8 de mayo de 2001, 6.10 h
Aún habituadas a la hora europea, las dos mujeres despertaron temprano pese a su cansancio. Deborah fue la primera en levantarse. Creyendo que Joanna aún dormía, trató de no hacer ruido cuando pasó por la cocina rumbo al lavabo. En el momento que abrió el grifo, Joanna apareció por la puerta que daba a su dormitorio.
—Tienes un aspecto deplorable —dijo Deborah al verla.
—No creas que tú estás mejor —replicó Joanna—. ¿Qué hora es?
—Las seis y cuarto, pero mi glándula pituitaria cree que es mediodía.
—No me des detalles —dijo Joanna—. Lo único que sé que me acosté tarde, pero hace al menos una hora que estoy despierta.
—Yo también. Qué tal si bajamos a Charles Street a tomar el desayuno. Necesito un litro de café.
—Ya que no tenemos nada, no hay opción.
Tres cuartos de hora después, las dos caminaban por Vernon Street. Era una excelente mañana de primavera c muchas flores en las ventanas de las casas. Había pocos transeúntes hasta que llegaron a Charles, pero los pájaros eran multitud. Al final de Charles y Boston Common, encontraron un Starbucks abierto. Pidieron capuchinos pastas. Llevaron todo a una pequeña mesa al lado de ventana y desayunaron en silencio.
—El café está muy bueno —dijo Joanna finalmente—, debo decir que me gustaba más en Campo Santa Margherita.
—Es verdad —dijo Deborah—, pero me está reviviendo.
—¿Aún quieres ir a la clínica y conseguir ese trabajo? —preguntó Joanna.
—Sí. Me he vuelto loca. Pero será mejor que estudiemos los detalles a fondo antes de empezar. ¿Cómo vamos a conseguir los nombres y los números de la seguridad social de gente fallecida?
—Una buena pregunta —dijo Joanna—. Esta mañana cuando estaba echada en cama, me puse a pensarlo. Hace años leí una historia de alguien que lo hacía.
—¿Y cómo lo hacía?
—Trabajaba en un hospital y sacaba la información del registro. Era un problema de seguros médicos o algo así.
—¡Caray! —exclamó Deborah—. Es interesante, pero no nos ayuda en nada. A menos que pienses conseguir la ayuda de Carlton.
—Lo mejor será que Carlton no se meta en esto. Si llega a descubrir nuestros planes, lo más seguro es que nos denuncie al FBI.
Deborah bebió otro sorbo de café.
—Debemos dividir el problema en dos partes. Primero, conseguir los nombres; después, ocuparnos de conseguir los números correspondientes de la seguridad social y cualquier otra cosa que necesitemos, como fechas de nacimiento y quizás incluso el nombre de soltera de la madre.
—Los nombres no representan ningún problema —dijo Joanna—. Al menos eso se me ocurrió cuando estaba en la cama. Lo único que tenemos que hacer es ir a la biblioteca y hojear las páginas de decesos en el Globe.
—Perfecto —dijo Deborah. Entusiasmada, se inclinó hacia delante—. ¿Cómo no lo pensé antes? Los obituarios generalmente dan la edad aunque no siempre la fecha de nacimiento. Nos ayudarán a conseguir nombres de mujeres de la edad apropiada, por más extraño que suene.
—Lo sé —dijo Joanna—. Suena siniestro. También hay que buscar mujeres que hayan muerto hace relativamente poco tiempo.
—El número de la seguridad social será más difícil obtener.
—Tal vez cambie de opinión y recurra a Carlton. Lo más probable es que cualquier fallecida de nuestra edad ha sido paciente en un hospital local. Nos sería útil si ha estado en la seguridad social y encontramos alguna razón aceptable para querer saber su número, siempre y cuando Carlton no vaya a sospechar nada.
—Demasiado complicado —comentó Deborah.
—Supongo que sí.
—Lo tengo —exclamó Deborah golpeando la mesa con palma de la mano—. Hace un par de años, cuando murió abuelo, mi abuela tuvo que conseguir un certificado de defunción para suprimir su nombre de la propiedad de la casa.
—¿Y eso en qué nos ayuda?
—Los certificados de defunción están disponibles al publico —dijo Deborah y lanzó una carcajada—. No puedo creer que no se me haya ocurrido antes. En el certificado consta el número de la seguridad social. —Caray, es perfecto.
—Absolutamente —dijo Deborah—. Primero vamos a biblioteca y luego al ayuntamiento.
—Espera un momento —dijo Joanna con aire de conspiración—. Tenemos que asegurarnos que el número no haya sido eliminado. Conociendo la burocracia gubernamentales no me cabe duda que tardan bastante en hacerlo, pero podemos cerciorarnos.
—Tienes razón. Nos descubrirían si en Wingate llega comunicado oficial diciendo que una de las dos está muerta. —Rio sin ganas.
—Ya sé lo que podemos hacer. Después de ir al ayuntamiento, vamos al Fleet Bank. Abrimos sendas cuentas ahorro con los dos nombres. Como ciudadanas americana debemos dar un número de la seguridad social que ellos ratificarán de inmediato, de modo que lo sabremos.
—Suena bien —dijo Deborah—. ¿Sabes a qué hora abre biblioteca?
—Supongo que a las nueve o las diez. Pero hay algo más. ¿Y si nos cambiamos un poco el aspecto? Pienso que nuestros peinados son bastante eficaces y probablemente suficientes en estas circunstancias, pero ¿por qué no hacer algo más para estar seguras?
—¿Te refieres al color del pelo?
—El color del pelo es una cosa, pero hablo de cambiar de estilo, de aspecto. Las dos tenemos apariencia de niñas bien. Creo que debemos cambiar.
—Bueno, estoy a favor de cambiarme el color del pelo. Siempre he querido ser rubia. He oído decir que os divertís mucho más.
—Hablo en serio —dijo Joanna.
—De acuerdo, tranquila. Entonces, ¿qué tienes en mente? ¿Un piercing facial estratégico o un par de tatuajes salvajes?
Joanna se rio a su pesar.
—Tratemos de ser serias un momento. Pienso en términos de ropa y maquillaje. Es mucho lo que podemos hacer.
—Tienes razón —dijo Deborah—. De tanto en tanto, he tenido la fantasía de vestirme como una puta. Debe de ser mi vena exhibicionista, pero nunca lo he hecho. Acaso esta sea mi gran oportunidad.
—¿Me tomas el pelo?
—Hablo en serio. Esto también puede tener una parte divertida.
—Yo pensaba en el polo opuesto —repuso Joanna—. Ya sabes, el estereotipo de la bibliotecaria santurrona.
—Eso te será fácil —bromeó Deborah—. Prácticamente ya estás en eso.
Deborah se limpió la boca con la servilleta y la dejó sobre su plato.
—¿Has terminado?
—Sí —dijo Joanna.
—Entonces, manos a la obra. Cuando veníamos hacia aquí, pasamos por una tienda de comestibles. ¿Por qué no entramos allí y compramos lo que necesitemos? Así no tendremos que salir a la calle para cada comida. Para entonces la biblioteca ya estará abierta.
—Perfecto.
Las dos muchachas estaban en la escalinata de la vieja biblioteca de Boston contemplando la iglesia Trinity al lado de la concurrida plaza Copley cuando el guardia abrió las puertas principales. Eran las nueve en punto. Ya que nunca habían estado en la biblioteca de Boston, las dos quedaron impresionadas por su elegancia arquitectónica y 1os grandes murales de vivos colores de John Singer Sargetr.
—No puedo creer haber vivido seis años en Boston y que no conociese esto —dijo Deborah mientras pasaban por salones de mármol donde todo resonaba. Giraba la cabeza todas direcciones para admirar el máximo de detalles.
—Pienso lo mismo —dijo Joanna.
Pidieron consultar ejemplares atrasados del Boston Globe, y las dirigieron a la sala de microfilmes. Una vez a se enteraron de que había una demora a veces de un antes de que se microfilmaran los periódicos. Por tanto, vieron que ir a la hemeroteca. Una vez allí, ellas mismas encontraron los periódicos.
—¿En qué fecha empezamos? —preguntó Deborah.
—Sugiero empezar hace un mes y luego podemos ir hacia atrás.
Las dos cogieron un montón de ejemplares de hacía mes y lo llevaron hasta una mesa vacía. Se repartieron montón y se pusieron a buscar.
—No es tan fácil como pensé —dijo Deborah—. Estas equivocada con las edades y la fecha de nacimiento.
—Miremos los obituarios —sugirió Joanna—. Todos traen la edad.
Repasaron el primer montón sin éxito y fueron a buscar más periódicos.
—No hay muchas mujeres jóvenes —comentó Joanna.
—Ni hombres jóvenes. No parece que la gente de nuestra edad muera con mucha frecuencia. Y cuando lo hacen, no son lo bastante conocidos para que les dediquen un obituario. No queremos el nombre de ningún famoso pues nos podría crear problemas, pero no nos rindamos.
Al cabo de tres intentonas, consiguieron lo que pretendían.
—Eh, aquí hay una —dijo Deborah—. Georgina Marks. Joanna miró.
—¿Qué edad? —preguntó.
—Veintisiete. Nació el 28 de febrero de 1973.
—La edad conveniente —dijo Joanna—. ¿Dice cómo murió? —Sí —dijo lentamente Deborah mientras leía el resto del artículo—. Por una bala perdida en el aparcamiento de un supermercado. Obviamente el sitio y el momento más inoportunos. Al parecer, hubo una pelea entre pandillas rivales y ella recibió esa bala perdida. ¿Te imaginas que te llamen y te digan que tu marido ha muerto en el aparcamiento del supermercado? —Deborah se estremeció—. Para empeorar las cosas, pone que tenía cuatro hijos. El más pequeño de solo seis meses.
—Lo mejor será no obsesionarse con los detalles macabros —dijo Joanna—. Para nosotras solo deben ser nombres, no personas.
—Tienes razón. Al menos, no era famosa salvo por las trágicas circunstancias de su muerte; por tanto, puede servirnos. Supongo que yo seré Georgina Marks. —Escribió el nombre y la fecha de nacimiento en el cuaderno que habían traído.
—Ahora busquemos un nombre para ti —añadió Deborah.
Ambas volvieron a las notas necrológicas. Tras otras seis semanas de ejemplares, Deborah encontró otra candidata.
—Prudence Heatherly, de veinticuatro años —leyó—. Ese nombre tiene un retintín interesante. Es perfecto para ti. Hasta parece de bibliotecaria.
—No tiene gracia. Déjame leer la nota. Estiró una mano, pero Deborah la apartó.
—Pensé que no querías obsesionarte con los detalles —bromeó.
—No estoy obsesionada —dijo Joanna—. Simplemente quiero asegurarme de que no es una celebridad local de Bookford. Además, he de saber algo sobre una mujer de la que voy usar su nombre y apellido.
—Pensé que solo se trataba de nombres, no de personas.
—¡Venga ya!
Deborah le pasó el periódico y observó la expresión su amiga mientras leía la nota. Pareció demudarse.
—¿Otra desventura? —preguntó Deborah cuando Joanna levantó la mirada.
—Similar a la historia de Georgina. Era una estudiante de postgrado en la Universidad de Northeastern.
—Demasiado cerca de casa —dijo Deborah—. ¿Cómo murió?
—Le dieron un empujón en el andén del metro de Washington Street. —Ahora le tocó a Joanna estremecerse—. Un sin techo lo hizo sin ningún motivo aparente. ¡Dios mío! ¡Qué tragedia para los padres! ¿Te imaginas recibir una llamada diciéndote que tu hija ha sido empujada a las vías del metro por un vagabundo?
—Al menos ya tenemos los dos nombres —dijo Deborah. Le cogió el periódico y volvió a doblarlo. Escribió «Prudence Heatherly» en el cuaderno debajo de George y se apresuró a reunir los diarios.
Joanna se quedó inmóvil unos segundos, pero al momento se puso en movimiento. Juntas las dos mujeres llevar todos los diarios a su sitio.
Quince minutos después, las dos salieron de la biblioteca. Aunque ligeramente abatidas, ambas se sentían satisfechas del progreso logrado. Solo habían tardado una hora y tres cuartos en obtener los nombres.
—¿Caminamos o vamos en metro? —preguntó Deborah.
—Tomemos el metro —dijo Joanna.
Desde la entrada de la biblioteca era una corta caminata hasta Boylston Street; de allí la línea verde las llevaba directamente a Government Center. Cuando salieron a la calle, se encontraban justo delante del edificio mal reformado del ayuntamiento de Boston, que se alzaba por encima del centro comercial como un gigantesco anacronismo.
—¿Podría indicarme dónde pedir certificados de defunción? —preguntó Joanna en información del vestíbulo del edificio de varios pisos.
Joanna había tenido que esperar un rato pues la recepcionista estaba en plena charla con la empleada más próxima.
—En el sótano, Registros —dijo la mujer sin levantar la mirada y casi sin interrumpir la conversación.
Las dos se lanzaron a la amplia escalera que llevaba al sótano. Una vez allí encontraron fácilmente la ventanilla de Registros. El problema fue que no había personal a la vista.
—¡Hola! —llamó Deborah—. ¿Hay alguien en casa?
Una mujer apareció de detrás de una hilera de archivadores.
—¿Puedo ayudarla en algo? —dijo.
—Quisiéramos algunos certificados de defunción —contestó Deborah.
La mujer se movió lentamente entre los archivadores balanceándose como un pato. Tenía puesto un vestido oscuro que ceñía sus amplias carnes formando una serie de michelines que iban bajando. Le colgaban gafas de lectura alrededor del cuello, pero descansaban sobre la protuberancia casi horizontal de sus pechos. Se acercó al mostrador y allí apoyó los brazos.
—Necesito los nombres y el año —dijo con voz de aburrimiento.
—Georgina Marks y Prudence Heatherly —dijo Joanna—. Y las dos murieron este año, 2001.
—Los certificados tardan de una semana a diez días en llegar aquí —dijo la mujer.
—¿Tenemos que esperar todo ese tiempo para obtenerlos? —preguntó Joanna consternada.
—No; ese es el tiempo que tarda en llegar el certificado después del fallecimiento. Solo lo menciono porque si es personas acaban de morir, sus certificados aún no estará aquí.
—Ambas murieron hace más de un mes —dijo Joan.
—Entonces ya deben de haber llegado. Serán seis dólares cada uno.
—Solo queremos verlos —dijo Joanna—. No es necesario que nos los llevemos.
—Seis dólares cada uno está bien —terció Deborah y dio un codazo a Joanna para que cerrara la boca. Después de escribir los nombres y echarle una mirada malhumorada a Joanna, la mujer desapareció detrás de los archivadores.
—¿Por qué me has golpeado? —preguntó Joanna.
—Para que no metieras la pata por ahorrar doce dólares —susurró Deborah—. Si esa mujer piensa que solo estamos aquí para conseguir los números de la seguridad social puede olerse algo raro. A mí me pasaría. De modo que paguemos, cojamos los documentos y larguémonos de aquí.
—Tienes razón —dijo Joanna.
—Por supuesto que la tengo.
La empleada regresó quince minutos después con los certificados. Deborah y Joanna tenían el dinero e hicieron el intercambio.
Cinco minutos después ambas estaban en la calle y copiaron meticulosamente los respectivos números de la seguridad social en el cuaderno. Luego se guardaron en bolsillo los certificados de defunción.
—Sugiero que memoricemos los datos antes de ir al banco —dijo Joanna—. Atraeríamos la atención de no saberlo.
—En especial, si por equivocación mostramos los certificados en el banco —dijo Deborah.
Joanna lanzó una carcajada.
—Además, creo que ya es hora de que nos tratemos con nuestros nombres supuestos. De otro modo, nos equivocaremos delante de la gente y eso puede ser un problema.
—Bien pensado, Prudence —dijo Deborah con una risita. Solo era una caminata de diez minutos para llegar del ayuntamiento a la plaza Charles River donde estaba el Fleet Bank. Mientras caminaban, trataban de memorizar los respectivos números. Cuando llegaron a la plaza, Joanna se detuvo.
—Hablémoslo antes de entrar —dijo—. Debemos abrir estas cuentas con el mínimo indispensable porque no podremos recuperar el dinero.
—¿Qué sugieres?
—No creo que importe —dijo Joanna—. ¿Qué tal depositar veinte dólares?
—De acuerdo, pero no me importaría pasar por un cajero automático antes de entrar.
—Tampoco es una mala idea —dijo Joanna.
Cada una sacó varios cientos de dólares antes de entrar en el banco. Luego se encaminaron al mostrador pertinente. Ya que era la hora del almuerzo, el banco estaba lleno de empleados del hospital HMG, y tuvieron que hacer una cola de veinte minutos antes de que las atendieran. Pero pudieron abrir las cuentas sin problemas, ya que las atendió una empleada especialmente eficiente. Se llamaba Mary. El único problema menor fue la falta de la tarjeta de la seguridad social, pero Mary dijo que podían traerlas al día siguiente. Para la una de la tarde, Mary fue a activar las cuentas y conseguirles talonarios. Joanna y Deborah espetaron sentadas en un sofá de vinilo en el escritorio de Mary.
—¿Y si regresa y nos dice que estamos muertas? —susurró Deborah.
—Entonces estaremos muertas. Habrá que inventarse algo para salir del apuro.
—¿Y qué decimos? Algo tenemos que decir.
—Pues que nos hemos equivocado con los números de la seguridad social y que volveremos mañana.
—Hace media hora disfrutaba, pero ahora me estoy poniendo nerviosa —se quejó Deborah—. No podemos contarle una historia tan improbable.
—¡Aquí viene! —susurró Joanna.
Mary llegó con los recibos en la mano.
—Está todo listo —dijo—. Ningún problema. —Les entregó un talonario a cada una junto con un sobre lleno de información—. Todo en orden.
Dieron como domicilio plaza Hawthorne, 10, parte un complejo de edificios de apartamentos detrás del hospital.
Pocos minutos después, las dos ya andaban otra vez bajo el sol de mayo. Deborah estaba eufórica.
—¡Lo logramos! —dijo mientras se alejaban rápidamente del banco—. Tuve mis dudas en un momento, pero al parecer los nombres y números eran válidos.
—Lo son por el momento —dijo Joanna—, pero eso cambiará en el futuro próximo. Volvamos al apartamento, hagamos una llamada a la clínica Wingate y procedamos al siguiente paso.
—¿Y si comemos algo? —sugirió Deborah—. Estoy hambrienta. Hace mucho que tomamos el café y las pastas. —Yo también tengo hambre, pero no perdamos demasiado tiempo.
—Clínica Wingate —dijo alegremente una voz amable por altavoz telefónico del apartamento de Deborah y Joan El aparato estaba sobre el sofá entre ambas mujeres. Eran las dos y media y el sol que entraba por las venta del frente empezaba a reflejarse en el suelo de parquet.
—Tengo interés en trabajar en esa empresa —dijo Joanna—. ¿Con quién debo hablar? —Habían lanzado al aire u moneda para ver quién llamaba primero. Le tocó a Joan.
—Con Helen Masterson, la jefa de personal —dijo la operadora—. ¿Le pongo con ella?
—Por favor.
La misma música enlatada del día anterior volvió a se en el teléfono, pero no duró mucho. Una voz fuerte y profunda de mujer la reemplazó. Ambas se sobresaltaron.
—Soy Helen Masterson. Me han dicho que busca un empleo.
—Así es, tanto yo como mi compañera de piso —dijo Joanna tan pronto se hubo recuperado.
—¿Qué experiencia tienen usted y su amiga?
—Tengo bastante en procesamiento de textos —contestó Joanna.
—¿Cómo estudiante o como profesional?
—Ambas cosas —dijo Joanna pues algunos veranos había trabajado en un bufete jurídico de Houston con el que su padre tenía numerosos negocios.
—¿Son graduadas universitarias?
—Por supuesto —replicó Joanna—. Yo en ciencias económicas. Mi amiga, Georgina Marks, es bióloga. —Joanna echó una mirada a Deborah, quien le hizo el signo de la victoria.
—¿Tiene experiencia de laboratorio? Deborah hizo gestos afirmativos.
—Sí, la tiene —dijo Joanna.
—A primera vista las dos parecen adecuadas para la clínica Wingate. ¿Cómo se han enterado de nuestra existencia?
—¿Perdón? —dijo Joanna mientras hacía una mueca de consternación.
Era una pregunta que no habían previsto. Deborah garrapateó algo en un papel. Mientras Helen repetía la pregunta, Joanna lo leyó: «Una amiga vio un anuncio».
—Nos lo dijeron. Una amiga vio el aviso. —¿En un periódico o por la radio?
Joanna vaciló. Deborah se encogió de hombros.
—No estoy segura —dijo Joanna.
—Bueno, ahora no importa averiguar cuál es el más efectivo —dijo Halen—. ¿Viven aquí en Bookford?
—No; vivimos en Boston.
—Por tanto, están dispuestas a viajar cada día.
—Sí, al menos de momento. Iríamos juntas en coche. —¿Y por qué quieren trabajar aquí en Bookford?
—Necesitamos un trabajo con cierta prisa y oímos que su empresa necesitaba personal. Acabamos de llegar de largo viaje y francamente necesitamos el dinero.
—Muy bien —dijo Helen—. Puedo enviarles por fax; e-mail las solicitudes de empleo de modo que puedan rellenarlas y enviarlas aquí. ¿Cómo lo prefieren?
—Por e-mail —dijo Joanna. Le dio la dirección del correo electrónico que convenientemente no tenía ninguna asociación con nombre verdadero.
—Las enviaré de inmediato —dijo Helen—. Mientras tanto, podemos fijar día y hora para una entrevista. ¿Cuándo les iría bien a usted y a su amiga? Puede ser cualquier día esta semana o de la próxima.
—Cuanto antes —dijo Joanna. Deborah asintió con la cabeza—. De hecho, mañana nos vendría bien si usted puede.
—De acuerdo —dijo Helen—. Aplaudo su espíritu de resolver las cosas con prontitud. ¿Podrían estar aquí a las diez?
—Allí estaremos.
—¿Necesita instrucciones para llegar?
—Descuide, nos las arreglaremos —dijo Joanna.
—Pues entonces, hasta mañana —dijo Helen antes colgar.
Joanna suspiró.
—Ha ido de maravilla —dijo Deborah—. Creo que ya estamos dentro.
—Yo, también —dijo Joanna. Desenchufó el teléfono y se encaminó al ordenador—. Lo encenderé para tener los e-mails tan pronto lleguen.
Fiel a su palabra, Helen envió los e-mails a continuación de la conversación telefónica; aparecieron en el monitor unos momentos después de haber enchufado el aparato. Quince minutos más tarde, Joanna y Debórah habían completado las respectivas solicitudes de empleo en la pantalla y volvieron a enviarlas por e-mail a la clínica Wingate.
—Demasiado fácil —comentó Deborah al apagar el ordenador.
—No gafes nuestros planes —dijo Joanna—. Me considerarás supersticiosa, pero no diré nada por el estilo hasta que haya entrado en la sala del ordenador central de la clinica. Hay muchas cosas que todavía pueden fallar.
—¿Te refieres a que de repente los números de la seguridad social puedan delatarnos?
—O eso o alguien que nos reconozca, como la doctora Donaldson.
—Déjame adivinarlo —dijo Deborah—. ¿A que ya estás pensando en los disfraces que usaremos?
—Nunca he dejado de pensarlo. Y tenemos el resto del día. Manos a la obra. Podemos ir al centro comercial de Cambridge y, sin gastar mucho, conseguir esa ropa.
—Excelente idea. La putilla vistosa… esa seré yo. Quizá pueda encontrar algo con escote para combinarlo con un sostén de moda. Luego de regreso podemos parar en CVS y conseguir tinte para el pelo y nuevo maquillaje. ¿Recuerdas a la recepcionista de la Wingate?
—Me resultaría difícil olvidarla —dijo Joanna.
—Pues competiré con ella.
—No debemos dar la nota —declaró Joanna con cierto escepticismo—. Tampoco queremos atraer una atención innecesaria.
—Habla por ti misma —replicó Deborah—. No quieres que nos reconozcan y yo voy a asegurarme de que no lo hagan, especialmente con mi persona.
—Pero acuérdate que queremos los empleos.
—No te preocupes —dijo Deborah—. No me pasaré de la raya.