Cinco

Adela me entiende a mí. Como yo a ella.

Y como el gato nos entiende a los dos. Lo único que no entiende Curto es que quiera yo castigarlo. Es un gato que no conoce el rencor.

En cuanto al hecho de que carezca de domicilio no es del todo verdad, porque tiene más domicilios que yo. Al menos hay siete porches de otras tantas casas donde duerme cuando quiere. Y si maya, le abren la puerta y hace su inspección, cuarto por cuarto, para salir luego otra vez al parque con su almuerzo en el hocico. No tiene su nombre —Curto— en ningún zaguán.

Si no recibe correo, tanto mejor. Así no tiene que contestarlo.

Porque yo soy tan estúpido que me alegro de hallar en el buzón de las cartas quince o veinte de ellas, dos diarios, una revista, un libro y cuatro postales. Todo eso me conforta mientras subo a casa.

Pero luego, al leerlo, hay de todo. Noticias de familias incómodas (parientes a veces inaguantables). Sólo comienza otra vez el lado idílico con los sobrinos. Y no con todos. El gato, en estos y otras cosas, tiene ventajas sobre mí, y a veces lo envidio. Mi amistad con el gato está condicionada, como dije, por la codicia que siente por Adela.

Una vez más la vida es complicada.

El gato no tiene más enemigos que los perros, pero es más veloz si quiere escapar de ellos y tiene algunas ventajas si los afronta, como luego se verá. Sobre esas ventajas tiene una de carácter moral, que es la más importante: no les tiene miedo.

Si no se tiene miedo del enemigo se puede considerar la victoria casi segura, porque el miedo interfiere en nuestra táctica al elegir el lugar del golpe definitivo. Las pocas veces que yo he reñido con otros hombres, a veces más grandes y más fuertes, he procurado que vean en mis ojos la determinación de ir hasta el fin (la silla eléctrica o la cámara de gas) con la sonrisa en los labios. Eso les asusta más que la pistola en el pecho o el cuchillo en la garganta, sobre todo si se les puede decir, con acento de gángster italiano: «What s’a mara with you, son of a whore?». Porque son of a bitch lo dice cualquiera y muchas veces se toma a broma. Pero la otra frase no admite confusiones y es una apelación al disparo en la cara.

Ese disparo entre las cejas que temen todos los confidentes a sueldo de la policía.

Sobre todo si quieren pasar por personas decentes. Como digo, yo vivo solo, igual que Adela; es decir, mucho más solo porque no tengo más que mi propia sombra y ella tiene ahora cuatro bebés. ¡No es nada cuatro ardillitas juguetonas!

No es que me queje de mi soledad. Viene Pat a menudo. Y otras amigas no se atreven a venir, pero en su casa beben dos o tres copitas y me llaman por teléfono para decirme piropos con la lengüita trabada. Y como suelen ser españolas casadas con armenios o ingleses o esquimales o newenglanders o texanos gigantescos, me dicen toda clase de picardías en español. Hay una andaluza de Sevilla que recarga el acento de Triana de modo que no la entendería sino un gitano. O yo, que he estudiado a los gitanos de cerca porque un día me propuse escribir un tratado sobre la sinvergonzonería (para enseñar a sacar partido a los pillos), pero me enteré de que otro escritor español (cuyo nombre no recuerdo en este momento) ha escrito un Manual del perfecto canalla y renuncié.

No me gusta pisar tierra trillada.

Aunque mis canallas no lo serían realmente. Hay una diferencia. Sería algo como los filósofos cínicos antiguos. Sólo que en nuestros días.

En todo caso, renuncié. Pero entiendo algo. Y aun bastante. Si no lo pongo en práctica es porque me gusta tener una buena idea de mí mismo.

Lo malo es que no lo consigo fácilmente.

Me considero un poco idiota. Pero la verdadera poesía no va sin un poco de idiotez. Otras veces he dicho que la poesía original nunca es moral ni lógica y que nace en los intersticios entre la tontería, la locura y la inteligencia. La mejor está entre la locura y la idiotez.

Como Lorca cuando dice que le duele el sombrero. O que «no quiso enamorarse» como si eso dependiera de la voluntad de uno. O que el sol es un «capitán redondo».

Adela y el gato —y tal vez Pat y Mary-Lou— me estiman en todo lo que valgo. Tienen de mí una idea mucho más ajustada a la verdad que esas personas que se toman un enorme trabajo para demostrarme que no les intereso. A mí me da igual, claro, porque comprendo su tragedia secreta mejor que la mía propia. La mía la entienden el gato y la ardilla, y yo entiendo la de ellos, los pobres. Sobre todo la de Adela, que tiene menos recursos defensivos que ese pillo de Curto.

Adela me muestra a veces mejor que todos los tratados de los sabios helénicos de la antigüedad los dobles y triples o múltiples fondos de la fatalidad de vivir. Y ella los conoce igual que yo. Mejor que Pat.

Los dos nos damos cuenta recíprocamente de todo lo que sabemos, aunque no podamos decírnoslo. Es decir, yo le hablo a Adela y ella me escucha y me responde con una especie de telégrafo morse que tiene sonidos de diferentes intensidades y apremios cuyos matices conozco bien. Los sonidos los produce en su pequeña y graciosa garganta que tiene, como su cola, trasluces dorados. Y su nariz y su barriguita con tornasoles sugestivos. Sugestivos de no sé qué. Esos son los mejores. Y ella lo sabe.

Ella sabe más que yo de mí mismo. No es broma. Sabe que soy un pobre diablo que adora la naturaleza y va sobre ella y luego de haberla agotado en los goces que nos ofrece —comer, amar, dormir— se avergüenza y quiere alejarse de ella y acercarse a Dios, o por lo menos a los ángeles de Dios. Pero también si se acerca a esos ángeles lo primero que quiero saber es si son machos o hembras, y en este caso si son vulnerables y capaces de aceptarlo a uno. Debe de ser encantador el abrazo con un ángel femenino mientras agita las alas y las hace gemir dulcemente contra el aire de la primavera, como las palomas haciendo el amor en el remate curvo y largo de un poste metálico del alumbrado que hay cerca de mi terraza.

En fin, que adoramos la naturaleza y huimos de la naturaleza para volver a ella entusiasmados y huir de ella avergonzados, no en círculo, sino en espiral como todas las cosas, porque no dejamos de avanzar en el tiempo y en el espacio, como las estrellas. Como el universo entero.

¿Por qué quieren comerse a Adela los gatos en la tierra y las águilas en el cielo? ¿Y por qué Adela no podría sobrevivir al parto sin un amigo como yo que le lleve el agua y la comida? Muchas ardillas madres mueren en esa peligrosa aventura.

¿Por qué la vida ha de ser tan difícil y el amor tan funesto para un ser diminuto y gracioso que no hace daño a nadie y al que miramos embelesados?

Aunque parezca que no viene a cuento, yo recuerdo que Nietzsche, el creador del superhombre indiferente al sentimiento y a la moral, se volvió loco viendo a un campesino apalear en la cabeza al caballo porque el animal no podía seguir arrastrando la carga. Si recordamos que el caballo padece de asma (la imposibilidad de respirar por tener llenos de flema los pulmones), el martirio de aquel caballo, y de todos ellos en casos parecidos, debe ser superior a todo lo que podemos imaginar. Yo, por excepción, puedo imaginarlo bien, porque aunque no soy caballo tengo asma.

Pues bien. El caballo tiene también sus fatalidades, como la ardilla y como el león (el león, rey de la selva según dicen). Y los hombres buenos como Jesús y los malos como Barrabás. La vida es una aventura dislocada, placentera y terrible.

He estado unos días más solo que nunca, sin ver a Adela. Ha venido una amiga de San Francisco, una beat (en avión se tarda sólo una hora), pero quiere disfrutar de sus breves vacaciones, distraerse, ir a los sitios lujosos y ocupar el tiempo que suelo dedicarle a Adela. O a Pat o incluso a Mary-Lou.

Ella le tiene miedo a Adela, aunque la ardilla nunca la ha tocado con los dientes al tomar la nuez. Es Adela de una delicadeza de instintos difícil de entender en un animalito.

Debe pensar ella que también somos difíciles de entender los hombres.

Porque esos animales —pequeños o grandes—, siempre dispuestos a la amistad (nunca olvidan un favor nuestro), nos temen y recelan. Con motivo, claro. Mi amiga de San Francisco se ha marchado al ver que tengo yo amistades humanas mejores que la suya.

Yo le he proporcionado ayer a Adela un placer sofisticado y digno de ella, es decir, de su complicada y sutil delicadeza. El mérito es mío. La cosa fue como sigue. La señora del perro poodle, que vive en un hotel meublé de lujo cerca de mi casa, apareció otra vez con el animalito suelto y feliz y la correa arrollada a la muñeca. Me miraba con cierta inquina y recelo, como a un pigmeo peligroso.

El gato Curto había salido de unos arbustos donde suele esconderse para atrapar algún gorrión, que es su deporte favorito. Y como participa de mis simpatías y antipatías, y desde que recibe puntapiés trata de conquistarme, hizo algo heroico del gusto de los dos. De otra manera no puede concebirse. Lo que hizo fue del todo inusitado, pero además lo hizo tácticamente tan bien que sólo merece elogios. Saltó sobre el perro poodle, se agarró con las uñas de sus cuatro patas a su lanuda y rizada espalda (justo detrás de la nuca, que es el lugar donde los perros no pueden defenderse), y se puso a arañarlo y a mordisquearlo con la espina dorsal curvada y los pelos erizados. Además maullaba como un condenado.

Sus maullidos, sin embargo, apenas se oían bajo los alaridos de espanto del poodle, con su lazo azul en la cabeza y su collar de nácar. El perro creía llegada su última hora y pedía auxilio. Su ama llevaba una sombrilla cerrada y con ella quiso pegar al gato, pero erró el golpe y le pegó a su adorado poodle, quien puso el grito en el cielo.

Yo, tratando de ayudar al gato, grité a la señora:

—¡No se acerque, que puede estar rabioso!

Y habría que haberla visto, perdido el decoro, saltar sobre sus piernas flacas y pedir socorro.

Acudió algún jugador de cricket, pero quedó a distancia riendo y llamando muy divertido a sus amigos.

Si quisiera, Curto podría haber matado al perro cortándole la yugular, y con eso habría hecho feliz a Adela, que debía estar mirando desde lo alto de la palmera, aunque no estoy seguro de que considere capaz a Curto de darle alguna clase de alegría, de tal modo se odian.

El hecho es que cuando el gato creyó que había escandalizado bastante y recuperado mi confianza, saltó de la espalda del perro y volvió a su escondite entre los arbustos. El lazo azul de la cabeza del poodle quedó deshecho y colgando en jirones.

El perro gritaba aún. Supongo que debe de estar castrado, porque tiene la voz de un gozquecillo como les pasa a los castrati de la Capilla Sixtina. Pero no en honor de Dios, sino en el de la anciana rica enemiga de las ardillas. ¡Castrado! Nunca permitiría yo que esterilizaran a Adelita y le privaran de los goces de la vida natural —maternidad—, aunque, como digo, sus bebés casi se la comían viva a la pobre.

Mary-Lou, que suele acudir a mi banco a la hora del lunch, estaba otra vez mordisqueando su helado de chocolate, y la hermana pequeña se asomó bajo la capota del cochecito desteñida por el sol, con las naricillas vibrantes. Mary-Lou, imprudentemente, se relamió los labios y la otra comenzó a gimotear.

—Llora un poco más fuerte —le dije—, para que te oigamos mejor.

Abría ella sus ojos de lechucita albina y aventuraba otro gemido.

—Eso no es nada. Más fuerte, my child. Llora con toda tu fuerza. ¿O es que no sabes llorar?

—¡Anda si sabe! —decía Mary-Lou.

No le gustaba, celosa, que yo llamara my child a su hermanita. El bebé prefirió acostarse otra vez de bruces sobre la almohada y volvía la cabeza para mirarme de reojo sin comprender. Parecía seguir pensando: «Con este tío no hay bromas». Mary-Lou no estaba segura de que aquel sistema mío diera resultado. Se reservaba el derecho a pensar que la acción es más contundente que las palabras y habría querido que yo le diera una buena tunda.

—¿Tienes más hermanos, Mary-Lou?

—No. Mi madre no quiere más y está arrepentida de tenernos a nosotras.

Me preguntaba yo hasta dónde sabía la niña de aquellas cosas importantes.

—Lo que mi madre quiere es estar siempre sola. Cuando Mary-Lou vio que el bebé alzaba otra vez la cabeza y probaba a salir del coche, cogió el libro con las dos manos y me preguntó:

—¿Le doy un librazo en la cabeza?

Yo me asusté y le quité el libro. Ella cogió entonces el cuaderno:

—¿Un cuadernazo?

No, tampoco. Entonces la niña pequeña se puso a berrear de veras a sus anchas. Su hermana la sacó del coche, la dejó en el suelo, tentó la braga con la mano y al ver que estaba seca hizo un mohín: «Si la conoceré yo. Llora de vicio».

Iba y venía Mary-Lou sin saber qué hacer. La verdad era que el bebé comenzaba a ser demasiado grande para ser manejado por una niñera como Mary-Lou.

—Tráemela aquí —le dije.

Mi amiga abrazó a su hermanita sin amor alguno, la levantó del suelo y la sentó sobre mis rodillas.

El bebé se calló en el acto. Debía tenerme pánico. Yo recelaba y ponía mi antebrazo desnudo fuera del alcance de sus dientes.

No hay duda de que aquella criatura diabólica estaba calculando las posibilidades. Cuando se convenció de que no las había, se sintió muy decepcionada y volvió a llorar.

—¡Qué bien lloras! Así, así. Más fuerte.

Ella se calló en el acto y me miró con una severidad de persona mayor, es decir, con la expresión que correspondería a la reflexión: «¿Está loco este tío?». Pensaba yo entretanto que la mordedura más dañina, es decir, más enconable entre las no venenosas, es la del ser humano grande o chico. Eso no lo sabía aún Mary-Lou.

La mañana iba transcurriendo. Mary-Lou me contaba, mientras plegaba un pañal sosteniéndolo bajo la barbilla, que un día la dejaron entrar gratis en el zoo y delante de la jaula de los monos vio a uno con el bebé en sus brazos y el bebé no tenía pelo y parecía como su hermana, aunque más cute, más mono, lo que no era de extrañar. A ella lo que más le gustaba en el zoo, además de los monos que tienen bebés pelados en los brazos con grandes orejas aplastadas y caras de susto, eran las gallinas que andaban sueltas por las avenidas rodeadas de bandadas de polluelos piando.

Y me contaba embelesada cómo los pollitos se dejaban coger y acariciar y las madres no se enfadaban, sino que se quedaban esperando. Y ella les daba maíz en la mano. También le gustaba un oso grande que hacía el payaso cuando un autocar con turistas se detenía enfrente y el conductor le gritaba:

—Eh, Joe, haz algo para divertir a mis amigos. ¡Anda, Joe!

El oso se ponía en dos patas y saludaba militarmente. Luego se ponía cabeza abajo sobre las manos mostrando la parte más fea de su enorme cuerpo. Ursus horribilis, decía el letrero.

Entonces el conductor del autobús le arrojaba una manzana que el animal cogía en el aire como un catcher de baseball.

Pero había cosas que a Mary-Lou no le gustaban en el zoo. Había, por ejemplo, una clase de ratas australianas grandes como cerdos. Yo las había visto también, y daban la impresión de ratones vistos a través de una lupa enorme que aumentara doscientas veces su tamaño. Algunas ratas pesaban hasta sesenta u ochenta kilos.

No parecían agresivas, eso no. Y estaban cercadas por muros, por los que no podían trepar. Pero Mary-Lou les tenía miedo.

Llegó el día en que Adela pudo comenzar a salir de su nido.

Bajaba, miraba alrededor desde el tronco, a una altura de quince o veinte metros, y si yo estaba solo venía como una flecha. Si estaba Mary-Lou, esta se apresuraba a marcharse, aunque no se iba muy lejos. Había vuelto Adelita a tomar su almuerzo muy a gusto en mis rodillas.

Yo observé que tenía los pechitos con pequeñas escoriaciones, porque sus hijos, como todos los animalitos que usan sus manos para algo más que andar, se los apretaban y facilitaban así con la presión la salida de la leche. Como las uñas de los bebés eran tan agudas como las de la mamá le producían, sin querer, arañazos. Yo lo sospechaba y solía llevar un tarrito pequeño de vaselina (sin desinfectantes venenosos, claro) y dos o tres días después de ponérsela observé que sus pechitos estaban mucho mejor. Ella me facilitaba la tarea acercándose y poniendo su rosada barriguita a mi alcance.

No tardó mucho en decidir que sus bebés habían mamado bastante y lo deduje porque llevaba más comida que antes a lo alto de la palmera y porque sus pechos se recuperaron del todo. Igual que las mujeres, Adela había embellecido con el parto. Sin embargo, los machos de la vecindad no la molestaban. Su amante —yo lo conocía bien y nunca fue mi amigo, lo que no me extraña porque en el terreno platónico era mi rival— se acercaba a la palmera y me miraba desde lejos. Alguna vez que se aproximó a mí le atacó Adela, furiosa, y le obligó a huir. Ella también tenía celos, como yo. Celos de amistad, que suelen ser tan graves como los celos sexuales.

No les dejaba a sus bebés bajar a tierra, pero algunos asomaban fuera del nido y bajaban por el tronco de la palmera hasta cerca del suelo. Eran la cosa más divertida y graciosa que se puede imaginar y sentían por su madre un respeto supersticioso. Adivinaban su estado de ánimo y bastaba con que ella hiciera uno de sus raros gorjeos acelerados y nerviosos para que treparan a toda prisa al nido.

Parece que la mamá les prohibía bajar a tierra donde tan fácil presa habrían sido para cualquier perro o gato. Pero yo me decía que en el nido eran también una presa fácil para los esparveres, aunque estos, como las águilas, son más raros y además tienen alrededor, en todas partes del parque, palomas, que son más abundantes de carne y más sabrosas, ya que pertenecen a la familia de las perdices.

Curados los pechitos de Adela, yo le hablaba de cosas muy importantes a veces y ella me escuchaba. Siempre me escucha y yo creo que me entiende. No por las palabras, sino porque su secreto mundo inconsciente e instintivo liga con el mío. Todos los animales vertebrados tenemos alguna manera de entendernos. Y nos entenderíamos mejor si pusiéramos atención. Y si nos amáramos como yo amo a Adelita.

Por ejemplo, hace algunas noches hubo sobre el parque un ovni —objeto volante no identificado— y yo lo vi desde mis ventanas, y Adela debió verlo desde la tufa de la palmera. Porque ella ve todo lo que pasa en el cielo.

Los periódicos hablaron del ovni. Y yo le dije al día siguiente a la ardillita, mitad con palabras y mitad en mi mente comunicable por vías misteriosas, las cosas que siguen: «Tú miras al cielo y tienes miedo. Haces bien, porque en el cielo hay dragones, igual que en la tierra. Tu dragón en la tierra es Curto. El mío en el cielo es cualquiera de esos objetos volantes no identificados». Al decir «el cielo» me refiero no al cielo religioso, sino al espacial, es decir, al que vemos cada día con la luz solar y sobre todo cada noche con sus misteriosas luminarias. El profesor Carl Sagán, de Cornell University, mi querida Adela, es un hombre importante, tanto para mí como yo soy para ti, y ha escrito cosas interesantes sobre los animales, más o menos racionales, de otros mundos todavía ignorados. Como tú, Adela, y como yo, pero sin nombre aún.

Naturalmente, lo primero que hacemos tú y yo es compararlos con nosotros y de un modo u otro resultan monstruosos. Lo mismo que dirán de nosotros, ellos, el día que nos vean. Porque parece que —según los sabios— nuestra forma natural a partir de la primera célula orgánica no debía ser la que tenemos, sino más bien algo parecido a la forma de los centauros.

A mí no me parece mal la posibilidad de haber sido un centauro. Lástima que seamos como somos, aunque delante de una mujer bonita cambiemos inmediatamente de opinión, como tú delante de tu hermoso pero tímido amante con el que compartes mis nueces. Bueno, lo que importa detrás de todo esto, es la parte racional.

Albert Schweitzer —otro hombre importante— dijo un día que sólo un racional que tiene una visión mundial de lo que la razón humana ha hecho puede atreverse a condenar el racionalismo. Es verdad, lo mismo podemos creer todos los demás. Pero habría que añadir que lo que el hombre racional ha hecho va implícito en su propia conducta total, y que el mundo interior nuestro corresponde, en profundidad y extensión abstracta, a todos los mundos imaginables. Esto tú no lo entiendes, Adela, o lo entiendes y no lo expresas, por lo cual eres superior a mí.

Sólo podemos imaginarlos porque existen y nosotros somos una consecuencia natural de esa existencia. Así pues, los dragones del cielo, sugeridos por la más extravagante imaginación, los llevamos nosotros, dentro, bien pensado. Tú también, linda e inexplicable ardilla. Incluidos los ovnis, con sus bichos inexplicables también dentro que nos miran con ojo avizor.

Ciertamente se puede decir lo mismo de los ángeles, aunque estos los vemos frecuentemente en la niña adolescente. Ángeles tal vez un poco diabólicos, pero nadie ha negado nunca que el diablo no tenga también naturaleza angélica.

Los seres de otros mundos no se parecen a nosotros, sin duda. Yo también estoy seguro de que existen y más aún de que se acercan últimamente a nosotros (desde que hemos hecho pruebas nucleares) en los famosos ovnis. Cuando estalló la primera bomba atómica alguien dijo, contestando a un periodista discreto y cauto: «Sí, hay una posibilidad en treinta y dos mil de que se produzca una reacción en cadena capaz de influir, bien o mal, en la estructura actual del universo». Qué bárbaros, ¿verdad, Adela?

Parece que ese «uno por treinta y dos mil» debía ser bastante para que lo pensáramos dos veces antes de hacer estallar una bomba de hidrógeno, pero el dragón que llevamos dentro —una de las incontables variedades— quiso probar «a ver qué pasaba». La curiosidad del hombre ha sido siempre mayor que su prudencia. Los hombres somos así, es decir, más tontos que tú y tus amiguitos del parque. Digo, esos que no estudian diferenciales.

Yo, Adela, estoy seguro de que se han dado cuenta del peligro esos dragones y se acercan en naves luminosas que nunca tocan nuestro suelo tal vez por razones de riesgo magnético, y más probablemente porque los que las tripulan son, comparados con nosotros, verdaderos monstruos. Nosotros debemos parecerles a ellos lo mismo. ¿Y quién quiere confrontarse ni discutir con un monstruo? Tú y yo, monstruos o no, nos hemos entendido al menos. Mary-Lou me ha dicho que los tripulantes de los ovnis son como pequeños cangrejos de hierro. ¡Qué raro!

La vida de los dragones humanos, fuera de nuestro modesto planeta, puede tener mil formas difíciles de imaginar para nosotros desde un punto de vista científico, pero conocemos la composición del mundo orgánico y puede haber miles de millones de seres diferentes de nosotros, bioquímicamente hablando (que respiren amoniaco en lugar de oxígeno, en Júpiter, por ejemplo) y estén en iguales o mejores condiciones mentales que nosotros. Lo digo en serio, Adelita.

Nuestro cerebro comenzó a desarrollarse a partir —según dicen los biólogos— del cerebro de los pequeños o grandes reptiles.

Ciertamente, la mayor parte de nuestra vida, y por lo tanto de la conducta de los pueblos a lo largo de su historia, es irracional. Y lo peor es que esa parte irracional es la más placentera, llámese misticismo o noche nupcial (o ambas cosas juntas, como en santa Teresa). En las cosas más pequeñas o en las más grandes. Acabo de leer que un chico arrojó un ladrillo contra una ventana y siendo el vidrio irrompible rechazó el ladrillo y este fue a herir al pequeño vándalo. En vista de eso la madre se ha quejado a las autoridades de la peligrosidad de esos vidrios irrompibles. Tus bebés, Adela, no harán nada de eso.

Si el vidrio irrompible es peligroso para los vándalos, el uno por treinta mil de las explosiones nucleares debe serlo también para los dragones del cielo, aunque no nos hayan arrojado todavía ladrillo alguno. En fin, que lo irracional parece estar más en nosotros que en los vecinos lejanísimos, quienes a veces se acercan a la tierra pero no se atreven a salir de sus naves. Esta es tal vez una prueba de que nos conocen mejor que nosotros mismos. Ellos, como tú, Adela, tienen tal vez en su irracionalidad una inteligencia más adecuada para sobrevivimos, ya que la primera cualidad del intelecto es la prudencia. Ni la curiosidad ni el gusto por la aventura de lo desconocido los domina.

Pero nuestros dragones interiores siguen «trabajando» y desafiando a los del outer space. Todos tenemos miedo de los dragones. Nuestro miedo a los dragones es el mismo en el cielo, en la tierra y en lo alto de la palmera. Tenemos miedo al dragón que llevamos dentro, porque el cerebro del reptil es la forma más primitiva del cerebro humano. Y cuando creemos «subir» en las ciencias, tal vez bajamos en la «prudencia».

Así le hablo yo alguna vez —muy rara vez— a Adela y ella me escucha, y a su manera estoy seguro de que me entiende. Porque ha tenido experiencias parecidas en las cuales los dos hemos compartido el mismo misterio. Y la misma emoción.

Por la noche.

En las noches de luna llena. Contaré lo que pasó la primera noche. Vale la pena, de veras.