7 de mayo de 2001, 20.55 h
—¿Qué hora es? —preguntó Deborah medio dormida.
—Casi las nueve —dijo Joanna tras mirar su reloj ¿Dónde diablos se ha metido?
La conversación con David Washburn había ido bien. Después de que Joanna le explicara lo que quería, él se brindó a ayudarla, pero insistió en usar el ordenador de Joanna.
—No puedo permitirme ni la menor pista electrónica que lleve a mi ordenador —le había explicado—. Estoy en libertad condicional por haber introducido unas fotos pornos en el Departamento de Defensa con la leyenda «Haz amor y no la guerra». Por desgracia, a los federales no le hizo ninguna gracia.
Deborah bostezó sonoramente.
—¿Estás segura que dijo esta noche?
—Segura —dijo Joanna—. Le dije que saldríamos un momento a comer algo, pero que volveríamos enseguida. Dijo que no importaba; le daría tiempo para terminar lo que estaba haciendo.
—Mucho me temo que me quedaré dormida. ¿Te das cuenta de que en Italia, donde creo que aún están nuestros cuerpos, ya son las tres de la madrugada?
—¿Por qué no te acuestas? —sugirió Joanna—. Yo esperaré.
—¿No estás cansada?
—Hecha polvo.
Pero antes de que se levantara se disparó un sonido chillón. Las dos levantaron la mirada. Era la primera vez que oían el timbre y fue considerablemente más fuerte de lo que esperaban.
—No hay forma de no oírlo —dijo Deborah volviendo a tumbarse en el sofá.
Joanna fue rápidamente hasta el panel de la puerta.
—¿Qué hago ahora? —se preguntó un poco nerviosa. Había varios botones así como una zona circular de metal con orificios.
—Tendrás que arreglártelas.
Joanna apretó el primer botón. Se oyó un crujido metálico.
—¿Quién es? —dijo con la boca pegada a los orificios.
—David —respondió una voz distante.
—Adelante —dijo Joanna, y apretó el segundo botón sin soltar el primero. Oyó un zumbido lejano seguido por el sonido de una puerta que se abría y se cerraba—. No es tan difícil —comentó.
Salió al pasillo y se asomó a la barandilla, mirando hacia abajo. El vestíbulo era como una cámara de submarino con la escalera que bajaba en espiral hasta la planta baja.
David apareció con una ancha sonrisa en la cara. Era un afroamericano alto y atlético. Después de un instante de vacilación, le dio un fuerte abrazo.
—¿Cómo está mi niña? —preguntó.
—Muy bien —contestó Joanna devolviéndole el abrazo. Aunque no lo veía desde hacía dos años, David era el de siempre; la misma barba rala y corta, el mismo aspecto tranquilo y la misma vestimenta informal.
—Tía, qué sorpresa tener noticias de ti. Tienes un aspecto excelente.
—Tú también. No has cambiado ni un ápice.
—Un poco más viejo y más sabio —dijo David soltando una carcajada—. Y me alegra decirte que sigo en funcionamiento. Pero tú pareces distinta. De hecho, estás más joven. ¿Cómo puede ser?
—Zalamero —dijo Joanna.
—No, de verdad que no. —Se movió de un lado a otro para tener una mejor visión de Joanna.
—Vamos. ¡Me da vergüenza!
—Tienes una pinta fantástica. Y ahora sé qué es; el pelo lo llevas corto. No estoy seguro de haberte reconocido si te encontraba por la calle. Pareces una chica de dieciséis.
—Ya, ya —dijo Joanna—. Entra que te presento a mi compañera de piso.
Joanna cogió a David del brazo. Lo hizo entrar y se lo presentó a Deborah, que apenas se pudo levantar. Joanna se disculpó de no poderle ofrecer ningún trago.
—No hay problema —dijo David—. Lo dejamos para otra ocasión. Veo que estáis exhaustas del viaje. Pongamos manos a la obra. —Se quitó la chaqueta, de tela negra de paracaídas. Del bolsillo sacó un montón de disquetes y se mostró—. He traído algunas herramientas además de mi potente programa de desciframiento de contraseñas. ¿Dónde está el aparato?
Pocos minutos después, David ya había entrado en la página web de la clínica Wingate. Con una velocidad que dejó atónita a Deborah, inspeccionó la página. Movía los dedos por el teclado como un concertista de piano.
—Hasta ahora todo en orden —comentó.
—¿Puedes decirme qué estás haciendo? —preguntó Deborah.
—Todavía nada —dijo él mientras continuaba su inscripción—. Solo verificando que todo está bien y a la busca posibles puntos débiles en su bloqueo.
—¿Ves alguno?
—Todavía no, pero están ahí.
—¿Cómo puedes estar tan seguro?
—Una de las funciones de cualquier página web es acceso a la red de la organización. Aquí se puede ver que la clínica ha dispuesto que la gente pueda enviarles y recabar información relacionada con la salud. Cada vez que se produce un intercambio, existe la posibilidad de un acceso autorizado. De hecho, cuanta más información entra, más fácil es penetrar en la red. En otras palabras, cuanto más tráfico, más agujeros.
Deborah asintió con la cabeza, nada segura de haber comprendido. Su práctica informática se limitaba a la investigación biológica; usaba Internet como fuente de información y para enviar y recibir e-mails.
—¿Y las contraseñas? —preguntó Deborah. Cada vez que usaba el ordenador central del laboratorio tenía que introducir una contraseña que solo ella sabía—. ¿Acaso no cierran el paso a cualquiera?
—Sí y no —contestó David—. Esa es la idea, pero no siempre funciona como se ha pensado. Muchos encargados de redes son perezosos y nunca cambian las contraseñas del fabricante, de modo que esto estrecha el círculo. Además, con un servidor de web no hay límite para la cantidad de intentonas que se pueden hacer, de modo que también se puede utilizar un programa de desciframiento como el que he traído.
Deborah movió los ojos para beneficio de Joanna.
—Es sumamente divertido —dijo David sintiendo las dudas de Deborah—. Es como un videojuego intelectual.
—No creo que sea muy divertido para las víctimas del hacker —dijo Joanna.
—Por lo general, es bastante inofensivo —dijo David—. La mayoría de los hackers que conozco ni siquiera son maliciosos. Es como una competición entre ellos y la gente que diseña los programas de seguridad. O hacen lo que yo estoy haciendo para vosotras. Vosotras solo estáis interesadas en obtener información a la que creo que tenéis derecho.
—Sería más fácil si la clínica compartiera tu opinión —dijo Joanna.
De pronto, David dejó de teclear. Se acarició la barba, pensativo.
—Pues tengo que reconocer que son listos. Tienen la página muy protegida. Ciertamente no hay agujeros a la vista. De hecho me da la impresión de que esto es bastante sofisticado. Tienen un servidor de autenticación. ¿A esa organización le sobra el dinero?
—Yo diría que sí —contestó Joanna.
—Creo que estamos ante una sólida barrera de seguridad —dijo David—, lo que significa que nosotros también debemos recurrir a medios más complejos.
—¿Qué podrías hacer? —preguntó Deborah.
—Me gustaría que el servidor nos identificara y nos diera la autorización —dijo David—. Entonces podríamos abrir todos sus archivos. Lo que ahora voy a intentar es llenar interfaz de solicitudes de nuevos pacientes y ver si pueden introducir algunas órdenes a nivel de montaje a fin de evitar la autenticación. Es como tratar de navegar sobre la superficie de las solicitudes de ingreso.
—¿Me lo podrías decir en cristiano? —bromeó Deborah.
David la miró. Ella estaba sobre su hombro izquierdo.
—Lo he dicho de la manera más sencilla.
—Si es así —dijo Deborah haciéndose la irritada—, os dejo solos y me voy a tumbar en el sofá.
David echó una mirada a Joanna por encima de su hombro.
—Quiero asegurarme que si funciona no habrá una huella electrónica a través del servidor de Internet que los traiga hasta tu ordenador. Pero no se puede descartar que dejemos una pista. Si averiguan por dónde he entrado, vendrán a por ti. ¿Aceptas ese riesgo?
Joanna reflexionó. Sabía que técnicamente estaban burlando la ley; empero, esa información le era importante, incluso necesaria, para su paz mental a la vista de los cambios habidos en su vida. ¿Y qué posibilidad había de que notaran la intrusión si lo único que hacían era averiguar el destino de sus propios óvulos? Pensó que esa posibilidad era muy pequeña.
—¿Qué opinas, Deborah? —preguntó Joanna.
—Decídelo tú. Siento curiosidad obviamente, pera no tanta como tú.
—Pues adelante —dijo Joanna.
—¡Vamos allá! —exclamó alegremente David y se frotó lo manos. Hizo crujir los nudillos antes de poner manos a la obra.
Como antes, sus dedos volaron sobre el teclado. El sonido era como un continuo repiqueteo. Las imágenes pasaban por la pantalla en veloz sucesión.
Al cabo de treinta minutos de intensa concentración, David se detuvo. Después de un hondo y exasperado suspiro, flexionó los dedos en el aire.
—No funciona, ¿verdad? —preguntó Joanna.
—Me temo que no. Te puedo asegurar que esto no es un juego de niños.
—¿Qué propones?
David miró el reloj.
—Esto puede tardar lo suyo. Se trata de una página más protegida de lo que había imaginado y no me dejará entrar con cualquier truco. Pensé que lidiaríamos con un entorno Windows NT, pero ahora veo que es Windows 2000 con Kerberos, o sea, autenticación.
—Kerberos es el método de autenticación creado en el MIT, ¿no es así?
—Así es.
—Entonces ¿cuál sería el medio más fácil para conseguir lo que queremos? —preguntó Joanna.
David lanzó una carcajada.
—Déjame una semana aquí e intento entrar con cosas —como las utilidades LophtCrack. De no ser así, sugiero encontrar a alguien que trabaje en la clínica, alguien que tenga acceso y que simpatice con nuestra causa.
—¿Solo hay dos opciones?
—No, hay algo más. Podríamos entrar tú o yo en el servidor si estuviéramos en el mismo edificio. —David volvió a reírse—. Sería la forma más eficiente y a prueba de balas. Diablos, tardaríamos menos de diez minutos en abrirnos paso. Obtendríamos el premio en la Terminal de trabajo dentro de la red o incluso desde fuera si lo hacemos bien.
Joanna asintió mientras estudiaba las opciones. Se sentía cada vez más comprometida, como si cuanto más barreras se presentasen, más quisiera lograrlo, en especial de que se imaginara que muy cerca de allí había una niñita parecida a las fotos que le habían sacado de pequeña. David miró el reloj y luego a Joanna.
—Ya son más de las diez. ¿Quieres que siga o qué? Estoy dispuesto a hacerlo, pero tal como te dije lo único que puedo prometerte es que tarde o temprano entraré. Simplemente no sé cuánto tardaré.
—Ya has hecho bastante —dijo Joanna—. Te lo agradezco. —Y se concentró en sus pensamientos.
David notó la mirada distante en aquellos bonitos ojos verdes. Esperó unos segundos antes de poner una mano su línea de visión y agitarla de un lado a otro.
—¿Estás aquí, muchacha?
Joanna sacudió la cabeza como saliendo de un trance y sonrió.
—Lo siento —dijo—. Pensaba en lo que dijiste de entrar la habitación del ordenador central. Una vez en el edificio ¿cómo se podría entrar?
—Depende —dijo David—. Obviamente si les preocupa la seguridad no será un paseo.
—Pero físicamente se trata de una habitación. No es mera jerga informática sobre algo que existe en el ciberespacio.
—Es una habitación de verdad —dijo David—. Y tiene un hardware de verdad que incluye un teclado y un monitor para acceder al procesador central.
—¿Cómo te imaginas que la protegen?
—Una puerta cerrada a cal y canto. Todas las que he visto tenían tarjeta de acceso. Ya sabes, como una tarjeta de crédito.
—Interesante —dijo Joanna—. Y en caso de poder entrar ¿qué tendría que hacer exactamente?
—Eso es lo más fácil. ¿Tienes papel a mano? Joanna abrió un cajón del escritorio y sacó un bloc de notas.
Se lo pasó a David, quien procedió a puntualizar los usos necesarios. Joanna lo seguía con atención. Pidió que le aclarase algunos puntos.
—Y esto es todo —dijo David. Arrancó la página del bloc y se la dio a Joanna.
Ella volvió a revisarla, luego la dobló y se la guardó en un bolsillo.
—Gracias por todo —dijo Joanna.
—Ha sido un placer —respondió David. Apartó la silla y se puso de pie—. A tu disposición.
—Dime algo. ¿Cómo va tu tesis doctoral?
—Ahora empiezas a parecerte a mi madre —dijo él y rio. Hizo una pila con los disquetes—. Por desgracia, se me estancó en el segundo capítulo. ¿Y la tuya?
—Muy bien. Terminada.
—¡Terminada! —David emitió un silbido a través de sus labios apretados—. Qué manera de deprimir a un amigo.
—Lo siento.
—Eh, no es culpa tuya.
—Quizá debieras pensar en cambiar de ambiente —sugirió Joanna—. Es lo que hicimos Deborah y yo.
—Tal vez se deba a que ya no me entusiasman los altibajos en los mercados de materias primas del Tercer Mundo. ¿A quién le podrían interesar? Si no es entrometerme demasiado, ¿cómo vas con tu novio?
—Ya no estoy comprometida —respondió Joanna. David arqueó las cejas.
—¿De verdad? ¿Y cuándo fue?
—Hace año y medio.
—¿De común acuerdo?
—Fue idea mía.
—Muy bien. ¿Y qué te parece si salimos a cenar una de estas noches?
—Magnífico.
—Seguiremos en contacto —dijo David. Se puso la chaqueta y guardó los disquetes en un bolsillo. Camino de la puerta, vio a Deborah—. Saluda de mi parte a tu amiga.
—No estoy dormida —dijo Deborah. Se sentó y parpadeó ante la luz.
Tras otra breve charla informal, David partió. Deborah, que seguía en el sofá, vio cómo Joanna se acercaba al ordenador para apagarlo.
—No hubo suerte, ¿verdad? —preguntó Deborah con gran bostezo.
—Todavía no —contestó Joanna. Se oscureció el monitor y se silenció el zumbido del ordenador.
—¿Lo seguirá intentando David?
—No, lo haré yo. —Joanna fue al baño.
—No entiendo nada —dijo Deborah en voz alta—. La razón para llamar a David era que tú no podías. ¿Te hizo una sugerencia o te dio algún consejo para que pienses que lo lograrás?
—¡Pasamos al plan B! —gritó Joanna a través del ruido del agua de la ducha.
Deborah se puso de pie. Esperó un momento para quitarse de encima el sopor. Mareada de cansancio, se acero la puerta abierta del lavabo y se recostó contra ella. Joanna se estaba lavando los dientes.
—Lamento preguntarlo, pero ¿qué diablos es el plan B?
—Voy a conseguir un empleo por corto tiempo en la clínica Wingate —dijo Joanna con espuma en la boca.
—Debes de estar bromeando —dijo Deborah.
Joanna se enjuagó en el lavamanos y miró a Deborah por el espejo.
—Hablo en serio. La única forma infalible de entrar los archivos de Wingate es plantarse en la sala del ordenador central, al menos según David.
—Estás loca —dijo Deborah. De repente se le fue el cansancio de la voz—. Primero, David no parece nada del mundo. Cuando llegó aquí, se mostró seguro de poder entrar, pero luego fracasó.
—Podría hacerlo, pero tardaría mucho tiempo. Me dio instrucciones muy precisas para cuando esté en el ordenador de la clínica —dijo Joanna y siguió cepillándose los dientes.
Deborah levantó las manos en gesto de exasperación, luego se las puso en las caderas. Observó a su amiga antes preguntar:
—¿Ese lugar no estará protegido?
—Es probable —contestó Joanna. Acabó de enjuagarse la boca y colocó el cepillo en un vaso—. Tendré que arreglármelas. David piensa que se necesita una tarjeta de acceso. Y tendré que hacerme con una de esas tarjetas. —Joanna empezó a lavarse la cara.
—¿Te das cuenta de que todo esto es una inmensa locura? —preguntó Deborah.
—No me parece ninguna locura. Quiero saber si mis óvulos han engendrado niños y pensaba que tú también querías saberlo.
—Por supuesto que quiero saberlo, pero ese no es el asunto.
—Yo pienso que sí.
—Seamos realistas —dijo Deborah tratando de controlar la voz—. ¿Cómo vas a conseguir un trabajo en la clínica?
—Tendría que ser fácil —dijo Joanna—. ¿Recuerdas que nos dijeron que siempre buscan personal? Dijeron que les era fácil para la granja, pero no para los trabajos técnicos. Yo soy buena en procesamiento de textos. Estoy segura de que podré encontrar algo.
—Pero te reconocerán —dijo Deborah con súbita vehemencia.
—Cálmate.
—¿No lo entiendes? Te reconocerán —insistió Deborah—. Probablemente la mayoría de la gente que vimos, desde la recepcionista hasta los médicos, aún sigue allí.
—No creo que me reconozcan —dijo Joanna—. Solo estuvimos una mañana y de eso ya hace año y medio. David me dijo que no me hubiera reconocido con pelo corto de haberse cruzado conmigo por la calle. Y al menos me vio tres veces por semana durante varios años. Y no usaré mi nombre verdadero.
—No podrás conseguir un trabajo sin dar tu número la seguridad social. Y ese número está a tu nombre. No va a funcionar.
Joanna acabó de secarse la cara y se miró en el espejo, Deborah había tocado un punto que ella no había considerado. Necesitaría un nombre y apellido y un número de seguridad social. Quizá podría hacerse pasar por alguna amiga, pero desechó la idea porque implicaría comprometerla en algo que técnicamente sería un acto delictivo.
—¿Pues bien? —preguntó Deborah.
—Usaré el número y el nombre de alguien recién fallecido. —Habría leído algo así en una novela. Cuanto más lo pensaba, más segura estaba que podría funcionar.
Deborah se quedó boquiabierta.
—No puedo creerlo. Estás totalmente chalada.
—Prefiero decir comprometida —replicó Joanna. Pasó al lado de Deborah y entró en su dormitorio. Su amiga la siguió.
—Lo bastante comprometida como para que te encierren en la cárcel —dijo—. O eso o un psiquiátrico. Esa es clase de compromiso en que te estás metiendo.
—No pienso asaltar un banco —dijo Joanna. Se desabrochó el cinturón y se quitó los tejanos—. Solo quiero información sobre mi progenie.
—No sé qué tipo de delito es hacerse pasar por una muerta —dijo Deborah—, pero sé que un acceso sin autorización a un ordenador y sus archivos es algo grave.
—Lo sé —dijo Joanna—. Pero lo intentaré.
Siguió desvistiéndose. Cuando acabó, se puso un camisón por la cabeza y lo alisó con cuidado. Finalmente miró Deborah, que aún estaba en la puerta, con gesto de exasperación e incredulidad.
—Bien —dijo Joanna rompiendo el silencio—, ¿vas a quedarte ahí o tienes algo más que decir? Si es así, dilo. En caso contrario, me acuesto. Mañana será un día movido.
—Muy bien —dijo Deborah con furia. Levantó una mano y señaló a Joanna con un dedo—. Si insistes en este proyecto idiota y demencial, entonces yo también iré.
—¿Perdón?
—No voy a permitir que te metas en toda clase de peligros sin mí. Al fin y al cabo, la idea de donar óvulos fue mía. No eres la única que tiene problemas de culpabilidad y yo no podría volver a vivir tranquila si te pasara algo.
—No tienes por qué venir conmigo solo para desempeñar el papel de protectora —repuso Joanna con vehemencia. Deborah cerró los ojos y extendió las manos con las palmas hacia arriba.
—No se trata de una discusión. La suerte está echada. Obviamente hablas en serio de emprender esta cruzada; por tanto, yo también. —Deborah elevó los ojos al techo. Joanna se acercó y la miró a los ojos.
—Ahora es mi turno de preguntarte si hablas en serio.
—Así es —dijo Deborah asintiendo con la cabeza—. Yo también conseguiré un trabajo. Con ese inmenso laboratorio que tienen allí, se me ocurre que necesitan más técnicos que secretarias.
—Entonces, adelante —dijo Joanna. Levantó una mano y chocó los cinco dedos contra la mano de Deborah.