Creo haber dicho que a Patricia no le gusta la ardilla, y por reciprocidad instintiva a mi amiga Adelita tampoco le gusta Patricia, pero la tolera cortésmente porque ve que yo trato bien a mi amante. También el amante de la ardilla me trata a mí con consideración, aunque a cierta distancia.
Hay una verdadera armonía entre las especies, las relaciones físicas y las reacciones emotivas en el orbe entero, según creo. Por eso lo llamamos universo.
Y si uno piensa en eso no deja de ser un prodigio.
El universo. Con esa unidad misteriosa: Güeny, Patricia, la ardilla, Mary-Lou, el gato Curto, yo mismo. En cada uno está el universo entero. Pronto se dice. Es increíble que en una palabra podamos expresar la inmensidad de la creación. El universo. La palabra antes que nada quiere decir unidad, y esa unidad no se puede lograr sin un repertorio de leyes compensatorias. Que alcanzan al búho nocturno y al águila blanca matinal.
Pero volvamos a mis amores con Adela. Yo estaba resentido con mi familia por su manera de tratarla. ¡Decir que era una rata! Es verdad que pertenece a la especie de los roedores, pero también pertenece el conejo y nadie puede negar que siendo niño abrazaba y besaba con amor a un conejo de vez en cuando, y que el chico que tenía uno blanco o rubio dormía con él y caía en grandes berrinches si no se lo permitían. Quizá mi padre pasó por eso.
En el mundo todo es cuestión de forma. Por la forma nos enamoramos, y por el amor y del amor vivimos. Es mi caso y el de cada uno alrededor del orbe. Claro es que hay mil clases de amor.
Pero ¿qué hay de funesto y ni siquiera de incómodo en que Adela sea un roedor? En todo caso yo sé algunas cosas de las ardillas. Yo he viajado un poco y he estado en Florencia, en cuyo famoso baptisterio hay una puerta que se llama del Paraíso nada menos, y esa puerta tiene una orla con bajorrelieves espléndidos que todos los artistas conocen, y la figura más graciosa de esa orla es una ardillita con cola frondosa remangada espalda arriba. Es obra de un escultor llamado, según creo, Ghiberti, y la ardilla, a pesar de ser graciosa y bonita, no se puede comparar con la mía porque es demasiado orejuda.
Claro es que hay animales orejudos que son graciosos y hasta poetas de talento como el hispanoargentino Lanuza, bastante orejudo también, y eso no daña en absoluto a su obra ni a su persona. Pero hay que aceptar que las orejas de mi Adela apenas se divisan, y son pequeñitas y movedizas.
Es decir, encantadoras como toda ella.
Se encontraba a gusto Adela en mi casa mientras estuvo. Pero al oscurecer yo la invité a dormir aquel día con nosotros y ella se resistía. Atribuí aquella resistencia a su costumbre de dormir en lo alto de la palmera, respirando aires oxigenados del mar cercano y del cercano parque, y entonces decidí bajar con ella a la calle y acercarla a la palmera. Tanto mejor para Mary-Lou. Como se puede suponer, saltó al tronco y subió con la armoniosa rapidez de siempre.
Cuando baja lo hace más despacio, porque al subir tiene los bordes cortados de las palmas secas adheridos al tronco en una dirección favorable. Es decir, que su barriguita no tropieza violentamente con ellos. Pero si bajara con la misma rapidez se dejaría la piel con los seis botoncitos de su lindo «gabán» de petit-gris en las aristas de esas palmas desmochadas.
Yo la veía subir con cierta inquietud pensando en los búhos, pero recordando que Patricia los llama piponcitos, aludiendo a su pequeñez y a sus vientres abultados, decidí que no eran peligrosos. Aunque nunca se sabe.
No había grandes peligros. Y Mary-Lou se alegraría de saberlo.
Cuando volví a casa encontré a Patricia con ganas de discutir. Al parecer hacía causa común con su madre. Es lo malo de las mujeres: la mamá. Yo creo que en cada boda debía haber una guillotina, así como hay un pastel de crema con varios pisos y un templete arriba. Y después de la última bendición del sacerdote se debía decapitar a la suegra.
Habría alguna lógica en eso, además, porque justificaría las lágrimas torrenciales que en las bodas vierten las madres de las novias.
Como digo, mi Patricia me recibió con ganas de discutir. Yo me dispuse a defenderme. Había tenido experiencias en España y recordaba que las ardillas de mi patria son más grandes, y las que yo he conocido eran huidizas e insociables. Luego supe que las ardillas tenían sus razones, porque algunos pastores las cazan y se las comen asadas a las brasas. Además, las únicas que yo vi fueron las de la sierra de Guara, detrás de la bonita ermita de San Cosme y San Damián que
…bajo una peña están,
y el uno come queso
y el otro come pan,
según cantábamos los chicos. Allí vi más de una vez ardillas color tabaco claro, con el rabo tan grande casi como el de las raposas, pero más gracioso. Y nunca las vi quietas ni alzadas sobre sus patas, sino pasando veloces y nerviosas de una encina a otra y de una roca a la roca vecina. Tan veloces que no pude conseguir una foto instantánea porque siempre salían movidas.
Como digo, eran mucho más grandes que Adela. De la nariz a la punta del rabo tendrían más de un metro, mientras que Adelita tiene treinta centímetros escasos.
Pero yendo a lo concreto yo le argüía a Patricia desplegando mis conocimientos: Hay ardillas en todos los países del mundo menos Australia, país de los feos canguros y no menos feos ositos que llaman Teddy. Tienen nombres diferentes en cada país y el único nombre injusto y desdichado —que no sé a santo de qué viene— es el que les dan los catalanes: esquirols. Porque esquirols llaman también a los obreros rompehuelgas. Probablemente con eso no quieren envilecer a las ardillas, porque los catalanes aman la naturaleza y respetan y quieren a las criaturas selváticas más que los castellanos, pero esa alusión a los rompehuelgas me molesta porque yo en mi juventud tuve actividades sindicalistas. Y el esquirol era nuestro peor enemigo.
Estas cosas no se las digo a Patricia, porque quién sabe las deducciones que sacaría. Diría tal vez que los catalanes tenían razón, porque las ardillas se meten en lo que no les importa y siempre salen con algo en la boca o las manos.
Eso no es verdad. No hay en el parque una sola ardilla que tenga un amigo como yo y ella no me roba nada, sino que se digna aceptar graciosamente lo que le doy.
Además, ella comparte muchas de mis emociones. Los dos miramos a esa luna grande y roja de verano —al anochecer— confusos. También Patricia —es verdad— la mira desde la terracita de mi casa. Sólo que Patricia suele pasar el brazo por mi cintura, poner su cabeza en mi hombro y decir en una mezcla de español e italiano, porque ella no distingue mucho entre los idiomas:
Oh, amato mío, es el tiempo
dolce de la primavera…
Nunca diría Adela cosas tan bobas. Se dirá que son poesía, pero Adela es poesía viva y palpitante. Y muda. Lo que vale más. Y esos versos italo-hispanos son miserables lugares comunes sin eco en nuestros ganglios.
Yo quiero a Patricia, pero insisto una vez más en que lo más importante en la vida no es lo necesario, sino lo demás. Y para Adela yo soy «lo demás» y ella para mí. Y los dos lo sabemos. Y no lo decimos nunca.
El lector me entiende.
Acostados en la cama yo le repito a Patricia cosas, leídas en la enciclopedia, que recuerdo casi de memoria: «El género que llaman en latín sciurus es el que se encuentra en España y está formado por roedores de formas esbeltas —cosa que no le sucede a Patricia, que aunque hermosa es un poco culona— y su cola es casi tan grande como el cuerpo, cubierto de largo y espeso pelaje a veces con los pelos dispuestos en dos series, las orejitas rematadas en forma de pincel, los incisivos lateralmente comprimidos y los primeros molares bajos. Abarca este género cincuenta o sesenta especies diseminadas por todo el planeta, a excepción de Australia y de Madagascar. La talla de estos animales es muy variable. En algunas especies la longitud del cuerpo, sin contar la cola, es de seis centímetros —así son los bebés de Adela cuando nacen—, mientras que en otras alcanzan más de medio metro. En su pelaje domina el color pardo rojizo…».
—Como el mío —dice Patricia, muy satisfecha.
—Bueno, tu pelo es uniformemente rubio.
—En la nuca no.
Y me muestra la nuca, que yo beso con reverencia. Ella me pregunta si he besado alguna vez a Adela, y yo le digo que sí, en el cuello.
—¿Y no te ha arañado? Porque tienen la costumbre de sacar las uñas.
—Oh, no. Ella sabe muy bien que no debe usarlas sino para trepar por los árboles o para defenderse.
—Pero cuando la besas en el cuello podría pensar que la quieres morder. Porque en el cuello se atacan todos los animales cuando pelean, buscando la yugular.
—Yo no soy ningún animal.
Ella se queda un momento pensativa, y luego dice:
—No, claro. Pero eso lo sabes tú. No se le puede pedir a la ardilla que lo sepa también.
—¡Ella sabe más que nosotros de algunas cosas!
—Los animales no saben nada.
—Saben construir sus viviendas.
—No saben hacer máquinas.
—No. No hacen rifles y bayonetas para sacarse las tripas recíprocamente cuando una de ellas toca una trompeta.
Ella ríe cuando yo hablo así.
Es lo que me molesta en Patricia, que cuando se ve vencida, en lugar de confesarlo y asombrarse ante la evidencia se pone a reír como si yo hubiera dicho un chiste. Como si estuviera bromeando.
Las mujeres pueden ser encantadoras, pero también malignas. Malignamente indispensables.
Después de un largo silencio, en el que me doy cuenta de que ella no tiene sueño y está meditando, le digo:
—Todos los seres vivos como tú y yo y mi padre y tu madre y los elefantes y los cocodrilos y las cigüeñas y los sapos coincidimos en algunas cosas.
—¿Cuáles? —pregunta ella, escéptica.
—Obviamente el sexo, pero además en algunas emociones desinteresadas, como la del sol poniente que también a ti te impresiona. Adela y yo tenemos la turbación del misterio de la eternidad cuando vemos la noche estrellada. Yo la he visto alzarse en dos patitas al oscurecer, sobre mis rodillas, atraída por el ruido de los motores de un avión y quedarse contemplando el cielo cuando el avión ha desaparecido. El cielo con sus galaxias, con sus Andrómedas, Sirios y Ariadnas. Miraba el cielo estrellado y me miraba a mí como esperando una explicación.
—¿Tú que le contestas?
Pregunta ella esas cosas como si buscara un pretexto para pensar que estoy loco.
—Yo le contesto con un silencio espeso y vibrador.
—¿Qué silencio es ese?
—Un silencio lleno de fe en cosas que no se pueden explicar pero se pueden sentir. Es lo que la ciencia electrónica llama Lasser-beam.
—¿Ese silencio con el que tú le hablas a Dios?
—No, no. Entiendes tú las cosas al revés. Ese silencio con el que Dios nos habla a nosotros. Ese silencio propicia el nacimiento de la fe. Y Adela tiene fe, como yo.
—¿En Dios?
—En mí, que soy su dios. Y nos lleva Adela una ventaja inmensa a nosotros. Ella puede venir a mis rodillas y dormitar en ellas. Ya querríamos nosotros hacer algo así con Dios. ¿Tú concibes la maravilla que sería dormir en sus brazos?
Ella piensa que comienza a desvariar porque no cree en nada. Es decir, cree en su estómago y en su sexo, a los que está esclavizada. Como Dios no la esclaviza no tiene fe en Él. Yo la esclavizo a veces con esa intención, para que crea en mí, por absurdo que parezca. Y ella cree en mí, pero no tanto.
Con la voz ensoñecida me dice:
—Dime más cosas sobre las ardillas. Pero cosas verdaderas y concretas.
Al parecer, hablarle de Dios era una simpleza.
Y le digo:
—Hay ardillas de todos los colores: blancas en Laponia, donde los campesinos tienen tradiciones muy curiosas.
—¿Por ejemplo?
—Creen que los osos no atacan nunca a las mujeres, sino únicamente a los hombres, y el doctor Axel Munthe, de Suecia, cuenta en un libro curioso que yendo de un pueblo a otro acompañado de una campesina como guía apareció un oso enorme y ella avanzó sin cuidado, dijo al médico por señas que se quedara detrás y alzándose las faldas le mostró al animal su sexo (al parecer no llevaba braguitas). El oso miró soñoliento y siguió su camino sin molestarlos. Luego la campesina se bajó las faldas y dijo al doctor: «¿Sabe usted? Nunca atacan a las mujeres. Son muy caballeros esos animales, mejorando lo presente».
Patricia rio la ocurrencia y yo seguía con las ardillas.
—Las hay también negras.
—Eso ya no me gusta.
—¿Por qué?
—Como los gatos negros, las ardillas de ese color deben dar mala suerte.
—Eso depende de los países. En España un gato negro da buena suerte, y en las tiendas de lotería los tienen en la vitrina. Son supersticiones bobas.
—¿Y dónde hay ardillas negras?
—En los Alpes suizos e italianos.
—¿Y no las discriminan?
—No. Eso es cosa de los seres inteligentes en quienes el sentido humanitario no está por cierto muy difundido.
—A mí, francamente, no me gustan los negros —declara Patricia.
—Ellos no te preguntan si te gustan o no. Tampoco te lo pregunto yo.
—Pero yo lo digo porque es verdad.
—Bueno, volviendo a lo de antes, las ardillas son muy previsoras y almacenan víveres para el invierno a veces hurtándolos de los nidos de otros animales.
—¿Y eso te parece bien? —habló ella, casi dormida.
—La lucha por la vida es dura en todas partes. También entre los hombres, que a veces asesinan por cien dólares. Las ardillas viven en la copa de los árboles o en sus oquedades, en donde durante el invierno, si hace frío o hay nieve, hibernan.
—¿Qué es eso?
—Que se pasan una semana o dos y a veces más durmiendo, sin necesidad de alimentarse. O comiendo los víveres almacenados durante el verano. Cuando copulan y quedan fecundadas la preñez dura seis semanas y paren a veces hasta ocho o nueve hijitos. Les dan de mamar durante dos o tres semanas y luego los rechazan para que aprendan a vivir por su cuenta, como creo haberte dicho. A los seis meses están en condiciones de copular ellos mismos y hay peleas para elegir la hembrita. Adela tiene su amante, al que le es fiel.
—¿Cómo lo sabes?
—Estoy convencido y esa es la mejor evidencia. No hay quién pueda demostrarme que no tengo razón. Yo lo conozco y distingo a su amante. Y él me conoce a mí.
—¿Lo has visto copular?
—No. Yo no soy un voyeur.
Eso le hizo soltar la carcajada. Pero yo estaba pensando en el faro de la terraza y en sus luces intermitentes y salí a ver si funcionaba. Fue una decisión oportuna, porque se había apagado. Lo conecté otra vez —se había salido el enchufe—, pero pensaba que tal vez aquel faro era una precaución innecesaria porque los búhos son aquí pequeños y tripuditos, como dice Patricia. Los animales a los que se designa con diminutivos suelen ser inofensivos —pensaba yo en la terraza. Pero un momento después me picó un mosquito en el cuello y lo maté, observando que allí fallaba mi teoría, porque los mosquitos pueden traer la malaria y otras fiebres peligrosas.
Los diminutivos no quieren decir nada.
Güeny, la madre de Patricia, llama a su esposo Davy y nosotros la llamamos a ella Güeny —diminutivos—, y si vamos a ver de cerca su manera de conducirse… bueno, más vale no hablar.
En la terraza, antes de retirarme, creo ver muy arriba —encima de mi casa— uno de esos «objetos volantes no identificados», es decir, un ovni. Entro en la casa y busco los gemelos.
Con ellos veo el ovni bastante más cerca —mis prismáticos reducen diez veces la distancia— y me quedo de veras perplejo. Tiene la forma clásica ya de un cigarro puro, con escotillas por las que sale una luz anaranjada. Como hemos leído a veces en los periódicos.
Dirijo también mis gemelos a la copa de la palmera y allí veo sobre las ramas la cabecita de Adela con sus manitas colgantes bajo la barba. Como suele vigilar los cielos por temor a los jerifaltes y halcones, no pierde ninguna novedad cuando las hay.
Sirio, por ejemplo. Se ha familiarizado con él como yo mismo. Y es sólo una emoción lírica.
El cielo, con sus misterios naturales, lo vemos cada día. (Con sus misterios inocentes y, por decirlo así, divinamente inocentes). Pero los ovnis deben intrigarla a ella lo mismo que a mí. Y a Patricia y a sus padres, es decir, a su madre genuina y a su dudoso o espúreo y falso —y cornudo retroactivo— padre.
Esto último —esa expresión— siempre me hace reír, aunque se trate de mi padre, lo que es un poco cruel, pero no tuvo la culpa mi madre, sino su amante. Lo curioso es que cualquiera que haya sido la conducta de nuestra madre, nunca la acusamos de nada. Está por encima de toda censura. Nos ha alimentado, nos ha lavado el trasero, nos ha cantado canciones de cuna. La madre siempre tiene razón para el hijo.
Si se ha conducido de un modo un poco irregular culpamos sólo al padre.
Y quizá tenemos razón, y eso entra en el orden de la naturaleza en todas las especies de la tierra y del cielo.
Aunque los ovnis y sus habitantes o tripulantes, si los hay, puede que tengan un sentido moral diferente en relación con las copulaciones y el amor y la fidelidad. En la copa de la palmera Adelita y yo tal vez sentimos lo mismo. Y compartimos una curiosidad natural con una cierta sensación de peligro.
Peligro ante lo desconocido.
Sólo nos faltaban los ovnis.
Tengo ganas de hablar de ellos con Mary-Lou mañana.
¡Cómo se alegrará ella de saber que la ardilla ha vuelto, para siempre, a su palmera!
Así pues, al día siguiente fui a mi banco en el parque y Mary-Lou se alegró más que nunca de verme. Hablamos de los ovnis y ella me dijo muchas cosas. Pero antes tuvimos, por decirlo así, una secuencia de nuestro idilio. Un poco triste, es verdad.
El viejo profeta estaba allí, como siempre, desnudo. Nosotros nos hablábamos. Yo miraba el extenso y lejano mar Pacífico descubierto por Balboa. Entre el infinito y nosotros estaba el perrito spaniel raspando el césped con sus patas traseras. Después se puso a ladrarle a un saltamontes.
El bebé dormía. Menos mal, porque así nuestra conversación sería más despreocupada.
—Anoche hubo ovnis, Mary-Lou.
—Ya lo sé. Hablaron los periódicos. Mi padre dice que los hombres que hay dentro son como cangrejos.
Luego vino el vendedor de skimos con su sonería y su coche. Mary-Lou mordisqueaba su chocolate helado y sin mirarme preguntaba:
—¿Has conocido otras chicas en el parque?
—Sí, pero no se llamaban como tú.
—¿Verdad que es bonito mi nombre?
—Y tú también.
Ella me miraba bobamente arrugando su naricita —quería sonreír y no sabía en aquel momento cómo. Dijo que aquel día no se había lavado la cara porque su madre la empujaba para que saliera pronto con el bebé. Siempre la empujaba su madre. Le gustaba estar sola.
Me dio su skimo para que se lo guardara un momento y corrió a una fuente, donde se lavó la cara, volvió a mi lado toda mojada y buscando un pañal del bebé para secarse. Le ofrecí el pañuelo mío, que era grande y limpio; ella se secó, y cuando me lo iba a devolver se quedó dudando. Lo tendió en el banco, al sol, para que se secara.
Luego me puse a hablarle del spaniel que había mojado las ropas del profeta y le advertí —por si acaso— que el vendedor le daría un skimo cada día, estuviera yo en el parque o no.
Ella miraba el coche desvencijado y roto del bebé y preguntaba:
—¿Se tarda mucho en crecer y ser mayor? Porque dicen que aquí en el parque se crece muy de prisa.
—¿Por eso vienes?
—Sí.
Quería decir otras cosas al mismo tiempo, pero no sabía qué:
—¿Sabes…?
Yo afirmaba y ella se aseguraba en su asiento repitiendo:
—¿Sabes…?
No acertaba con la palabra. Ella misma no sabía lo que quería decir. Yo también quería decir algo y tampoco acertaba.
El carillón del hombre de los helados se oía lejos.
El viejo profeta se vestía otra vez después de sus discursos, y hallando mojada como el día anterior la camiseta no sabía qué pensar. Se estremecía sintiendo inesperados contactos fríos. La gente reía. Creía el viejo que nos estábamos burlando de él y con el ceño fruncido volvía a hablar del fuego que descendería un día del cielo y…
Pensaba yo en los ovnis. Al hablar otra vez de ellos Mary-Lou me dijo que no creía en los hombres-cangrejos con tenazas en lugar de manos. Pero eran más listos que nosotros. Eso, sí.
—¿Hablan? —pregunté.
—No. Te echan un rayo de luz y te ciegan.
—¿Para siempre?
—Eso depende.
Ella no podía decirme más, y bien lo sentía. No sé de dónde habría sacado aquella idea que tanto se parecía a la de mis Lasser-beams.