11 de mayo de 2001, 0.37 h
—¡Joanna Meissner y Deborah Cochrane! —se oyó una voz metálica en el frente del edificio—. No nos obliguen a entrar con perros en el edificio; lo haremos si no salen por propia voluntad. La policía de Bookford ya está de camino. Repito, ¡salgan inmediatamente del edificio!
—Se acabaron los apodos —dijo Deborah.
—Si creyera que nos van a entregar a la policía de Bookford saldría de aquí ahora mismo.
—No nos van a entregar a nadie.
—Eso es lo que digo —dijo Joanna—. Vamos. Miremos el montacargas antes de que me vuelva loca.
Retrocedieron sobre sus pasos por el cuarto piso hasta las escaleras. Al principio, trataron de bajar sin encender la linterna, pero se dieron cuenta que el riesgo de tirar algún objeto por los escalones era mayor que el riesgo de que se viera la luz. La apagaron de nuevo antes de entrar en el pasillo del tercero. Mientras estaban en el corredor, volvieron a escuchar las advertencias del megáfono. Tuvieron que encender la luz una vez más en el vestíbulo del montacargas. Estaba igual a como lo habían dejado con las puertas semiabiertas. Joanna iluminó el interior. A través de los cables del fondo se veía una escalera en la pared de ladrillo del hueco.
—Tenías razón acerca de la escalera —dijo Deborah—. Pero ¿cómo llegamos a ella?
Joanna enfocó la pared del lado del montacargas. En el mismo aparato había unos peldaños de escalera que llevaban a una trampilla en el techo.
—Lo único que debemos hacer es subir al techo del montacargas —dijo Joanna.
—¿Lo único? —preguntó sarcásticamente Deborah—. ¿De dónde has sacado esa temeridad?
—Me imagino que soy tú —dijo Joanna—. Por tanto, hagámoslo ahora mismo antes de que vuelva a ser yo misma. Deborah lanzó una burlona carcajada.
Se encaramaron al borde de la puerta inferior del montacargas. Joanna mantuvo encendida la linterna mientras Deborah subía los peldaños. Cuando llegó al más alto abrió la trampilla, que dio contra un tope y se mantuvo abierta.
Joanna le pasó la linterna a Deborah, quien la colocó sobre el techo del montacargas antes de impulsarse. El aparato se movió ligeramente cuando se puso de pie en el techo, obligándola a aferrarse a los cables recubiertos de grasa de petróleo. Un momento después, Joanna emergió por la trampilla. Permaneció con las manos y las rodillas en el suelo en vez de levantarse.
La escalera estaba contra la pared del fondo del conducto y solo distaba unos treinta centímetros del montacargas.
—Pues bien, ¿qué piensas? —preguntó Deborah.
—Creo que debemos intentarlo. —Enfocó el hueco. No tenía suficiente luz para llegar al fondo. La escalera simplemente desaparecía en una oscura neblina.
—Primero tú —dijo Deborah—. Y llevas la linterna.
—No podré bajar y sostener la linterna al mismo tiempo —dijo Joanna.
—Lo sé, pero tienes un bolsillo. Yo no.
—De acuerdo —dijo Joanna con resignación.
Estaba acostumbrada a que Deborah tomase la iniciativa en tales circunstancias. Apagó la linterna, dejándolas en la más completa oscuridad, y la guardó. Entonces buscó la escalera. Cuando la encontró, tuvo que luchar contra sí misma para abandonar la relativa seguridad del montacargas. Cogiendo fuertemente el peldaño con ambas manos, trató de no pensar en que estaba suspendida en una escalera vertical a muchos metros del suelo.
—¿Vas bien? —susurró Deborah en la oscuridad cuando no oyó ningún movimiento.
—Esto es angustioso.
—¿Estás en la escalera?
—Sí, pero me da miedo moverme.
—¡Tienes que hacerlo!
Joanna bajó un pie hasta el siguiente peldaño y luego al siguiente. Lo más difícil para ella fue soltar una mano. Finalmente lo hizo y repitió el movimiento con la otra mano. Lentamente al principio, pero con creciente confianza, descendió entre la pared y el montacargas. Apenas había espacio, lo que dificultó aún más el descenso.
—¿Puedes iluminar un poco para ver dónde está la escalera? —pidió Deborah.
—No puedo. No puedo soltarme tanto tiempo. Deborah lanzó un murmullo de juramentos mientras estiraba a ciegas una mano y con la otra se aferraba a los grasientos cables. Pero la escalera estaba demasiado lejos. Finalmente se puso en cuatro patas como había hecho Joanna y se acercó al borde del techo. Desde allí, pudo coger un peldaño y pasó a la escalera siguiendo los pasos de su amiga.
Las dos se movían lentamente, en especial Joanna. Aunque había ganado confianza, le empezó a preocupar que los peldaños estuvieran podridos, que uno de ellos no aguantara su peso. Antes de apoyarse en el siguiente, le daba una patada para comprobar su solidez.
La oscuridad del hueco ayudó a Joanna, en especial después de pasar el montacargas. Sin poder ver, el descenso solo era un problema mental, no visual.
Deborah tuvo que aminorar el descenso cuando se topó con Joanna.
Al cabo de varios minutos, Deborah quiso reconocer el terreno.
—¿Puedes ver el fondo? —preguntó con un susurro. Empezaban a dolerle los brazos y pensó que a Joanna le pasaría lo mismo.
—¿Bromeas? —dijo Joanna—. No veo ni la punta de mi nariz.
—Quizá deberías encender la linterna. Puedes pasar un brazo por detrás de un peldaño.
—Debemos seguir hasta que toque el suelo con los pies —replicó Joanna.
—¿Quieres descansar?
—No. Sigamos bajando.
Pasaron varios minutos hasta que Joanna tocó con un pie el suelo lleno de basuras. Volvió a subir el pie.
—Hemos llegado —dijo—. Detente. —Pasando un brazo por el peldaño tal como había sugerido Deborah, sacó la linterna y la encendió. El fondo del hueco estaba lleno de basura como si hubiera sido un vertedero durante años.
—¿Puedes ver si estamos en el subsótano o no? —preguntó Deborah.
—No puedo. Baja e intentemos abrir las puertas. Joanna apartó la basura con un pie antes de posarse sobre el suelo con ambos pies. Esperó a que bajara Deborah manteniendo una mano sobre el foco de la linterna.
—Uy, qué frío hace aquí —dijo Deborah frotándose los brazos—. Parece un subsótano.
Con cautela, se abrieron paso por la basura —papeles, trapos, trozos de madera y unas pocas latas—. Mientras Joanna sostenía la linterna, Deborah intentó abrir las puertas. Por más fuerza que hizo, no pudo moverlas.
—Qué mala suerte —dijo Joanna.
Deborah cogió la linterna y dio un paso atrás. Enfocó el marco de las puertas. Se detuvo ante una palanca de muelle que sobresalía de la pared justo debajo de las puertas.
—Aquí está —dijo Deborah—. No he visto muchas películas de acción, pero eso debe de ser un mecanismo que mantiene las puertas cerradas hasta que el montacargas está delante de las puertas.
—¿Lo que significa que…?
—Que una de las dos debe apretarlo mientras la otra abre las puertas.
—Tú eres más pesada que yo —dijo Joanna—. Tú te pones sobre la palanca.
Un momento después, se abrieron las puertas, aunque la inferior no lo hizo hasta que Joanna apoyó todo su peso sobre ella. Deborah iluminó el espacio abierto.
—Es el subsótano —dijo Joanna.
Toda la planta no era más que arcos de apoyo por los que corría un entramado de cañerías de desagüe y calefacción. No había puertas ni habitaciones. Las paredes eran de ladrillo como en el piso de arriba, pero los arcos eran más planos y las columnas más gruesas.
Un pasillo abovedado con el techo más alto conducía desde el montacargas hasta una intersección donde empezaba otro pasillo similar que se extendía por toda la superficie del edificio. De lo alto de la bóveda colgaban cables y bombillas eléctricas.
Se detuvieron en la intersección y enfocaron la linterna en ambas direcciones. En cada una de ellas, se veían en perspectiva las bóvedas que se alejaban en la oscuridad hasta donde iluminaba el débil haz.
—¿Por dónde? —preguntó Joanna.
—A la izquierda. Nos llevará hacia la torre del edificio. Está en el medio.
—Pero si vamos a la derecha, iremos en dirección del generador eléctrico —dijo Joanna—. El generador está en dirección sureste. —Y señaló a unos cuarenta y cinco grados del eje del pasillo central.
—¿Cómo lo decidimos? —preguntó Deborah mirando en ambas direcciones.
—Ilumina el suelo. Joanna se arrodilló.
El suelo del pasillo del montacargas así como el del pasillo central estaban pavimentados con azulejos de cerámica mientras que el resto era del mismo ladrillo que las paredes y los techos abovedados.
—Hay más indicios de tráfico en dirección a la derecha —dijo Joanna—. Los azulejos muestran más uso en esa dirección. Me sugiere que el túnel está a la derecha, y que se ha usado no solo para calefacción, sino para muchas más cosas.
—Caramba —dijo Deborah—, creo que estás en lo cierto. ¿Es otro truco aprendido en las películas de acción con Carlton?
—No, es solo sentido común.
—Muchas gracias —dijo sarcásticamente Deborah.
Las dos avanzaron rápidamente hacia el sur. Deborah sostenía la linterna. Los pasos resonaban en los techos abovedados.
—Esto parece una catacumba —comentó Joanna.
—Tal vez no deba preguntarlo, pero ¿en qué pensabas cuando dijiste que esto no solo se usaba para calefacción? —Se me ocurrió que este túnel también serviría para llevar los cadáveres del depósito al crematorio.
—No se trata de una idea muy estimulante que digamos —dijo Deborah.
—Oh —dijo Joanna—. Quizás hablamos antes de tiempo. Parece que nuestro túnel llega a su fin.
A unos diez metros en frente, la linterna iluminó un muro de ladrillo.
—Vaya por Dios —dijo Deborah después de haber dado unos pasos más—. Sigue a la izquierda.
Cuando llegaron al muro, el pasillo no solo hacía un giro a la izquierda, sino que bajaba de modo relativamente abrupto. A lo largo del pasillo, bajaba también un tubo de gran diámetro y de material aislante.
—Gracias a tu perspicacia, pienso que vamos al generador eléctrico —dijo Deborah al comenzar el descenso—. Ahora solo debemos cruzar los dedos para que aguanten las pilas de la linterna.
—¡Por Dios! Ni siquiera lo menciones.
Con el temor de quedarse sumidas en la oscuridad, las dos empezaron a avanzar prácticamente corriendo. Al cabo de muchos metros, el túnel recobró su horizontalidad y se volvió más húmedo. Había charcos de tanto en tanto y colgaban estalactitas del techo arqueado.
—Parece como si estuviéramos a medio camino de Boston —dijo Deborah—. ¿No tendríamos que haber llegado ya?
—Esta central eléctrica está más lejos de lo esperado. Al estar sin aliento, las dos guardaron silencio mientras cada una lidiaba con la preocupación de lo que les esperaba al final del túnel. Una puerta sólida y cerrada las obligaría a volver sobre sus pasos.
—Veo algo allá delante —dijo Deborah, Pocos instantes después, se encontraron con algo inesperado: el pasillo y la tubería se separaban en una bifurcación.
Se detuvieron, confundidas. Deborah iluminó los dos túneles. Eran idénticos y los tres se cruzaban en aproximadamente un mismo ángulo de ciento veinte grados.
—No me lo esperaba —dijo nerviosamente Joanna. Deborah alumbró la esquina del túnel en que estaban y el nuevo túnel a la izquierda. Sobre los ladrillos había un pilar de granito. Con la palma de la mano quitó una capa de moho debajo de la cual había unas palabras grabadas.
—¡Muy bien! —dijo Deborah con renovado entusiasmo—. ¡Un misterio resuelto! El túnel de la izquierda conduce a la granja y las viviendas, lo que quiere decir que el otro debe ir al generador.
—Por supuesto —coincidió Joanna—. Ahora veo que la tubería que va al generador es de mayor diámetro.
—Un momento —dijo Deborah parando a Joanna que había echado a andar hacia el generador—. Como aquí tenemos una opción, creo que debemos reflexionar un minuto antes de seguir adelante. Suponiendo que podamos salir a la superficie, pienso que…
—Ni siquiera sugieras que no podremos salir —espetó Joanna.
—Muy bien, muy bien. Pensemos entonces si nos conviene ir al generador o a la granja. Una vez fuera, nuestro problema será salir de la finca. Quizás estar en la granja es lo mejor. Probablemente tienen furgonetas de reparto o camiones como los que vimos el otro día.
—Pensé que habíamos decidido escapar esta misma noche —dijo Joanna.
—Eso sería lo ideal, pero creo que debemos tener varias alternativas por si acaso.
—Aún pienso que si no lo hacemos esta noche, nos atraparán.
—¿Tienes alguna idea?
—Considerando la alta verja infranqueable que rodea el perímetro, pienso que la única posibilidad es por la entrada principal. Si conseguimos hacernos con un vehículo, en especial un camión, quizá podamos atravesarla aunque sea por la fuerza.
—Ya —dijo Deborah—, pero ¿dónde conseguiremos un vehículo con las llaves en el contacto?
—Supongo que en la granja, pero solo es una suposición. —Pienso lo mismo. Tal vez lo mejor es ir primero a la granja.
Tomada esta nueva decisión, se encaminaron a la granja. Avanzaron lo más rápido posible evitando los charcos, cada vez más frecuentes en esa parte del túnel. Al cabo de unos cien metros, el túnel volvía a bifurcarse. Otra señal grabada en el siguiente pilar les señaló que a la derecha estaba la granja y a la izquierda la zona de viviendas. Continuaron hacia la derecha.
—Al ver la señal de las viviendas, me acordé de Spencer Wingate —dijo Joanna—. Tal vez deberíamos pedirle ayuda. Deborah se detuvo y Joanna hizo lo mismo. Con la linterna enfocada hacia el suelo, Deborah miró a su amiga. Los ojos de Joanna se perdían en la penumbra.
—¿Estás sugiriendo que acudamos a Spencer Wingate?
—Así es —dijo Joanna—, vamos a su casa, que al menos ya conocemos, y le contamos lo que hemos descubierto. También le decimos que los de seguridad están tratando de atraparnos probablemente para sumarnos a su colección de ovarios.
Deborah dejó escapar una breve risotada.
—Ahora no es el momento más indicado para que empieces a cultivar el sentido del humor.
—De momento es la única manera con que puedo lidiar con la realidad.
—¿Esta sugerencia de ponernos en manos de Wingate se basa en la discusión que oímos entre él y Saunders?
—En eso y en su reacción cuando le preguntaste sobre las nicaragüenses —dijo Joanna—. No creemos que Spencer sepa de verdad lo que está ocurriendo aquí. Si es un ser humano normal, se quedará tan horrorizado como nosotras.
—Es un gran signo de interrogación y representaría un grandísimo riesgo —dijo Deborah.
—Ya hemos corrido grandes riesgos por el mero hecho de estar aquí.
Deborah asintió con la cabeza y echó a andar en la oscuridad. Joanna tenía razón. Habían corrido más riesgos de los necesarios. Pero ¿se justificaba correr el riesgo irreversible de pedir ayudar a Spencer Wingate?
—Veamos qué pasa en la granja —dijo Deborah—. Tengamos la idea de Wingate en la recámara. Por el momento, la mejor idea es encontrar un camión con las llaves puestas, ¿no te parece?
—De acuerdo —dijo Joanna—, pero mantengamos abiertas todas las opciones.
Para alivio de las mujeres, el túnel entraba en el complejo de la granja del mismo modo que en el hospital. Penetraba en el recinto del sótano, donde la cañería de calefacción se ramificaba en múltiples direcciones antes de desaparecer por el techo. También al igual que en el hospital, un pasillo desembocaba en un montacargas. Pero no intentaron abrir sus puertas. En cambio, buscaron una escalera. La encontraron detrás del hueco del montacargas.
En la puerta de la escalera, hicieron una pausa. Deborah acercó una oreja y le informó a Joanna que solo se oía el zumbido distante de la maquinaria. Tras apagar la linterna, Deborah abrió lentamente la puerta. De inmediato, por el olor se hizo evidente que se encontraban en un establo. No se oía nada.
Deborah abrió la puerta como para sacar la cabeza y echar una mirada. Unas pocas bombillas que colgaban de la estructura de postes y vigas daban una pobre iluminación. Numerosos compartimientos se alineaban contra una pared. A la izquierda había varias puertas cerradas. Entre ellas se veían pilas de cajas de cartón, fardos de heno y bolsas de pienso para animales.
—¿Y bien? —preguntó Joanna aún en las escaleras—. ¿Ves algo?
—Hay muchos animales en los compartimientos —dijo Deborah—, pero ni rastro de gente.
Deborah salió al granero de suelo de madera recubierta de heno. Unos pocos animales olieron su presencia y gruñeron, haciendo que otros se levantaran. Joanna se unió a Deborah y ambas estudiaron el terreno.
—Hasta aquí todo bien —dijo Deborah—. Si hay un turno de noche, deben de estar durmiendo.
—Qué hedor —comentó Joanna—. No me imagino cómo alguien puede trabajar en un sitio tan pestilente.
—Apuesto a que son los cerdos —dijo Deborah. Se topó con los ojos redondos y brillantes de una gran cerda rosa y blanca. La cerda parecía mirarla con gran interés.
—Alguien me dijo que los cerdos eran limpios —dijo Joanna.
—Son limpios si se los mantiene limpios, pero no les importa estar sucios y sus excrementos son una peste.
—¿Ves lo que yo veo en esa pared? —preguntó Joanna y señaló.
A Deborah se le iluminó la cara.
—¡Un teléfono!
Las dos se abalanzaron. Deborah llegó primero y cogió el auricular. Joanna la miró expectante. Deborah hizo una mueca.
—Está muerto. Han cortado la línea.
—No me sorprende —dijo Joanna.
—Tampoco a mí.
—Busquemos los camiones —dijo Joanna.
Las dos bordearon las cajas y bolsas y se encaminaron a la puerta más próxima. Deborah la abrió e iluminó con la linterna.
—¡Dios santo! —exclamó.
—¿Qué pasa? —preguntó Joanna tratando de ver por encima del hombro de su amiga.
—Otro laboratorio —anunció Deborah. No había esperado encontrar allí un laboratorio y resultaba asombrosa la transición de un establo con animales a un recinto de alta tecnología. No era tan grande como el de la clínica, pero el equipamiento parecía casi del mismo nivel.
Deborah entró y Joanna la siguió. Deborah pasó el haz de luz de un equipo a otro y vio secuenciadores de ADN, un microscopio de escáner electrónico y sintetizadores de polipéptidos. Era el sueño hecho realidad de cualquier biólogo molecular.
—¿No tendríamos que estar buscando el camión? —la urgió Joanna.
—Un momento —dijo Deborah. Se acercó a una incubadora y miró las cápsulas Petri que contenía. Eran iguales a las que había usado en el laboratorio y sospechó que allí también hacían transferencias de núcleos. Luego descubrió una gran ventana de cristal que separaba una habitación del resto del laboratorio. Deborah se volvió hacia ella. Joanna la siguió para no quedarse en la oscuridad.
—¡Deborah! ¡Estamos perdiendo tiempo!
—Lo sé, pero cada vez que pienso que tengo una idea de todo lo que hacen en la clínica Wingate, resulta que hacen más cosas. No esperaba ver aquí un laboratorio y por supuesto no tan bien equipado.
—Es hora de dejar todo esto en manos de profesionales —rogó Joanna—. Ya tenemos información suficiente para obtener una orden de registro. Lo único que necesitamos ahora es largarnos de aquí.
Deborah enfocó la linterna directamente en el cristal.
—Y hete aquí otra sorpresa. Esto parece una sala de autopsias totalmente operativa, como las que se usan para cadáveres humanos, pero con una camilla muy pequeña. ¿Qué demonios hace esto en un establo?
—¡Vámonos! —dijo Joanna con creciente irritación.
—Déjame ver esto. Solo será un instante. Hay un compartimiento refrigerado como en los depósitos de cadáveres. Joanna elevó los ojos al techo mientras Deborah entraba en la sala de autopsias. Joanna miró por la ventana mientras Deborah se acercaba al compartimiento y abría la portezuela. Salvo por la luz proveniente de la linterna de Deborah, estaba sumida en la oscuridad. Volvió la vista a la puerta de entrada al laboratorio y por un momento pensó en ir a buscar un camión por sí misma, pero decidió que era idiota hacerlo sin una linterna.
Un murmullo de improperios de Joanna le llegó a Deborah en la pequeña sala con el propósito de que esta se dejara de tonterías, pero Deborah abrió el compartimiento refrigerado y sacó una bandeja deslizante. Quedó demudada ante el espectáculo.
—¿Qué es? —preguntó Joanna.
—Ven aquí y míralo —contestó Deborah—. No encuentro manera de describírtelo.
Joanna tragó saliva presa de los nervios. Respiró hondo, se acercó a su amiga y se obligó a mirar.
—Phuá —masculló Joanna mientras hacía una mueca de asco.
Miraba a cinco recién nacidos con hinchados vasos umbilicales y vello grueso y negro. Las caras eran planas y los ojos diminutos. Las narices eran meras protuberancias apenas discernibles con los orificios nasales orientados verticalmente. Los miembros acababan en pies como paletas con dedos diminutos. Las cabezas estaban coronadas por una mata de pelo negro con pequeños mechones blancos.
—Una vez más, los clones de Paul Saunders —dijo Joanna.
—Me temo que sí, pero con algo nuevo. Creo que lo que hace aquí es clonar sus propias células con oocitos de cerdas y luego gestarlos en esos animales.
Joanna se agarró del brazo de Deborah. En ese momento necesitaba apoyo. Deborah estaba en lo cierto acerca de la clínica Wingate. Este nuevo descubrimiento indicaba que Paul Saunders y su equipo operaban a años luz de cualquier principio ético razonable o imaginable. La vanidad intelectual y el supremo egoísmo necesarios para llevar a cabo algo semejante escapaban a la comprensión de Joanna.
Deborah empujó la bandeja dentro del compartimiento refrigerado y cerró la puerta.
—¡Vamos a buscar un camión!
Con la indignación ayudando a contrarrestar la conmoción de lo que acababan de ver, volvieron sobre sus pasos hasta el establo. Al salir del laboratorio, su presencia volvió a inquietar a los animales. Antes solo habían sido los cerdos próximos a la puerta, pero ahora hasta las vacas se sumaron al creciente nerviosismo.
Fueron de puerta en puerta hasta que encontraron un pasillo que llevaba a lo que supusieron era un garaje. Pero era otra cosa: un hangar, y contenía un helicóptero turborreactor.
—Sería nuestra escapatoria si supiéramos pilotarlo —dijo Deborah deteniéndose un momento a admirar el aparato.
—Vamos. Intuyo que debe de haber un garaje detrás de este edificio.
Joanna giró a la derecha y cuando franquearon la siguiente puerta, vieron un tractor y un camión volquete. Se encaminaron al camión.
—Ojalá tenga las llaves puestas —rogó Deborah en voz alta mientras se subía al estribo y abría la puerta.
Entró rápidamente en la cabina y buscó frenéticamente con los dedos mientras Joanna sostenía la linterna. Pasó una mano por la barra de la dirección, luego por el salpicadero. Encontró el contacto, pero sin llaves.
—¡Maldita sea! —dijo Deborah y golpeó el volante con la palma de la mano—. Podríamos hacerle un puente si supiéramos cómo. Volvió la mirada hacia Joanna.
—No me mires —dijo esta—. No tengo la más remota idea. Vamos a esa oficina que vimos en el establo —dijo Deborah—. Quizá las llaves estén allí.
Volvieron al establo no sin echarle una mirada de vehemente deseo al helicóptero cuando pasaron por el hangar. En el establo, los animales volvieron a excitarse.
—Deben de pensar que es la hora de la comida —comentó Deborah.
Cuando alcanzaron la puerta de la oficina, oyeron el ruido de un vehículo que aminoraba la marcha al lado del establo. Hasta vieron el resplandor de los faros a través de las ventanas cuando el coche giró antes de frenar.
—¡Oh, no! —susurró Deborah—. ¡Tenemos compañía! —¡Volvamos a las escaleras!
Se apresuraron hacia las escaleras, pero no las alcanzaron. Se abrió la puerta del establo y apareció una figura. Lo primero que hizo fue encender todas las luces cuando ellas estaban a pocos metros de su objetivo. Lo único que pudieron hacer fue esconderse detrás de las cajas y bolsas mientras el hombre hacía su ronda por el lugar. Pudieron oírlo hablar con los animales preguntando, entre otras cosas, quién era el culpable de todo ese alboroto.
—¿Intentamos llegar a las escaleras? —preguntó Deborah cuando el hombre estaba a una distancia considerable.
—Mejor quedémonos aquí.
Lentamente, Deborah se alzó hasta que tuvo una vista del establo. No podía ver al hombre, pero le oía hablándole a un animal. Luego, él se irguió de improviso y Deborah volvió a esconderse.
—Está más cerca de lo que pensaba —dijo.
—Mantengamos la calma.
—Nos podríamos cubrir con el heno suelto.
—Lo mejor es quedarnos quietas y en silencio —dijo Joanna.
—Si se acerca para ir a la oficina, nos descubrirá —dijo Deborah.
—Rodearemos las cajas. Eso es fácil y mientras está en el interior, huimos por las escaleras.
Deborah asintió aunque no estaba segura de que funcionara. Era una de esas cosas que suenan fáciles, pero luego son difíciles en la práctica.
De repente oyeron acercarse otro coche. Intercambiaron miradas de preocupación. Una persona ya era problema suficiente, pero dos podían representar un desastre.
El recién llegado entró dando un portazo. Las mujeres se sobrecogieron cuando llamó a gritos a Greg Lynch.
—¡Eh, baja la voz! —dijo Greg desde uno de los compartimientos—. Los animales ya están bastante nerviosos.
—Lo siento —dijo el recién llegado—, pero tenemos emergencia.
—¿Sí?
—Buscamos a dos mujeres. Vinieron con nombres falsos, entraron en nuestros archivos informáticos, en la sala del servidor y en la de los óvulos. Ahora están en alguna parte de la finca.
—No he visto a nadie —dijo Greg—. Y el establo estaba cerrado con llave.
—¿Y qué haces tú aquí a estas horas de la noche? —Tengo una cerda a punto de parir. Por el monitor oí que los animales estaban inquietos; pensé que acaso estaba pariendo, pero no es así.
—Si ves a esas mujeres avisa a seguridad. Estaban en el edificio central, pero lo hemos registrado todo. Entraron, pero no han vuelto a salir; por tanto, deben estar escondidas en algún sitio.
—Buena suerte.
—Las pillaremos. Todos los de seguridad están a la búsqueda, incluidos los perros. Ah, por cierto, hemos cortado las líneas telefónicas hasta que las cojamos. No queremos que hagan llamadas y nos causen más problemas.
—No me importa —dijo Greg—. Tengo mi móvil.
Después de que los hombres se despidiesen, las dos oyeron que se abría y se cerraba la puerta del establo.
—Todo va de mal en peor —susurró Deborah—. Están peinando la zona con perros.
—Detesto los perros —dijo Joanna.
—Yo también —dijo Deborah—. Qué raro que no se les haya ocurrido buscar en el túnel.
—No lo sabemos.
—Ya —dijo Deborah—, pero tengo la sensación de que ese tipo que acaba de irse lo habría mencionado. Quizá la única entrada al túnel en el edificio central es a través del montacargas y no se imaginaron que seríamos capaces de llegar hasta allí.
Quince minutos después, oyeron que Greg bostezaba y suspiraba. Luego habló como si estuviera tratando con niños:
—Muy bien, chicos. Quiero que os calméis y no volváis a hacer barullo porque no pienso volver aquí esta noche.
Dicho eso, Greg empezó a silbar. Las mujeres notaron que el sonido aumentaba de volumen y Deborah echó un rápido vistazo.
—Viene a la oficina —susurró nerviosamente.
Haciendo lo sugerido antes por Joanna, se arrastraron rodeando las cajas para ir escondiéndose de Greg. Fue una maniobra delicada, como había pensado Deborah, ya que tuvieron que hacerlo sin mirar. El hombre se acercaba en su dirección.
Una vez oyeron cerrarse la puerta de la oficina, Deborah alzó un poco la cabeza.
—Todo bien —susurró cuando vio que la zona estaba despejada. Las dos salieron hacia la puerta de la escalera. Cuando Joanna cerró la puerta a sus espaldas, Deborah encendió la linterna. En silencio, bajaron las escaleras. Una vez abajo, hicieron un alto. Ambas estaban sin aliento debido a los nervios y el cansancio.
—Tenemos que decidir qué hacer —dijo Joanna en voz baja.
—Pensaba que íbamos al generador eléctrico.
—Yo voto por ir a ver a Spencer Wingate. En la granja, el camión no tenía las llaves puestas. Si hay un camión en la central eléctrica, no hay garantía de que tenga las llaves. De hecho, el sentido común nos dice que no las tendrá y cada vez que asomamos la cabeza corremos el riesgo de que nos atrapen. Creo que ha llegado la hora de apostar por Spencer Wingate.
Deborah se movió intranquila mientras pensaba las palabras de Joanna. Detestaba tomar decisiones que no dejaban abierta ninguna otra opción. Si Spencer Wingate formaba parte del entramado, estarían perdidas. Tan simple como eso. No obstante, su situación se había vuelto desesperada en el momento en que habían escapado de la sala de óvulos y ahora se estaba volviendo insostenible.
—¡Muy bien! —dijo súbitamente Deborah—. Pongámonos en manos de Spencer Wingate y que sea lo que Dios quiera.
—¿Estás segura? No quiero sentir que te he obligado a hacerlo.
—De lo único que aún estoy segura es que sigo haciendo mi voluntad. —Deborah extendió una mano y Joanna se la estrechó fuertemente—. Adelante y hasta la victoria —añadió Deborah con una pícara sonrisa.
Volvieron a los túneles con el temor tácito de que en cualquier momento podían encontrarse con sus perseguidores. Pero llegaron al ramal que daba a la zona de viviendas sin más incidentes, salvo que la linterna se debilitaba a cada paso.
A unos cien metros de la bifurcación encontraron otro desvío, pero no había ninguna marca indicativa.
—¡Demonios! —se quejó Deborah. Enfocó la débil luz de la linterna en ambos túneles—. ¿Se te ocurre algo?
—Yo diría a la izquierda. Sabemos que las viviendas comunales están entre las casas individuales y la granja, de modo que las viviendas deben estar a la derecha.
Deborah volvió a mirar asombrada a Joanna.
—Estoy impresionada. ¿De dónde sacas tantos recursos mentales?
—De mi tradicional educación de Houston que tanto has despreciado y vituperado.
—Claro —dijo Deborah burlándose.
Tras caminar otros cinco minutos, se toparon con una serie de bifurcaciones.
—Supongo que cada túnel desemboca en una casa diferente —dijo Deborah.
—Opino lo mismo —dijo Joanna.
—¿Cuál crees que debemos intentar primero?
—Lo más sensato es ir uno por uno —contestó Joanna. El primer sótano que vieron tras abrir una sencilla puerta no era el de Spencer, ya que había sido remodelado. Ambas recordaban el cochambroso sótano de Spencer por haberlo acompañado hasta la bodega. Volvieron atrás y enfilaron el siguiente túnel. Acababa en una puerta rústica.
—Parece más prometedor —dijo Deborah. Sacudió la linterna para darle más luz. Hacía rato que la sacudía de tanto en tanto.
Pasó la linterna a Joanna antes de empujar la puerta. Rozaba el suelo de granito. Trató de levantar la hoja y entonces se abrió casi sin ruido. Deborah volvió a coger la lin terna e iluminó las vigas del sótano. La débil luz reveló también la puerta de la bodega con la cerradura aún abierta.
—Bingo —dijo—. Adelante.
Pasaron por el suelo enlodado rumbo al pie de la escalera. Deborah subió primero. Cuando llegaron arriba, vacilaron. Se veía un hilillo de luz por debajo de la puerta.
—Tendremos que improvisar —susurró Deborah.
—Ya. Ni siquiera sabemos si está despierto. ¿Tienes idea de qué hora es?
—No —dijo Deborah—, pero supongo que más de la una. —Pues hay una luz. Supongamos que indica que aún está despierto. Tratemos de no asustarlo demasiado. Quizá tenga una alarma que pueda activar.
—Bien —dijo Deborah.
Escuchó a través de la puerta antes de girar lentamente el picaporte. La abrió poco a poco y vio que estaban en la cocina.
—Oigo música clásica —dijo Joanna.
—Yo también.
Se aventuraron en la cocina a oscuras. La luz que habían visto por debajo de la puerta provenía del comedor. Avanzaron sigilosamente por el pasillo hacia la sala y la música. Con una vista del vestíbulo justo enfrente, comprobaron que los soldaditos de plomo que Spencer había tirado al suelo la noche anterior habían sido devueltos cuidadosamente a su sitio.
Deborah iba delante con Joanna pisándole los talones. Ambas se dirigieron a la sala que había a la izquierda del pasillo, donde esperaban ver a Spencer. Joanna miró a la derecha cuando pasaron otro pequeño pasillo en sombras que daba a un estudio. Y allí estaba Spencer, sentado en su escritorio a la luz de una lámpara de lectura, inclinado sobre unos papeles.
Joanna tocó a Deborah en el hombro y señaló frenéticamente en dirección a Spencer.
Deborah miró a Joanna y le preguntó por gestos qué hacer.
Joanna se encogió de hombros. No tenía idea, pero pensó que lo mejor sería llamarlo. Se lo indicó tocándose la boca y luego señalando al hombre.
Deborah asintió con la cabeza. Se aclaró la garganta.
—¡Doctor Wingate! —llamó, pero le salió la voz sin fuerza y su voz se confundió con el coro de la Novena sinfonía de Beethoven que sonaba en la sala.
—¡Doctor Wingate! —dijo Joanna con más vigor para hacerse oír por encima de la música.
Spencer levantó la cabeza y por un momento palideció. Se levantó tan rápido que la silla cayó a un lado con cierto estrépito.
—No se asuste —dijo rápidamente Deborah—. Solo queremos hablar con usted.
Wingate se recuperó en el acto. Sonrió aliviado cuando las reconoció, les indicó que se acercaran y se agachó para enderezar la silla caída.
Entraron en el estudio. La reacción de Spencer parecía esperanzadora. Su susto inicial se había convertido en sorpresa con una pizca de anticipado placer. Mientras se le acercaban, él se meció los cabellos plateados y se ajustó la chaqueta de terciopelo. Pero cuando la luz iluminó a las mujeres, su expresión reflejó total confusión.
—¿Qué les ha pasado…? —Antes de que ellas pudieran contestar, añadió—: ¿Cómo han entrado aquí?
Joanna empezó a explicar lo de los túneles mientras Deborah se lanzaba a contarle los acontecimientos del día. Spencer alzó las manos.
—Un momento. De una en una. Pero primero, ¿están bien? Tienen un aspecto deplorable.
Por primera vez desde que comenzara su calvario, las mujeres se echaron un vistazo. Su aspecto era penoso. Deborah se llevaba la peor parte con el minivestido rasgado y magulladuras en ambas piernas. Había perdido un arete y varias cuentas del collar. Tenía las manos ennegrecidas de la grasa del montacargas y el pelo hecho un guiñapo.
Joanna aún llevaba la bata de médico, que se había convertido en un espantoso cuadro abstracto, en especial por haberse arrastrado por el suelo del establo. Briznas de heno le salían de los bolsillos.
Deborah y Joanna intercambiaron una mirada de complicidad y estallaron en risas. Hasta Spencer rio.
—Ojalá supiera de qué se ríen —comentó Spencer.
—De muchas cosas —atinó a decir Deborah—, pero probablemente se debe a la tensión.
—Reímos de alivio —dijo Joanna—. Esperábamos que usted estuviera aquí y no sabíamos cómo nos recibiría.
—Me alegro que hayan venido —dijo Spencer—. ¿Qué ha ocurrido? ¿Necesitan algo?
—Ahora que lo dice, yo podría cubrirme con una manta —dijo Deborah—. Me estoy congelando.
—¿Y un poco de café caliente? —ofreció Spencer—. Lo prepararé en un momento, bien cargado. También podría darles un yérsey o una sudadera.
—Quisiéramos hablar con usted de inmediato —dijo Joanna—. Es bastante urgente. —Volvió a reír nerviosamente.
—Esta manta ya es suficiente —dijo Deborah cogiendo una escocesa que había sobre el sofá y echándosela por los hombros.
—Pues bien, tomemos asiento —dijo Spencer. Señaló el sofá.
Las mujeres se sentaron. Él cogió la silla del escritorio y la acercó. Se sentó enfrente de ellas.
—¿Qué es lo urgente? —preguntó. Ambas se miraron.
—¿Quieres hablar tú o lo hago yo? —dijo Deborah.
—Me da lo mismo. Pero tú conoces mejor los aspectos biológicos.
—Sí, pero tú puedes explicar mejor lo relacionado con los archivos del ordenador.
—Un momento, un momento —dijo Spencer levantando las manos—. No importa quién hable, pero empiecen de una vez. Deborah se señaló a sí misma y Joanna asintió.
—Muy bien —dijo y miró a Spencer a los ojos—. ¿Recuerda que anoche le pregunté por las nicaragüenses embarazadas?
—Pues sí —dijo Spencer y lanzó una risita—. Acaso no recuerde otras cosas de anoche, pero sí me acuerdo de eso.
—Pues creemos saber por qué están embarazadas —dijo Deborah—. Pensamos que es para producir óvulos.
A Spencer se le nubló la cara.
—¿Embarazadas para producir óvulos? Creo que debe explicarse.
Deborah respiró hondo y se lanzó a explicarlo. Añadió que la clínica Wingate obtenía óvulos por medios carentes de ética e incluso delictivos. Explicó que la clínica extirpa ba ovarios completos sin el consentimiento de las pacientes que pensaban estar donando unos pocos óvulos. Por último, dijo que al menos dos mujeres habían sido asesinadas porque sus dos ovarios estaban siendo usados y a ellas no se les había vuelto a ver.
Durante el discurso de Deborah, a Spencer se le había ido abriendo la boca. Cuando ella terminó de hablar, él se recostó en la silla, evidentemente horrorizado por lo que acababa de escuchar.
—¿Cómo han descubierto todo esto? —preguntó con voz enronquecida. Se le había secado la garganta. Y añadió—: Tengo que tomar un trago. ¿Quieren una copa?
Tanto Joanna como Deborah rehusaron con un gesto. Spencer se puso de pie; tenía las rodillas flojas. Se acercó al mueble bar y se sirvió whisky. Bebió un sorbo antes de regresar a la silla. Las mujeres le miraban con atención y notaron el temblor en la mano que sostenía el vaso.
—Lamentamos tener que decirle todo esto —dijo Joanna—. Como fundador de una clínica de fertilidad que ayuda a parejas estériles, me imagino que esto representa un gran disgusto para usted.
—¿Disgusto? —dijo Spencer—. ¡Esta clínica representa la culminación del trabajo de toda mi vida!
—Por desgracia, hay otras cosas que debe saber —dijo Deborah, y pasó a explicar las clonaciones y cómo eran explotadas otras mujeres. Luego le contó el detalle de los niños monstruosos que se gestaban en cerdas de la granja que ella y Joanna acababan de descubrir. Después de esta última, información, Deborah calló.
Las dos miraron a Spencer. Era evidente que estaba trastornado, se mesaba una y otra vez el cabello y no podía mirarlas a la cara. Se acabó de un trago el whisky y frunció el entrecejo.
—Les agradezco que hayán venido a verme —atinó a decir—. Gracias.
—Nuestros motivos no son puramente altruistas —dijo Joanna—. Necesitamos su ayuda.
Spencer la miró.
—¿Qué puedo hacer?
—Para empezar, sacarnos de aquí —dijo Joanna—. Los de seguridad nos están buscando desde que entramos en la sala de óvulos. Tienen una idea aproximada de lo que sabemos.
—¿Quieren que las saque de aquí? —dijo Spencer.
—Exacto —dijo Joanna—. No podríamos pasar por la entrada.
—Muy bien —dijo Spencer—. Iremos en mi coche.
—¿Comprende hasta qué punto es una situación muy peligrosa? —preguntó Deborah—. No podemos dejar que nos vean. Estoy segura de que no tendrían escrúpulos ni siquiera con usted si sospechasen algo.
—Supongo que tiene razón —dijo Spencer—. Para asegurarnos que no habrá problemas, se podrían esconder en el maletero de mi coche. Solo serán unos minutos.
Joanna miró a Deborah, que asintió con la cabeza.
—Siempre he querido viajar en un Bentley. Supongo que el maletero será muy cómodo.
Joanna alzó los ojos, perpleja. Deborah hacía bromas incluso en aquella situación.
—No tengo inconveniente. De hecho, en las actuales circunstancias probablemente me sentiré más segura viajando allí.
—¿Cuándo quieren hacerlo? —preguntó Spencer—. Lo antes posible, imagino. A veces salgo en coche a horas intempestivas, pero después de las dos levantaría sospechas.
—Ahora mismo —dijo Joanna.
—Estoy lista —añadió Deborah.
—Vamos allá —dijo Spencer, y se palmeó los muslos al ponerse en pie. Llevó a las mujeres a la cocina, donde recogió las llaves antes de entrar en el garaje. Fue a la parte trasera del Bentley y abrió el maletero.
Las dos se sorprendieron del pequeño espacio que ofrecía.
Deborah se rascó la cabeza.
—Supongo que tendremos que reducirnos. Joanna asintió.
—Tú eres más grande; entra primero.
—Muchas gracias —dijo Deborah. Entró de cabeza y se ubicó al fondo. Joanna la siguió torciendo el cuerpo para que cupiera junto al de Deborah. Spencer cerró con cuidado la tapa para asegurarse que no había problemas con brazos o rodillas y luego volvió a levantarla.
—Es más cómodo que el pulmón de acero —comentó Deborah.
—¿Qué pulmón de acero? —preguntó Spencer.
—Es otra historia. Acabemos de una vez con la que tenemos entre manos.
—De acuerdo, vamos —dijo Spencer—. Que no cunda el pánico. Pararé y vosotras saldréis cuando no haya peligro. ¿De acuerdo?
—¡Adelante! —exclamó con entusiasmo Deborah, imaginando ver la luz tras el largo túnel que habían atravesado. La tapa del maletero se cerró con un ruido sordo y un elegante clic. Una vez más, las dos quedaron sumidas en la oscuridad. Lo siguiente que oyeron fue que se alzaba la puerta del garaje y luego el motor que se ponía en marcha.
—Tendríamos que haber recurrido a Spencer —dijo Deborah—. Nos hubiésemos ahorrado unas cuantas molestias. El coche salió marcha atrás del garaje, giró en redondo y luego avanzó.
—Qué modo más ignominioso de irnos de este sitio —dijo Joanna.
—Al menos nos vamos.
—Me da pena este pobre médico —dijo Joanna al cabo de un momento.
—Lo que le contamos lo ha dejado destrozado.
Guardaron silencio los siguientes minutos hasta que intentaron adivinar dónde estaban. Al cabo de un rato, el coche se detuvo con el motor en marcha.
—Debemos de estar en la entrada —dijo Deborah.
—¡Silencio!
La tapa del maletero estaba tan bien aislada que no oyeron nada hasta que el motor volvió a acelerar, pero incluso entonces sonaba más como vibración que como ruido. Después de andar una corta distancia, sintieron que avanzaban sobre grava. Poco después, el coche volvió a detenerse y el motor se apagó.
—Ya nos hemos alejado lo suficiente de la entrada —dijo Joanna.
—Ya —dijo Deborah—. Al menos ya estamos fuera y es hora de que viajemos con mayores comodidades.
Oyeron el grato sonido de la llave en la cerradura del maletero seguido de la tapa que se alzaba. Ambas miraron hacia arriba y se quedaron paralizadas al ver los siniestros rostros del jefe de seguridad de la clínica Wingate y su ayudante.