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7 de Mayo de 200l, 13.50 h

Unos temblores sacudieron el avión anunciando turbulencias. Joanna levantó la vista del libro que estaba leyendo para comprobar que nadie estaba inquieto. No le gustaban las turbulencias. La hacían recordar que estaba suspendida en el aire y, al carecer de una mentalidad científica, no creía razonable que un objeto tan pesado como un avión pudiese volar.

Nadie prestó atención a las sacudidas y vibraciones menos aún Deborah que dormía de forma envidiable, su amiga no ofrecía su mejor aspecto. Tenía el pelo, que le llegaba hasta los hombros, completamente despeinado y boca entreabierta. Al conocer a Deborah tan bien, Joanna sabía perfectamente que le disgustaría verse en ese estado, aunque le pasó por la cabeza la idea de despertarla, no lo hizo. En cambio, se puso a estudiar el contraste entre su peinado y el de Deborah. El de esta ahora era largo mientras que Joanna se había pasado los últimos seis meses con pelo corto, incluso más corto de como lo había llevado Deborah cuando vivían en Cambridge.

Prestando atención en la ventanilla, Joanna pegó la nariz al cristal y pudo ver la tierra abajo, a cientos y cientos de metros, tal como la veía desde hacía quince minutos: la misma tundra pelada con algún que otro lago. Tras consultar el mapa de la revista de la compañía aérea, se enteró que estaban pasando sobre la península del Labrador rumbo al aeropuerto Logan de Boston. El viaje había resultado interminable y Joanna ya tenía ganas de llegar. Había pasado casi año y medio de la partida y Joanna deseaba volver a casa. Se había resistido a regresar pese a los ruegos insistentes de su madre, especialmente intensos para las vacaciones de Navidad. Pero Joanna no estaba dispuesta a soportar las constantes quejas de su madre sobre el desastre social causado por la ruptura de su compromiso con Carlton Williams.

Tal como habían planeado, Deborah y ella habían ido a Venecia para escapar de la monotonía de sus vidas como estudiantes de postgrado y asegurarse que Joanna no volvía a sucumbir a la idea de que el matrimonio era una meta ineludible. A su llegada, residieron casi una semana en el barrio de San Paolo, cerca del puente Rialto, en el hotelito que Deborah había encontrado por Internet. Después, se mudaron al Dorsoduro Sestiere por recomendación de una pareja de universitarios que conocieron el segundo día tomando un café en la Piazza San Marco. Con un poquitín de suerte y largas caminatas, pudieron encontrar un pequeño y asequible apartamento de dos dormitorios en el último piso de un modesto edificio del siglo XIV en la plaza Campo Santa Margherita.

Como estudiantes responsables que eran, las dos se amoldaron rápidamente a un horario estricto que les facilitaba el trabajo. Cada mañana se levantaban a las siete sin tener en cuenta lo que hubiese pasado la noche anterior. Después de una ducha, bajaban a la plaza e iban a un bar tradicional a tomarse los capuchinos matinales; el sitio era especialmente agradable en verano cuando se sentaban a la sombra de los árboles. Luego iban al mercado Rio de Santa Barbara a completar su colazione con frutas y verduras frescas. Media hora después, ya estaban en el apartamento ante sus respectivas mesas y se ponían a escribir.

Sin excepción trabajaban hasta la una de la tarde. Solo entonces apagaban los ordenadores portátiles. Después de lavarse y cambiarse de ropa, se encaminaban al restaurante que elegían para el almuerzo de cada día y que incluía una o dos copas de vino blanco de Friuli. Era la hora de cambiar el papel de estudiantes aplicadas por el de ávidas turistas. Con un montón de guías, se lanzaban a visitar los monumentos. Tres tardes por semana iban a la universidad donde recibían lecciones de italiano y de historia del arte veneciano.

Por la noche no se trabajaba ni se hacía turismo. Socialmente, tuvieron gran éxito; salían casi exclusivamente con italianos relacionados de un modo u otro con la universidad. El primer pretendiente de Deborah fue un estudiante de postgrado de historia del arte que trabajaba de gondolero en la temporada. Joanna empezó a salir con un profesor del mismo departamento. Pero ninguna de las dos se permitió comprometerse demasiado y mantuvieron, tal como decía Deborah, una actitud masculina con respecto al ser opuesto; o sea, lo tomaron como un deporte.

Joanna suspiró cuando pensó en los paisajes maravillosos que había visto y en las experiencias vividas. Ha sido un año y medio extraordinario en todos los aspectos incluyendo el profesional. Dentro del equipaje que llevaban encima de sus cabezas, estaban las dos tesis doctorales completas. Gracias al e-mail que les facilitó ir enviando capítulos y recibiendo las revisiones, las tesis ya habían sido aceptadas. Lo único que faltaba era defenderlas ante el tribunal de oposiciones, lo que ambas creían que no representaría ningún problema. A la semana de su retorno, tendrían las entrevistas iniciales: Joanna en la Escuela de Negocio de Harvard y Deborah en Genzyme.

Carlton le había hecho varias visitas. La primera por sorpresa, lo que había enfurecido a Joanna. Antes de partir para Europa había intentado llamarlo varias veces pero él la evitó y tercamente no contestó ninguna de sus llamadas. Después de alquilar el apartamento, Joanna le había enviado una carta, dándole la dirección para que escribiera cuando quisiese. En cambio, él se había presentado de cuerpo entero a la puerta un nublado y lluvioso día de invierno.

De no haber sido por el sentimiento de culpa que tenía y por lo lejos que se había desplazado Carlton para visitarla, Joanna no lo habría recibido. Pero tal como estaban las cosas y después de dejarlo consumir en una habitación del hotel Gritti Palace por unos días antes de llamarlo, se encontraron para almorzar en el bar de Harry, elección de Carlton, y aunque al principio la conversación fue difícil, se las arreglaron para llegar a cierta comprensión mutua, lo cual facilitó que luego se escribieran. La correspondencia dio como fruto dos visitas más de Carlton a la Serenissima, tal como llamaban los venecianos de siempre a su ciudad. Cada visita era más agradable que la anterior, pero no totalmente satisfactoria. La perspectiva de un año en el extranjero hizo que Joanna viera a Carlton como una persona cada vez más limitada por la dedicación que le exigía la medicina. Sin embargo, el resultado final del contacto fue una tregua en la que ambos admitieron que se importaban, pero al mismo tiempo creían que su status de «no, comprometidos» era apropiado pues permitía que cada uno siguiera sus propios intereses.

Otra serie de sacudidas provocó que Joanna volviera a echar una mirada en derredor. Se sorprendió de que nadie pareciera mínimamente molesto o nervioso por la situación. Al final, la turbulencia acabó tan de repente como había llegado. Joanna volvió a mirar por la ventanilla pero nada había cambiado. Se preguntó cómo el aire podía lograr que el avión se comportara como un vehículo de cuatro ruedas cruzando una plantación de patatas.

A medida que el vuelo se serenaba, Joanna experimentó la persistente sensación de que su vida estaba incompleta pese a las diversiones, los viajes y el estímulo intelectual.

Deborah estaba convencida de que la insatisfacción de su amiga se debía a su rechazo de los tradicionales objetivos femeninos: casa, marido e hijos. Pero Joanna había descubierto otra posible fuente. Al presenciar la cariñosa relación de los italianos con los niños, quería saber algo del destino de sus óvulos.

De forma creciente, se sentía tentada de averiguar qué había sido de ellos. Durante largo tiempo, Deborah la hizo contener su curiosidad, pero a punto de volver a casa la propia Deborah la sorprendió con una pregunta imprevisible.

—¿No te parecería interesante saber qué clase de niños salieron de nuestros óvulos? —había preguntado como si nada durante la última cena veneciana.

Joanna había posado la copa de vino sobre la mesa había mirado a los negros ojos de su amiga, confundida. Ella había formulado la misma pregunta hacía un mes pero, solo había provocado una irritada reacción en Deborah acusándola de obsesiva.

—¿Piensas que tenemos alguna posibilidad de averiguarlo? —añadió Deborah.

—Tiene que ser difícil a tenor de los contratos que firmamos —respondió Joanna.

—Sí, pero eso era básicamente para asegurar nuestro anonimato. No queríamos que nadie nos persiguiera después en busca de dinero para mantener a los niños o a por el estilo.

—Creo que funciona en ambas direcciones —dijo Joanna—. Ciertamente la clínica tampoco querría que reclamásemos a los niños ni exigiésemos nuestros derechos como madres.

—Supongo que tienes razón. Una lástima. Sería interesante aunque solo sea para saber si podemos tener hijos. Sabes, hoy día no existen garantías de fertilidad. Estoy segura de que toda la gente que vimos en la clínica podrá confirmar lo que te digo.

—Lo imagino —dijo Joanna, aún perpleja por el cambio de actitud de Deborah—. Pero de cualquier modo esta bien averiguarlo. ¿Y si llamamos a la Wingate cuando volvamos? Preguntar no tiene nada de malo.

—Buena idea —dijo Deborah.

Eso había sido el día anterior y con todo un océano delante. Ahora la megafonía del aparato se puso en funcionamiento y Joanna volvió al presente. La voz del piloto anunció que pronto iniciarían el descenso sobre Boston. Todos los pasajeros debían abrocharse los cinturones de seguridad.

Joanna se miró el suyo para verificar que estaba abrochado. Una rápida mirada al de Deborah confirmó que también estaba en orden. Al volver la vista a la ventanilla, notó un cambio: la tundra había sido reemplazada por densos bosques y granjas distantes. Supuso que volaban sobre Maine, lo que era una buena señal. Significaba que estaban cerca de su destino.

—Aquí viene la última maleta —gritó Deborah.

Se acercó a la cinta de equipaje de donde habían retirado las demás maletas y la cogió para llevarla hasta donde habían apilado el equipaje. Una vez colocado todo en dos carritos se pusieron a la cola para pasar la aduana.

—Henos aquí de vuelta a casa —comentó Deborah pasándose los dedos por su larga cabellera negra—. Qué buen vuelo. Me pareció más corto de lo que esperaba.

—A mí no. Ojalá hubiera podido dormir la mitad del viaje.

—Los aviones me dan sueño —dijo Deborah.

—Ya lo he comprobado —le contestó Joanna con envidia.

Una hora más tarde, las dos amigas estaban en su piso de Beacon Hill que acababa de ser desocupado por el inquilino que lo había alquilado durante la estadía en Italia.

—¿Y si lanzamos una moneda al aire para ver quién se queda con el dormitorio pequeño? —sugirió Joanna.

—De ninguna manera. Ya dije que me quedaría con el Pequeño y lo ratifico.

—¿Estás segura?

—Por completo. Para mí, más importante que el espacio es disponer de un armario y una buena vista.

—El problema es el baño —dijo Joanna. Tenía dos entradas; la primera desde el pasillo, la segunda, desde el otro dormitorio. Para Joanna, eso hacía que el dormitorio grande fuera mucho mejor que el pequeño.

—Me quedo con el pequeño —repitió Deborah.

—Está bien —dijo Joanna—. No pienso discutir.

Una hora después habían ordenado todo lo que traían en las maletas y hasta hecho sus respectivas camas cuando de pronto se sintieron rendidas. Al darse cuenta de que Italia ya eran más de las diez de la noche, las dos se desplomaron en el sofá de la sala. La luz brillante de mediados la primavera aún entraba por las ventanas recubriendo su agotamiento y el desfase de horario.

—¿Qué te apetece de cena? —preguntó Deborah.

—Quiero hacer una cosa antes de pensar siquiera en comer —dijo Joanna. Se puso de pie y estiró los brazos.

—¿Dormir una siesta?

—Nada de eso. Quiero hacer una llamada. —Cruzó habitación hacia el teléfono.

—Si llamas a Carlton, es como para vomitar —dijo Deborah.

Joanna miró a su amiga como si se hubiera vuelto loca.

—No voy a llamar a Carlton. ¿Qué te hace pensar eso? —Llevó el teléfono hasta el sofá. El aparato tenía un largo cordón.

—Me preocupa que vuelvas a las andadas —dijo Deborah—. He visto la cantidad de cartas que te envía últimamente ese aburrido candidato a médico. Y me preocupo más ahora que estás de vuelta en Boston y a un paso hospital.

Joanna lanzó una carcajada.

—Piensas que soy una blanda, ¿verdad?

—Pienso que no estás lo bastante curtida para superar veinticinco años de lavado de cerebro materno.

Joanna rio.

—Para tu información, no me ha pasado por la cabeza llamar a Carlton. Quiero llamar a la clínica Wingate. ¿Tienes el número?

—¿Y quieres llamar ahora? Acabamos de llegar a casa.

—¿Por qué no? —repuso Joanna—. Hace meses que lo tengo en la cabeza, y tú también, según me has dicho.

—Pásame mi agenda de teléfonos —dijo Deborah sin moverse—. Está encima del escritorio.

Joanna lo hizo y mientras Deborah buscaba el número, volvió a sentarse al lado de su amiga. Finalmente, Joanna marcó el número.

La llamada fue contestada de inmediato. Joanna se identificó como una exdonante de óvulos y pidió hablar con algún responsable del programa. No hubo respuesta.

—¿Me oye? —preguntó Joanna.

—La oigo —contestó la mujer—, pero pensé que diría algo más. No estoy segura de lo que pide. ¿Está interesada en volver a donar?

—Es posible. —Miró a Deborah y se encogió de hombros—. Pero de momento quisiera hablar sobre mi anterior donación. ¿Hay algún responsable?

—¿Todo va bien? —preguntó la voz—. ¿Tiene algún problema?

—No —dijo Joanna—. Solo tengo unas preguntas para las que querría una respuesta.

—Tal vez deba hablar con la doctora Sheila Donaldson.

Joanna le dijo a la mujer que aguardara un momento y apretó el interruptor de sonido en el receptor. Se lo explicó a Deborah.

—¿Qué opinas? Yo pensaba en alguna administrativa, no en la doctora.

—Supongo que cualquier secretaria te remitiría a la Donaldson, de modo que será mejor hablar con ella directamente. Nos ahorraremos un paso.

—Tienes razón —dijo Joanna y se inclinó hacia el teléfono.

—¡Espera! —dijo Deborah—. ¿Quieres volver a donar?

—¡Qué dices! —exclamó Joanna—. Pero pienso que no está de más mostrarles el señuelo. Quién sabe, puede ayudar.

Deborah asintió. Joanna volvió a apretar el botón y pidió a la operadora que la pusieran con la doctora Donaldson.

—¿Quiere esperar o la volvemos a llamar?

—Espero —dijo Joanna. Un instante después oyó música grabada.

—Acaso debiéramos replantearnos lo de volver a donar —dijo Deborah—. No me importaría conservar el estilo vida al que nos hemos acostumbrado —dijo y lanzó una risita.

—¿Estás bromeando? —dijo Joanna.

—No necesariamente.

—No lo volvería a hacer —afirmó Joanna—. He disfrutado las oportunidades que nos permitió ese dinero, pero a cambio de un elevado coste emocional. Quizá lo consideraría después de tener varios hijos propios, si es que llega a suceder. Pero para entonces ya sería demasiado mayor, ¿no?

Antes de que Deborah pudiera decir algo, la voz de doctora Donaldson interrumpió la música. Se identificó rápidamente y preguntó si podía ayudarla en algo.

—Fui donante en su clínica —dijo Joanna—. Hace bastante tiempo. Pero quisiera preguntarle…

—¿Cuál es el problema? —preguntó Donaldson con paciencia—. La operadora dijo que usted tenía un problema.

—Le dije que no tenía ningún problema.

—¿Cuánto hace que hizo la donación?

—Un año y medio.

—¿Cómo se llama? —preguntó la doctora con voz calma.

—Joanna Meissner. Una amiga y yo fuimos juntas.

—Las recuerdo. Fui a visitarlas a su apartamento Cambridge. Usted tenía pelo rubio largo y el de su amiga era corto y casi negro. Las dos eran estudiantes de postgrado. ¿Qué quiere saber?

Joanna se aclaró la garganta y dijo:

—Nos gustaría saber qué sucedió con nuestros óvulos. Ya sabe, cuántos niños y de qué sexo.

—Esa información es confidencial.

—No queremos nombres ni nada por el estilo —insistió Joanna.

—Lo siento, pero toda esa información es estrictamente confidencial.

—¿No puede decirnos siquiera si nacieron criaturas? Nos tranquilizaría saber que nuestros óvulos eran sanos.

—Lo lamento, pero nuestras normas son muy rigurosas y prohíben dar cualquier clase de información al respecto. Joanna hizo una mueca de exasperación.

—¡Hola, doctora Donaldson! —dijo Deborah, acercándose para hablar directamente al auricular—. Soy Deborah Cochrane y estoy con Joanna. ¿Qué pasa si los niños por alguna razón necesitan información genética sobre la madre biológica o si requieren un trasplante óseo o de riñón?

Joanna se estremeció.

—Llevamos un archivo informático —dijo la doctora—. En caso de que algo así sucediere, nos pondríamos en contacto con ustedes. Pero esa sería la única excepción y es extremadamente improbable. Incluso entonces, los implicados tendrían la opción de permanecer en el anonimato. Nosotros no daríamos ninguna información.

Deborah levantó las manos al aire.

—La única excepción es cuando los clientes encuentran su propia donante —prosiguió Donaldson—, pero se trata de una circunstancia completamente distinta. La llamamos donación abierta.

—Muchas gracias, doctora Donaldson —dijo Joanna.

—Lo siento.

Joanna colgó.

—Bueno, esto es lo que hay —dijo Deborah con un suspiro.

—No voy a rendirme —dijo Joanna—. La posibilidad de que haya progenie mía rondando por ahí me ha consumido demasiada energía emocional como para abandonar tan fácilmente.

Joanna se agachó detrás del ordenador y enchufó el cable del módem en la línea telefónica.

—¿Qué tienes en mente?

—Tú me dijiste que la Wingate tenía una página web que allí habías hallado información. Veamos ahora que clase de bloqueo han puesto. ¿Guardaste la dirección de la web?

—Sí, la puse en favoritos. —Deborah se levantó del sofá se puso al lado de su amiga. Joanna era mucho más hábil que ella en el tema informático—. ¿Qué es eso de bloqueo?

—Es la clave que impide cualquier acceso sin autorización —contestó Joanna.

Entró en Internet y escribió la dirección de Wingate. Un momento después, ya estaba en la página de la clínica. Recostándose en la silla, trató de entrar en los archivos.

—No hay suerte, ¿eh? —dijo Deborah al cabo de me hora.

—Por desgracia no. Ni siquiera puedo estar segura que tienen la web en su propio servidor.

—No voy a preguntar qué significa eso —dijo Deborah, bostezó y regresó al sofá, donde se tendió.

De repente, Joanna cogió el teléfono y llamó a información para conseguir el número de David Washburn.

—¿Quién demonios es? —preguntó Deborah.

—Un compañero de clase. Seguí un par de cursos de Informática con él. Muy buena persona, y me invitó un de veces a salir.

—¿Y para qué lo llamas?

—Es un genio en cuestiones informáticas. Y cuando estudiante ya destacaba como hacker.

—Convocas a los profesionales a la acción —comentó Deborah con una sonrisa irónica.

—Algo así —dijo Joanna.

Volvió al escritorio a buscar bolígrafo y papel para anotar el número. Una vez hecho esto, marcó los dígitos.

Deborah cruzó las manos detrás de la cabeza y observó la expresión concentrada de Joanna mientras llamaba.

—¿De dónde sacas esa energía? —preguntó—. Estás agotada y yo estoy al borde de la tumba.

—Hace demasiado tiempo que este asunto me reconcome. Me gustaría alguna aclaración.