13. De repente, el castillo

Aquella situación nos desbordaba tanto que hasta el miedo nos desapareció: un pasadizo, un cadáver decapitado, una cabeza rodante, amigos perdidos y oscuridad absoluta …

¡Era más de lo que podíamos imaginar!

Instintivamente me agaché y me senté en el suelo; accidentalmente topé con algo pequeño, móvil, duro y redondeado.

—¡La pila!

Como si hubiese encontrado un tesoro, la tomé con cuidado y la coloqué en la linterna. La luz volvió, y así vimos realmente la cabeza que había en el suelo.

—¡Es de un Cristo! —señaló David, y al instante relacionó—. Entonces, ¿lo que yo he tocado…?

Corrimos hacia el hueco de la pared, y allí, mal tapada por un paño, había una escultura de Jesucristo como las que salen en las procesiones de Semana Santa, pero… ¡sin cabeza! A sus pies descubrimos dos pequeños cuadros y tres cálices que parecían de oro.

—¡Seguro que aquí escondían los frailes sus tesoros para que no se los robaran! —sugirió David.

—No lo creo.

—¿Qué otra explicación puede haber?

—No lo sé, sigamos por ahí, a ver si encontramos algo más —dije, señalando la pared del Cristo.

A esa altura, el pasadizo se abría en dos, pero nosotros teníamos muy claro cuál era la dirección que íbamos a seguir: la de los objetos religiosos.

Avanzamos un buen rato sin hallar más piezas y empezamos a preguntarnos si aquel camino conduciría a alguna parte. Estábamos a punto de volver sobre nuestros pasos, cuando David me tocó el brazo.

—¡Mira al fondo! —se veía una penumbra luminosa—. ¡Allí debe de estar la salida!

—¡Vamos!

El pasadizo, que iba estrechándose, quedó convertido en un hueco parecido al tamaño de la caja de una tele. Cruzamos por él como si fuésemos perros y aparecimos en …

—¿Dónde estamos? —pregunté, aturdido, al contemplar aquella sucia sala que parecía un almacén, donde se amontonaban cristos, vírgenes, santos, cálices, cuadros, campanillas y objetos de oro por todos los lados.

—¡Un tesoro! ¡Un tesoro! —gritó David, entusiasmado—. Hemos descubierto el tesoro de… ¿De quién será este tesoro perdido?

—¡No es nuestro!

—Ya, pero lo hemos encontrado nosotros. ¡Nos pertenece! —David ya se lo estaba imaginando—. ¡Seremos ricos y famosos! Hemos encontrado el tesoro más antiguo de… —dudó un momento y preguntó—: Porque esto es antiguo, ¿no? No digo de la época de los romanos, pero sí de la Edad Media o por ahí.

Aquellos cuadros y esculturas ciertamente parecían tener muchos años, aunque había algo que nos dejó un poco perplejos: detrás de una pintura de la Virgen había un cáliz envuelto en …

—¡Un papel de periódico! —gritó David, tan aterrado como si hubiese descubierto un cocodrilo.

Aquello no era nada tranquilizador: ¡estábamos en el almacén de unos ladrones que traficaban con objetos religiosos!

—¿Te acuerdas —le pregunté a David— de lo que dijo la madre de Cris sobre la iglesia del pueblo?

—Sí, que había desaparecido algo y que sólo la abrían para la misa de los domingos.

Y en voz baja, dijimos al mismo tiempo:

—¡Vámonos de aquí!

El lugar tenía unos muros de piedra más gruesos que los del monasterio.

Tan sólo había una puerta que estaba bloqueada por dentro con un grueso cerrojo de hierro oxidado.

—¿Te das cuenta? —dije—. Aquí ahora sólo se puede entrar desde el pasadizo. Así que si alguien aparece …

—¿Quién va a aparecer? —preguntó David, y él mismo se contestó aterrado—: ¡Los ladrones!

—¡Huyamos! —y nos abalanzamos sobre el enorme cerrojo, que no ofreció dificultad para abrirlo—. Vayamos lejos de aquí y escondámonos, porque si ven que hemos abierto la puerta se darán cuenta de que ha estado alguien.

Salimos a un pasillo muy amplio y frío. Debíamos de estar en un sótano: la escasa luz entraba por unas ventanas del tamaño de un puñal que había en lo más alto. Al fondo vimos unas escaleras que subían. Y hacia allí nos dirigimos, en busca de la libertad y el aire puro.

Al alcanzar los primeros peldaños oímos perfectamente el sonido de unos pasos suaves y menudos que trotaban lentamente; así que echamos a correr, rápidamente, y nos metimos por la primera puerta que encontramos.

Permanecíamos detrás de aquella puerta tratando de apreciar cualquier ruido del exterior. Como no volvimos a oír nada durante un buen rato, dedujimos que los misteriosos pasos no nos habían seguido. Por si acaso, aguardamos un tiempo antes de actuar, y entonces sí que nos volvimos y contemplamos aquel cuarto al que habíamos ido a parar: había dos mesas altas y diferentes cacharros y recipientes de metal, una balanza con pesas, piedras, minerales …

—¡Un laboratorio! —afirmé—. Un laboratorio antiguo.

—Un laboratorio, ¿para qué? —a David le extrañó—. ¿Los monjes suelen hacer inventos?

—Esto no es el monasterio. ¿No te has dado cuenta de la construcción?

David empezó a mirar los muros de piedra, más gruesos y primitivos que los que ya conocíamos.

—¡Psss!… Es que con tantas carreras no había podido fijarme bien.

—El pasadizo comunica el monasterio con… —dudé un segundo, y luego afirmé con seguridad—: el castillo. ¡Estamos en el castillo maldito!

—¿El castillo de los guerreros sin cabeza del que nos habló Fernando?

—Sí, éste tiene que ser. Por aquí no hay otro. Pero lo de los guerreros sin cabeza es una leyenda, ya sabes …

—Pues yo ya me encontré a alguien sin cabeza antes de entrar —dijo David, se rio y sugirió—: ¿Por qué no llamamos a Fernando para contárselo? ¡No se lo va a creer! ¡Hemos llegado al castillo de los guerreros sin cabeza! —y animado, prosiguió soñando en voz alta—. ¡Somos unos descubridores tan grandes como Colón! ¡Saldré en la tele!

—Lo mejor es salir de aquí. Hay que volver y buscar a Erika. No hemos seguido su camino, ahora estoy seguro.

—¿Porqué?

—Porque el cerrojo de la puerta que nos ha conducido hasta aquí estaba echado —le expliqué—. No ha podido traspasarla.

—Entonces, ¿dónde se ha metido?

—No lo sé, pero hay que volver al monasterio.

Antes de que nos dispusiéramos a hacerla, oí un ruido muy al fondo.

Nos arrastramos en silencio y permanecimos un rato con la oreja pegada a la puerta, hasta que David, susurró:

—¡Yo no oigo nada!

—¡Escucha! ¡Escucha atentamente!

Y David percibió lo que yo había presentido y que hasta entonces no estaba seguro de que fuese real.

—¡Tienes razón! ¡Hay alguien ahí detrás! He oído su respiración y…

No era necesario que continuara. Los dos habíamos tenido la misma impresión. Espantado, acabé su frase:

—…¡Esa respiración no es humana!