8. La habitación de la gran chimenea

Nada más pisar lo que en otro tiempo pudo ser un huerto y ahora se divisaba como un montón de barro seco con algunos hierbajos, pregunté a mis amigos:

—¿Habéis oído?

—Yo no oigo nada —improvisó David, con pesar, dándose golpecitos en la oreja—. ¡Me he quedado sordo!

—¿Seguro?

—¡Seguro! ¿No habéis notado un zumbido muy agudo, como si fuese un rayo láser invisible?

—Sí, no me lo recuerdes —le dijo Cris, apretando los dientes; al imaginárselo volvía a percibir aquella desagradable sensación.

—Me ha dejado sordo —insistió David.

—Entonces —le dije—, ¿qué haces hablando con nosotros?

—Ah, es cierto —y se alegró tanto como si acabara de descubrir un videojuego nuevo—. ¡Qué suerte! ¡No me había dado cuenta! ¡Como nunca me ocurren estas cosas!

—¿Qué ha podido ser? —preguntó Erika.

La respuesta no parecía muy difícil, al menos para un científico.

—Era un sonido con una longitud de onda muy baja —dije, mirando a Cris.

—¿Qué? —gritó Erika.

—Hay silbatos especiales que sólo los oyen los animales o aquellos que tienen un descodificador especial. Los demás no los percibimos. A no ser que estén demasiado cerca; entonces pueden ser peligrosos.

—¡Ha sido el pastor invisible! —recalcó, confusamente, David—. Ése que no quiere que lo vean. ¡Está aquí, seguro!

—¡No digas tonterías! Puede que ese sonido no haya sido emitido por ninguna persona —dije para tranquilizar a mis amigos.

Sin embargo, estas palabras nos inquietaron más.

—Pero los fantasmas no apar… —David no se atrevía a acabar la frase—. ¿O hay fantasmas de día?

—Habrá sido el chirriar de una puerta o el viento en algún agujero —traté de explicarme mejor—. ¡Esas cosas ocurren!

Ni yo mismo me creía lo que les estaba contando, pero no había que alarmarse. El sonido había desaparecido.

Al cabo de unos minutos, y como no vimos nada sospechoso, decidimos proseguir con nuestra exploración en busca de una entrada al monasterio: la puerta principal estaba cerrada, como lo estaban los ventanales de la primera planta, que tenían las contraventanas echadas.

—¡Esto es como una lata de sardinas! —soltó David, y al ver que no lo entendíamos, se explicó—: ¡Sin abridor no hay nada que hacer!

—¡Estamos perdiendo el tiempo! ¿Por qué no vamos a esperar a nuestros amigos? —sugirió Cris.

—¡Aquí no hacemos nada! —la apoyó David, y añadió, orgulloso—: Si no se puede entrar, yo no entro. Es mi lema, porque mi lema está muy claro …

No pudo seguir explicándose. Erika, que se había adelantado, gritó:

—¡Eh, chicos, venid, venid; aquí hay una puerta! —y según nos acercábamos, señaló—. Mirad, estaba abierta, pero abierta, abierta, así como lo está ahora —dijo, dejando un hueco por el que cabía una persona.

—Eso es que ha entrado alguien —David lo vio muy claro—. ¡Vámonos!

—O ha podido salir —dije yo.

Y al considerar esta posibilidad, nos vimos doblemente amenazados. Así que nos apretamos, espalda con espalda, mirando bien por todos los lados, sin decidirnos a entrar o salir definitivamente.

—¿Qué hacemos?

—Ya que estamos aquí, veamos lo que hay en el monasterio —dije y traté de tranquilizar a mis amigos y a mí mismo—. Seguro que esa puerta la ha abierto el viento.

—¡Otra vez el viento! —se quejó David.

Tras cruzar la puerta, seguimos por un estrecho y oscuro pasillo, que nos llevó directamente a…

—¡Qué cocina tan rara! —suspiró David, apagando su linterna.

—¡Es como estar en la Edad de Piedra! —sugirió Erika.

En mitad de aquel lugar había una especie de fogón de piedra y ladrillos quemados, y en el centro, un hueco lleno de cenizas hechas polvo. Por encima de las cenizas destacaba una enorme chimenea, como si fuese un pozo hacia el cielo.

—¡Menudo boquete! —apuntó David.

Desde allí se veían perfectamente las nubes.

—Falta la tapa en el tejado para proteger la cocina —expliqué.

—Va decía yo, porque si no… —y se rio al pensar en lo que se le acababa de ocurrir—, los días de lluvia sólo podrían hacer sopa.

Mientras nosotros contemplábamos el paisaje que teníamos encima de la cabeza, las chicas seguían explorando: Erika salió al pasillo, y Cris acababa de descubrir una pequeña puerta en una esquina de la cocina.

—¡Ayudadme a abrirla, chicos! ¡Debe de estar atrancada!

Empujamos los cuatro y finalmente la puerta cedió.

El sitio estaba menos oscuro de lo que nos pareció en un principio.

Allí, delante de nosotros, descubrimos un pequeño cuarto que no supimos para qué podría servir: el techo era alto y entraban dos oblicuos rayos de luz por dos ventanitas redondas, como las de un trasatlántico, próximas al techo.

—¡Esto debería de ser la despensa! —sugirió Cris, dada su situación, pero no lo parecía.

Una de las paredes estaba cubierta de cajones hasta el techo, mientras que en la otra había una chimenea, algo inusual para un lugar donde se deberían guardar los alimentos.

También a Erika aquello le pareció absurdo, pero por otros motivos:

—¡Qué extraño, una chimenea tan grande para un cuarto tan pequeño!

—¡Aquí pasarían tanto calor como en el infierno! —dijo David sin pensar—. Podía ser la celda de castigo, ¿no os parece?

Lo más sorprendente era que en aquella enorme chimenea de pared no había siquiera restos de cenizas. Era como si nunca la hubiesen encendido. Entonces, ¿para qué podría servir?, me pregunté.

Antes de que pudiese comentario, Cris, que estaba alumbrando el suelo, saltó aterrada, como si hubiese pisado una serpiente.

—¿Has visto ratas? —Erika miró urgentemente hacia todos los lados.

—No. Es el polvo.

—Normal que haya polvo —le contestó David—. Este lugar está abandonado. ¡Por aquí no ha pasado nadie en siglos!

—No estoy segura.

—¿Porqué?

—Si fuese así, el polvo debería estar en reposo y ser igual de espeso por todos los lados, pero aquí, ¡mirad!… —e iluminó cerca de la chimenea—. Aquí es diferente, ¿no os parece? Es como si el polvo estuviera revuelto.

—¿Qué quieres decir?

—Ni yo misma lo sé, pero intuyo que …

—¡Es cierto! —apuntó Erika—. Yo también tengo esa sensación. En este cuarto hay algo que no encaja, y no sé, no sé qué es. ¿A ti qué te parece, Álvaro?