9 de mayo de 2001, 8.45 h
Spencer Wingate dejó a un lado la revista que estaba leyendo y contempló el paisaje. Finalmente, había llegado la primavera con la típica lentitud de Nueva Inglaterra. Los campos y prados habían adquirido un color verde aunque aún se veían manchas de hielo y nieve en las más inhóspitas hondonadas y barrancos. Muchos árboles todavía no tenían hojas, pero estaban cubiertos de delicados brotes amarillos y verdes listos para florecer y que daban a las onduladas colinas una suavidad como si estuvieran tapizadas con un diáfano y verde vellón de lana.
—¿Cuánto falta para aterrizar en Hanscom Field? Preguntó Spencer por encima del estruendo de los motores del jet. Spencer viajaba en un Lear 45 del que poseía el 25 por ciento. Dos años antes, lo había adquirido mediante una compañía de propiedad fraccionada y sus servicios habían cubierto perfectamente sus necesidades.
—Menos de veinte minutos, señor —contestó el piloto, no hay tráfico de modo que volaremos directamente. Spencer sacudió la cabeza y se estiró. Sentía ganas de volver a Massachusetts y la visión de las pintorescas granjas del sur de Nueva Inglaterra le provocó ansia. Había pasado su segundo invierno en Naples (Florida) y esta vez, se había aburrido, en especial el último mes. Ahora no podía esperar para estar de vuelta y no solo se trataba de que los beneficios de la clínica Wingate hubieran bajado. Hacía tres años, cuando la clínica ganaba más dinero de lo que parecía posible, había tenido fantasías acerca de dedicarse a jugar golf, escribir una novela que se convertiría una película, salir con mujeres hermosas y finalmente descansar. Con ese objetivo en mente, había empezado por buscar a un joven que pudiera llevar el mando de su cada vez más próspera empresa. Por casualidad, había conocido a un joven profesional con una beca en fecundación proveniente de una institución en la que él había dado conferencias. Le pareció un enviado del cielo.
Con el negocio en buenas manos, Spencer se concentró en su nueva vida. Con el consejo de una paciente que tenía amplia experiencia con la propiedad inmobiliaria en Florida, encontró un condominio en la costa occidental de ese estado. Una vez firmada la escritura, se encaminó a la tierra del sol. Por desgracia, la realidad no estuvo a la altura de sus fantasías. Pudo jugar mucho golf, pero a su personalidad competitiva no la satisfacía del todo, en especial porque su nivel de juego nunca superó una irritante mediocridad. Spencer se consideraba un ganador y le resultaba intolerable perder. Por último, decidió que había algo básicamente repulsivo en ese deporte.
Y la idea de escribir resultó aún más calamitosa. Descubrió que era preciso trabajar mucho más de lo que había imaginado y que se necesitaba una férrea disciplina y, peor todavía, no obtenía la inmediata gratificación que le proporcionaban las pacientes. En consecuencia y de forma bastante rápida, abandonó la novela-película como algo que no cuajaba con su activa personalidad.
La situación social representó su mayor desilusión. Durante gran parte de su vida, Spencer había pensado que debía sacrificar el estilo de vida que su aspecto y su talento podían proporcionarle. Se había casado cuando aún asistía a la universidad —más que nada por no sentirse solo— con una mujer que había resultado inferior a él en lo intelectual y lo social. Una vez que los hijos fueron enviados a la universidad, Spencer se divorció. Por suerte, eso ocurrió antes de que la clínica ganase mucho dinero. La mujer se habia quedado con la casa, lo cual a él no le importó mucho.
—Doctor Wingate —le llamó el piloto por encima hombro—, ¿envío mensaje por radio para que le traigan coche?
—Mi coche ya debe de estar allí —contestó Spencer—, dígales que lo acerquen a la pista.
—Muy bien, señor.
Spencer volvió a sus fantasías. Aunque en Naples había carestía de mujeres hermosas, a él le fue difícil conocerlas y las que conoció resultaron difíciles de impresionar. Aunque Spencer se consideraba rico, en Naples siempre había alguien que hacía que se sintiera como un pordiosero.
Por tanto, la única parte del sueño que se había hecho realidad fue la oportunidad de descansar. Pero al cabo un año ya estaba harto. Entonces, a principios de enero llegó la noticia de que bajaban los beneficios de la clínica. En un primer momento, Spencer pensó que seguramente se trataba de una triquiñuela contable para evitar el pago de impuestos, pero por desgracia el descenso continuó. Spencer consideró la situación lo mejor que pudo. Los ingresos no habían descendido, todo lo contrario, pero los costes de investigación se habían ido por las nubes, lo que indicaba que volvía a ser necesaria la presencia de Spencer al frente del negocio. Cuando Paul Saunders se había hecho cargo, Spencer le dijo que favoreciera la investigación, pero obviamente las cosas ahora estaban fuera de control.
—Me dicen que su coche ya está frente al edificio JetSmart Aviation —informó el piloto—. Empezamos el aterrizaje.
Spencer le hizo una señal con el pulgar hacia arriba. Ya tenía abrochado el cinturón de seguridad. Cuando por la ventanilla en el momento de aterrizar, pudo ver el Bentley burdeos brillando en la luz de la mañana. Le encantaba ese coche. Vagamente se preguntó si no fuese mejor llevarlo a Naples. Quizás hubiese tenido suerte con las mujeres.
La primavera era una estación que le encantaba a Joanna, los tonos de las flores y sus promesas de atardeceres cálidos. Siempre llegaba temprano a Houston con una avalancha de color que transformaba de la noche a la mañana el paisaje plano y gris en una celebración de azaleas, tulipanes y escaramujos. Mientras conducía hacia el norte rumbo a Bookford, trataba de concentrarse en esos recuerdos felices y en la euforia que generaban, pero no le resultaba fácil.
En primer lugar, aún había pocas flores a la vista y, por tanto, no mucho colorido salvo por la hierba verde y el verde claro de los brotes en los árboles. En segundo lugar, la irritaba Deborah sentada a su lado y canturreando las canciones de rock suave de moda. Aunque le había prometido que no se pasaría de la raya con la vestimenta, según Joanna, lo había hecho con creces. Llevaba el pelo de color frambuesa, los labios y las alargadas uñas de rojo brillante, y se había puesto un vestido con minifalda, amplio escote y sostenes especiales, todo ello rematado con zapatos de altos tacones. Pero el toque final eran aros en las orejas y un collar con forma de corazón formado por cuentas diminutas. Joanna, por el contrario, llevaba una falda azul oscura hasta la rodilla, una blusa blanca de cuello alto, un cardigan rosa pálido con botones también hasta el cuello y gafas con montura de plástico transparente. Se había teñido el pelo de marrón ratonil.
—Dudo que vayas a encontrar empleo —dijo Joanna de repente, rompiendo un largo silencio—. Y tal vez yo tampoco por tu culpa.
Deborah pasó su mirada del paisaje al perfil de su amiga. Aunque no dijo nada de inmediato, se inclinó hacia delante y apagó la radio.
Joanna la miró un segundo, pero luego siguió con la mirada fija en el camino.
—¿Por eso estabas tan callada? —preguntó Deborah—. No has dicho prácticamente ni una palabra desde que salimos.
—Prometiste que no te tomarías a broma este asunto Joanna.
Deborah bajó la mirada un momento a sus rodillas enfundadas en medias de tono rosa.
—No bromeo —dijo—. Para mí, es aprovechar una oportunidad y divertirme un poco.
Tú lo llamas divertirte; yo diría que es un estudio sobre el mal gusto.
—Eso piensas tú —dijo Deborah—. E irónicamente yo también. Pero no todo el mundo coincide contigo, en especial la población masculina.
—No piensas en serio que los hombres se sentirán atraídos por tu aspecto, ¿verdad?
—Pues, de verdad creo que sí. No todos, pero una buena parte si. He observado la reacción masculina ante mujeres vestidas así. Siempre hay una reacción, quizá por razones que no me interesan, pero siempre la hay. Y por una vez en mi vida, voy a experimentarla.
—Creo que se trata de un tópico —dijo Joanna—, un invento femenino similar a la idea masculina de que las mujeres se vuelven locas por los tipos puro músculo.
—No, no creo que sea lo mismo —dijo Deborah haciendo un gesto con la mano—. Además, tú hablas desde tu tradición femenina en la que verse con alguien era un preludio para la boda. Permíteme recordarte que los hombres pueden mirar a las mujeres y salir con ellas como un juego o incluso como un deporte. Las ven como un entretenimiento, y muchas mujeres del siglo XXI también ven a los hombres así.
—No quiero discutir este asunto. El problema es que tenemos una entrevista con una mujer y dudo mucho que le divierta tu aspecto. Mi temor es que no creo que te den trabajo, simple y llanamente.
—Tampoco estoy de acuerdo —dijo Deborah—. La jefe del personal es una mujer, vale. Pero debe ser realista en cuanto a los empleos. Solicito un trabajo en el laboratorio, para tratar con las pacientes. Además, ya aceptaron aquella recepcionista pelirroja que vestía casi tan provocativamente como yo.
—Pero ¿por qué correr riesgos?
—Tal como tú misma dijiste, la cuestión es que no nos reconozcan. Confía en mí. No nos reconocerán. Y encima tendremos un poco de diversión. Voy a seguir intentando que te comportes con un poco más de libertad y no recaigas en los viejos clichés.
—Oh, claro —exclamó Joanna—. Ahora vas a tratar de convencerme que todo esto lo haces por mi bien. ¡No me fastidies!
—Vale, lo hago por mi bien, pero un poquito también por ti.
Para cuando llegaron a Bookford y cruzaron el pueblo, Joanna ya se había reconciliado con la pinta de Deborah. Pensó que, en el peor de los casos, no le darían el empleo, pero eso no tenía por qué afectar su suerte. Si Deborah no lo conseguía, no era el fin del mundo. Después de todo, el plan original de Joanna había sido ir en solitario a la clínica Wingate. Deborah había insistido en acompañarla.
—¿Recuerdas dónde se giraba? —preguntó Joanna.
En la visita anterior no había conducido, y siempre que iba de acompañante, luego no se acordaba de por dónde habían pasado.
—Es a la izquierda después de la próxima curva. Recuerdo que fue a la derecha de este granero.
—Tienes razón. Ya veo la señal —dijo Joanna tomando la curva.
Redujo la velocidad y prosiguió por el camino de grava. Allá delante se veía el portal de piedra. Atascados en el Portal y cerrando el paso había una fila de camiones. Se veía al guardia uniformado, tablilla en mano, conversando al parecer con el conductor del primer camión.
—Parece que es la hora de los proveedores —dijo Deborah—. En la parte de atrás del último camión se leía ALIMENTOS PARA ANIMALES WEBSTER.
—¿Qué hora es? —preguntó Joanna.
Le preocupaba haber salido del piso veinte minutos más tarde de lo previsto porque a Deborah se le tenía que secar la pintura de las uñas.
—Diez menos cinco —dijo Deborah.
—Oh, estupendo —ironizó Joanna, desesperada—. Detesto llegar tarde a las entrevistas, en especial cuando solicito un trabajo.
—No podemos hacer otra cosa.
Joanna asintió con la cabeza. Le disgustaban los comentarios complacientes; sabía que Deborah lo sabía, pero no dijo nada. En cambio, tamborileó el volante con los dedos. Pasaban los minutos. El tamborileo de Joanna se incrementó. Suspiró y miró por el retrovisor para ver si su peinado había aguantado el viaje. Antes de poder ajustar el espejo, vio que un coche giraba y cogía el camino de grava detrás de ellas.
—¿Te acuerdas del convertible Bentley que vimos en el parking cuando estuvimos aquí? —preguntó Joanna.
—Vagamente. —Los coches solo le interesaban para trasladarse de un sitio a otro y no sabía distinguir un Chevrolet de un Ford o un BMW de un Mercedes.
—Está justo detrás de nosotras.
—Oh —comentó Deborah. Se dio media vuelta y por la ventanilla de atrás—. Ahora me acuerdo.
—Me pregunto si será de algún médico —dijo Joanna mientras seguía observando el coche color burdeos por el retrovisor. Debido al brillo del parabrisas no podía ver al conductor.
Deborah volvió a mirar el reloj.
—Caray, son las diez pasadas. ¿Qué pasa aquí? Ese estupido guardia aún habla con el camionero. ¿De qué diablo estarán hablando?
—Supongo que no dejan pasar fácilmente a nadie.
—Puede ser, pero a nosotras nos esperan —dijo Deborah. Abrió la puerta y se apeó.
—¿Adónde vas? —preguntó Joanna.
—A averiguar qué pasa. Esto es ridículo.
Dio un portazo y pasó por delante del coche. De puntilla para que los tacones no se hundieran en la grava, empezó a caminar hacia el portal.
Pese a su anterior irritación, Joanna se rio del atuendo de su amiga hasta que notó que la minifalda se le había levantado por atrás por obra de la estática de las medias. Bajó el cristal de la ventanilla y asomó la cabeza.
—¡Eh, señorita Monroe! ¡Vas con el culo al aire!
Con los nudillos de ambas manos, Spencer se frotó los ojos para ver mejor. Se había detenido detrás de un anónimo Chevy Malibu sintiéndose irritado ya que cuando estaba a punto de llegar, se había topado con un atasco de tráfico. Había visto dos cabezas en el coche de delante, pero no había notado nada hasta que una de ellas salió del vehículo.
Para Spencer fue como ver un espejismo. Aquella mujer era como las que había querido conocer y no había conocido durante su estancia en Naples. No solo era atractiva y con un cuerpo esbelto y atlético, sino que llevaba una vestimenta atractiva como las que únicamente había visto en sus raras visitas a South Beach de Miami. Para que la imprevista situación fuera aún más provocativa, el vestido de la fémina se había levantado mostrando las nalgas solo cubiertas por unas diminutas tangas.
Envalentonado porque ya se encontraba en territorio propio, Spencer no dudó como habría hecho en Naples. Abrió la puerta y salió del coche. Oyó el grito de la compañera de la mujer y ahora el vestido estaba donde debía estar, aunque no pasaba de medio muslo; al ser de tela sintética y ceñido al cuerpo, ondulaba sensualmente mientras la mujer avanzaba con dificultades hacia el portal.
Spencer avanzó al trote en impetuosa persecución. Cuando adelantó el Malibu de las mujeres, echó un vistazo a la compañera, suficiente para notar que se trataba de una joven muy diferente. Dejó de trotar cuando llegó al primer camión y se acercó a la mujer, que le daba la espalda. Discutía acaloradamente con el guardia.
—Bueno, haga retroceder a los camiones y déjenos pasar —decía Deborah—. Tenemos una cita con Helen Masters la jefa de personal, y ya llegamos tarde.
El guardia no se dejó intimidar. Levantó las cejas e hizo una mueca mientras miraba a Deborah a través de sus gafas oscuras. Empezó a contestarle, pero Spencer le interrumpió.
—¿Qué problema hay? —preguntó con el tono más autoritario que pudo. Imitando inconscientemente la postura de Deborah, se llevó las manos a la cintura.
El guardia echó una gélida mirada a Spencer y le dijo en términos inequívocos que no era asunto suyo y que volviese a su coche. Utilizó las palabras por favor y señor obviamente solo porque se trataba de una mera formalidad.
—Parece que estos camiones de alimentos no están en su lista —explicó Deborah con desprecio—. Esto parece el Pentágono, joder.
—Tal vez una llamada a la granja puede aclarar las cosas —sugirió Spencer.
—¡Escuche, usted! —exclamó el guardia como si fuese un epíteto. Señaló con la mano que cargaba el block-notes al Bentley y la otra la puso sobre la funda de su pistola automática—. Quiero que vuelva ya mismo a su coche.
—No ose amenazarme —gruñó Spencer—. Para su información, soy el doctor Spencer Wingate.
La expresión amenazadora del guardia se esfumó cuando miró a Wingate a los ojos. Pareció desconcertado. Deborah dejó de prestar atención al guardia y se concentró en Spencer, y se encontró mirando la cara de un arquetipo de médico de éxito: alto, delgado, rostro anguloso, piel bronceada y pelo entrecano.
Antes de que alguien pudiera pronunciar palabra se abrió la pesada puerta sin ventanas. Apareció un hombre musculoso vestido con camisa negra, pantalones negros y zapatos negros. Se movía como en cámara lenta y cerró la puerta detrás de él.
—Doctor Wingate —dijo con calma—, tendría que habernos avisado de su llegada.
—¿Qué pasa con estos camiones, Kurt? —quiso saber Spencer.
—Estamos esperando el visto bueno de Paul Saunders —respondió Kurt—. No figuran en la lista y al doctor Saunders le gusta estar informado de cualquier irregularidad.
—Son camiones de comida, por todos los santos —exclamó Spencer—. Ya tienen mi visto bueno. Envíelos a la granja que tenemos que pasar de una vez.
—Muy bien —dijo Kurt. Sacó una tarjeta de plástico del bolsillo y la pasó por una ranura en un poste al lado del primer camión. De inmediato se oyó el chirrido de las cadenas mientras el portal empezaba a abrirse.
El conductor del primer camión puso en marcha el motor diesel. El ruido y la humareda eran considerables. Deborah y Spencer salieron rápidamente al aire libre.
—Gracias por solucionar el problema dijo Deborah. Notó que los ojos del médico, tan azules como los del hombre de negro, se paseaban por toda su figura.
—Ha sido un placer —dijo Spencer.
Para su desesperación, se le quebró la voz cuando trató de camuflar su nerviosismo al hablar directamente con Deborah. De cerca y con el escote bien visible, pudo notar que la piel morena no estaba bronceada como se había imaginado. Era su color natural. Vio también que las cejas y los ojos eran oscuros. Todo esto, combinado con el cabello rubio, le dio la impresión de que estaba ante la presencia de una mujer sensual y libre.
—Muy bien, ya nos veremos, doctor —dijo Deborah sonriendo y se encaminó al coche.
—Un momento —dijo Spencer. Deborah se volvió.
—¿Cómo se llama?
—Georgina Marks —respondió Deborah. Sintió que se le aceleraba el pulso. Era la primera vez que usaba el alias.
—¿Tiene una cita con Helen Masterson?
—A las diez —contestó Deborah—. Por desgracia, se nos ha hecho tarde por culpa de ese guardia.
—La llamaré y le diré que no es culpa suya.
—Gracias.
—¿Están buscando trabajo en la clínica?
—Sí, a mi amiga y a mí nos interesa. Pensamos mudarnos juntas desde Boston.
—Interesante —acotó Spencer—. ¿Y se podría saber clase de trabajo buscan?
—Soy graduada en biología molecular —dijo dejando en el aire el nivel de especialización—. Me gusta trabajar en el laboratorio.
—¡Biología molecular! Estoy impresionado —dijo sinceramente Spencer—. ¿Y de qué universidad?
—Harvard. —Había discutido este punto con Joanna cuando rellenaron la solicitud por e-mail. Ya que les preocupaba ser reconocidas por su asociación con Harvard, habían considerado decir otra universidad. Pero finalmente decidieron decir la verdad para poder contestar cualquier pregunta relacionada con el programa de estudios.
—¡Harvard! —exclamó Spencer. Se desconcertó fuertemente. La biología molecular ya había sido suficiente sorpresa. Harvard solo empeoró las cosas sugiriendo que Deborah acaso no fuera una mujer tan libre y sensual como había imaginado y tal vez no tan fácilmente impresionable ¿Y su amiga? ¿Ella también busca trabajo en el laboratorio?
—No, Prudence (Prudence Heatherly) quiere trabajar en la oficina. Tiene experiencia en procesamiento de textos y ordenadores en general.
—Bueno, estoy seguro que podremos utilizar a ambas —dijo Spencer—. Y permítame que le haga una sugerencia ¿por qué no vienen a verme a mi despacho después de la entrevista con Helen?
Deborah ladeó la cabeza y entrecerró los ojos como si estuviera estudiando los motivos de Spencer.
—Quizá podamos tomar un café o algo así —dijo él.
—¿Cómo le encontramos?
—Pregunte a Helen. La llamaré y le diré que nos vemos después.
—Gracias —dijo Deborah. Sonrió, se dio media vuelta y caminó hacia el coche.
Spencer la miró alejarse. No pudo dejar de notar las nalgas voluptuosas que se meneaban debajo del tejido sintético de la falda. Aunque se dio cuenta que no se trataba de nada caro, pensó que era algo eróticamente favorable. Harvard, pensó. Se imaginó que Deborah habría sido más fácil de ligar y más favorable al intrcambio de haber ido al viejo instituto de su adolescencia, el Sommerville High.
—¿Cómo puede ser que alguien pueda caminar todo el santo día con estos zapatos? —dijo Deborah cuando entró en el coche.
—Debieras verte —dijo riendo Joanna—. Estás cómica.
—¡Cuidadito! Vas a menoscabar mi autoestima.
Joanna volvió a poner el motor en marcha cuando los camiones empezaron a moverse.
—Vi que hablabas con el caballero del Bentley.
—Nunca te imaginarías quién es —dijo coquetamente Deborah.
Joanna puso la primera e hizo avanzar lentamente el coche. Como de costumbre, su amiga la forzaba a preguntar. Se resistió unos segundos, pero la curiosidad pudo con ella.
—Pues bien, ¿quién es?
—¡El mismísimo doctor Wingate! Y contra todas tus predicciones, se mostró encantado con mi vestimenta.
—¿Encantado o despectivo? Hay una gran diferencia aunque no resulte aparente.
—Sin duda lo primero —dijo Deborah—. Y la prueba es que estamos invitadas a tomar un café en su despacho después de ver a la jefa de personal.
—¿Estás de broma?
—No —dijo triunfalmente Deborah.
Joanna se acercó a la entrada. Spencer aún estaba entre el hombre de negro y el guardia uniformado. Aunque el portal estaba abierto, empezó a cerrarse por la distancia que Joanna había dejado entre su coche y el camión que la precedía. Spencer le hizo una señal para que se detuviera. Ella lo hizo y bajó la ventanilla.
—Ya las veré más tarde —dijo—. Que le vaya bien esa entrevista. —Sacó de su billetera una tarjeta azul similar a la del hombre de negro y la pasó por la ranura. Las puertas volvieron a abrirse. Spencer les señaló que siguieran adelante con un cortés gesto de bienvenida.
—Tiene un porte bastante distinguido —comentó Joanna cuando entraron.
—Así es —convino Deborah.
—Es extraño, pero se parece mucho a mi padre.
—Ahora eres tú la que bromeas —dijo Deborah—. No creo que se parezca a tu padre en nada. A mi parece un galán de telenovela.
—Lo digo en serio. Tiene el mismo físico y el mismo color de piel. Incluso la misma actitud distante.
—Eso de la actitud distante te lo imaginas —dijo Deborah—. Conmigo no fue nada distante. Debieras haber visto la gimnasia que le hacían los ojos gracias a mi escote.
—¿No crees que se parece bastante a mi padre?
—¡Qué va!
Joanna se encogió de hombros.
—Es curioso, pero a mí me lo parece. Tal vez es subliminal.
El coche pasó los árboles de hojas perennes y tuvieron una vista completa del viejo edificio Cabot.
—Este sitio es aún más lúgubre de lo que recordaba —dijo Deborah. Se inclinó para ver mejor por el parabrisas—. Ni siquiera recuerdo esas gárgolas en los canales de abajo.
—Hay demasiada ornamentación y resulta imposible asimilarla de un solo vistazo —dijo Joanna—. Ciertamente es fácil imaginarse por qué los empleados lo llaman «Monstruosidad».
El camino en curva las condujo al aparcamiento sur. Cuando llegaron a la cima de la colina, pudieron ver el humo de la chimenea en el este. Tal como Joanna lo había visto anteriormente, el humo salía en chorro.
—Sabes —dijo Deborah—, esa chimenea me recuerda que había algo en este sitio que me olvidé de contarte.
Joanna encontró un sitio libre y aparcó. Apagó el motor. En silencio, contó hasta diez con la secreta esperanza que por una vez Deborah terminara sus demorados pensamientos sin tener que azuzarla.
—Me rindo —dijo finalmente—. ¿Qué olvidaste contarme?
—Que el Cabot tiene su propio crematorio como parte de su generador eléctrico. Me pareció raro cuando me lo contaron y me pregunté si los restos de los pacientes no se habrían usado como combustible para la calefacción.
—Qué idea más siniestra. ¿Cómo demonios pudiste pensar algo semejante?
—No lo sé. El crematorio, las alambradas de espino, los peones de la granja; todo eso me hizo pensar en los campos de concentración nazis.
—Venga ya —dijo Joanna. Abrió la puerta y salió. Deborah hizo lo mismo.
—Un crematorio sería útil para borrar las huellas de cualquier error o aberración —añadió.
—Llegamos tarde —dijo Joanna—. Entremos y consigamos esos trabajos.