la cabeza millones de espantosas y absurdas posibilidades: desde un monstruo del pantano a un fantasma, aunque en este caso no habría puerta de por medio que valiese, y además los fantasmas no respiran porque ya están muertos. Más que liados, andábamos aterrados.

Recorrimos con la mirada el lugar buscando algún pasadizo que nos permitiese escapar, evaporarnos. Yo empecé a tocar, palpar y enredar en todas las paredes por si hallaba algún resorte secreto.

—¡Por aquí no hay nada! —dije a David, que seguía escuchando tras la puerta.

Me dolían las manos de tanto apretar piedras.

—¿No has mirado debajo? —me dijo.

—¿Debajo de dónde?

—Debajo de la mesa de los experimentos. Seguro que hay una entrada, unas escaleras o algo. ¡Aparta esa alfombra!

David había tenido una gran idea.

—¡Claro! —exclamé con tanta alegría que debieron de oírme en todo el castillo.

Al instante, unos ladridos graves, insistentes, se oyeron detrás de la puerta.

—¡Un perro rabioso! —se asustó David.

—Rabioso o no rabioso, debe de ser un perro enorme. ¡Lo único bueno es que ya sabemos qué es lo que hay detrás! Un perro nunca podrá entrar con la puerta atrancada.

—Sí, pero moriremos de hambre.

—Y los perros siempre tienen dueños —añadí, tras pensarlo mejor—. Con estos ladridos no tardará en aparecer el amo.

Corrí hacia el centro del laboratorio. David seguía en la puerta, nervioso.

—Date prisa, haz algo, busca un escondite, que oigo unos pasos que se acercan —me informó David, y de pronto fue como si se quedara mudo—: ¡Ehhhh…!

—¿EH?… ¿Qué significa «ehhh»? —y mirando su cara rígida, pregunté—: ¿Qué te ha pasado?

—Ehhhhhhhhrika. Creo que es Erika.

—¿Erika? —supuse que el encierro le había afectado a la cabeza.

Pero al acercarme, también yo escuché una vocecita que parecía de nuestra amiga. Sin esperar más, abrí la puerta y salí al pasillo:

—¡Erika! ¡Erika!

Antes de que pudiera divisarla, ya estaba yo en el suelo con un enorme animal encima que me lamía la cara.

—¡Puagh! —dije en cuanto Erika lo apartó—. ¿Qué es lo que hace Sabab aquí?

—Ha venido a buscarme. Sabía que estaba en peligro y no dudó en jugarse la vida —explicó, mientras le acariciaba la cabeza—. Qué guapo es mi perro, ¿verdad?

Prefería no contestar. Había muchas preguntas y demasiadas incógnitas para aclarar: «¿Por qué no nos avisaste? ¿Cómo has llegado? ¿Cómo ha llegado tu… perro? ¿Qué habéis hecho hasta ahora? ¿Has visto a alguien sospechoso?…». En fin, un montón. Pero ése no era el lugar para una charla tan larga. Así lo pensó Erika, que sugirió:

—¿Qué os parece si subimos a la torre y allí nos contamos todo? Éste no es el mejor sitio para hablar. Os tenía perdidos y andaba preocupada por vosotros …

—¿Por nosotros? —era absurdo que una niña más pequeña quisiera protegernos, y ataqué—. ¡Sería al revés! ¿Tú no tenías miedo, aquí, sola?

—¡Oh, no! Con Sabab no tengo miedo.

—¡Así cualquiera, pero con éste al lado! —se quejó David tocándome el hombro.

—Oye, ¡que eras tú el que te querías volver!

Entonces Erika se dio cuenta de que faltaba alguien en el grupo:

—¿Y Cristina? ¿Dónde la habéis dejado? ¿Sabéis algo de Fer y de mi hermana?

David se adelantó a contestar:

—Venían para acá y, de pronto, su trasto dejó de funcionar. No lo entiendo. No sabemos nada. Por eso Cris los está esperando en el sitio de las bicis.

El sótano era la zona mejor conservada del castillo; lo comprobamos en cuanto lo dejamos atrás y comenzamos a movernos por las ruinas del exterior. La muralla estaba casi entera, pero nadie podría asegurar la solidez de aquellos pedruscos. Al final de ella se levantaba uno de los torreones, y hacia allí fuimos.

Cuando llegamos a lo alto, Sabab ya llevaba allí un rato. Le vimos plantado en la cima, observando a derecha e izquierda, como si tratara de buscar algo.

—¿Veis qué listo es? —Erika se lanzó a abrazarlo, y una vez que estábamos sentados los tres (los cuatro, contando al perro también) suspiró—. ¡Qué vistas! ¡Un paisaje maravilloso!

Rápidamente miré a mi alrededor. Las montañas ocupaban las tres cuartas partes de mi visión, mientras que en el lado más próximo al monasterio se divisaba un paisaje que, al atardecer, me hubiese parecido aterrador: un bosque fantasmagórico, con mucha vegetación de cualquier color menos verde, y árboles altos, quebrados y resecos, como si estuvieran podridos o fuesen de piedra.

—¡El bosque de la muerte! —y lo miré despacio, como si quisiera aprenderme de memoria algo de lo que había oído hablar tanto que no estaba seguro de que existiera.

—¡Qué mala pinta tiene! —interrumpió David mi atenta contemplación—. Ahora entiendo por qué todos insistían en que no nos acercásemos. ¡Seguro que hay pantanos, ciénagas, cocodrilos y mosquitos asesinos! ¡Cualquier cosa!

—¡No exageres! —puntualicé—. ¡No hay ningún bicho por esa zona, ya nos lo dejaron bien claro! Por eso lo llaman el bosque de la muerte, precisamente.

—¿Y qué es eso que se mueve por allá arriba? —preguntó Erika, señalando en lo alto del bosque.

Yo no veía nada.

—¿Dónde?

—Al fondo, entre aquellas ramas que… Humm, no sé. Ya no está, pero lo he visto.

—¡Serán las águilas carnívoras, ésas que no comen espaguetis! —dijo David, feliz por la ocurrencia, aunque luego, cuando lo pensó mejor, se asustó un poco; lo vi en su cara, cortada.

—Tonterías. A ese bosque no se acerca ni una avispa —dije, convencido de mi teoría.

—Pues Sabab ha pasado por él ——exclamó Erika.

—¡Anda ya!

—Es la única explicación. Si no, no sé cómo pudo encontrarme.

Y empezó a contarnos su aventura solitaria. Lo más curioso era que el perro seguía atentamente la historia y ladraba en cuanto oía su nombre, como si quisiera recordarnos que él era el protagonista.

—Me metí en el pasadizo —prosiguió Erika—, ya sabéis, y antes de que pudiera darme cuenta de que estaba sola, se cerró la puerta de la chimenea. Me puse a tocar la pared, intentando buscar un resorte que la abriera. Grité pidiendo ayuda, pero no me oíais …

—Ahora que lo dices, yo sí que oí algo —apuntó David—, pero me parecieron voces que estaban fuera de la casa. Creí que era Belén que ya había llegado.

—Por suerte, tenía linterna, y pude ver dónde estaba. Pero entonces escuché un ruido en el pasadizo, me escondí en un hueco y…

—¡¡Era Sabab!!

—Exacto. Era mi listísimo perro, que había venido a salvarme. Si él estaba allí, significaba que había entrado por alguna parte; seguí sus pasos y… no hay mucho más que contar: aparecimos en este castillo, exactamente ahí —dijo señalando al pie de las murallas.

—Es lo que me imaginaba. El pasadizo tiene más de una salida —le dije a David—. ¿Recuerdas el camino que dejamos a un lado?

—¿Cuando tropezaste con aquella cabeza que había en el suelo?

—Sí.

Erika creía que nos estábamos burlando de ella.

—Así no me vais a asustar. Al lado de Sabab —y volvió a abrazarlo— no tengo miedo de nada. El muy listo ha atravesado ese bosque para salvarme —repitió.

—¿Por qué estás tan segura de que ha llegado por ahí?

—No hay otra posibilidad, creo yo.

—No sé —y volví a mirar atentamente el paisaje de mi alrededor, aquel horizonte dé montañas imposibles.

David suspiraba en lo alto de la almena, buscando alguna huella de las águilas carnívoras. Luego, cansado de no hallar pistas, miró a su alrededor y se animó:

—¡Cuando le cuente a Fernando que he estado en el castillo de los guerreros sin cabeza! —y me miró—. ¡Sácame una foto aquí en lo alto, con tu móvil!

—Lo tengo en la mochila de la bici —dije, y proseguí dando vueltas en mi mente a algo que no acababa de entender: guerreros sin cabeza, montañas altísimas, un castillo en mitad de la nada (porque allí no había ningún territorio para defender), un laboratorio, y un bosque… ¡envenenado!

Y al pensar en esta última palabra fue como si se abriese el cielo y me llegara la inspiración.

—¡Envenenado! —dije en voz alta, para asegurarme de lo que estaba pensando, y proseguí—. ¡Claro, envenenado!

Mis amigos me miraban como si estuviera loco:

—¿Qué te pasa, Álvaro?

—¡Ahora lo entiendo! ¡Ya sé cuál es el misterio de este castillo maldito!

—¡Anda ya! —David no se lo creía, y menos cuando proseguí.

—También he descubierto el secreto del bosque de la muerte y hasta del laboratorio que dejamos abajo… ¡Todo está relacionado!