Cuatro

Otro día, en el parque, me preguntó también un mexicano si las ardillas «valían para comer». Era uno de esos mexicanos que logran pasar la frontera y se dedican a los trabajos más humildes, por los cuales les pagan aquí mejor que en México a los obreros cualificados.

Como se puede suponer, yo le contesté peor que al marinero porque lo hice en el idioma español rotundo y feroz. Los mexicanos dicen que los españoles hablamos «golpiado». Es decir, que no tenemos el acento quejumbroso y dulce de los sucesores de los toltecas. Y menos de los chichimecas del valle central en el altiplano. A mí la palabra chichimeca me suena así como quejumbroso porque los campesinos de Aragón llaman a la acción de quejarse —sobre todo si se trata de niños— chemecar.

Le dije al mexicano cosas terribles y además le advertí que tuviera cuidado porque en el parque había policías.

—Preguntar por las ardillas no creo que sea ningún crimen —dijo él.

—No. Pero la vagrancy es delito.

Es decir, el merodear sin hacer nada y vivir del cuento o de la ayuda de la beneficencia y sin trabajar ni buscar trabajo.

Ahí el mexicano se calló porque comprendió que yo tenía razón y que no era ni quería ser su amigo.

Se calló y días después lo vi con el marino extranjero y con otro mexicano. Yo seguía sin noticias de Adela y después de poner agua en el árbol y comida al lado del vaso me senté cerca en la hierba, para impedir que acudieran los blue-jays, quienes, como siempre, no dejaban de vigilarme desde lo alto de los árboles.

El marinero y los dos mexicanos me habían mirado sin simpatía alguna. Yo no suelo ser miedoso ante un peligro francamente manifestado, pero me inquietan esas gentes que podemos llamar los tontos enfadados. El enfado de los tontos es más peligroso que el odio de los inteligentes, porque nunca se sabe por dónde van a manifestarse, ni cómo ni cuándo. Además, generalmente no tomamos precauciones contra los tontos y ellos se aprovechan.

Un tonto enfadado puede ser terrible.

Así es que me quedé con cierto resquemor. Indirectamente podía, mi querida Adela, sufrir alguna clase de consecuencias. Los mexicanos también se la querían comer.

Y habían pasado ya cuatro días sin verla.

El quinto día sucedió algo inesperado y de veras oportuno. Cerca de donde yo estaba pasaba la ancha autopista y había semáforos de colores, timbres y otras cosas —letreros indicadores, por ejemplo. Además, al lado había un poste nuevo de teléfonos casi tan alto como la palmera.

Sucedía algo inesperado en la red de teléfonos. Aunque los hilos transmisores suelen ir debajo de tierra, habían improvisado líneas nuevas y provisionales porque iba a celebrarse una convención política que duraría más de dos meses, con dos mil quinientos delegados, y cada uno debía tener su teléfono propio dentro y fuera del local de la convención.

Llegó un camión muy largo con obreros, herramientas y postes de aluminio. Yo miraba distraídamente, pero vi algo que me sorprendió. Vi que del camión se desprendía, alargándose hacia arriba en línea quebrada, una extraña estructura al final de la cual había un cubículo. Dentro de aquel pequeño palco o balconaje, un trabajador de overall azul era elevado poco a poco hacia el remate de un poste donde tenía que maniobrar.

Seguí con atención su tarea y comprendí que aquella misma estructura en línea quebrada podía subir hasta lo más alto de la palmera de Adela.

Me propuse inmediatamente lograr de los obreros de la compañía telefónica alguna noticia sobre mi amiguita y le dije a uno de ellos, que estaba sentado en el borde del camión, si podría su compañero subir un poco más arriba cuando acabara su trabajo y mirar encima de la palmera.

—¿Para qué? —preguntó el obrero, extrañado.

Era uno de esos obreros americanos, bien afeitados, de mirada penetrante y sonrisa fácil, identificados con su trabajo y felices en su vida privada. Todo eso me parecía propicio y le expliqué mi problema con Adela.

El obrero se lo contó a otro, riendo. Los dos llevaban en la parte baja de los pantalones bolsillos de cuero con tenazas, martillos, cinta aislante y alambres de cobre. Los dos me aseguraron que el obrero que trabajaba en lo alto me daría noticias.

Los americanos aman también a los animales. Comprenden la fatalidad del existir, que es la misma para todos, y tratan de hacerla menos infausta si pueden.

Cuando bajaba aquel escalador automático, plegándose sobre sí mismo, le dijeron al obrero lo que sucedía, y él soltó la carcajada y me dijo:

—Suba usted mismo si quiere. El brazo mecánico sube más arriba de la palmera. A mí me gustan las ardillas también. Son los animalitos más cute del parque. Suba.

Me apresuré a aceptar y a subir al cubículo cuando el obrero salió. La estructura elevadora fue desplegándose otra vez hacia arriba, pero se interrumpió para poner el camión en marcha y acercarlo lo más posible a la palmera. Una vez detenido junto al tronco siguió elevándose y yo me acercaba a la tufa de palmas verdes con la emoción que se puede suponer. Una vez arriba, al verme Adelita se sobresaltó, pero luego se acercó a mí y me dejó acariciarla, como siempre.

Estaba flaquita y desnutrida y parecía enferma, pero llena de ánimos y de energía. Sus movimientos eran tan graciosos como siempre. La rodeaban cuatro ardillitas no más grandes que mi dedo índice, cubiertas con su fina piel y dotadas del consabido rabito interrogante contra su espalda. Nunca he visto en mi vida animalitos más ágiles, vívidos y exactos de movimientos. No me tenían miedo viendo que su madre se dejaba tocar por mí.

Yo llevaba buena provisión de nueces y el vaso de agua, en el cual Adela metió su cabecita y bebió largamente.

Lo curioso era que en aquel lugar de conjunción de las palmas había una plataforma, sin duda acondicionada por Adela, tan cómoda como podía haberla hecho abajo, en el suelo. Las palmas alrededor, con las hojas puntiagudas hacia afuera, defendían el nido contra cualquier animalejo trepador —yo pensaba en Curto. Y el centro estaba mullido con ramilla y broza seca.

La posibilidad de que el gato subiera no me preocupaba, porque había observado que los gatos pueden trepar a grandes alturas, pero una vez arriba no saben cómo bajar y los más valientes dan un espectáculo vergonzoso de cobardía gemebunda pidiendo auxilio hasta que alguien acude con una escalera para salvarlos. Curto había tenido aquellas experiencias y no subía por el tronco de un árbol más de uno o dos metros, es decir, hasta una altura desde la cual pudiera saltar a tierra.

Pero encima de Adela estaba la inmensidad del cielo azul o gris (aquel día, azul marino de una intensidad casi violeta) y por aquellos espacios navegaban a veces las grandes águilas, los ligeros esparveres, los traicioneros gavilanes y, durante la noche, las arteras lechuzas.

Todos ellos aves de rapiña con pico encorvado tan agudo en su punta como las uñas de la misma Adela. Lo que más me conmovía era la alegría que adivinaba en los ojos de mi amiga, tan sorprendidos y gozosos. Miré al cielo en una dirección u otra para que ella se diera cuenta de que yo comprendía los peligros que la amenazaban, y ella me miró, volvió la cabecita hacia sus bebés como si quisiera decirme: «Yo no tengo miedo por mí misma, sino por ellos», y luego se acostó de lado para que dos de ellos mamaran.

Los otros dos se acercaron también. Parecían comérsela viva. Sin duda el agua que había bebido la mamá aumentaba el flujo de leche en sus pechitos y los cuatro pequeñuelos se daban la gran fiesta.

Yo les abrí las patitas y vi que tres de ellos eran hembras y uno macho. Parece que entre las ardillas, como en casi todas las especies, hay más ejemplares femeninos que masculinos.

Tal vez los mormones polígamos tienen razón.

Antes de conocer a esa secta religiosa yo pensaba también que cada hombre debía tener más de una mujer. De hecho las tenemos.

Me habría quedado allí más tiempo, pero no quería abusar de la amabilidad de los obreros, y después de acariciar una vez más a Adela y a cada uno de sus bebés fui bajando.

Conté a los obreros lo que había visto, les di las gracias y volví a mi banco. Cuando poco después el enorme camión pasaba cerca de mí me saludaron los tres agitando la mano en el aire. Sin duda debían pensar: «Ahí queda ese viejo cracked». Es decir, chiflado.

Es verdad que yo —aunque no soy viejo aún— estoy chiflado por Adela. Lo he estado antes por algunas mujeres que lo merecían menos. Porque el amor, como he dicho, no es sólo sexo. Lo de chiflado lo acepto, es decir, lo merezco, porque un día antes de perder de vista a Adela sentí celos de otro individuo que trató de acercarse a ella cuando venía brincando a mi banco. Aquel tipo alargaba la mano ofreciéndole algo. Claro es que Adela no le hizo caso. Me es fiel.

Confieso, sin embargo, que tuve celos aquel día. Pregunté a mi rival:

—¿Qué le ofrece usted?

—Un bombón de chocolate —me dijo el otro, inocentemente.

—Eso no lo comen las ardillas. Hay que enterarse antes. De otra forma se corre el peligro de ponerlas enfermas. El chocolate es bueno para las monjas y los canónigos.

Él soltó a reír —menos mal—, pero yo lo seguí con la mirada mientras se alejaba.

Tal vez exagero, pero Adela ha entrado a formar parte de mi vida. Estos protectores ocasionales (de los cuales ella huye) me acercan más a ella. Y el gato Curto me obliga a convertirme en el paladín de Adela. En cuanto a Pat es otra cosa.

Lo malo es que, como ya dije, quiero también al gato. A ese Curto que no puede imaginar que yo le dé un puntapié con ganas de dañarlo sino sólo por jugar. Es verdad que no le pego muy fuerte cuando lo veo cerca de la palmera.

Y que trato de convencerlo de que no le conviene cruzar la autopista con coches pasando en las dos direcciones. Yo creo que me entiende. Muchos animales pueden compensar la falta de expresión hablada por una especie de intuición y de telepatía. La sabia naturaleza se lo permite.

Y Curto me entiende. Cuando le digo: «Cuidado con los coches, que te van a aplastar un día». Él me mira y me responde in mente: «No es para tanto. Por la noche pasan muy pocos y hay horas al amanecer que no pasa ninguno». Eso me responde pensando en Adela. En cuanto a Mary-Lou ella entiende muy bien los semáforos.

El gato, como digo, me une más al mundo de la ardillita.

Por otra parte yo, que no soy viejo del todo, tengo mi vida erótica con Pat y ella me ha pedido varias veces matrimonio. Cuando yo estaba decidido a casarme me llamó mi padre, que está cerca de sus ochenta, y me dijo algo terrible:

—Tú no te puedes casar con Pat.

—¿Por qué?

—Tú no puedes tener relaciones íntimas con Pat.

—¿Pero por qué?

Mi padre se puso sumamente grave y misterioso para decir:

—Eres medio hermano de ella. Yo fui, en tiempos pasados, amante de la madre de Pat. Y Pat es mi hija. No te lo dije nunca mientras vivía tu madre legal, es decir, mi esposa, por respeto para ella. Pero eres ya hombre maduro y puedes comprender. Por otra parte, la madre de Pat no estaba casada entonces y tenía derecho a disponer de sí misma. Más tarde se casó y ahora es viuda. Es muy posible que nos casemos un día ella y yo, aunque te parezca raro.

Yo lo eché a broma y se lo dije a la mamá de Pat. Es una señora que se llama Güendolin y debió ser muy hermosa. Y no tiene nada de tonta. Me escuchó con atención, y conteniendo la risa me dijo:

—Si os queréis podéis amaros y casaros sin reservas mentales ni complejos incestuosos. Pat no es hija de tu padre, en absoluto.

Al parecer la madre de Pat tenía dos amantes al mismo tiempo, además de su marido. Ahora que está viuda mi padre le propone matrimonio porque los dos se sienten solos en su vejez. Cuando mi padre habla de vejez, ella se enfada. «Yo no soy vieja todavía», repite.

Lo curioso es que van a casarse. Mi padre tiene algún dinero.

Para defender moralmente mis relaciones sexuales con Pat yo le dije a mi padre que ella no era hija suya.

—¿Cómo lo sabes? —preguntó él mordiéndose el bigote y rascándose la barba, como suele hacer en momentos de indignación.

—Me lo dijo la madre de Pat.

—¿Güeny? —así la llama familiarmente.

—Sí, la madre de Pat. Supongo que lo sabe mejor que tú.

Se lo dije porque mi padre se las da de donjuán —¡a sus años!— y quise castigarlo. Pero por una extraña ocurrencia ahora parece más decidido que nunca a casarse. Tal vez para que yo no me case con Pat. O para desheredarme.

Pero a mí me da igual —y a Pat. Somos buenos amantes y la boda no añadiría sino un bienestar idílico. Y no necesitamos dinero. Lo mismo que nosotros, la ardilla Adela hace bien viviendo sólita y recibiendo a su amante en la época del celo, que ahora, con las nueces, es bastante frecuente al parecer.

Pensando en el nido de Adela yo lo comparo con el mío y no hay duda de que ella sale ganando. El techo del hogar de Adela está estrellado en la noche y decorado regularmente por una luna enorme y azuleando a medida que sube. Cuando no hay luna hay un cielo cuajado por la Vía Láctea y otras galaxias. Y las gloriosas puestas de sol y los no menos gloriosos amaneceres. A veces tengo la impresión de que aparece también un ovni anaranjado y brillante. Pero no es seguro.

Nunca hace frío en California y no llueve sino tres o cuatro días cada año. La lluvia debe de ser para Adela una ducha refrescante y cómoda.

En cambio, yo en mi casa tengo una techumbre dos metros encima de mi cabeza. Claro es que tengo aire acondicionado, pero mejor acondicionado lo tiene Adela con el oxígeno del mar y del bosque.

Es verdad que tiene peligros mi amada, y no sólo en la tierra (gatos y perros), sino, como dije, en el cielo, con quince especies al menos de aves de rapiña. Yo en casa los tengo también en unos pequeños cangrejitos casi invisibles que habitan en los divanes y hasta en las lámparas y me obligan a gastar dinero en la desinfección con frecuencia, aunque esta no sea completa ni satisfactoria nunca.

El nido de Pat en la universidad es más cómodo que el mío. No tiene cangrejitos minúsculos porque desinfectan los muebles cada semana, pero huele su casa a farmacia. Y cuando yo voy ella usa en los pasillos y en el dormitorio un pulverizador con aromas de clavo y violeta que me hace a mí el efecto que a Adela le hacen las nueces.

Tenemos muchas cosas en común los animales y las personas.

Debo repetir que mi padre quiere casarse con la madre de Pat, aunque están siempre en discordia y peleando. No hay duda de que mi padre tiene aún aptitud sexual. Cuando yo le hice una alusión discreta sobre esa difícil materia él me respondió:

—No seas tonto. Eso no se acaba nunca.

Nos quedamos callados, y él puntualizó:

—Disminuye o aumenta según la edad y las circunstancias, pero no se acaba nunca.

Buenas noticias, la verdad. Aunque mi padre es un poco fantasmón y presume de todo: de virtud y de vicio.

Él no sabe que Pat y yo nos vemos dos o tres veces por semana. Al saber que yo renunciaba a la boda creyó que renunciaba también a la relación idílica o al romance, como dice él. Por lo que podríamos llamar pudor endogámico. Creyó haber ganado la batalla con la evidencia de ser mi padre natural.

Pero somos muy felices, Pat y yo. La trato con cuidado porque ella me repite de vez en cuando: «Las contrariedades morales que matan». Así pues, le evito las contrariedades morales. Sospecho que es un truco.

No me cuesta mucho trabajo mimarla, la verdad. La quiero a Pat como el amante de la ardilla —el ardillo— quiere a su Adela bonita. Y más vale que la quiera, porque, si no, va a saber quién soy yo.

Tal vez él y ella son medio hermanos de veras y no por falsa hipótesis como según mi padre lo somos Pat y yo. Pero la madre de Pat sabe más que mi padre. Las mujeres siempre saben más que los hombres de esas cosas, como dije.

Aunque no tuviera otros recursos de conocimiento —que los tiene— la madre de Pat podría recordar ese aforismo desvergonzado que dice: «Cuando el hijo crece a la madre saca de dudas».

La verdad es que Pat no se parece a mi padre ni a ningún pariente femenino de mi casa. Si se lo dijera a mi padre se pondría furioso.

A veces los parentescos de los seres humanos son tan complicados como los de las ardillas, y más aún, como los de los gatos —que ya es decir—, a pesar de los papeles sellados y de las actas del registro civil. Es verdad que no hay razones para que sea de otra manera. La naturaleza es más fuerte que todo.

¿Qué es lo que nos diferencia a nosotros de los demás vertebrados? ¿El nombre? También ellos tienen nombres. ¿El nacer, el sexo, el morir? Lo mismo que nosotros. ¿El comer, el defecar? ¿El respirar, el dormir, el valor físico, la cobardía? Todo eso nos es común. A Adela, a Pat, a Curto, a Mary-Lou, a Güeny, a Mr. Davidson —mi supuesto padre— y a mí.

Bueno, el intelecto nos distingue. Y esa especie de intelecto fermentado que llamamos el espíritu. Pero esa fermentación del intelecto produce misterios, y los misterios, terrores, y los terrores, religiones.

Si tenemos alguna ventaja… quién sabe. Tal vez ahí comienza esa ventaja. Por el intelecto perdemos la inocencia y al perder la inocencia necesitamos que la providencia nos perdone y para eso hacemos un dios antropomórfico capaz de una misericordia infinita, que bien la necesitamos. Y ahí está el quid, que dirían los profesores de Pat.

Es la única diferencia.

Nuestros problemas son, sin embargo, los mismos. Todo el secreto está en la manera de conducirnos frente a esos problemas. Los hombres se sumen y embrollan de tal modo en ellos que no saben cómo salir si no es recurriendo al supremo misterio y rezando a Dios. Los animales huyen de cada problema buscando uno nuevo, menos arduo. Saben que los problemas son inevitables. Y tal vez el nuevo será menos grave.

Algunos hombres lo sabemos también, y no recurrimos siempre a Dios porque si ese dios existe —yo no lo dudo— nos dirá: mira a los demás seres vivos, zopenco, y afronta tu problema. No dejes la solución para mañana, porque cuando decís «mañana» queréis decir «nunca». Afróntalo superponiéndole otro problema más positivo, si puedes. Si no, hipnotizándote a ti mismo con la fe. Con esa fe que realmente puede hacer milagros.

Así debe pensar el beduino barbón de mi padre cuando se ve perdido y quiere ser admirado por el lado virtuoso y no por el cínico.

Entretanto, yo voy al parque y hoy he encontrado a Mary-Lou sentada en mi banco.

No estoy seguro de que su encuentro me haya gustado. Mi banco es de Adelita y mío.

—Hola, Mary-Lou —le dije.

—Hola, Cristóforo.

—Vienes muy temprano al parque.

—Es que mi madre me echa de casa. Me da el desayuno y me echa.

—¿Cuándo vuelves?

—Antes de hacerse de noche. Cuando el sol se pone en la palmera de tu ardilla.

—Y al mediodía, ¿dónde comes?

—Por ahí.

—¿Tienes dinero?

Mary-Lou metió la mano en su bikini, lo empujó hacia abajo, para lo cual mostró sin querer la mitad de la nalguita derecha, y sacó una moneda de veinticinco centavos:

—Es para el lunch de mi hermana y mío. Compro un cartón de chocolat-milk con dos pajas, y ella chupa por un lado y yo por otro.

Nos miramos sin decir nada.

—Mi madre dice que el parque es bueno para que crezcamos.

—Es verdad, Mary-Lou. ¿Tú ves cómo crecen los árboles?

—Es bonito mi nombre, ¿verdad? —repetía.

—No sólo tu nombre. También tú eres bonita.

La niña sonreía fuera de sí, nerviosa, con la nariz un poco arrugada. No sabía qué responder. Por fin acertó con la palabra:

—Gracias.

—¿A quién te pareces más? ¿A tu padre o a tu madre?

Se quedaba dudando y por fin dijo:

—Las vecinas creen que me parezco a un policía del barrio que tiene una moto.

—Vaya.

Hablamos ya, obviamente, como amigos, pero sin coquetería alguna por parte de ella y sin ternura por la mía. A ella no le extraña, porque no tiene la costumbre de la ternura dentro de su casa. Yo veía en su acento la monótona y despegada aridez de la vida con sus padres. Quizá fuera mejor para ella que no la acostumbren a ninguna clase de dulzura. La vida no le guardaba seguramente grandes miramientos y sin saberlo sus padres la educaban tal vez de un modo adecuado, es decir, para el hábito de la aspereza. A la hora del lunch me dijo:

—Un día en lugar de chocolat-milk compré sandía y luego vomité.

—Más vale que compres siempre leche. Así no vomitarás.

Yo creía que su hermanita dormía, pero no era cierto, porque a veces ladeaba la cabeza sobre la almohada —estaba siempre de bruces— y me miraba de reojo, intrigada y ladina, mientras se chupaba el dedo. En aquel bebé había algo prematuro y adulto. Su hermanita mayor me dijo:

—Ahora no llora porque tiene miedo de ti, que la coges por una pata y la llevas colgada en el aire. Contigo no hay bromas. No puede morderte.

—¿Llora en casa?

—Anda si llora. Es muy bitchy (perruna). Así, llorando, consigue lo que quiere.

—¿Y qué haces tú cuando llora?

—Le doy firme.

—¿Cómo?

—En el trasero. O en la cabeza.

—¿Y no llora más?

—No. Entonces se calla. Cuando le pego se calla.

Extraño bebé aquel.

Pasaba un vendedor de helados con su coche sonando campanitas. Yo ofrecía a Mary-Lou un cono, pero ella prefería un skimo de chocolate. Cuando lo tuvo me lo ofreció para que chupara yo primero, y entonces compré otro para mí. Cada cual el suyo. Hice un gesto señalando al bebé dormido y Mary-Lou me dijo que un día le dio como almuerzo palomitas de maíz y sandía y vomitó también. Y Mary-Lou añadía:

—Si nos ve comer llorará, pero la dejaremos que llore.

—Eso es.

—Que se fastidie. Tú no eres amigo de ella, sino mío.

Yo no quería que el bebé se fastidiara, y decía, mientras mordía una esquina de mi helado cubierta de una capa dura de chocolate:

—Yo la haré callar si llora. Por el momento vamos a comer nuestro skimo antes de que ella llegue a enterarse.

Y comíamos golosos y atareados. Pero el bebé despertó. Dormía pequeñas siestas, como los gatos. Y olfateaba el aire.

En aquel momento miraba Mary-Lou a lo alto de la palmera y decía:

—No viene.

—No. Tiene que estar con sus niños. Como a todas las mamás, le gustan sus niños.

—A mi madre, no. Nos echa de casa temprano y me dice que vuelva antes de que llegue padre a casa.

—¿Cómo?

—No quiere que padre se entere de que está sola en casa todo el día.

Yo callaba, pensativo. Ella añadió que a veces le daba diez centavos más para que tuviera un lunch mejor.