18

10 de mayo de 2001, 23.24 h

Deborah reaccionó por instinto pulsando CERRAR en las narices de los hombres. Al mismo tiempo, Cindy la atacó por la espalda tratando de apartarla de la puerta. Deborah se resistió y mantuvo el botón apretado.

—¡Quítame a esta bruja de encima! —gritó Deborah mientras Cindy gritaba a su vez que abriesen la puerta—. ¡Joanna, mantén el botón apretado! —aulló Deborah mientras apartaba a Cindy con una mano.

Tan pronto Joanna lo hizo, Deborah dispuso de ambas manos para enfrentarse a la obstinada técnica. Aunque nunca había golpeado a nadie desde que se peleara con un chica en quinto curso de primaria, le atizó un tremendo puñetazo en la mejilla derecha. Después de practicar lacrosse cuatro años en la universidad, Deborah era considerablemente más fuerte y agresiva de lo que había sido en el colegio y el golpe tumbó a Cindy. Cayó al suelo en cámara lenta y se quedó inerte.

Deborah soltó un grito debido al dolor en la mano, que agitó como una loca unos instantes. Obligándose a recuperar el control, cogió la incubadora más próxima y la empujó hacia la puerta. Joanna entendió lo que Deborah pretendía y ayudó a dirigir la incubadora para que su peso mantuviera apretado el botón que mantenía cerrada la puerta.

—¿Qué podemos hacer? —preguntó Joanna con un susurro aterrorizado.

—¡La única escapatoria es el montacargas o el montaplatos! ¡Elije!

—¡El montacargas! —dijo Joanna—. Sabemos dónde está y que cabemos las dos.

A unos pocos pasos, Cindy se las arregló para incorporarse precariamente. Tenía una expresión extraviada como un boxeador que ha recibido demasiados golpes.

—¡De acuerdo! —dijo Deborah tras echar un vistazo a Cindy, que se esforzaba por ponerse de pie—. ¡Vamos! Ambas se lanzaron por el laberinto de habitaciones. Por desgracia, hicieron un giro equivocado y acabaron en una sala sin salida. Tuvieron que regresar sobre sus pasos y volver a avanzar. Por detrás, oían el ruido inequívoco de las incubadoras que chocaban entre sí seguido de los roncos gritos de los hombres.

—Que Dios nos ayude si ese montacargas no funciona —jadeó Deborah.

Tomaron la última curva, franquearon la puerta dé la sala de autopsias y literalmente se llevaron por delante el montacargas. Una gruesa correa de lona colgaba por el hueco horizontal a la altura del pecho. Deborah la cogió primero, pero Joanna también echó una mano. Con el peso combinado de ambas subieron la puerta superior y bajaron la inferior. Cuando el hueco fue lo bastante grande, se metieron en el interior.

El montacargas era una pesada caja de dos y medio metros cuadrados. A media altura había un tablero de control con seis botones. El suelo era de madera rústica. Arriba, los cables de apoyo desaparecían en la oscuridad; la única luz provenía del pasillo a través de las puertas abiertas. Muy cerca, se oyeron pasos que avanzaban hacia ellas rápidamente.

—¡Las puertas! —gritó Deborah mientras estiraba una mano y cogía la correa de lona atada por dentro a la puerta superior.

Joanna también lo hizo. Una vez más, las dos lograron mover las pesadas puertas. Lentamente al principio, pero con velocidad creciente, empezaron a cerrarse, pero antes de que lo hicieran por completo, aparecieron los hombres.

Una mano se coló en la hendidura que se cerraba y logró agarrar la bata de Deborah y tiró de tal modo que ella se vio empujada hacia la puerta y un trozo de bata quedó fuera de las puertas. Estas se cerraron y con ellas se fue toda la luz.

—¡Aprieta un botón! —gritó Deborah sin soltar la correa. Fuera, alguien trataba de abrir las puertas, pero para ello tenía que levantar todo el peso de Deborah.

Joanna tanteó el lugar donde había visto el tablero de control.

—¡Date prisa! —gritó Deborah—. ¡Maldita sea! —Sentía que la alzaban del suelo.

Joanna buscó a ciegas hasta encontrar el tablero. En la oscuridad, apretó el primer botón que tocaron sus dedos. Se oyó un agudo chirrido y, con una sacudida, el viejo montacargas empezó a ascender.

Deborah soltó la correa y, cayendo de rodillas y retorciéndose, pudo quitarse la bata que seguía atrapada entre las puertas cerradas. Un segundo después, la bata desapareció por el resquicio entre la pared de piedra y el elevador y produjo un ruido de lo más desagradable.

—¿Qué ha sido ese ruido? —preguntó Joanna con voz entrecortada.

Deborah temblaba en la oscuridad. Sabía que ese ruido podría haber sido el de su cuerpo aplastado de no haber conseguido quitarse la bata. Ella también tenía la respiración entrecortada.

—Eran las llaves del coche y la linterna que tenía en la bata.

—¿Has perdido las llaves? —gimió Joanna.

—De momento eso no debería preocuparnos —pudo decir Deborah—. Gracias a Dios funciona este montacargas. Casi nos atrapan. Quiero decir, no podrían haberse acercado más.

Joanna encendió su linterna y enfocó el tablero de control. Había apretado el botón del tercer piso.

—¿Qué hacemos? —preguntó Joanna presa de los nervios—. Vamos al tercer piso. ¿Vemos si podemos pararlo en otro piso?

—Seguro que este no es un ascensor de alta velocidad. El tercero es mejor que el primero y quizá que el segundo. No quiero volver a toparme con esos hombres.

—Ya —dijo Joanna. Con la respiración apenas bajo control, empezó a temblar—. Ya sabemos que en este sitio son capaces de asesinar; y ellos ya deben de saber que lo sabemos. Y aquella bruja de Cindy sabía en todo momento que llegarían los guardias. Por eso fue tan amable con nosotras. Tendríamos que haber sospechado que algo iba mal en cuanto nos ofreció visitar el lugar. ¿Qué nos pasa?

—Ahora es fácil decirlo —dijo Deborah aún jadeante—. Creíamos que violaban normas éticas, no mandamientos. Matar por óvulos es una cosa completamente diferente. —¡Tenemos que escapar de aquí!

—Sí —dijo Deborah—, pero sin las llaves del coche no iremos a ninguna parte. Tenemos que conseguir un teléfono. —El problema es que seguramente están esperando que hagamos eso. Al menos, eso es lo que yo pensaría de ser uno de ellos. ¿Y si nos escondemos lo suficiente para pensar un plan de escape?

—Quizá deberíamos escondernos hasta la mañana —sugirió Deborah—. Yo creo que solo una pequeñísima parte del personal está al tanto de lo que realmente se cuece aquí. Los demás estarían tan aterrorizados como nosotras. Podríamos pedir ayuda a alguien.

—Pero ¿cómo? Estos hombres van armados.

—Debemos encontrar un escondite para pensar. No nos apresuremos.

—Tenemos a favor que este edificio es inmenso y está lleno de porquerías y de trastos —dijo Deborah—. Debe de haber lugares seguros para esconderse. A menos que pidan mucha ayuda, una búsqueda minuciosa puede llevarles toda la noche.

—Exacto. Creo que primero harán una búsqueda rápida y superficial; si eso fracasa, empezarán una más metódica y completa. Para entonces tenemos que estar fuera de aquí o nos apresarán.

Deborah sacudió la cabeza y respiró hondo.

—Lamento haberte embarcado en este disparate. Todo esto es culpa mía.

—No es momento para recriminaciones —dijo Joanna—. Y además te recuerdo que tú no me embarcaste en nada. Ya vine por voluntad propia.

—Gracias —murmuró Deborah. Joanna apagó la linterna.

—Será mejor que nos acostumbremos a ver en la oscuridad. No podemos andar por ahí con la linterna encendida.

—Tienes razón —dijo Deborah tratando de recuperar la compostura.

Pocos instantes después, el montacargas se detuvo con una última sacudida y de repente volvió a reinar el silencio, Abrieron la puerta y salieron a un impenetrable muro de oscuridad.

—No hay alternativa. Debo encender la linterna —dijo Joanna. El clic resonó en el silencio y ella paseó el haz de luz para una habitación pequeña y sin ventanas. Era el vestíbulo de montacargas con una ancha puerta doble.

—Sabrán de inmediato que el montacargas está en el tercero —dijo Deborah—. Pronto estarán aquí. Busquemos una escalera y subamos al cuarto. Allí hay muchos lugares para esconderse.

—¡De acuerdo!

Deborah abrió la puerta a un pasillo y Joanna la siguió. Rápidamente inspeccionó el corredor con la linterna. Pese a que ya estaba advertida sobre el viejo instrumental del hospital, la escena la sorprendió. No se había esperada ver grabados enmarcados en las paredes ni un armario de ropa con sábanas pulcramente dobladas en los estantes.

—Es como si hubieran salido disparados antes de un bombardeo y no hubieran regresado nunca.

—Veo una señal de salida —dijo Deborah señalando en una dirección—. Deben ser escaleras. ¡Vamos!

Joanna puso una mano sobre el foco de la linterna. Quería limitar la luz a lo estrictamente necesario para evitar camillas, carritos de provisiones o viejas sillas de ruedas. Caminaron con presteza. Al llegar a la escalera, Deborah abrió la puerta. Escucharon. Todo estaba en calma.

—¡Vamos! —urgió Deborah.

Subieron corriendo las escaleras, pero de inmediato aminoraron la marcha por el ruido que hacían. Las escaleras eran metálicas y resonaban como timbales en el espacio cerrado.

Cuando llegaron al siguiente rellano ambas quedaron petrificadas. Abajo se abrió una puerta que dio contra la pared. Joanna apagó la linterna.

A continuación, se oyó estrépito de pasos en los escalones metálicos y un hilo de luz se filtró por las escaleras. Uno de los hombres subía corriendo con una linterna.

Joanna y Deborah se apretujaron en el fondo del rellano, contra la pared de ladrillos mientras los ruidos y la luz subían rápidamente. De pronto, uno de los hombres apareció en el rellano del tercer piso a menos de cinco metros de distancia. Estaba tan próximo que pudieron oír su respiración. Por suerte, no levantó la vista sino que entró en el pasillo del tercero en busca del montacargas.

Apenas cerró la puerta de la escalera, Joanna y Deborah reanudaron el ascenso al cuarto piso. Demasiado temerosas para encender la linterna, tuvieron que moverse lentamente mientras luchaban por no caer presas del pánico. El rellano del cuarto fue especialmente difícil porque estaba lleno de cajas vacías de cartón.

Una vez en el pasillo, Joanna volvió a encender la linterna. Avanzaron lo más rápido que pudieron entre objetos diseminados. Ambas sabían que cuanto más lejos estuvieran de las instalaciones de la clínica, más seguras estarían. Trataban de caminar sin hacer ruido por el viejo suelo de madera en deferencia al hombre que las buscaba en el piso de abajo. Llegaron a la puerta que conducía a la torre. Sin vacilar, cruzaron el pasillo y la puerta del otro lado rumbo a las habitaciones con las incubadoras. Súbitamente, Deborah se detuvo. Salvo por un crujido ocasional, guardaban silencio, cada una consumida por sus propios terrores.

Las salas del ala norte eran idénticas a las del sur y también estaban dispuestas a ambos lados de un pasillo central. Cada sala estaba separada de la contigua por cuartos laterales y cada una tenía unas veinte o treinta camas. La mayoría solo tenía el colchón desnudo, pero en unas pocas habían viejas mantas roídas por las polillas.

—¿Alguna idea de dónde escondernos? —susurró Joanna nerviosamente.

—Podríamos subirnos a los armarios en alguna de las muchas salas, pero quizás eso sea demasiado obvio.

—No disponemos de mucho tiempo.

—Tienes razón —dijo Deborah.

Hizo que Joanna iluminara la habitación entre las dos últimas salas de la esquina noroeste del edificio. En vez de ser un depósito como las otras, había sido dispuesta como una pequeña sala de intervenciones y tenía una camilla de hierro y un fregadero. En la pared del fondo tenía un gran armario con cristalera e instrumental médico. Al abrir otra puerta, se encontraron con un pequeño depósito de ropa de cama junto con un viejo esterilizador.

Deborah se abalanzó al esterilizador mientras Joanna lo iluminaba. La puerta se resistió, hasta que con un crujido empezó a ceder.

—¿Y aquí? —preguntó Deborah.

El aparato tenía un metro de diámetro y uno setenta de altura. Joanna iluminó el interior. Había varias cajas de acero inoxidable sobre una rejilla metálica.

—Solo entraría una de nosotras si sacáramos todo lo que hay dentro —dijo Joanna—. Y aun así no sobraría espacio.

—Ya —dijo Deborah.

Se dirigió a toda prisa a la puerta que daba a la última sala. Joanna la siguió con la linterna. Cuando Deborah abrió la puerta, Joanna la apagó. Allí la luna se filtraba por las ventanas e iluminaba los objetos más grandes.

La sala era idéntica a las demás en superficie y decoración, pero difería en que tenía un gran cilindro horizontal de un metro ochenta de largo y sobre patas. Ocupaba el sitio de una de las camas que había en hilera contra la pared interior de la sala.

—Perfecto —dijo Deborah.

—¿Qué?

—Estos cilindros —dijo Deborah señalando aquel— se llamaban pulmones de acero y se usaban con pacientes que no podían respirar o aquejados de parálisis infantil en los años cincuenta.

Las mujeres se acercaron a paso vivo al viejo cilindro por la sala en sombras. Parecía gris, pero cuando se acercaron vieron que era amarillo. A los lados, tenía pequeñas y redondas portillas con cristales. La punta que daba a la sala tenía bisagras y contenía una negra abrazadera de goma para sujetar la cabeza del paciente. Justo encima de la abrazadera había un pequeño espejo orientado en un ángulo de cuarenta y cinco grados. Debajo estaba la plataforma para la cabeza del paciente.

Mientras Deborah abría la tapa superior, Deborah miraba el sitio nerviosamente. Temía que no tuvieran tiempo suficiente. Necesitaban un escondite y lo necesitaban ya.

—Enciende la linterna —dijo Deborah.

Apenas lo hizo Joanna, se oyó el choque de una puerta contra una pared seguido de pasos en el pasillo central.

—Ay, Dios mío —murmuró Joanna al tiempo que apagaba la linterna.

—Vamos —dijo Deborah—. Nos esconderemos aquí. —Cogió una silla de entre las camas y la puso al pie del pulmón de acero. Luego tocó a Joanna en un brazo—. ¡Rápido! ¡Sube tú primero!

Vieron destellos de luz en la puerta abierta que daba al pasillo central.

—¡Rápido! —repitió Deborah.

Con alguna renuencia, pero sabiendo que no había alternativa, Joanna se encaramó a la silla. Cogió el borde superior del cilindro y metió un pie dentro, luego el otro y finalmente introdujo todo el cuerpo.

Deborah cogió la silla y volvió a ponerla en su sitio.

—¿Adónde vas? —le preguntó Joanna en un susurro cuando Deborah salió de su vista.

Usando el puntal entre las dos patas del cilindro como escalón, Deborah se alzó hasta que su pecho superó el borde. Encontrando un pequeño punto de apoyo en una de las patas, se levantó por encima del borde, giró el cuerpo y metió un pie en la abertura del cilindro. Luego tuvo un problema: no supo hacer pasar el resto del cuerpo sin caerse al suelo aunque Joanna la ayudara desde dentro.

—Maldita sea —dijo Deborah. Se retorció a un lado y volvió a caer al suelo.

—Date prisa —susurró Joanna.

La luz del pasillo aumentaba y ahora se oían voces. Dos hombres avanzaban por el corredor.

Deborah alzó el torso el máximo posible y metió la cabeza dentro del pulmón.

—Tira de mí —le dijo desesperada a Joanna.

Con un pequeño saltito y la ayuda de Joanna, Deborah se las arregló para entrar en el aparato, no sin rasparse muslos y pantorrillas en el borde del cilindro de metal. Tuvo que dejarse caer. Debido a la estrechez del lugar, las dos mujeres acabaron pegadas la una contra la otra de pies a cabeza.

—Trata de cerrar la puerta —murmuró Deborah. Joanna estiró una mano y tiró de la abrazadera de goma. La puerta empezó a cerrarse lentamente, pero tan pronto chirrió, Joanna dejó de tirar. Justo a tiempo. Un haz de luz empezó a moverse por la sala. Por un instante, la luz dio de lleno en las tres portillas del lado que daba a la puerta. Luego el haz bajó y siguió buscando debajo de las camas.

Las dos mujeres contuvieron la respiración. Uno de los hombres caminó rápidamente por la sala pasando dos veces a pocos centímetros del pulmón de acero a medio cerrar. Se agachaba y movía la linterna de lado a lado debajo de las camas.

—¿Ves algo? —gritó uno de ellos haciendo que las dos diesen un respingo.

Desde el otro extremo de la sala, el otro dijo que no. Un momento después, oyeron al hombre abriendo los armarios con violencia y maldiciendo en voz alta. Deborah aún podía ver el parpadeo de su linterna a través de las portillas hasta que salió de la sala y entró en la siguiente.

Casi al unísono, las dos mujeres dejaron escapar un suspiro de alivio y respiraron hondo.

—Por los pelos —susurró Joanna.

—Deben de estar buscando en todo el edificio tal como sugeriste.

—Quedémonos aquí un rato por si llegan a volver. Y será mejor que pensemos cómo salir de aquí.

Pasó el tiempo lentamente, en especial para Deborah que empezó a sentir claustrofobia en aquel estrecho cilindro diseñado para una sola persona. La situación no ayudaba mucho a pensar. El olor del viejo colchón era agrio y el polvo, una molestia continua. En varias ocasiones evitó estornudar a fuerza de voluntad. Después empezó a sudar y a sentir que le faltaba el aire.

Transcurrida media hora, Deborah no aguantó más.

—¿Has oído algo o visto alguna luz? —preguntó.

—La única luz que he visto viene de las ventanas —dijo Joanna—. Fuera hay una luz que no estaba antes.

—¿Nada por los alrededores?

—Nada.

—Tengo que salir de aquí —dijo Deborah—. Abre la puerta.

Joanna empujó la puerta. Se abrió casi por completo sin hacer el menor ruido.

—Voy a salir —dijo Deborah—. Si te pongo la mano en algún sitio que no te guste, pido excusas de antemano.

Tras muchas contorsiones y gemidos, Deborah consiguió salir del cilindro. Pasó la mirada por la sala notando que había una luz fuera, tal como había dicho Joanna. Se sentía exhausta y agotada, pero sabía que la noche todavía era joven y que aguardaban más peligros. En su mente, visualizó la verja con puntas afiladas y supo que si podían escapar del edificio, abandonar la propiedad no resultaría nada fácil.

—¿Y si me pasas de una vez esa silla? —pidió Joanna.

—Oh, lo siento —dijo Deborah. La habían distraído las preocupaciones. Llevó la silla hasta el pulmón de acero.

—¿Se te ha ocurrido algo para salir de aquí? —preguntó Joanna mientras descendía.

—No podía pensar apretada como una sardina en ese tubo. ¿Y a ti?

—Algo se me ha ocurrido —dijo Joanna—. Quizá la vía de escape sea la central eléctrica.

—¿Cómo?

—Si crean calor para calentar el edificio, el calor tiene que llegar hasta aquí —dijo Joanna—. Tiene que haber un conducto o un túnel.

—¡Tienes razón!

—El tablero del montacargas tenía seis botones —dijo Joanna—. No le di importancia hasta que empecé a pensar en un túnel. Este edificio debe de tener un subsótano. Quizás esa sea nuestra salvación. Llegar a un teléfono de la clínica me parece muy arriesgado.

—Yo no he visto ningún acceso a un subsótano —dijo Deborah—. No había ninguno en las escaleras que usamos esta noche ni en las que usé esta tarde.

—Miremos en el montacargas —dijo Joanna.

—No lo podemos usar. Es demasiado ruidoso.

—No estoy hablando de usarlo —se explicó Joanna—. Por lo general, en el hueco de los ascensores hay una escalera, supongo que para mantenimiento.

—¿Cómo lo sabes? —preguntó Deborah.

—Gracias a Carlton —explicó Joanna—. Es un apasionado de las películas de acción. En un momento u otro, tuve que tragarme la mayoría. Y he visto muchas escenas en huecos de ascensores.

—Supongo que vale la pena intentarlo —dijo Deborah—. ¿Piensas que hemos esperado lo suficiente?

—No hay modo de saberlo, pero no podemos quedarnos aquí toda la noche. Tenemos que hacerlo. Déjame ver la situación en el pasillo.

—Muy bien —dijo Deborah—. Yo miraré de dónde vienen esas luces de fuera.

Mientras Joanna cruzaba con cautela la sala en dirección a la puerta que daba al pasillo, Deborah avanzó hacia las ventanas en la otra dirección. Agachándose para que no se le viera la cabeza, miró por encima del alféizar y se encontró contemplando múltiples faros de coches enfocados para iluminar el edificio. Aunque los coches estaban a una distancia considerable, Deborah se agachó rápidamente para que no la vieran. Había divisado también a varios guardias uniformados con perros. Los dos hombres de negro habían pedido refuerzos.

Deborah se reunió con Joanna, que la esperaba en la puerta y le contó lo que había visto.

—Los perros no son buena noticia —dijo Joanna muy seria—. Esta gente va en serio.

—Creía que ya lo sabíamos.

—También significa que abandonar el edificio por vía subterránea se ha convertido en una necesidad. —E iba a decir que el pasillo central estaba despejado cuando la sorprendió el sonido de un megáfono.