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15 de octubre de 1999, 7.05 h

Era un hermoso día de otoño con los árboles llenos de brillantes hojas a ambos lados de la Ruta 2 cuando Joanna y Deborah viajaban al noroeste de Cambridge rumbo a Bookford. El sol estaba convenientemente a sus espaldas, aunque había ocasionales reflejos en los parabrisas de los coches que iban en dirección opuesta hacia Boston. Las dos mujeres llevaban gafas de sol y gorras de béisbol.

No hubo conversación desde que pasaron Fresh Pond. Cada una iba concentrada en sus propios pensamiento Deborah se maravillaba de cómo encajaban todas las piezas desde que empezara el asunto de la clínica Wingate Los pensamientos de Joanna eran más íntimos. No podía creer cuánto le había cambiado la vida en una semana y, mismo tiempo, lo tranquila que se sentía. El domingo cuando por último se sintió emocionalmente preparada para hablar con Carlton y manejar lo que ella esperaba que fuera su insistencia en casarse en junio, él tenía tal enfado que se negó a hablar con ella. Lo llamó varios días y le dejó mensajes, pero todo fue en vano. En consecuencia, no habían hablado en toda la semana, un hecho que convenció aún más a Joanna de que había sido correcto su súbita cambio radical con respecto al matrimonio en general y a Carlton en particular. Después de todos los episodios que había tenido que soportar y que ella había considerado como un rechazo, no parecía apropiado que ahora Carlton se comportara de este modo. En lo que a ella concernía, no se trataba de una buena señal. La comunicación siempre había sido una importante prioridad en el sistema de valores de Joanna.

—¿Te has acordado de traer la lista de preguntas qeu anotamos? —preguntó Deborah.

—Por supuesto.

Principalmente, sus dudas versaban sobre los efectos secundarios de la extirpación de óvulos, si había limitaciones en hacer ejercicios físicos y cosas por el estilo.

Deborah había quedado impresionada por lo receptivos que se mostraron en la clínica Wingate. El lunes por la mañana, las dos llamaron al número que aparecía en el aviso del Harvard Crimson y cuando se describieron y externaron su posible interés en donar óvulos, de inmediato les pusieron al habla con una tal doctora Sheila Donaldson, quien se ofreció a visitarlas de inmediato. Menos de una hora después, la doctora llegó al apartamento de Craigie Arms y las impresionó por su profesionalidad. En pocas palabras, les describió el programa al detalle y contestó claramente todas las preguntas que le formularon.

—No creemos que debamos hiperestimular —había dicho al principio de la conversación la doctora Donaldson—. De hecho, ni siquiera estimulamos para nada. Nuestra práctica se denomina enfoque «orgánico». Lo último que queremos es causar algún problema como los que pueden provocar las reservas de hormonas o las sintéticas.

—Pero entonces, ¿cómo pueden estar seguros de conseguir algún óvulo? —preguntó Deborah.

—De tanto en tanto, no lo logramos.

—Y aun así pagan, ¿verdad?

—Puntual y estrictamente —dijo la doctora Donaldson.

—¿Qué clase de anestesia utilizan? —preguntó Joanna. Esa era su mayor preocupación.

—A elección de la donante, pero el doctor Paul Saunders, el anestesista, prefiere una anestesia general suave. En ese punto, Joanna le había hecho un gesto de aprobación a Deborah.

A primera hora del día siguiente, la doctora había llamado para comunicarles que las dos habían sido aceptadas y que la clínica quería llevar a cabo los procedimientos lo antes posible, preferiblemente esa misma semana y que, en cualquier caso, les gustaría tener una respuesta definitiva en el transcurso del día. Durante las siguientes horas, las dos debatieron los pros y los contras. Deborah se mostró muy entusiasmada. Y contagió a Joanna. La llamada a la clínica acabó con la concertación de una cita para el viernes por la mañana.

—¿No tienes ningún resquemor sobre esto? —preguntó Joanna, rompiendo un cuarto de hora de silencio.

—Ni el más mínimo, en especial teniendo en cuenta el apartamento de la plaza Louisburg que hemos visto. Espero que nadie nos lo arrebate antes de que tengamos ese dinero en nuestro poder.

—También depende de que la inmobiliaria nos acepte una segunda hipoteca. De otra manera, no estará a nuestro alcance.

Las dos se habían puesto en contacto con agentes inmobiliarios de Cambridge y Boston y habían visitado varios apartamentos a la venta. El de la plaza Louisburg en Beacon Hill las había impresionado muy favorablemente; Era uno de los mejores sitios de Boston, en pleno centro y próximo al metro, que las dejaba en Harvard Square en un abrir y cerrar de ojos.

—La verdad, me sorprende que el precio sea tan razonable.

—Creo que se debe a los cuatro pisos sin ascensor —dijo Joanna—. Y a que es tan pequeño, sobre todo el segundo dormitorio.

—Sí, pero esa habitación tiene la mejor vista del piso, además del armario empotrado.

—¿No crees que tener que pasar por la cocina para ir al segundo lavabo no es un problema?

—Yo pasaría por el piso de un desconocido para ir al lavabo con tal de vivir en Louisburg.

—¿Cómo decidiremos quién se queda con qué dormitorio? —preguntó Joanna.

—Yo me quedaría muy satisfecha con el pequeño si eso es lo que te preocupa.

—¿Hablas en serio?

—Totalmente.

—Tal vez podamos rotar de algún modo.

—No será necesario —dijo Deborah—. Estaré con el dormitorio pequeño. Confía en mí.

Joanna miró por la ventanilla. Cuanto más al norte avanzaban, más intensos eran los colores del otoño. El rojo de los arces era tan brillante que casi parecía irreal, sobre todo cuando contrastaba con el verde oscuro de los pinos y los abetos de Canadá.

—No piensas echarte atrás, ¿verdad? —preguntó Deborah.

—Descuida —contestó Joanna—, pero es asombrosa la velocidad con que se están desarrollando los acontecimientos. Quiero decir que si todo va según lo previsto, para esta hora de la semana que viene no solo seremos propietarias del piso, sino que también estaremos en Venecia. Es como un sueño.

Deborah había buscado billetes por Internet y los encontró sorprendentemente baratos hasta Milán con escala en Bruselas. De Milán, tomarían el tren a Venecia, donde llegarían a media tarde. También había encontrado habitación con desayuno en el Sestiére San Paolo, cerca del puente Rialto, donde se quedarían hasta alquilar un apartamento.

—¡No puedo esperar! —exclamó Deborah—. ¡Estoy como loca! Benvenuta a Italia, signorina! —Estiró una mano y le palmeó el peinado a Joanna, que lanzó una carcajada.

Mille grazie, cara —dijo alegre y sarcástica. Entonces echó la cabeza atrás y se meció el largo cabello hasta los hombros con la esperanza de ordenarlo un poco—. Supongo que me desconcierta la rapidez con que actúa esta clínica Wingate —dijo mientras se inspeccionaba el peinado en el retrovisor. Joanna era moderadamente obsesiva con el pelo, mucho más que Deborah, quien a menudo se reía de ella por ese motivo.

—Probablemente tienen dos clientes que los están presionando —dijo Deborah. Ajustó el espejo.

—¿Te lo mencionó la doctora Donaldson?

—No, pero me lo supongo. Lo que sí dijo es que la clínica solo estaba interesada en dos donantes, de modo que ha sido una suerte haber llamado en el momento justo.

—Esa señal indica que Bookford es la próxima salida —dijo Joanna señalando al frente. La señal era pequeña y estaba colocada delante de una pequeña arboleda de arces que brillaba con un lustroso tono naranja.

—La he visto —dijo Deborah mientras ponía el intermitente.

Tras otros veinte minutos de coche por una estrecha carretera de dos direcciones bordeada por arces y muros piedra que cruzaba un campo de colinas y rojizas plantaciones de maíz, las amigas entraron en un típico pueblo de Nueva Inglaterra. En las afueras había un gran cartel que rezaba:

La carretera rural que salía de la autopista se convirtió en la arteria principal, la calle Maine que dividía el pueblo en dirección norte y sur. A los lados había la acostumbrada hilera de tiendas de principios de siglo XX con fachadas de ladrillo. Hacia la mitad, se elevaba una gran iglesia blanca con un campanario delante de un jardín y enfrente a un edificio municipal de granito. Un bullicioso grupo de niños con sus libros de escuela avanzaba al norte por las aceras como migratorios pájaros sin alas.

—Bonito pueblo —comentó Deborah mientras se inclinaba para tener una mejor vista a través del parabrisas. Aminoró a menos de treinta kilómetros por hora—. Parece demasiado bonito para ser real, como si formara parte de parque temático.

—No he visto ninguna señal de la clínica —dijo Joanna.

—Eh, ¿has oído el de por qué se necesitan cien millones de espermas para fertilizar un óvulo?

—No.

—Porque ninguno está dispuesto a pararse y preguntar la dirección.

Joanna sonrió.

—Supongo que eso significa que pararemos.

—Has acertado —dijo Deborah mientras giraba para estacionar frente a la tienda RiteSmart. Había plazas de aparcamiento transversales a todo lo largo del bordillo y a ambos lados de la calle Maine. ¿Vienes o esperas aquí?

—No permitiré que te diviertas sola —dijo Joanna apeándose del coche.

Tuvieron que esquivar unos niños que pasaban armando alboroto. Sus gritos y alaridos solo estaban a escasos decibelios de causar dolor de oídos y fue un alivio para ambas cuando la puerta de la tienda se cerró tras ellas. En cambio, en el interior reinaba un relativo silencio. Como factor añadido a la calma, estaba el hecho de que no había clientes. Ni siquiera había dependientes a la vista.

Después de intercambiar encogimientos de hombros cuando no apareció nadie, las dos mujeres fueron por el pasillo central hacia el mostrador del fondo. Sobre el mismo había un campanilla que Deborah hizo sonar con decisión. El ruido fue considerable en el silencio del local. Al cabo de pocos segundos, un hombre gordo y casi calvo hizo acto de presencia a través de una doble puerta de vaivén como las de las películas del Oeste. Aunque en la tienda hacía una temperatura relativamente fresca, en la frente se le veían algunas gotas de sudor.

—¿En qué puedo ayudarlas, señoras? —preguntó jovialmente el propietario.

—Buscamos la clínica Wingate —respondió Deborah.

—Muy bien —dijo el hombre—. Eso está en el hospital psiquiátrico Cabot.

—¿Perdone? —dijo sorprendida Deborah—. ¿Se trata de una institución mental?

—Así es. El viejo doctor Wingate compró o alquiló todo el lugar. No sé si uno o lo otro. En realidad nadie lo sabe. Tampoco importa mucho.

—Oh, comprendo —dijo Deborah—. Antes era un psiquiátrico.

—Así es —repitió el hombre—. Durante unos cien años También era un sanatorio de tuberculosos. Parece que alguna gente de Boston quería quitarse de encima a los locos y los tuberculosos. Los encerraban en esa fortaleza. De ese modo nadie pensaba en ellos. Hace cien años se consideraba que Bookford estaba en la Cochinchina. Ah, cómo han cambiado los tiempos; ahora somos una ciudad dormitorio de Boston.

—¿Los encerraban? —preguntó Joanna—. ¿No les hacían ningún tratamiento?

—Supongo que sí. Pero en aquellos días no había muchos tratamientos. Bueno, eso no es del todo verdad. Practicaban mucha cirugía. Ya sabe, cosas experimentales como colapsar los pulmones de los tuberculosos y lobotomía a los desequilibrados.

—Eso suena espantoso —dijo Joanna estremeciéndose.

—Imagino que así fue —coincidió el hombre.

—Bueno, ahora no hay más locos ni tísicos —comen Deborah.

—Por supuesto que no —afirmó el hombre—. Hace veinte o treinta años que cerraron el Cabot; aquí aún lo llaman así. Pienso que en los años setenta se llevaron a los últimos pacientes. Ustedes lo recordarán: fue cuando los políticos empezaron a tomarse en serio la cuestión de la sanidad publica. Fue una especie de tragedia. Creo que transportaron a los pacientes hasta Boston y allí los soltaron en las calles.

—Supongo que todo eso ocurrió antes de nuestra época —dijo Deborah.

—Supongo que tiene razón.

—¿Nos puede indicar cómo llegar al Cabot? —pidió Deborah.

—Claro. ¿En qué dirección van?

—Norte.

—Perfecto —dijo el hombre—. Sigan hasta el próximo semáforo y giren a la derecha. Es la calle Pierce con la biblioteca municipal en la esquina. Desde esa esquina se puede ver la torre de ladrillo del Cabot. Está a unos tres kilómetros por la calle Pierce. No tiene pérdida.

Las dos le dieron las gracias al hombre y volvieron al vehículo.

—Suena como un ambiente encantador para una clínica de fertilidad —dijo Joanna mientras se abrochaba el cinturón de seguridad.

—Al menos ya no es un psiquiátrico ni un hospital de tísicos —dijo Deborah poniendo la primera—. Por un momento he estado a punto de regresar a Cambridge.

—Quizá sería lo mejor.

—No hablas en serio. ¿O sí?

—No, no realmente —dijo Joanna—. Pero un sitio con semejantes antecedentes me pone los pelos de punta. ¿Puedes imaginarte los horrores que allí sucedieron?

—No —contestó Deborah.

Paul Saunders posó los codos sobre el memorándum que le había dejado Sheila Donaldson en el escritorio. Se frotó los ojos con ambas manos. Se había retirado a su despacho en el cuarto piso de la torre después de pasar varias horas en el laboratorio controlando los cultivos de embriones. Todo parecía funcionar bastante bien aunque no de un modo perfecto. Temía que se debiera a la edad y calidad de los óvulos, un problema que esperaba remediar a corto plazo.

Paul era madrugador. Su horario habitual era saltar de la cama a las cinco y estar en el laboratorio antes de las seis. De ese modo, podía avanzar bastante antes de la llegada normalmente a las nueve de las pacientes. Esa mañana empezaba temprano su turno en la clínica porque se harían dos extirpaciones de óvulos. Le gustaba hacerlos a primera hora para que las donantes tuviesen tiempo suficiente de recuperarse de la anestesia y ser dadas de alta en el mismo día. Las camas disponibles solo eran para casos de urgencia e incluso entonces Paul prefería transferirlas al hospital con cuidados intensivos más próximo.

Paul recogió el memorándum, se levantó y dio unos pasos hasta el ventanal. Se trataba de tres arcadas horribles bastante más altas que la diminuta estatura de metro sesenta de Paul. La vista era de un gran jardín delante de la clínica que se extendía hasta las rejas de hierro fundido y puntas afiladas que rodeaban toda la propiedad. Ligeramente a la izquierda, se veía la casa de piedra de los guardianes, hasta donde llegaba el camino asfaltado, que luego describía una amplia curva hasta desaparecer de la vista a la izquierda, donde estaba el aparcamiento del edificio. A media distancia, Paul divisaba el campanario de la iglesia presbiteriana de Bookford así como las chimeneas de las pocas fábricas del pueblo que se erguían entre los colores del otoño. En la lejanía, las estribaciones de las montañas Berkshire se ondulaban en el horizonte como burbujas azules.

Paul releyó el memorándum, reflexionó y volvió a contemplar el paisaje. Tenía todas las razones del mundo para estar contento. Las cosas no podían ir mejor. Esa certeza trajo una sonrisa a su pálido semblante. Parecía increíble que solo seis años antes hubiera sido prácticamente expulsado de un hospital de Illinois y estado a punto de perder su licencia médica. En ese momento su abogado le dijo que lo tenía crudo, de modo que emigró al Este, todo debido a un estúpido episodio de recetas y cobros de Medicare y Medicaid. Él, por supuesto, se había aprovechado y había ganado dinero, pero lo mismo hacían sus respetables colegas. De hecho, él solo los había imitado y mejorado y luego elaborado una práctica que utilizaba otro grupo de colegas en el mismo hospital. Por qué el gobierno había ido a por él todavía era un misterio. De solo pensarlo se ponía hecho una furia. Pero ya lo había superado porque ahora el mundo le sonreía.

Cuando llegó por primera vez a Massachusetts y temía que surgieran dificultades para obtener la licencia estatal si el Colegio de Médicos se enteraba de sus problemas en Illinois, Paul decidió inscribirse en un curso sobre fecundación. Fue la mejor decisión de su vida. No solo evitó el problema de la licencia, sino que le abrió las puertas a una especialidad que no estaba realmente controlada ni profesional ni comercialmente. Y encima era sorprendentemente lucrativa.

El campo de la fecundación era ideal para él, sobre todo porque por mero azar y por estar en el lugar apropiado en el momento apropiado, entró en contacto con Spencer Wingate, un conocido especialista en fecundación que deseaba retirarse a medias, llevar una buena vida, descansarse en sus laureles, organizar actos de beneficencia y dictar conferencias. Paul ya dirigía el tinglado en materia de investigación y procedimientos clínicos.

Siempre que Paul pensaba en la ironía de ser investigador, nunca dejaba de asomar una sonrisa a sus labios, ya que jamás se había imaginado en semejante papel. Había sido el último de la clase en la facultad de medicina y jamás había estudiado técnicas de investigación. Se las arregló para no seguir nunca un curso de estadística. Pero no le importaba. En el mundo de la fertilidad, las pacientes estaban lo bastante desesperadas como para intentarlo todo. De hecho, querían probar cosas nuevas. Lo que a Paul le faltaba en experiencia de investigación, pensaba suplirlo con imaginación. Sabía que hacía progresos en un buen número de frentes, algo que con el paso del tiempo lo podría hacer rico y famoso.

Al darse la vuelta para mirar lo que ya consideraba sus dominios, divisó una imagen de sí mismo en el marco ornamentado de un espejo colocado entre los dos enormes ventanales. Al centrar la mirada en su reflejo, se pasó las manos por ambas mejillas. Le sorprendió y preocupó la palidez de las facciones, quizá resaltada por el pelo casi negro hasta que se dio cuenta de que debía deberse a la descarnada luz fluorescente que salía de las molduras de las altas paredes. Se rio de su fugaz desasosiego. Sabía que era pálido, su piel rara vez veía la luz del sol, pero sabía también que su aspecto no era tan calamitoso como el sugerido por el espejo. En el reflejo, su tez casi hacía juego con el blanco mechón de pelo que le caía sobre la frente.

Al volver al escritorio, Paul se prometió hacer un viaje a Florida este invierno o acaso asistir a un seminario de tocoginecología en algún sitio con sol donde podría presentar parte de sus trabajos. Asimismo pensó que tal vez podía hacer algo de ejercicio, ya que había ganado peso, en especial en el cuello. Hacía años que no practicaba ningún deporte. No era nada deportista, lo que le había causado serios disgustos en el instituto del South Side de Chicago, donde el deporte era una prioridad. Había intentado meterse en algún equipo, pero sus esfuerzos solo le convirtieron en el hazmerreír de la escuela.

—Me gustaría verlos ahora —dijo en voz alta mientras pensaba en los que se habían reído de él—. Lo más probable es que hoy sean dependientes de tiendas.

Sabía que en junio sería la vigésima reunión anual y se preguntó si no debía proclamar allí sus triunfos y restregárselos en la cara a aquellos mal nacidos que tanto le habían despreciado.

Cogió el teléfono y llamó al laboratorio. Pidió por la doctora Donaldson.

—¿Qué pasa, Paul? —preguntó Sheila sin preámbulos.

—Me ha llegado tu memorándum. Estas dos mujeres que vienen, ¿piensas que son buenas candidatas?

—Perfectas —contestó Sheila—. Sanas y con hábitos normales; sin el menor problema ginecológico; no están embarazadas; ambas niegan el uso de drogas ni tienen medicación de ninguna clase y las dos están en el ciclo medio de menstruación.

—¿Son de verdad estudiantes de postgrado?

—Sí.

—Por tanto, deben de ser inteligentes.

—No hay duda.

—Pero ¿qué es esto de que una quiere anestesia local? —preguntó Paul.

—Hace un doctorado en biología —explicó Sheila—. Algo sabe de anestesia. Le hice algunas sugerencias, pero no mordió el anzuelo. Supongo que Carl tendrá que intentarlo.

—¿De verdad lo intentaste?

—Por supuesto —repuso Sheila.

—Muy bien, entonces que Carl hable con ella —dijo Paul. Colgó sin despedirse. A veces le molestaban los celos incorregibles de Sheila.

—Esa ha de ser la torre que nos comentó el tendero —dijo Deborah señalando al frente. Acababan de girar en la calle Pierce y, a la distancia, apenas visible, se la divisaba alzándose en el paisaje circundante.

—Si está a cuatro o cinco kilómetros, debe de ser una torre muy alta.

—Desde aquí se parece bastante a la torre de la galería Uffizi en Florencia —dijo Deborah—. Vaya.

Una vez que dejaron atrás el pueblo, los árboles a los lados del camino bloquearon cualquier otra vista de la torre de Cabot hasta que pasaron por un derruido granero rojo a la derecha. A la siguiente curva vieron una señal de la clínica Wingate a la izquierda con una flecha que señalaba un camino de grava. Tan pronto enfilaron el camino divisaron la casa de los guardias, de dos pisos y granito gris situada en medio de una arboleda. Se trataba de una estructura pesada y achaparrada de pequeñas ventanas con postigos y un tejado gris oscuro de pizarra con elaborados acabados en ambas puntas de la cumbrera. Las molduras estaban pintadas de negro. Gárgolas de piedra surgían de las esquinas.

Cuando se acercaban, pudieron ver que el camino pasaba por delante de la casa y llegaba a una arcada cerrada por un pesado portal con cadenas. Más allá de la entrada, pudieron ver el césped recién cortado, la única prueba de que había alguna actividad en aquel lugar. Una impresionante cerca de hierro forjado coronada por alambre de espino se extendía más allá de la casa de vigilancia y seguía junto a los árboles.

Deborah aminoró la velocidad y frenó del todo.

—Dios santo —dijo—. El tendero no bromeaba cuando dijo que a los pacientes del Cabot se los encerraba en una fortaleza. Esto casi parece una prisión.

—No tiene nada de amable bienvenida —añadió Joanna—. ¿Cómo crees que entraremos? ¿Ves algún timbre o piensas que debemos llamar por el móvil?

—Debe haber una cámara de seguridad o algo así. Seguiré hasta el portón.

Deborah hizo avanzar unos metros el coche y se detuvo ante el portal. En ese momento se abrió la puerta de la casa y apareció un guardia uniformado con una tablilla en las manos. Se acercó a la ventanilla y Deborah bajó el cristal.

—¿En qué puedo servirla, señora? —dijo el guardia con tono agradable pero autoritario. Llevaba una gorra negra parecida a las de la policía.

—Queremos ver a la doctora Donaldson.

—Sus nombres, por favor.

—Deborah Cochrane y Joanna Meissner.

El guardia consultó la lista en la tablilla, verificó los dos nombres, y luego señaló con el bolígrafo el portal.

—Sigan el camino a la derecha. Verán el aparcamiento. Allí les esperará alguien.

—Gracias —dijo Deborah.

El hombre no respondió, sino que apenas se tocó con una mano la visera de la gorra. Con un ruido chirriante, el pesado portal de hierro empezó a abrirse lentamente.

—¿Has visto la pistola que lleva el guardia? —preguntó Deborah con un susurro tras subir la ventanilla. El guardia aún estaba vigilante a la izquierda.

—Sería difícil no verla.

—He visto guardias armados en hospitales de la ciudad, pero nunca en un hospital rural. ¿Por qué demonios necesitan tanta seguridad aquí y en especial en una clínica de fecundación?

—Te hace pensar si no estarán más interesados en encerrar a la gente que en dejarla salir.

—No lo digas ni en broma —dijo Deborah. Traspuso el portal—. ¿Piensas que quizá también practican abortos? En este estado he visto guardias en clínicas de abortos.

—No se me ocurre nada más inadecuado para una clínica de fecundación.

—Supongo que tienes razón.

Al rodear un bosquecillo de árboles de hoja perenne, las dos tuvieron finalmente una vista completa del Cabot. Era una inmensa estructura de ladrillo rojo de cuatro pisos de altura con tejados de pizarra muy inclinados detrás de una cornisa almenada y pequeñas ventanas con rejas y un alto campanario central. La torre tenía ventanas más pequeñas de cristal y sin rejas.

Deborah aminoró la velocidad.

—Qué sorpresa encontrarse con semejante edificio en medio de un bosque. Un diseño curioso. La torre parece una imitación deliberada de los Uffizi. Es tan parecida que no puede ser casualidad. Si mi memora no falla, incluso tiene el reloj del mismo estilo, aunque el de los Uffizi funciona.

—He visto edificios como este en Massachusetts —dijo Joanna—. En Worcester hay uno de piedra, y casi tan grande. La diferencia es que está abandonado. Este al menos se usa.

—La clínica Wingate debe tener mucho trabajo para usar todos estos metros cuadrados —acotó Deborah.

Joanna asintió con la cabeza.

Después de pasar por la derecha del edificio, llegaron al aparcamiento, donde había una cantidad pasmosa de coches. Ambas notaron que no se trataba de los habituales utilitarios como Honda Civic o Chevy Caprice. Destacaba uno especialmente entre los Mercedes, Porsches y Lexus: un Bentley convertible de color burdeos.

—Santo cielo —exclamó Joanna—. ¿Has visto ese Bentley?

—Como la pistola del guardia, es difícil que pase inadvertido. —Su pintura metálica refulgía en la luz temprana la mañana.

—¿Tienes idea de cuánto cuesta ese coche? —preguntó Joanna

—Ni la más remota.

—Más de trescientos mil dólares.

—¡Por Dios! Es algo obsceno, en especial en una institución médica.

Deborah aparcó en un sitio marcado especialmente para visitantes. Mientras las dos se apeaban del coche, abrió una puerta con pórtico a unos cincuenta metros del aparcamiento. Apareció una mujer alta y de cabellos castaños y bata blanca.

—Esta bienvenida será exactamente lo contrario a la que se nos dio en la entrada —dijo Deborah. Hizo un gesto saludo mientras avanzaban hacia la puerta.

—Parece la doctora Donaldson.

—Creo que tienes razón.

—Espero que no nos arrepintamos —dijo de repente Joanna. Caminaba con la cabeza gacha—. Tengo la desagradable sensación de que estamos a punto de cometer un craso error.

Deborah cogió a su amiga por un brazo y la detuvo.

—¿Qué estás diciendo? ¿No quieres seguir adelante? Si es así, debemos dar media vuelta y regresar a Boston. No quiero que pienses que te estoy presionando.

Joanna observó la figura de la delgada doctora en la puerta de la clínica. Ahora estaban lo bastante cerca contó para ver que se trataba de la doctora Donaldson y que parecía contenta de verlas. Tenía una amplia y rígida sonrisa en su rostro chupado.

—Háblame, muchacha apretón extra en el brazo. Joanna la miró a los ojos.

—¿De veras tienes confianza en que todo saldrá bien?

—Sin duda —dijo Deborah—. Te lo he dicho diez veces. Para nosotras se trata de la situación perfecta.

—Me refiero a los procedimientos —dijo Joanna.

—Oh, por Dios. Estas extirpaciones no tienen la menor trascendencia. Las mujeres en tratamiento de fertilidad la pasan cientos de veces además de aguantar toneladas de hormonas.

Joanna vaciló. Sus ojos verdes pasaron varias veces de Deborah a la doctora Donaldson mientras se tragaba sus pequeños temores. Ni siquiera le gustaba que le pusieran una inyección para la gripe. Después de un suspiro, se aclaró la garganta y se las arregló para sonreír.

—Muy bien, adelante pues.

—¿Estás segura? Quiero decir, no te sientes forzada a hacerlo, ¿verdad?

Joanna meneó la cabeza.

—Me siento bien. Acabemos de una vez.

Las dos reanudaron la marcha.

—Por un momento me asustaste —dijo Deborah.

—A veces, me asusto a mí misma —comentó Joanna.