15 de octubre de 1999, 9.05 h
No hubo ni un instante de transición. En un momento, Joanna estaba profundamente dormida; en el siguiente, despierta por completo. Se encontró mirando un techo de latón, alto y con relieves.
—Bueno, bueno, nuestra bella durmiente ya ha despertado —oyó decir a una voz.
Giró la cabeza en dirección de la voz y vio un rostro desconocido. Justo cuando iba a preguntar dónde estaba, su momentánea confusión fue reemplazada por una toma de conciencia de la situación.
—Permítame que le tome la presión —dijo el enfermero mientras sacaba un estetoscopio. Era un individuo impecablemente acicalado, casi de la misma edad de Joanna y con vestimenta de quirófano. La tarjeta de identificación rezaba MYRON HANNA. Empezó a inflar el aparato de presión que Joanna ya tenía en el brazo izquierdo.
Joanna observó el rostro del hombre. Tenía los ojos fijos en el indicador de presión mientras apretaba la placa del estetoscopio contra su brazo. Cuando se desinfló, ella sintió que la presión pasaba por su brazo. El hombre sonrió y quitó el aparato.
—Su presión arterial es correcta —dijo, y le cogió la muñeca para tomarle el pulso.
Joanna esperó a que terminara.
—¿Y la intervención? —preguntó.
—La intervención ha acabado —dijo Myron mientras anotaba algo en una tablilla.
—Está bromeando —dijo Joanna. Había perdido la noción del tiempo.
—No, se ha acabado —repitió Myron—. Y ha sido todo éxito, supongo. El doctor Saunders ha de estar satisfecho.
—No puedo creerlo. Mi amiga me dijo que cuando se despierta de la anestesia, siente el estómago revuelto.
—Rara vez hoy en día —dijo él—. Casi nunca con lo que usamos aquí. ¿No le ha parecido excelente?
—Muy buena.
—Así es.
—¿Qué hora es?
—Poco más de las nueve.
—¿Sabe usted si mi amiga, Deborah Cochrane, también ha terminado?
—La están interviniendo en este preciso instante. ¿Por qué no se sienta de este lado de la cama?
Joanna lo hizo. Su movilidad solo estaba limitada la aguja que aún llevaba en el brazo.
—¿Cómo se siente? —preguntó él—. ¿Nota algún mareo? ¿Algún malestar?
—Me siento bien —contestó Joanna—. Perfectamente. Estaba sorprendida, sobre todo por la ausencia de dolor.
—Entonces quédese aquí un momento. Luego si sigue sintiéndose bien, le quitamos la aguja y la enviamos a la habitación para que ya se cambie de ropa.
—De acuerdo —dijo Joanna.
Mientras Myron tomaba nota de la presión y el pulso, ella echó una mirada a la habitación. El cuarto era anticuado; estaba claro que no había sido remodelado como el resto del edificio. Viejos paneles azul revestían las paredes, las ventanas tenían un aspecto deplorable y los lavamanos eran de esteatita.
La sala de recuperación le recordaba el arcaico quirófano donde la habían operado y se estremeció. Era la sala de operaciones donde resultaba fácil imaginarse las lobotomías practicadas contra la voluntad de pacientes indefensos. Cuando la llevaron allí en silla de ruedas, recordaba el terrible cuadro de la lección de anatomía donde las hileras de asientos de la galería que desaparecen en la penumbra estaban ocupadas por hombres copiando un fantasmal cadáver pálido y despellejado.
Se abrió la puerta de la sala de recuperación. Joanna se dio la vuelta y vio a un hombre de baja estatura con un mechón de pelo blanco. Su pálida tez la hizo pensar una vez más en la lección de anatomía. Vio que se detenía y su expresión de sorpresa cambiaba rápidamente a otra de irritación aún. Tenía puesta una larga bata blanca sobre el uniforme verde de cirujano.
—Hola, doctor Saunders —dijo Myron levantando la mirada desde el escritorio.
—Señor Hanna, pensé que me había dicho que la paciente aún estaba dormida —dijo el doctor Saunders. Sus ojos azules miraban fijamente a Joanna.
—Lo estaba, señor, cuando hablamos —dijo el enfermero»—. Acaba de despertar y todo marcha sobre ruedas.
Joanna se sintió incómoda debido a la mirada impasible del médico. Reaccionaba con nerviosismo ante las figuras de autoridad en parte por culpa de su padre, presidente de una compañía de petróleo, un hombre emocionalmente distante y acérrimamente disciplinario.
—El pulso y la presión sanguínea, normales —dijo Myron. Se puso de pie pero Saunders lo detuvo en seco con un gesto de la mano.
Saunders se dirigió hacia Joanna con el entrecejo fruncido. La nariz tenía una ancha base que daba la falsa impresión de ojos poco separados. De lejos, la característica más distinguida de sus facciones eran los iris de colores ligeramente diferentes y un mechón de pelo blanco que rápidamente se perdía en el resto de los cabellos un tanto despeinados.
—¿Cómo se siente, señorita Meissner?
Joanna notó que sus palabras carecían de toda emoción; iguales que las de su propio padre cuando al término del día le preguntaba cómo estaba.
—Bien —contestó, dudando que al hombre le importara. Reuniendo coraje, le preguntó si era el médico que la había operado. La habían dormido antes de la llegada de Paul a la sala de operaciones.
—Sí —contestó Paul con un tono que desanimaba de hacer más preguntas—. ¿Le importaría que le echara un vistazo a su abdomen?
—Claro que no.
Joanna le dirigió una mirada a Myron que de inmediato se acercó a la cama y la hizo poner en posición supina; luego tiró de la sábana hasta cubrirle las piernas.
Paul levantó con cuidado la sábana para que la siguiera cubriendo de cintura para abajo y le inspeccionó el estómago. Joanna levantó la cabeza para mirarse. Había tres cintas adhesivas. La primera estaba directamente encima del ombligo y las otras dos por debajo a ambos lados formando un triángulo.
—Ninguna señal de hemorragia —dijo el enfermero—, y el gas ha sido absorbido.
Paul asintió. Volvió a cubrir el estómago de Joanna y se dispuso a partir.
—Doctor Saunders —le llamó impulsivamente Joanna: Paul se volvió.
—¿Cuántos óvulos me ha extraído?
—No lo recuerdo exactamente. Cinco o seis.
—¿Eso es normal?
—Perfectamente adecuado —dijo Paul. Una ligera sonrisa agració su hasta entonces sombría expresión. Y se fue.
—No es un gran conversador —comentó Joanna.
—Es un hombre muy atareado —dijo Myron. Volvió a quitar la sábana dejando las piernas al aire—. ¿Por qué no se pone de pie y vemos cómo se siente? Creo que está lista para retirarle la aguja.
—¿El doctor Saunders practica todas las intervenciones de óvulos? —preguntó Joanna mientras se sentaba y bajaba con cuidado los pies a un lado de la cama.
—Forma equipo con la doctora Donaldson.
—¿Piensa que su presencia aquí significa que ya ha terminado con mi amiga?
—Yo diría que sí. ¿Cómo se siente? ¿Algún síntoma de mareo?
Joanna negó con la cabeza.
—Entonces le quito la aguja y ya podrá ponerse en marcha.
Quince minutos más tarde, Joanna ya estaba ante su armario retirando la ropa, los zapatos y el bolso. Había otras cuatro pacientes sentadas en los sofás y hojeando las revistas. Nadie le prestó atención. El armario de Deborah aún estaba cerrado.
Cuando Joanna entraba en la habitación que había usado antes, llegó Cynthia seguida por Deborah. A esta se le iluminó la cara cuando vio a Joanna. De inmediato se le acercó y entró en la pieza y cerró la puerta.
—¿Cómo te fue? —preguntó Deborah con un susurro.
—Ningún problema —replicó Joanna sin saber muy bien por qué susurraban—. El anestesista me dijo que podía sentir algo de ardor en el brazo cuando me dio su «leche de amnesia», pero no sentí nada. Ni siquiera recuerdo haberme dormido.
—¿Leche de amnesia? —repitió Deborah—. ¿Qué es eso?
—Así llamaba ese médico a la anestesia que me inyectó —dijo Joanna—. Todo fue muy rápido. Un santiamén, como si alguien apagase las luces. No sentí nada durante la operación. Y encima, me alegra informarte de que no tuve náuseas cuando desperté.
—¿Ni siquiera un poco de malestar?
—Nada de nada. Y me desperté del mismo modo que me dormí. En realidad, todo fue muy súbito. —Joanna chasqueó los dedos para subrayar sus palabras—. La experiencia fue absolutamente tranquila. ¿Y tú?
—Bah —dijo Deborah—. No peor que una citología de rutina.
—¿Nada de dolor?
—Un poquitín cuando me inyectaron la local, pero eso fue todo. Lo peor fue la humillación de que me estuvieran mirando ya sabes qué.
—¿Cuántos óvulos te sacaron?
—Qué sé yo. Supongo que uno. Es lo que producen mensualmente las mujeres sin hormonas de hiperestimulación.
—Pues a mí me quitaron cinco o seis.
—Mujer, me has impresionado —bromeó Deborah—, ¿cómo lo sabes?
—Pregunté —dijo Joanna—. Vino a verme el cirujano cuando estaba en la sala de recuperación. Se llama Sanders. Debes de haberlo visto porque es quien realiza intervenciones junto a la doctora Donaldson.
—¿Un tipejo bajo y de ojos raros?
—El mismo. Pienso que es algo rarito y nada conversador. Se enfadó cuando vio que ya estaba despierta.
—¿De veras? —dijo Deborah.
—En serio.
—Lo que me sorprende es que también conmigo se portó como un tío raro.
—¿Sí? —dijo Joanna—. Entonces es que tiene un problema, lo que me tranquiliza porque ya me preguntaba si me lo había inventado. Ya conoces el conflicto que tengo con las figuras de autoridad.
—Demasiado bien —dijo Deborah—. ¿Y dices que se irritó porque estabas despierta?
—Sí, estoy segura. Se enfadó con el enfermero por este, minutos antes, le había dicho por teléfono que yo aún dormía. Supongo que esperaba entrar y salir sin dirigirme la palabra. En cambio, tuvo que darme explicaciones.
—Eso es absurdo.
—El enfermero lo disculpó diciéndome que era un tipo muy atareado.
—Estuvo igual de grosero conmigo. Como todos los demás, insistió en que me aplicasen anestesia general. Dijo que sería mucho mejor. Pero me negué. Entonces se enfadó. Pensaba que me convencería.
—Pero no lo logró, ¿verdad?
—¡Hombre! —dijo Deborah—. Les dije que me iría, y estuve a punto de hacerlo. De no haber sido por la doctora Donaldson, que suavizó las cosas, pienso que lo habría hecho. Pero al final todo ha salido bien.
—Marchémonos de aquí —dijo Joanna.
—En un momento —respondió Joanna. Abrió la puerta del vestidor, le hizo un guiño a Joanna y desapareció. Joanna oyó cómo Deborah reunía sus cosas mientras se quitaba la ropa de hospital y la echaba en una cesta. Por un momento se miró en el espejo de cuerpo entero que allí había. La imagen de las tres pequeñas incisiones con cinta adhesiva en el abdomen la hicieron temblar. Eran como diminutos recordatorios de que alguien acababa de meter las narices en sus entrañas.
El ruido de la puerta que se cerraba en el vestidor de al lado, la hizo volver a la realidad. No queriendo hacer esperar a Deborah, se concentró en vestirse. Luego, empezó a cepillarse el pelo y se hizo una coleta porque lo tenía hecho un lío. Antes de terminar, oyó a Deborah salir a la sala de espera.
—¿Te falta mucho? —preguntó Deborah a través de la puerta.
—Ya termino.
El pelo le daba más problemas que de costumbre; algo que le había sucedido cuando estudiante y que ella detestaba. Tras una última mirada en el espejo, finalmente abrió la puerta del vestidor. Deborah la premió con un ademán de exasperación.
—Me di prisa —dijo Joanna.
—¡Por suerte! —dijo Deborah poniéndose de pie—. Debes probar el pelo corto como yo. Te ahorrarás complicaciones; diez veces más fácil.
—Jamás —bromeó Joanna, pero en el fondo lo decía en serio. Pese a todas las dificultades, adoraba su cabello. Las dos le dieron las gracias a Cynthia, quien les devolvió el saludo. Las mujeres sentadas en la sala de espera levantaron la mirada y varias sonrieron, pero todas volvieron a sus lecturas antes de que Joanna y Deborah hubiesen franqueado la puerta de vaivén.
—Nos olvidamos de preguntar algo importante —dijo Deborah al dirigirse al vestíbulo principal.
—Suéltalo, vamos —dijo Joanna con un suspiro, Deborah no aclaró de qué se trataba. Le irritaba un poco tendencia de Deborah a solo enunciar una parte de lo pensaba.
—Cómo y cuándo nos van a pagar.
—Seguramente no será en efectivo —dijo Joanna.
—Lo sé —dijo Deborah.
—Será con talón o transferencia.
—Muy bien, pero ¿cuándo?
—Los contratos decían que se nos pagaría tan pronto prestásemos nuestro servicio, algo que acabamos de hacer, por tanto, debería ser ahora.
—Veo que les tienes más confianza que yo —dijo Deborah—. Pienso que debemos preguntarlo antes de irnos.
—Bien —dijo Joanna—. Preguntemos por la doctora Donaldson si no está en recepción.
Las dos echaron una mirada al amplio recinto. Casi todas las sillas estaban ocupadas. Algunas mujeres conversaban, pero en general el sitio estaba asombrosamente silencioso pese a la cantidad de gente que había allí.
—No veo a la Donaldson —dijo Deborah. Volvió a recorrer el sitio con la mirada para cerciorarse.
—Preguntaremos por ella —dijo Joanna.
Se acercaron al escritorio de recepción, ahora ocupado por una recepcionista joven, pelirroja y atractiva. Tenía labios gruesos y graciosos, y grandes pechos como las mujeres que aparecían en las portadas de ciertas revistas. Su tarjeta de identificación rezaba ROCHELLE MILLARD.
—Perdone —dijo Joanna para atraer la atención de la joven. Leía a escondidas un libro que tenía en el regazo. El libro desapareció como por arte de magia.
—¿En qué puedo ayudarla? —preguntó Rochelle.
Joanna pidió que llamase a la doctora Donaldson.
—¿Es usted Joanna Meissner?
Joanna asintió con la cabeza. Rochelle se dirigió a Deborah.
—Entonces, usted debe ser la señorita Cochrane, ¿verdad? —Así es.
—Tengo algo para ustedes de parte de Margaret Lambert, la jefa de contabilidad. —Abrió un cajón, sacó dos sobres y los entregó a las sorprendidas mujeres.
Tras intercambiar miradas veladas, las dos echaron una ojeada dentro de los sobres. Ambas sonrieron.
—¡Aleluya! —exclamó Deborah y lanzó una carcajada. Luego se dirigió a la recepcionista y le dijo:
Mille grazie, signorina! Partiamo a Italia!
—Lo primero significa mil gracias en italiano —dijo Joanna—. Del resto no estoy segura. Y olvídese de avisar a la doctora Donaldson. No es necesario.
Dejando perpleja a la chica, las dos se dirigieron a la salida.
—Me siento un poco como una ladrona llevándome este dinero de aquí —dijo Deborah en voz baja mientras cruzaban la sala llena de gente.
Al igual que Joanna, llevaba el sobre apretado en la mano. Evitó la mirada de la gente temiendo encontrarse con alguien que hubiese tenido que hipotecar su casa para pagar el tratamiento de fecundidad de la clínica.
—Con tantas pacientes, pienso que la Wingate bien puede permitirse este pago —respondió Joanna—. Empiezo a tener la sensación de que este negocio es una máquina de hacer dinero. Además, son las pacientes quienes nos pagan, no la clínica.
—De eso justamente se trata —dijo Deborah—. Aunque supongo que gente que exige óvulos de estudiantes de Harvard no puede estar en la miseria.
—Exactamente. Concéntrate en la idea de que estamos ayudando a la gente y que ellos, en agradecimiento, nos ayudan a nosotras.
—Resulta difícil sentirse altruista cuando se recibe cheque por cuarenta y cinco mil dólares. Quizá me siento más como una prostituta que como una ladrona, pero no me interpretes mal. No me quejo.
—Cuando esas parejas tengan los hijos que quieren —dijo Joanna—, pensarán que han hecho un negocio fabuloso.
—Creo que tienes razón. Voy a dejar de sentirme culpable.
Salieron a la fresca mañana de Nueva Inglaterra. Deborah estaba a punto de bajar las escaleras cuando se dio cuenta de que Joanna vacilaba. Al mirarla vio que hacía una mueca de dolor.
—¿Qué te pasa? —le preguntó.
—He tenido una punzada de dolor —dijo su amiga señalándose la zona—. Me llegó hasta el hombro.
—¿Aún la sientes?
—Sí, pero no tanto.
—¿Quieres que vayamos a ver a la doctora Donaldson? —preguntó Deborah.
Joanna se apretó el estómago a un lado. Sintió una incomodidad hasta que pasó. Luego sufrió otra punzada dolor. Se le escapó un gemido.
—¿Estás bien, Joanna?
Joanna asintió con la cabeza. Fue tan fugaz como primer espasmo y dejó un ligero malestar.
—Vamos a avisar a la Donaldson —dijo Deborah.
La cogió de un brazo con la intención de regresar a clínica, pero Joanna se resistió.
—No es para tanto —dijo—. Volvamos al coche. —¿Estás segura?
Joanna volvió a asentir con la cabeza, soltó suavemente su brazo del agarrón de Deborah y empezó a bajar las escaleras. Al principio, le pareció que caminar un poco agachada le iba mejor, pero al cabo de unos pasos pudo enderezarse y andar relativamente normal.
—¿Cómo te sientes ahora? —preguntó Deborah.
—Bastante bien.
—¿No piensas que sería mejor ir a ver a la Donaldson, solo para estar seguras?
—Quiero ir a casa —dijo Joanna—. Además, el doctor Smith me advirtió que podía sentir dolor; de modo que no se trata de algo imprevisto.
—¿Te previno que sentirías dolor? —preguntó Deborah sorprendida.
Joanna asintió.
—No estaba seguro de en qué lado lo tendría, pero dijo que serían fuertes punzadas; exactamente lo que he sentido. La sorpresa es que no lo haya tenido hasta ahora.
—¿Te aconsejó qué hacer?
—Dijo que Ibuprofen sería suficiente, pero que si no bastaba, cualquier farmacéutico podía llamarlo a la clínica. Dijo que estaría localizable las veinticuatro horas.
—Es extraño que a ti te hayan advertido del dolor y a mí no. Quizá tendrías que haber insistido en la anestesia local como hice yo.
—Muy graciosa —dijo Joanna—. Prefiero haber estado dormida durante la operación. Valió la pena este leve dolor y la pequeña molestia de quitarme los puntos.
—¿Dónde tienes los puntos? —En la zona de abajo.
—¿Tienes que volver aquí para que te los quiten? —preguntó Deborah.
—Me dijeron que lo podía hacer cualquier profesional de sanidad. Si Carlton y yo estamos en buenos términos para entonces, él mismo podrá hacerlo. De otra manera, lo solucionaré en cualquier ambulatorio.
Llegaron al coche y Deborah abrió la puerta y la ayudó a sentarse.
—Aún pienso que tendrías que haber elegido anestesia local —dijo Deborah.
—Jamás podrás convencerme —dijo Joanna. De eso estaba segura.