9 de mayo de 2001, 10.25 h
El olor era cálido, húmedo y fétido. Paul Saunders tenía puesta una máscara de cirugía no con propósitos antisépticos, sino porque encontraba insoportable el hedor del establo de partos de las cerdas. Estaba junto a Sheila Donaldson y Greg Lynch, el robusto veterinario que había podido sacar del programa veterinario de la universidad de Tufts a cambio de un elevado salario. Él y Sheila llevaban batas verdes sobre la ropa y botas de goma. Greg, un grueso delantal de goma y guantes también gruesos de goma.
—Pensé que habías dicho que el parto era inminente, se quejó Paul. Tenía los brazos cruzados y las manos enguantadas.
Todo indica que así es —dijo Greg—. Hace tiempo que está pasado de fecha. —Acarició la cabeza de la cerda; el animal dejó escapar un chillido.
—¿No se lo podemos inducir? —preguntó Paul molesto por el chillido. Miró por encima de la barandilla a Smith como preguntándole si había traído oxitoxina u otra clase de estimulante uterino. Carl permanecía a un lado de la máquina de anestesia que habían adquirido. Su presencia allí era para un caso de emergencia.
—Lo mejor es dejar que la naturaleza siga su curso Greg. Ya llega. Confía en mí.
Tan pronto hubo dicho Greg esas palabras, se derramó sobre la paja del suelo un chorro de fluido amniótico acompañado de otro chillido ensordecedor. Paul y Smith tuvieron que hacerse a un lado para que el cálido fluido no los empapase.
Paul miró al cielo una vez recuperada la compostura.
—Las indignidades que han de soportarse en nombre de la ciencia —se quejó.
—Ahora todo sucederá con rapidez —dijo Greg.
Se posicionó detrás del animal tratando en vano de no pisar las heces. El animal estaba echado de lado.
—No para mí —dijo Paul. Miró a Sheila—. ¿Cuándo fue la última ultrasónica?
—Ayer —dijo ella—. Y no me gustó nada el tamaño de los cordones umbilicales que vi. Recuerdas que te lo dije, ¿verdad?
—Sí, lo recuerdo —dijo Paul meneando la cabeza con desánimo—. A veces me afectan los fracasos que debemos aguantar en este negocio, en especial en esta fase de la investigación. Si esta camada también es de neonatos, será otro descalabro. Ya no sé qué más podemos intentar.
—Al menos podemos tratar de ser optimistas —sugirió Sheila.
Al fondo sonó un teléfono. Un peón que observaba desde cierta distancia corrió a contestar.
La cerda volvió a chillar.
—Ya empezamos —digo Greg. Metió una mano enguantada en las entrañas del animal—. Ahora está dilatada. Dadme espacio.
Paul y Sheila se apartaron.
—Doctor Saunders —gritó el peón volviendo del teléfono, debo darle un mensaje. Se puso a la derecha de Paul Saunders y lo hizo retroceder con un gesto. La primera de las crías se asomaba y la cerda madre no dejaba de chillar Un instante después, estaba fuera, pero no tenía buena pinta. La oscura criatura azulada solo hacía débiles intentos de respirar. Los cordones umbilicales eran enormes, más del doble de lo normal. Greg los ató y se preparó para el siguiente.
Una vez iniciados los partos, se sucedieron rápidamente. Al cabo de pocos minutos, la camada entera formó una hilera sobre la paja del suelo; todas las criaturas estaban ensangrentadas e inmóviles. Carl hizo un movimiento para recoger al primero y tratar de resucitarlo, pero Paul le dijo que no se molestara porque todos tenían obvias malformaciones congénitas. El grupo contempló a los deplorables recién nacidos. Instintivamente, la cerda los ignoró.
—Es evidente que la idea de usar mitocondrias humanas no ha funcionado —dijo Paul rompiendo el silencio desalentador. Pensé que era una idea brillante. Tenía sentido, pero con solo ver a estos animales cualquiera puede darse cuenta que presentan la misma patología cardiopulmonar que la camada anterior.
—Al menos, ahora logramos que nazcan en fecha Greg. Cuando empezamos, cada vez se producían abortos en el primer trimestre.
Paul suspiró.
—Quiero ver un recién nacido normal, no un nonato. Ya he dejado de considerar las fechas como señal de cualquier éxito.
—¿Les hacemos la autopsia? —preguntó Sheila.
—Supongo que sí para completar las cosas —dijo Paul sin entusiasmo—. Sabemos cuál es la patología porque obviamente se trata de lo mismo que la última vez, pero debe documentarla para la posteridad. Lo que necesitamos saber es cómo eliminarla, de modo que volvemos como al principio.
—¿Y los ovarios? —preguntó Sheila.
—Claro que sí —dijo Paul—. Eso hay que hacerlo mientras aún están vivos. Las autopsias pueden esperar. De ser necesario, después de quitar los ovarios, puedes poner las criaturas en el refrigerador y hacerles la autopsia cuando creas conveniente. Pero una vez terminadas las autopsias se deben incinerar las carcasas.
—¿Y la placenta? —preguntó Sheila.
—Hay que fotografiarla junto a la cerda —dijo Paula. Empujó la masa sanguinolenta con una bota—. Y hazle también una autopsia. Es obviamente anormal.
—Doctor Saunders —llamó el peón—, una llamada telefónica…
—¡Por Dios, deje de molestarme con ese teléfono! —vociferó Paul—. Porque si se trata de esos camiones de alimentos, no me importa que se esperen un día entero. Debían haber llegado ayer, no hoy.
—No son los camiones —dijo el peón—. Los camiones ya están en la granja.
—¿Cómo? —gritó Paul—. Di órdenes que no debían entrar hasta que yo les diera el visto bueno. Y no lo he dado.
—Les dio permiso el doctor Wingate —dijo el peón—. Eso es lo que decía el mensaje. El doctor Wingate está aquí en la clínica y quiere verle de inmediato.
Por un instante, en el inmenso granero solo se oyeron los ocasionales mugidos de las vacas, los chillidos de otros cerdos y el ladrido de los perros. Paul y Sheila se miraron asombrados.
—¿Sabías que vendría? —le preguntó Paul a Sheila.
—No tenía ni idea.
Paul miró a Carl.
—No me mires —dijo Carl—. No sabía nada de su regreso.
Paul se encogió de hombros.
—Un inconveniente más, supongo —dijo.
—Bien, eso es todo, señoritas Heatherly y Marks —dijo Helen Masterson dando por concluida la entrevista. Se recostó en el respaldo del sillón juntando las palmas y los dedos como si rezara. Era una mujer robusta de rostro sanguíneo y carnoso, mentón con hoyuelo y pelo corto. Cuando sonreía, los ojos se le reducían a meras hendiduras. Joanna y Deborah estaban sentadas delante del ancho escritorio lleno de papeles—. Si las condiciones, las normas y el salario les resultan aceptables, en nombre de los miembros de la clínica Wingate, me complace ofrecerles un puesto de trabajo.
Joanna y Deborah se echaron una rápida mirada.
—A mí me parecen bien —dijo Deborah.
—A mí también —coincidió Joanna.
—Estupendo —dijo Helen, con una sonrisa hizo desaparecer los ojos—. ¿Alguna pregunta?
—Sí —dijo Joanna—, nos gustaría empezar lo antes posible. Habíamos pensado en mañana mismo. ¿Es posible?
—Lo veo difícil —dijo Helen—. No nos da tiempo de procesar las solicitudes. —Dudó un instante—. Pero supongo que eso no nos debería limitar y, francamente, nos estamos expandiendo de forma muy rápida. De modo que si hoy pueden ver al doctor Saunders, quien insiste en conocer todo nuevo empleado y reciben el visto bueno de seguridad, ¿por qué no?
—¿Qué visto bueno de seguridad? —Joanna intercambió una mirada con Deborah.
—Les darán una tarjeta de acceso —dijo Helen—, para la entrada principal y el ordenador de trabajo. Puede haber más cosas, pero todo depende de cómo haya sido programada.
Joanna levantó las cejas a la mención del ordenador, gesto que pasó inadvertido a la jefa de personal, pero no a Deborah.
—Siento curiosidad por el sistema que usan aquí en el ordenador —dijo Joanna—. Ya que haré bastante procesamiento de texto, me gustaría saber más sobre ese sistema. Por ejemplo, supongo que tiene niveles múltiples de autorización de acceso.
—No soy ninguna experta en informática —dijo Helen con una risita—. Tendrá que hablar con Randy Porter, nuestro administrador de redes. Pero si comprendo su pregunta, la respuesta es ciertamente que sí. Nuestra red interna está programada para reconocer varios grupos de usuarios y cada uno de ellos tiene distintos privilegios de acceso, pero no se preocupe, a ambas se les asignarán los privilegios necesarios para sus trabajos, si eso es lo que la preocupa.
Joanna asintió.
—Sí, me preocupa porque debe tratarse de un sistema complejo. ¿Podría echar un vistazo al hardware? Eso me dará una idea bastante exacta de lo que debo esperar.
—No veo ningún impedimento —dijo Helen—. ¿Más preguntas?
—Sí —dijo Deborah—. Conocimos al doctor Wingate en la entrada. Dijo que se pondría en contacto con usted. ¿Lo ha hecho?
—Sí, lo hizo —dijo Helen—, lo que fue toda una sorpresa. Las llevaré a su despacho en cuanto hayamos terminado. ¿Alguna otra pregunta?
Joanna y Deborah se miraron antes de decir que no.
—Entonces, es mi turno —dijo Helen—. Sé que piensan venir cada día desde Boston, pero quisiera que considerasen que aquí disponemos de alojamientos muy agradables; tratamos que los empleados los usen porque preferimos que vivan aquí. ¿Quieren visitarlos? Solo tardaremos unos minutos. Tenemos un cochecito de golf que nos llevará.
Joanna ya empezaba a declinar la oferta cuando Deborah se precipitó diciendo que podía ser interesante ver los apartamentos si había tiempo.
—Pues bien, eso me lleva a una última pregunta —dijo Helen. Se dirigió a Deborah—. No sé cómo decirlo, señorita Marks, pero ¿usted siempre viste de forma tan… llamativa?
Joanna contuvo la risa mientras Deborah buscaba una explicación.
—Bueno, no tiene importancia —dijo Helen tratando de ser diplomática—. Después de todo, somos profesionales de la salud. —Sin esperar comentarios de Deborah, cogió el teléfono y marcó una extensión. La siguiente conversación fue muy breve. Solo preguntó si «Napoleón» estaba disponible, escuchó un momento moviendo la cabeza y luego dijo que acudiría con dos nuevas incorporaciones.
Helen se puso de pie y las dos jóvenes la imitaron. Cuando lo hicieron, pudieron ver las particiones que dividían la amplia superficie de la nave de altos techos en cubículos individuales de trabajo. Estaban en el departamento de administración del segundo piso donde trabajaría Joanna. Las ventanas de los cubículos que daban al frente del edificio tenían una vista espléndida hacia el oeste. Se veían pocas cabezas en el laberinto de módulos individuales. Era como si casi todos estuvieran en la pausa del café.
—Vengan conmigo —dijo Helen saliendo del cubículo. Se encaminó al pasillo central mientras hablaba por encima del hombro—. Conocerán al doctor Saunders. Es una mera formalidad, pero necesitamos su visto bueno antes de seguir adelante.
—Recuerdas quién es, ¿verdad? —susurró Joanna mientras seguían a la jefa de personal.
Helen avanzó por el corredor que separaba la zona de administración de la del laboratorio situado en el ala este.
—Por supuesto que sí —murmuró Deborah—. Será nuestra primera prueba.
—Él no me preocupa —dijo Joanna—. Me preocupa la doctora Donaldson. Saunders no me miró lo suficiente como para acordarse de mi cara, al menos mientras estaba despierta.
—A mí me miró bastante —dijo Deborah—. Y tenía cara de pocos amigos.
Helen se detuvo ante una puerta con un rótulo de PROHIBIDA LA ENTRADA y exclamó:
—¿Por qué no?
Abrió la puerta y la franqueó. Las otras dos la siguieron. Otro pasillo de unos seis metros acababa en una segunda puerta. Helen trató de abrirla, pero estaba cerrada. Sacó una tarjeta azul similar a la que Spencer había usado para abrir el portal y la pasó por una ranura en la pared al lado de la puerta. Se oyó un clic. Al segundo intento la puerta se abrió.
Helen se puso a un lado y miró a Joanna.
—Esta es nuestra sala de informática. Y este es nuestro equipo.
Joanna paseó la mirada por el suelo de la habitación, que había sido levantado unos centímetros para ocultar los cables. Había cuatro grandes unidades electrónicas verticales y una pequeña estantería llena de manuales, así como una consola con teclado, ratón y un monitor con un salvapantalla de rayas doradas y tiburones azules que se movían incansablemente de un lado a otro. Una única silla ergonómica se erguía ante el monitor.
—Muy impresionante —dijo Joanna.
—No le sabría decir —dijo Helen—. ¿Ha visto lo suficiente?
Joanna asintió.
—¿Tendré acceso con mi tarjeta?
Helen la miró como si hubiera dicho una increíble estupidez.
—Por supuesto que no. El acceso a sitios como este solo lo tienen los jefes de departamento. De cualquier modo, ¿para qué querría usted entrar aquí?
Joanna se encogió de hombros.
—No lo sé. Solo si tuviera un problema que no pudiera solucionar en mi terminal.
—Para esa clase de problemas tendrá que ver a Randy Porter, si puede encontrarlo. No se le ve mucho si no está en su cubículo. —Helen cerró la puerta con otro sonoro clic—. Vayamos a ver a nuestro indómito líder —dijo Helen. Volvieron al pasillo central. Como si la breve escala en la sala del ordenador central les hiciera llegar tarde, Helen apretó el paso. Joanna y Deborah debieron apresurarse para seguirla. Los tacones de Deborah golpeando el suelo de baldosas sonaban como disparos. El techo abovedado amplificaba los sonidos produciendo ecos.
—¿Qué piensas? —susurró Deborah.
—Si no tenemos suerte y conseguimos el acceso que necesitamos, tendré que visitar esa habitación.
—Lo que significa que necesitarás una tarjeta azul para abrir la puerta. Las nuestras no servirán. ¿Cómo te las arreglarás para conseguirla?
—Tendré que ser creativa —dijo Joanna.
—Lamento meterles esta prisa —llamó Helen que se había adelantado y abría una pesada puerta que daba al ala sur del edificio de la torre central—. El doctor Saunders puede ser un objetivo difícil. Si abandona su despacho antes de que lleguemos, nos será difícil encontrarle; y si hoy no lo vemos, mañana no podrán empezar a trabajar.
Joanna y Deborah franquearon la puerta y Helen volvió a cerrarla. Se encontraron en un entorno completamente diferente. En vez de baldosas, el suelo era de madera de roble y en vez de azulejos, yeso o ladrillos, las paredes estaban cubiertas de caoba. Hasta había una gastada alfombra oriental a lo largo del todo el pasillo.
—¡Deprisa! —insistió Helen.
Pasado el corredor, se encontraron en una oficina exterior. Había una secretaria sentada detrás del escritorio que daba a dos puertas, una cerrada, la otra abierta. Asimismo varios sofás y mesas-camilla.
—¿El doctor Saunders ya se ha ido? —preguntó Helen a la secretaria.
—Aún sigue aquí —dijo la mujer haciendo un gesto hacia la puerta cerrada—, pero ahora está reunido.
Helen asintió. Bajando la voz, dijo:
—Me sorprendió mucho enterarme de que el doctor Wingate estaba aquí.
—A usted y a todos los demás —susurró la secretaria—. Llegó esta mañana sin previo aviso. Ha habido bastante movimiento, como se puede imaginar.
Helen se encogió de hombros.
—Será interesante ver qué pasa —dijo.
—Ya —dijo la secretaria—. De cualquier modo, estoy segura de que el doctor Saunders saldrá enseguida. Ustedes, las candidatas, pueden ponerse cómodas. —Sonrió amablemente a Joanna y Deborah.
Casi al mismo tiempo que las tres tomaban asiento, abrió la puerta bruscamente. La baja figura de Paul Sanders llenó el umbral, con toda la atención puesta en el despacho de Spencer. Tenía la cara enrojecida y las manos apretadas.
—No puedo perder todo el día en discutir este asunto —dijo Paul—. Tengo pacientes que ver y trabajo que hacer aunque usted no se lo crea.
Spencer apareció detrás de Paul. Spencer era bastante más alto y su piel bronceada hacía que la piel de Paul pareciera aún más pálida. Sus ojos brillaban con intensidad similar a los de Paul.
—Pasaré por alto esta impertinencia considerando que es fruto del estrés —dijo.
—Muy considerado de su parte.
—Tengo una responsabilidad con esta clínica y sus accionistas —dijo Spencer entre dientes—. Y pienso asumirla. Wingate es fundamentalmente una organización médica y lo hemos sido desde el primer día. La investigación sirve a los esfuerzos clínicos y no al revés.
—Esa es una actitud muy cicatera —replicó Paul—. La investigación es una inversión para el futuro, el sacrificio a corto plazo para el beneficio a largo plazo. Estamos a la vanguardia en la investigación de células madre que tiene el potencial de ser la base de la medicina del siglo XXI, pero tenemos que estar dispuestos a invertir y correr riesgos a corto término.
—Continuaremos hablando cuando usted tenga más tiempo —dijo secamente Spencer—. ¡Vuelva a verme después de su último paciente! —Y volvió a su despacho, cerrando de un portazo.
Furioso por haber sido dejado con la palabra en la boca cuando su intención era irse por su propia voluntad, Paul dio media vuelta y reparó en la imprevista audiencia. Su cabeza, como la torreta de un acorazado, giró al tiempo que sus ojos cargados de rabia pasaron de mujer en mujer. Se detuvieron en Deborah y se le ablandó la expresión.
—La señorita Masterson quiere presentarle a dos nuevas empleadas —anunció la secretaria.
—Ya veo —dijo Paul. Se le relajaron las manos e hizo un gesto señalando la puerta de su despacho mientras sus ojos repasaban los zapatos con tacones, la minifalda y el escote de Deborah—. Pasen, pasen. Gladis, ¿les ha ofrecido algo beber a las señoritas?
—Pues no se me ocurrió… —dijo Gladis y frunció el entrecejo.
—Tendremos que enmendarnos —dijo Paul—. ¿Café o limonada?
—No para mí, gracias —dijo Deborah haciendo un fuerzo por ponerse de pie con los altos tacones ya que el sofá era muy bajo. Paul reaccionó ofreciéndole una mano para ayudarla a levantarse, pero Deborah lo logró por misma. Se tiró de la minifalda lo que tuvo como efecto bajar aún más su ya pronunciado escote.
Paul echó una mirada a Joanna.
—Para mí tampoco —dijo Joanna. Se sintió como una pobre desgraciada cuando Paul volvió su atención a Deborah y la condujo amablemente a su despacho.
Helen y Joanna les siguieron los pasos. Paul añadió una tercera silla delante de su escritorio e hizo un gesto para que todas se sentaran. Pasó al otro lado y él también tomó asiento. Helen procedió a presentar a las dos amigas mencionó sus respectivos estudios en Harvard y los departamentos en que trabajarían.
—Excelente —dijo Paul con una amplia sonrisa que mostró sus dientes pequeños, cuadrados y separados que hacían juego con una nariz de similar contorno—. Excelente —repitió y, sin quitarle los ojos a Deborah, añadió—: Según paarece, señorita Masterson, ha conseguido colaboradores muy cualificadas. Se merece una felicitación.
—Por tanto, ¿podemos seguir adelante? —preguntó Helen.
—Ciertamente. No tengo la menor objeción.
—Las dos han expresado su interés en empezar mañana mismo —comentó Helen.
—Todavía mejor —dijo Paul—. El celo que demuestran será recompensado ya que tenemos un ingente trabajo, especialmente en el laboratorio. La recibirán con los brazos abiertos, señorita Marks.
—Muchas gracias —dijo Deborah, consciente de la atención que ejercía a expensas de Joanna—, estoy ansiosa por usar el excelente equipo de que disponen. —Tan pronto dijo estas palabras, se le enrojeció la cara. ¡Aún no había visto el laboratorio! Pero la única persona que notó la metedura de pata fue Joanna, y Paul continuó la conversación sin cambiar de tono.
—Permítame que le pregunte algo sobre su experiencia en el laboratorio, señorita Marks —dijo—. ¿Ha hecho alguna vez transferencia nuclear?
—No, pero ciertamente puedo aprender.
—Es parte fundamental de nuestro trabajo y de la investigación que llevamos a cabo —dijo Paul—. Como paso mucho tiempo en el laboratorio, será un placer enseñarle la técnica personalmente.
—Seré una alumna aplicada y diligente —dijo Deborah con la compostura ya recuperada. Con el rabillo del ojo, vio que Joanna estaba impaciente.
—Pues bien —dijo Helen tras un breve silencio. Se puso de pie—. Lo mejor será ponerse en marcha.
Las mujeres y Paul también se levantaron.
—Lamento el altercado que han tenido que presenciar —dijo Paul—. El fundador de la clínica y yo de vez en cuando tenemos pequeños desavenencias, pero es más una cuestión de estilo que de fondo. Espero que ese pequeño episodio no les haya producido una mala impresión.
Cinco minutos después, Helen las conducía otra vez al ala sur del edificio.
—El doctor Wingate no viene muy a menudo por la clínica, ¿verdad? —dijo Joanna a Helen.
—Hacía dos años que no venía. Todos pensábamos que se había retirado y que vivía en Florida.
—¿Hay algún problema para que no se lleve bien con el doctor Saunders? —preguntó Deborah.
—No sé nada al respecto —dijo Helen, y apuró el paso por el largo pasillo.
Por culpa de los altos tacones de Deborah, las dos amigas quedaron rezagadas.
—Qué entrevista más extraña —susurró Joanna—. Ese hombre ciertamente es rarillo.
—Al menos no nos reconoció —dijo Deborah.
—Ya, pero no gracias a ti.
—¿Qué quieres decir? —susurró Deborah.
—No deberías vestir de ese modo.
—¡Venga ya!
—No ayudas en nada. Se supone que será una operación rápida y clandestina, no una parodia interminable.
—Lo que pasa es que estás celosa.
—Eres el colmo. Yo no quiero que los hombres me estén mirando de esa manera.
—Ya te diré lo que eso demuestra —dijo Deborah, pero calló el resto de la insinuación.
—Dímelo —le rogó Joanna con tono sarcástico tras breve silencio.
—¡Que nosotras las rubias nos divertimos más!
Joanna fingió darle un puñetazo y ambas lanzaron carcajada. Helen estaba de pie ante la puerta, echándole una mirada impaciente.
—¿Qué te pareció ese rifirrafe entre los dos jefe? —preguntó Deborah porque Helen todavía no podía escucharlas.
—Obviamente hay agudos desacuerdos —dijo Joanna, Helen se refirió a Saunders como «Napoleón» cuando habló por teléfono, y luego le llamó «líder indómito» cuando hablaba con nosotras. Eso no refleja un gran respeto.
—De acuerdo. Tampoco me he creído que no sepa nada sobre el problema entre los dos.
—Eso no es de nuestra incumbencia.
—Eso seguro —dijo Deborah.
El siguiente paso en el proceso de empleo fue una visita a seguridad. Contrariamente a lo que se temía Joanna, trataba de un procedimiento sin complicaciones. El centro de operaciones era uno de los cubículos del departamento de administración a cargo de un guardia con el mismo uniforme que el individuo de la entrada. Les sacó fotos Polaroid y preparó dos tarjetas de identificación de plástico que debían llevar consigo en todo momento, según les dijo.
Luego les preparó tarjetas azules entrando en el nivel de acceso predeterminado que Helen había introducido en su terminal. Tardó un poco porque tecleaba con solo dos dedos. Una vez completada la introducción de datos, las tarjetas aparecieron automáticamente. Se las entregó y les dijo que las cuidaran.
El paso siguiente fue el acceso al ordenador. Para ello fueron hasta otro cubículo donde Helen les presentó a Randy Porter. Según Helen, eran afortunadas de haberlo encontrado allí. Randy era un tipo delgado, de pelo pajizo y aspecto de adolescente. Les explicó que cuando se sentaran por primera vez ante sus terminales e introdujeran la tarjeta azul por la ranura encima del teclado, aparecería un mensaje pidiéndoles la contraseña. Dijo que debían seleccionar nuevo y luego escribir la contraseña, que solo ellas conocerían y que debían recordar.
—¿La contraseña debe tener un número específico de números o dígitos? —preguntó Joanna.
—Como usted quiera —dijo Randy—. Pero lo mejor son seis o más cifras. Pero asegúrense de poder recordarla, porque si olvidan la contraseña, tendrán que venir a verme y eso lleva su tiempo.
Helen lanzó una risita.
—¿Alguna otra pregunta? —dijo Randy.
—¿Cuál es el sistema? —preguntó Joanna.
—Windows 2000 Data Center Server.
—¿Y el hardware?
—IBM Server xSeries 430 con firewall Shiva.
—Gracias —dijo Joanna.
—Me suena a chino —acotó Deborah.
Cuando salieron de administración, Helen miró el reloj. Era casi la una de la tarde. Vaciló un momento en el pasillo.
—Me gustaría presentarlas a los respectivos jefes de departamento —dijo—, pero es la hora del almuerzo. ¿Quieren comer algo en nuestro comedor? Dada la reacción del doctor Saunders, estoy segura de que no quiere que pasen hambre.
Joanna estaba a punto de rehusar la invitación, pero Deborah se le adelantó.
—Me parece muy bien.
—Estupendo —dijo Helen—. Me estoy muriendo de hambre.
El comedor estaba en el segundo piso de un pabellón curvo de dos plantas conectado al fondo de la sección principal del edificio. Helen las llevó por el mismo camino para llegar a los despachos de los directores, pero tras una pesada puerta giró a la derecha y no a la izquierda.
—¡Maldita sea! ¿Por qué aceptaste almorzar aquí? —masculló Joanna cuando Helen se había adelantado lo suficiente y no podía oírla.
—Porque tengo hambre.
—Cuantas más cosas hagamos y más tiempo pasemos hoy aquí, más probabilidades habrá de que alguien nos reconozca.
—Oh, no estoy tan segura —dijo Deborah—. Además cuanto mejor conozcamos el sitio, más probabilidades de éxito tendremos.
—Ojalá te tomaras esto con más seriedad.
—¡Ya lo hago! —exclamó Deborah.
Joanna la hizo callar porque se acercaban a Helen, que las estaba esperando.
El comedor tenía forma semicircular con ventanas que daban a la parte posterior del edificio. Como el terreno bajaba hacia el este, la vista se extendía a lo lejos. Deborah recordó que el laboratorio tenía una vista similar aunque desde ventanas más pequeñas y, por lo tanto, no era tan espectacular. Los tejados y las chimeneas de algunas viviendas eran visibles por encima de los árboles así como la chimenea de la central eléctrica. También era visible el techo de un silo entre la central eléctrica y las residencias Helen se detuvo en el umbral mientras recorría con la mirada a los comensales buscando obviamente a alguien en particular.
La sala era enorme y, como el resto del edificio, tenía numerosos detalles victorianos incluyendo los muebles y una araña central de cristal de la época. Considerando el tamaño, el lugar estaba medio vacío. Solo unas treinta o cuarenta personas se sentaban en mesas ampliamente separadas. Sus voces producían un suave murmullo.
Joanna se puso rígida cuando vio a la doctora Donaldson sentada junto a otros cinco colegas de aspecto profesional. Poniéndose de espaldas a la doctora, Joanna cogió a Deborah del brazo y le hizo un gesto con la cabeza.
—Calma, por todos los santos —susurró Deborah. La ansiosa paranoia de Joanna la estaba enervando.
—¿Ocurre algo? —preguntó Helen.
—No, nada —dijo Joanna poniendo cara de inocente. Le echó una mirada fulminante a Deborah.
—Allí están —dijo Helen señalando a la derecha—. Megan Finnigan, la supervisora del laboratorio, y Christine Parham, la responsable de administración. Y están sentadas a la misma mesa. Vamos, las voy a presentar.
Helen las llevó a una de las mesas cercanas a la ventana. Para desesperación de Joanna, el sonido de los tacones de Deborah en el viejo parquet combinado con su espectacular vestimenta provocó que todos los presentes las mirasen, incluida la doctora Donaldson.
A Deborah le importaba un comino ser el centro de atención. Observó una mesa de gente que hablaba español cerca de la puerta de entrada. Eran todas mujeres jóvenes, robustas y morenas que Deborah supuso hispanas. Lo que atrajo su atención fue el hecho de que todas parecían embarazadas. Y todas daban la impresión de estar en una fase avanzada.
Después de presentarlas a las dos jefas de departamento que habían acabado de comer y estaban a punto de levantarse, Helen las llevó a otra mesa donde fueron atendidas Por una mujer que también parecía hispana y estaba embarazada de varios meses.
Una vez servida la comida, la curiosidad pudo con Deborah y le preguntó a Helen sobre esas mujeres.
—Son centroamericanas —dijo Helen—. De Nicaragua, un acuerdo que ha hecho el doctor Saunders con un colega de ese país. Vienen por unos meses con un visado y luego regresan a sus casas. Debo decir que nos han resuelto un problema al proporcionarnos servicios de cocina y limpieza para el que no encontrábamos personal en esta zona.
—¿Vienen con sus familias?
—No; solas. Es una oportunidad de ganar un buen dinero que envían a los suyos.
—Pero todas parecen embarazadas —señaló Deborah—. ¿Se trata de una increíble coincidencia?
—Nada de eso —dijo Helen—. Es una forma que tienen de ganar un dinero extra. Pero adelante con la comida. Me gustaría mostrarles los apartamentos que espero utilicen si están de acuerdo con el alquiler. Es un precio asombrosamente razonable, en especial si se los compara con los de Boston.
Deborah miró a Joanna para ver si prestaba atención. Durante gran parte del almuerzo, a Joanna le había preocupado la presencia de la doctora Donaldson y su supuesta necesidad de dar la espalda a su mesa, pero ahora la doctora se había ido. Joanna le devolvió la mirada con una mezcla de consternación e incredulidad.