11. El tercer hombre

No podíamos entender aquel misterio. Ante la desaparición de Erika, cualquier cosa dejaba de tener importancia. Nos olvidamos del muerto vivo y nos centramos en el lugar donde estábamos.

—¡Tiene que haber un pasadizo! —sugirió David.

—¿Un pasadizo? —me intrigó—, ¿por dónde?

—En algún lado —y se puso a tocar todos los tiradores de los cajones.

Ninguno de ellos era la llave para abrir una puerta escondida, así que exclamó:

—¡O eso o es que Erika está en otra dimensión!

—¡No digas tonterías! —no era un momento para bromas.

—¡Esas cosas también pasan! —se defendió David, convencido de lo que decía.

—¡No os peléis, chicos! —dijo Cris—. Necesitamos toda nuestra energía. Mirad atentamente alrededor. Seguro que hay una explicación y está delante de nuestras narices.

Cada uno de nosotros nos pusimos a observar a fondo lo que teníamos enfrente: David miraba la pared de los cajones; Cris, la de los ventanales; y yo, la enorme chimenea que dominaba aquella absurda despensa.

Y me concentré tan a fondo que empecé a percibir una sensación extraña.

—Erika tenía razón —dije—. ¡Aquí hay algo que no encaja!

—Eso ya lo sabemos, pero ¿qué es?

Casi dejamos de respirar tratando de adivinar el misterio. Fue Cris quien rompió aquel silencio.

—¡Son pasos!

—¿Qué dices?

—¡Pasos! —repitió Cris, que tenía un oído muy fino—. Alguien está fuera. Seguro que son Fernando y Belén. ¡Quedaos aquí, que vuelvo con refuerzos!

—Te acompaño —dije, y fui tras ella mientras David se quedaba en aquel misterioso cuarto esperando la reaparición de Erika.

Ni Cris ni yo vimos a nadie en el exterior. El sol se había ocultado tras las nubes, pero aún quedaban bastantes horas de luz.

—Te aseguro que he oído pasos.

Antes de decidirnos a avanzar, miramos a nuestro alrededor y notamos que algo se movía detrás de los arbustos.

Corrimos hacia allí y nos topamos con una oveja que parecía más sorprendida que nosotros.

—¡La oveja del pastor que desaparece! —exclamé confusamente, utilizando una expresión propia de David.

Cris me miró y volvió a mirar, asombrada. Por detrás se aproximaba alguien.

—¿Qué hacéis por aquí, muchachos?

Esta vez el pastor no había desaparecido.

—¡Estamos de excursión! —dijo Cris.

No quisimos darle más explicaciones y hasta pasamos al ataque.

—¿Y usted?

—Mi misión es vigilar.

—¿Qué?

—Vigilar las ovejas —se fijó en el animal que estaba a nuestros pies—. Ah, estás aquí, Rubiña —y se justificó—. Siempre que se me escapa algún animal, lo encuentro cerca del monasterio. ¡No sé qué tendrán estos hierbajos!

Le mirábamos sin atrevernos a decirle nada.

Nunca había visto un pastor de cerca, pero éste no parecía un impostor, aunque me inquietó el silbato que llevaba colgado en el pecho. Cris también lo notó, y me dijo al oído que era para llamar al rebaño, pero yo me acordé de aquel sonido que casi nos rompe los tímpanos y di un paso hacia atrás.

—¡No sé por dónde se me cuelan estos puñeteros animales! —prosiguió el pastor contándonos sus problemas—. ¡Lo peor es que no todos aparecen!

—¿Y el rebaño? —preguntó Cris.

—¡Allá arriba! —señaló hacia la ladera del monte—. ¿Queréis venir conmigo a verlo? —lo pensó mejor y añadió—: Aunque en un rebaño no hay mucho que ver. Son todo ovejas y cabras, pero os gustarán los perros: Pinche y Chinchón. Ya veréis qué listos son los condenados.

—No podemos ahora —dije—. Estamos esperando a unos amigos.

—Ah, bueno, si es así… —y le notamos preocupado por nuestra respuesta—. No os quedéis mucho tiempo por aquí. En este monasterio pasan cosas extrañas —le miramos en silencio—. ¿No me creéis?

—Sí, claro que sí —respondió Cris—. Es la tercera persona que nos lo dice hoy.

—¿La tercera? —aquella información le dejó descolocado y muy interesado—. ¿Quiénes eran los otros?

—Uno era un señor que dijo que se llamaba el tío Lucas —le conté—, pero creo que andaba un poco tocado. Al otro le conocimos lejos de aquí; tenía una barba recortada, como los caballeros antiguos.

—¡Vaya! ¡Vaya! —se quedó meditando, y como no sabía qué decir, añadió—: Bueno, pues ya veis que no soy el único. ¿Os han hablado de algo más?

—No, bueno, sí… ¡Del castillo maldito!

—¡Ese maldito castillo! —suspiró, y por primera vez los ojos le brillaron como si tuvieran fuego—. Olvidaos de ese castillo y no os acerquéis al bosque que lo rodea. ¡Es un lugar del diablo! Si estáis por sus alrededores y sopla el viento del oeste, salid corriendo lo más lejos que podáis.

—¿Qué pasa con ese bosque?

Miré al pastor y me di cuenta de que no tenía aspecto de querer asustarnos; todo lo contrario.

—Nada bueno. Nadie, que yo sepa, ha podido atravesarlo con vida. Sólo Pinche, que huyó una vez con Chinchón-padre, el padre de Chinchón, pero aquel viejo perrazo no regresó nunca. Algo tiene ese bosque que lo hace muy peligroso.

—¡No lo entiendo!

—Yo tampoco, hija. Pero las ovejas que se me han perdido por ahí nunca han vuelto. He visto alguna muerta, entre los matorrales, y ni siquiera me he atrevido a recuperar su cuerpo —nos miró y repitió—: No entréis ahí por nada del mundo. Recordadlo bien, recordadlo.

—¿Qué es lo que hay?

—Nadie lo sabe, pero ese bosque… ¡está embrujado!

—¿Embrujado? —repitió Cris—. ¿Y el castillo?

En ese momento oí a David que gritaba, y eché a correr, dejando a mi amiga conversando con aquel tipo. Quería decirle que saliese a hablar con el pastor que desaparece, porque ya había aparecido, pero David tenía algo más urgente que decirme.

—¡Ya sé por dónde se ha ido Erika, la muy loca!

—¿Sí?

—Sí. Al fin he descubierto lo que no encaja en esta habitación. Y la verdad es que, como decía Cris, lo teníamos delante de nuestras narices.

—¿Qué es?

—Muy fácil —se rio—. ¿No lo ves?