15 de octubre de 1999, 7.45 h
—Espero que el viaje desde Boston haya ido bien —dijo doctora Donaldson mientras cerraba la puerta de la clínica tras el paso de las dos mujeres.
—Todo bien —dijo Deborah mirando una gran sala de espera vacía. Los muebles parecían de caro estilo escandinavo moderno, lo que contrastaba con los góticos detalles arquitectónicos. No había nadie tras el gran escritorio de recepción en forma de U en medio de la sala. Sillas y sofás tapizados en piel se alineaban contra las paredes. Una generosa muestra de revistas de actualidad casi cubría las distintas mesitas de centro.
—Esta mañana me di cuenta que no les había indicado cómo llegar —dijo la doctora Donaldson—. Lo siento.
—Descuide —dijo Deborah—. Tendría que habérselo preguntado. Pero no tuvimos problemas. Paramos un momento en la tienda local y preguntamos.
—Me alegro —dijo Donaldson. Se agarró las manos—. Bien, primero lo primero. Confío en que han ayunado desde la medianoche.
Deborah y Joanna asintieron.
—Excelente. Llamemos ahora al doctor Smith, el anestesista. Le gustaría hablar con ustedes. Entretanto, si quieren quitarse los abrigos y ponerse cómodas…
Mientras la doctora usaba el teléfono de recepción, Deborah y Joanna se quitaron los abrigos y los colgaron en el guardarropa.
—¿Te sientes bien? —le susurró Deborah a Joanna. En el fondo se oía a Donaldson al teléfono.
—Sí, estoy bien. ¿Por qué lo preguntas?
—Estás tan callada. No has cambiado de idea, ¿verdad? —¡No! Solo que me enerva este lugar con tantas sorpresas como guardias armados. Hasta los muebles de esta sala me ponen los pelos de punta.
—Sé lo que quieres decir —coincidió Deborah—. Parece que costaron una fortuna, pero son horribles.
—Es extraño. Objetos como esos no me desagradan normalmente. Lamento ser tan negativa.
—Relájate y piensa en un café en la Piazza San Marco. Al volver a la sala de espera, la doctora las acompañó hasta un sofá. Una vez sentadas, las informó que el doctor Carl Smith ya estaba en camino. Luego quiso saber si tenían más preguntas.
—¿Cuánto tardará todo? —preguntó Joanna.
—La intervención solo dura unos cuarenta minutos. Luego tendrán que reposar unas horas, hasta que el efecto de la anestesia se diluya por completo. Estarán de regreso hoy mismo.
—¿Nos intervendrán a las dos al mismo tiempo? —preguntó Deborah.
—No. Primero será la señorita Meissner, ya que recibirá anestesia general. Por supuesto, si usted, señorita Cochrane, quiere cambiarse a anestesia general, entonces podrían decidir cuál de las dos se interviene primero.
—Prefiero la anestesia local —dijo Deborah.
—Como quiera —dijo la doctora. Las miró sucesivamente—. ¿Alguna otra pregunta?
—¿La clínica ocupa todo el edificio? —preguntó Deborah.
—Oh, no. Este edificio es inmenso. Antes era una institución psiquiátrica y un hospital para tuberculosos.
—Eso nos dijeron.
—La clínica de fecundación solo ocupa dos pisos de esta ala. También tenemos unas pocas oficinas en la torre. El resto está vacío salvo por unas camas y todo el viejo equipo. Es casi como un museo.
—¿Cuánta gente trabaja aquí? —preguntó Joanna.
—Por el momento, unos cuarenta empleados, pero el número va creciendo. Para decirle el número exacto, tendré que consultar con Helen Masterson, la jefa de personal.
—Cuarenta empleados son muchos —dijo Joanna—. Debe de ser una bendición para una pequeña comunidad rural como esta.
—Se podría creer que es así —dijo Donaldson—, pero realidad encontrar personal aquí es un problema crónico. Siempre tenemos que poner anuncios en la prensa de Boston sobre todo para técnicos y administrativos con experiencia. ¿Están interesadas en un trabajo? —preguntó con una pícara sonrisa.
—Creo que no —contestó Deborah con una breve risita.
—El único departamento que no tiene problemas de personal es la granja —añadió la doctora—. Nunca hemos tenido el menor problema.
—¿La granja? —preguntó Joanna—. ¿Qué granja?
—La clínica Wingate tiene una gran granja de animales —explicó la doctora—. Forma parte de nuestros esfuerzos de investigación. Nos interesa la investigación reproductiva en otras especies, aparte de la humana.
—¿De veras? —se asombró Joanna—. ¿Qué otras especie estudian?
—Cualquier especie económicamente significativa —dijo la doctora Donaldson—. Vacas, cerdos, aves de corral, caballos. Y por supuesto estamos muy implicados en el campo de la reproducción de animales de compañía como perros y gatos.
—¿Dónde está la granja? —preguntó Joanna.
—Detrás del edificio principal, al que afectuosamente llamamos «la monstruosidad», y pasada una densa hilera de pinos blancos. El sitio es bastante bucólico. Hay un lago, un dique y hasta un antiguo molino, además de granjeros, campos de maíz, de alfalfa y corrales. La Fundación Cabot ocupa más de ochenta hectáreas con viviendas para los trabajadores y su propia granja con el objeto de ser autosuficiente en materia de alimentación. El hecho de tener la granja en la misma propiedad fue una de las razones principales para alquilarla. Con la granja al lado del laboratorio, nuestra investigación es mucho más eficiente.
—¿Tienen aquí un laboratorio? —preguntó Deborah.
—Por supuesto. Un laboratorio importante. Y me siento especialmente orgullosa porque en gran parte fui la responsable de organizarlo.
—¿Podríamos visitarlo? —pidió Deborah.
—Se puede arreglar —contestó la doctora—. Ah, aquí llega el doctor Smith.
Las mujeres se dieron la vuelta y vieron a un hombre corpulento y grandullón que se acercaba con ropa de cirugía y portando una tablilla. Justo entonces se abrió la puerta del frente y entró un grupo de empleados enzarzados en conversación. Una mujer se encaminó al escritorio de recepción mientras el resto se dirigió a la sala que acababa de abandonar el doctor Smith.
Joanna se puso tensa. Cuando vio la vestimenta quirúrgica del anestesista, se le hizo más difícil ignorar la inminente intervención a que iba a ser sometida.
Después de presentarse y estrechar las manos de las dos mujeres, el doctor Smith tomó asiento, cruzó las piernas y colocó la tablilla sobre el regazo.
—Bien —dijo mientras sacaba uno de los bolígrafos que llevaba en el bolsillo delantero—, señorita Cochrane, tengo entendido que usted prefiere anestesia local.
—En efecto.
—¿Podría preguntar por qué?
—Me siento más cómoda —contestó Deborah.
—Supongo que le han informado que nosotros preferimos una anestesia general suave para este tipo de intervención.
—La doctora Donaldson me informó al respecto. También dijo que la decisión sería mía.
—Eso es verdad —dijo el doctor Smith—. Sin embargo, me gustaría explicarle por qué preferiríamos dormirla. Con anestesia general, realizamos la intervención bajo obsesión directamente laparotómica. Con anestesia local y paracervical se utiliza una aguja guiada por ultrasonidos. Comparativamente, es como trabajar en la oscuridad. —Hizo una pausa y esbozó una sonrisa—. ¿Alguna pregunta?
—No —dijo simplemente Deborah.
—Una cosa más —dijo el médico—. Con anestesia local no tenemos control absoluto sobre el dolor producido por la manipulación intraabdominal. En otras palabras, si nos presenta algún problema para llegar al ovario y tenemos que realizar algunas maniobras, usted puede experimentar ciertas incomodidades.
—Correré el riesgo.
—¿Incluso considerando un dolor agudo?
—Pienso que puedo soportarlo —dijo Deborah—. Prefiero estar despierta.
El doctor echó una mirada a la doctora Donaldson quien se encogió de hombros. Luego Smith repasó un historial médico de ambas mujeres. Cuando acabó, se puso en pie.
—Esto es todo lo que necesitamos por el momento. Haré que las cambien a las dos y nos veremos arriba.
—¿Me darán un sedante? —preguntó Joanna.
—Por supuesto —contestó Smith—. Yo se lo daré en cuanto le inyecten la intravenosa. ¿Alguna otra pregunta?
Como ninguna de las dos dijo nada, el médico sonrió y se fue. La doctora Donaldson las escoltó por el vestíbulo principal hasta una sala de espera más pequeña y aparta A un lado había varios vestidores de puertas tipo persianas y del otro una hilera de armarios. A un costado, se veían gorros de goma, pantuflas de papel y batas de baño. La enfermera pequeña y de rostro simpático estaba reponiendo los artículos para las pacientes. A un lado de la puerta había un par de camillas. En medio de la sala, vieron un cúmulo de sillas, un sofá y una mesa de centro llena de revistas.
La doctora les presentó a la enfermera Cynthia Carson que le hizo entrega de ropa hospitalaria para las ingresadas, a cada una se les aconsejó prender los gorros con un alfiler y les abrió las puertas de dos vestidores adyacentes. En ese momento la doctora Donaldson se retiró. Poco después, también se marchó Cynthia a buscar el instrumental de las intravenosas.
—Te han presionado por la cuestión de la anestesia —dijo Joanna desde su compartimiento.
—Ya lo creo.
Las dos mujeres salieron de sus respectivos vestidores, cada una con la fina bata en una mano y en la otra llevando su ropa de calle. Prorrumpieron en risas cuando se vieron.
—Espero no tener un aspecto tan patético como tú —dijo Joanna.
—Detesto tener que decírtelo, pero así es.
Fueron a los armarios a guardar sus pertenencias.
—¿Por qué no cediste en lo de la anestesia general? —preguntó Joanna.
—No vas a empezar a enervarme, ¿o sí?
—Lo que dijo el anestesista tenía sentido; al menos para mí. En especial cuando habló del dolor provocado por la manipulación intraabdominal. Fue suficiente para ponerme nerviosa. ¿No crees que debieras reconsiderarlo?
—Escucha —dijo Deborah mientras cerraba el armario con llave. Miró a su amiga. Se le habían encendido súbitamente las mejillas—. Tú y yo ya hemos tenido esta discusión. No me gusta que me duerman. Llámalo fobia si quieres. A ti no te gustan las agujas y a mí no me gusta la anestesia, ¿de acuerdo?
—De acuerdo —asintió Joanna—. Ahora cálmate. Se supone que yo soy la que se pone nerviosa en esta situación, no tú.
Deborah suspiró. Cerró un instante los ojos y sacudió la cabeza.
—Lo siento, no tenía intención de gritarte. Supongo que yo también estoy con los nervios de punta.
—Está bien —dijo Joanna.
En ese momento volvió Cynthia, con un montón de bolsas en una mano. Las echó sobre una camilla.
—¿Cuál de las dos es la señorita Meissner? —pregunto.
Joanna levantó una mano.
Cynthia palmeó la acolchada superficie de la camilla con sábanas nuevas.
—¿Qué le parece si se echa aquí para poder inyectarla? Luego voy a darle un combinado que la hará sentir como en la fiesta de Año Nuevo.
Deborah le dio un apretón a su amiga en el brazo e intercambiaron miradas cariñosas. Joanna hizo lo que le habían pedido. Deborah se acercó a un lado de la camilla. Cynthia hizo las preparaciones con una experta economía de movimientos. Al mismo tiempo, inició una cháchara imparable y que distrajo a Joanna, quien antes de tener tiempo de ponerse nerviosa, ya tenía un torniquete en el brazo izquierdo debajo del codo.
Joanna no la miró a la cara e hizo una mueca cuando la aguja le penetró. Al punto desapareció el torniquete y Cynthia le puso cinta adhesiva.
—Ya está —dijo.
Joanna giró la cabeza. Su rostro denotaba sorpresa.
—¿Ya está la intravenosa?
—Sí —contestó alegremente Cynthia mientras ponía la medicación en dos jeringas—. Ahora viene lo divertido. Usted no tiene alergia a ninguna medicación, ¿verdad?
—No —contestó Joanna.
Cynthia se agachó sobre la bandeja de las jeringas y sacó el émbolo a una.
—¿Qué me pone? —preguntó Joanna.
—¿Realmente quiere saberlo? —replicó Cynthia. Terminó con la primera y empezó con la segunda.
—¡Sí!
—Diazepam y Fentanil.
—¿Y si me lo dice en mi idioma?
—Valium y un analgésico opiáceo.
—He oído hablar del Valium. ¿Qué es lo otro?
—Un componente de la familia de la morfina —dijo Cynthia.
Quitó los envoltorios y los demás restos y los arrojó en un receptáculo especial. Mientras anotaba algo en la tablilla que había sacado de debajo de la almohadilla de la camilla, se abrió la puerta que daba al pasillo y entró otra paciente. Sonrió a las dos amigas, fue hasta el guardarropa de donde sacó una bata y luego desapareció en una de las salas para cambiarse.
—¿Otra donante? —preguntó Joanna.
—Ni idea —contestó Deborah.
—Es la señora Dorothy Washburn —explicó Cynthia en voz baja mientras daba media vuelta hasta la cabecera de la canilla y destrababa las ruedas—. Es una clienta de Wingate que está aquí por otra transferencia de embriones. La pobre ha pasado por varias desilusiones.
—¿Ya voy? —preguntó Joanna cuando la camilla empezó a moverse.
—Así es —dijo Cynthia—. Me dijeron que ya la esperaban cuando fui a buscar la intravenosa.
—¿Puedo acompañarla? —preguntó Deborah. Había cogido a Joanna de una mano.
—Lo siento pero no es posible —contestó Cynthia—. Quédese aquí y relájese. Irá antes de lo que canta un gallo.
—Estaré bien —dijo Joanna a Deborah—. Ya me hace efecto ese opiáceo. Y no es una sensación nada desagradable.
Deborah le dio un último apretón en la mano. Antes de que se cerraran las puertas, Joanna se despidió alegremente con una mano desde la camilla.
Deborah volvió a la sala. Se dirigió al sofá y se sentó pesadamente. Sentía hambre de no haber comido nada desde la noche anterior. Cogió varias revistas, pero con el estomago vacío no pudo concentrarse. Trató de imaginarse adónde llevaban a Joanna en aquel enorme y antiguo edificio. Dejando las revistas a un lado, echó un vistazo a la habitación. Observó el mismo contraste entre las molduras barrocas y el mobiliario moderno que había en la sala de espera principal. Joanna había tenido razón: Wingate era un sitio lleno de contrastes que resultaban vagamente inquietantes. Al igual que Joanna, Deborah no veía la hora de dejar atrás todo eso.
Se abrió una de las puertas de los vestidores y salió Dorothy Washburn con su ropa de calle en una mano. Sonrió a Deborah antes de encaminarse a los armarios. Deborah la miró y se preguntó cómo sería tener que lidiar con continuos tratamientos de fecundación y con continuas desilusiones.
Dorothy cerró su armario y se acercó al sitio de espera mientras guardaba la llave. Recogió una revista, tomó asiento y empezó a hojearla. Sintiendo al parecer la mirada de Deborah, levantó unos ojos sorprendentemente cerúleos. Esta vez fue Deborah quien le devolvió la sonrisa. Acto seguido se presentó y Dorothy hizo lo mismo. Durante unos minutos se enfrascaron en una conversación superficial. Después de una pausa, Deborah le preguntó si hacía tiempo que era paciente de la clínica.
—Por desgracia, así es.
—¿Ha sido una experiencia agradable?
—No creo que agradable sea la palabra adecuada —dijo Dorothy—. No ha sido nada fácil desde ningún punto de vista. Pero para mérito de Wingate, debo decir que me lo advirtieron. De todos modos, mi marido y yo no pensamos rendirnos, al menos aún no, hasta que hayamos probado todos los medios a nuestro alcance.
—¿Le hacen hoy una implantación de embriones? —preguntó Deborah. No quería que se diera cuenta de que ella ya lo sabía.
—Por novena vez —dijo Dorothy. Lanzó un suspiro y entrelazó los dedos.
—Buena suerte —le deseó Deborah sinceramente.
—Me vendría muy bien.
Deborah imitó el gesto de entrelazar los dedos.
—¿Es la primera vez que viene a la Wingate? —preguntó Dorothy.
—Lo es. Para mí y para mi compañera de piso.
——Estoy segura que saldrán satisfechas con la elección dijo Dorothy—. ¿Se lo harán en vitro?
—No —contestó Deborah—, somos donantes de óvulos. Vimos un aviso en el Harvard Crimson.
—Qué maravilla —exclamó Dorothy con admiración—. Qué gesto de solidaridad. Van a dar esperanzas a algunas parejas desesperadas. Aplaudo su generosidad.
Deborah se sintió incómodamente venal. Esperaba cambiar de conversación antes de que la otra cayera en la cuenta del verdadero motivo de la donación. Por suerte, la salvó el imprevisto retorno de Cynthia. La enfermera entró en la sala.
—¡Muy bien, Dorothy! —dijo Cynthia con entusiasmo—. ¡Su turno! Ya están todos listos.
La mujer se puso de pie, respiró hondo y se encaminó a la puerta.
—Es una valiente —dijo Cynthia mientras se cerraba la puerta—. Espero que esta vez sea un éxito. Si alguien se lo merece, es ella.
—¿Cuánto cuesta una implantación? —preguntó Deborah. Su preocupación por el aspecto monetario le había puesto en la palestra las realidades económicas.
—Varía dependiendo de los procedimientos —contestó Cynthia—. Pero se puede decir que entre ocho y diez mil dólares.
—Vaya por Dios —suspiró Deborah—, entonces eso significa que Dorothy y su marido ya han pagado casi noventa mil dólares.
—Probablemente más —dijo Cynthia—, porque eso no incluye el estudio inicial de esterilidad ni cualquier tratamiento complementario que le hayan indicado. La esterilidad es un asunto caro para cualquier pareja, en especial porque generalmente el seguro no la cubre. Las parejas tienen que procurarse el dinero en efectivo.
Entraron dos pacientes más y Cynthia pasó a ocuparse de ellas. Comprobó los papeles que traían, les hizo entrega de la ropa y les indicó dónde estaban los cuartos para cambiarse. A Deborah le sorprendió la aparente edad avanzada de una de ellas. La mujer tenía aspecto de estar entre los cincuenta y cinco y los sesenta.
Impaciente, Deborah se puso de pie.
—Perdone, Cynthia —dijo. La enfermera leía con mayor atención los papeles—. La doctora Donaldson me dijo que podía visitar el laboratorio. ¿A quién debo ver para eso?
—Es la primera vez que alguien me lo pide —dijo Cynthia y se lo pensó un momento—. Supongo que debería ver a Claire Harlow de relaciones públicas. Ella organiza las eventuales visitas, aunque desconozco si eso incluye el laboratorio. Si no le importa andar en bata, puede acercarse a la mesa de recepción en la sala de espera principal y preguntar por la señorita Harlow. Ya no tiene mucho tiempo, por tanto, no se entretenga demasiado. Pienso que la llamarán dentro de quince minutos o así.
Pese al aviso sobre la falta de tiempo, Deborah necesitaba hacer algo para tranquilizarse. Siguiendo la sugerencia de Cynthia, volvió a la sala de espera principal y pidió por la persona de relaciones públicas. Mientras esperaba, vio que habían llegado bastantes pacientes. No hablaban mucho. La mayoría leía las revistas. Unas pocas tenían la mirada perdida en la lejanía.
Claire Harlow resultó una mujer amable y complaciente de voz suave que pareció de acuerdo en llevar a Deborah al piso de arriba y mostrarle el laboratorio. Tal como había dicho la doctora Donaldson, era enorme y se extendía por casi todo el ala que ocupaba la clínica.
Deborah quedó impresionada. Después de haberse pasado muchas horas en laboratorios de biología, conocía muy bien lo que estaba viendo. El equipo era de ultimísima generación y lo mejor del mercado e incluía aparatos tan sorprendentes como secuenciadores automáticos de ADN. La otra sorpresa fue ver la poca gente que había en aquel espacio mastodóntico.
—¿Dónde están los demás? —preguntó Deborah.
—Todos los médicos están realizando intervenciones clínicas en este momento —contestó Claire.
Deborah avanzó a lo largo de una encimera con más microscopios de disección de los que jamás había visto reunidos. Asimismo eran mucho más potentes de los que Deborah solía usar.
—Aquí podría trabajar todo un ejército —señaló.
—Siempre estamos a la busca de personal cualificado —comentó Claire.
Deborah llegó al fondo del laboratorio y miró por una ventana. Daba a la parte de atrás del edificio y ofrecía una vista impresionante. Era especialmente extenso porque el edificio se posaba en lo alto de la colina y había cuestas de césped por delante y detrás. Hacia el norte se veía un bosquecillo de robles naranjas y arces rojos, entre los que Deborah pudo divisar casas de piedra similares a la de la entrada, pero con archivoltas blancas.
—¿Esos edificios son parte de la granja? —preguntó.
—No; son parte de las residencias —explicó Claire. Señalando a la derecha, donde el terreno caía pronunciadamente, mostró a Deborah un resplandor solo visible a través de unos viejos pinos—. Ese resplandor es luz del sol que se refleja en la superficie del agua del molino. Los edificios de la granja se agrupan alrededor.
—¿Y qué hay de la chimenea de ladrillo que echa humo? —preguntó Deborah señalando una columna de humo que se elevaba más a la derecha por encima de los árboles—. ¿Eso también es parte de la propiedad? —El humo era blanco al salir de la chimenea, pero adquiría una tonalidad gris púrpura mientras se alejaba hacia el este.
—Sí —dijo Claire—. Es la vieja planta del generador para la calefacción y el agua caliente. Es una estructura bastante interesante. También era el crematorio en tiempos de Institución Cabot.
—¿Crematorio? —exclamó Deborah—. ¿Y para qué necesitaban un crematorio?
—Supongo que por necesidad. En los viejos tiempos muchos pacientes eran abandonados por sus familias.
La mera idea de un hospital psiquiátrico aislado y con su propio crematorio le puso los nervios de punta a Deborah, pero antes de poder hacer más preguntas se le acabó el tiempo. Claire verificó la pantalla de un ordenador.
—La llaman, señorita Cochrane. La están esperando.
Deborah se sintió satisfecha. Tenía ganas de acabar una vez y regresar con Joanna a Boston.