10 de mayo de 2001, 23.05 h
Maldiciendo entre dientes por haberse golpeado una mejilla contra algún objeto metálico, Bruno avanzaba por el corredor pegado a la pared, tanteando con las manos. Trataba de no tropezar con los trastos, pero le era imposible; cada vez que se llevaba algo por delante, hacía una mueca más por el ruido que por el dolor. Tan pronto sus dedos detectaron una esquina, dio la vuelta. Solo entonces se animó a mirar por donde había pasado. A la distancia, de repente la puerta de acero inoxidable de la cámara de cultivos volvió a cerrarse más rápido de como se había abierto. Pero en ese breve intervalo Bruno pudo divisar a las dos mujeres de pie en el lugar iluminado.
De inmediato, Bruno sacó la linterna, la encendió y se la puso entre los dientes. Dirigió la luz hacia atrás. No quería que las mujeres se dieran vuelta de repente y vieran la luz si abrían la puerta. Luego sacó el móvil de su bolsillo. Buscó el número de la sala de cultivos y pulsó SEND.
Aunque en el sótano la recepción no era buena, pudo oír la llamada en estática.
—Vamos, vamos —dijo en voz alta. Finalmente oyó que una voz contestaba.
—Sala de cultivos; aquí, Cindy Drexler.
—Soy Bruno Debianco. ¿Me oye?
—Apenas.
—¿Sabe quién soy?
—Por supuesto. El supervisor de seguridad.
—Entonces, preste atención —dijo Bruno—. Dos mujeres acaban de entrar en la cámara de cultivos. No tengo idea de cómo lo consiguieron. ¿Las ve?
Se hizo una pausa.
—Todavía no —dijo Cindy volviendo a la línea—. Pero estoy cerca de la entrada.
—Esto es importante. Manténgalas ocupadas quince o veinte minutos. Explíqueles todo lo que quieren saber, pero que no se muevan de allí. ¿Entiende?
—Supongo —dijo Cindy—. ¿Que les explique todo?
—Todo, no importa —dijo Bruno—, pero no las deje salir. Kurt Hermann está de camino y quiere detenerlas penalmente. Son intrusas sin autorización.
—Haré cuanto pueda.
—Es todo cuanto pido —dijo Bruno—. Estaremos allí en cuanto llegue Kurt.
Bruno cortó la llamada; luego marcó el número de Kurt. Cuando este contestó, había más estática que en las llamada anterior.
—¿Puede oírme? —preguntó Bruno.
—Lo suficiente —contestó Kurt—. ¿Qué está pasando?
—Estoy en el sótano de la clínica fuera de la puerta de la sala de cultivos. Las mujeres tenían una tarjeta de acceso; He llamado a la técnica para que las mantenga ocupadas en la sala. Usted podrá apresarlas muy fácilmente.
—¿Le vieron?
—No, no sospechan nada.
—¡Perfecto! Estoy entrando en Bookford. Estaré allí en diez minutos. ¿Lleva esposas?
—Negativo.
—Consígalas —ordenó Kurt—. Y espéreme en la puerta. Cogeremos juntos a esas intrusas.
—Muy bien —dijo Bruno.
Las mujeres estuvieron un rato inmóviles y reconociendo el terreno. Las dos esperaban un ambiente futurista que hiciera juego con la moderna puerta que acababan de cruzar, pero se encontraron en un laberinto de habitaciones con la misma decoración general del sótano y separadas entre sí por las mismas puertas con arcada de ladrillos. La diferencia estribaba en la luz brillante que provenía de modernas bombillas fluorescentes, en la temperatura ambiental y en el contenido. En vez de desechos de hospital y de cocina, había un equipo de laboratorio, en particular grandes incubadoras llenas de platillos con cultivos de tejidos. Gran parte de las incubadoras tenían ruedas.
—Esperaba algo más espectacular —dijo Joanna.
—Yo también. Ni siquiera es tan impresionante como el laboratorio de arriba.
—¿Qué temperatura piensas que hay?
—Más de treinta grados —dijo Deborah. Volvió a la puerta de acero. Una caja metálica estaba montada contra la pared justo a la derecha de la puerta. Tenía un panel rojo que sobresalía. Allí se leía en letras negras ABRIR y CERRAR—. Antes de seguir adelante, quiero asegurarme de que podremos salir de aquí. Tal como se cerró la puerta, quiero comprobar que se abre.
Pulsó ABRIR. La puerta se deslizó como antes. Luego apretó CERRAR y la puerta se cerró en un segundo y su posterior silencio impresionó tanto como su velocidad.
Deborah estaba a punto de hacer un comentario sobre la puerta cuando Joanna la agarró de un brazo y le susurró:
—Tenemos compañía.
La cabeza de Deborah giró en la dirección que miraba Joanna. En una de las puertas había una mujer sonriente y de mediana edad con un rostro fino y muy bronceado, con prominentes patas de gallo y arrugas en las comisuras de los labios. Llevaba un conjunto blanco de algodón, y en el pelo una cofia del mismo tejido. Del cuello le colgaba una mascarilla de cirugía.
—¡Bienvenidas a la sala de cultivos! —dijo la mujer—. Me llamo Cindy Drexler. ¿Cómo os llamáis?
Joanna y Deborah intercambiaron una breve y confusa mirada llena de miedo.
—Somos las nuevas empleadas —pudo articular débilmente Deborah.
—Oh, qué bien —dijo Cindy. Se adelantó con la mano tendida y se las estrechó a ambas—. ¿Y cómo os llamáis? —volvió a preguntar mirando a Joanna.
Joanna vaciló un segundo buscando a la desespera saber si usaba su nombre de verdad o no.
—Prudence —espetó al recordar que estaban cometiendo un delito.
—Georgina —dijo Deborah.
—Mucho gusto —dijo Cindy—. Supongo que vienen a hacer una visita.
Joanna y Deborah volvieron a intercambiar mirada pero más de suspicacia que de miedo.
—Nos encantaría hacer una visita —dijo Deborah—. Nos fascinó tanto la puerta que queríamos ver qué había dentro. —E hizo un gesto en dirección a la puerta de acero.
—No estoy acostumbrada a guiar visitas —dijo Cindy lanzando una risita—, pero haré lo que pueda. Aquí, en esta misma habitación que, dicho sea de paso, fue la vieja antecocina en los tiempos de la Cabot, tenemos los óvulos listos para la transferencia nuclear de mañana. Subirán al laboratorio en el montaplatos que está en aquel rincón. Los óvulos están en las incubadoras con señal roja. Usamos un sistema de colores para todo. Las incubadoras con la señal azul portan los óvulos fusionados que volverán a la sala de embriones.
—¿Qué clase de embriones son? —preguntó Deborah—. Quiero decir, ¿de qué especie?
—Humanos, por supuesto.
—¿Todos?
—Sí, los óvulos animales son tratados en la sala de cultivos de la granja.
—¿De dónde sacáis tantos óvulos? —preguntó Deborah.
—Vienen de lo que llamamos la sala de órganos.
—¿Podemos verla?
—Sin duda —dijo Cindy—. Seguidme. —E hizo un gesto en dirección a la puerta por la que había venido.
Joanna y Deborah la siguieron.
—Qué suerte hemos tenido de encontrarla —susurró Deborah al oído de Joanna—. Es casi demasiado fácil.
—Tienes razón —musitó Joanna—. Demasiado fácil. Está fingiendo. No me gusta nada. Marchémonos ahora mismo.
—Oh, por todos los santos. ¡Siempre la misma! Aprovechemos esta racha de buena suerte, averigüemos lo que queremos y luego nos largamos.
Tras pasar varias habitaciones de las mismas dimensiones y contenidos que la primera, llegaron a una mucho mayor. Detrás de una fila de incubadoras había más de cincuenta portezuelas antiguas de madera gastada con gruesos pasadores como de neveras frigoríficas. Deborah vaciló.
—Escucha, Cindy. —Señaló las portezuelas—. ¿Son lo que parecen ser?
Cindy se detuvo antes de llegar a una habitación aún más grande. Siguió la dirección del dedo de Deborah.
—Ah, ¿te refieres a esas viejas refrigeradoras de hielo?
—¿No era esto el depósito de cadáveres en otros tiempos?
—Pues sí —dijo Cindy. Volvió sobre sus pasos y con algo de esfuerzo apartó a un lado una incubadora. Abrió una portezuela e hizo deslizar hacia fuera una camilla de madera con ruedecillas—. Interesante, ¿verdad? Tenían que cargar el hielo por el otro lado. No me hubiera gustado nada estar aquí cuando se quedaban sin hielo. ¿Os imagináis? —dijo y lanzó una risita.
Ambas amigas se miraron. Joanna se estremeció.
—Acabemos con esta visita —dijo.
—¿Os gustaría ver el resto? —preguntó Cindy—. La gran sala de autopsias aún está intacta. En el siglo XIX debió de cumplir la función de sala de espectáculos —dijo y volvió a reírse—. En aquellos tiempos, tardaban todo un día para llegar de Boston en carruaje y el personal no tenía mucho que hacer fuera de las horas de trabajo. Dejadme que os la muestre.
Tomó una dirección distinta a la prevista. Deborah la siguió tratando en vano de atraer su atención. Joanna quiso quedarse sola en la retaguardia.
—¡Cindy! —llamó Deborah apurando el paso—. ¡Queremos ver la sala de órganos!
Cindy, impertérrita, siguió hasta una serie de puertas forradas de cuero y cada una con una ventanilla ovalada. Abrió una, entró y encendió las luces. Un artefacto de varías bombillas, anticuado y con forma de tetera, iluminaba una vieja cama de autopsias desde lo alto del techo. Joanna, que seguía a Deborah, contuvo el aliento. Las gradas de los espectadores subían en la penumbra aún más que en el tétrico cuadro de La lección de anatomía que había visto en la sala de espera antes de su intervención.
—Esto es muy interesante —dijo Deborah con sarcasmo al echar una mirada al recinto—, pero, si no te importa, preferiríamos ver la sala de órganos.
—¿Y si vemos el viejo instrumental de autopsias? —propuso Cindy—. El otro día, un par de colegas y yo bromeábamos y nos propusimos enviarlos a Hollywood para una película de terror.
—Vamos a la sala de órganos —dijo tajante Deborah.
—De acuerdo —respondió Cindy.
Apagó las luces y volvió al pasillo. Miró su reloj, un gesto que Joanna notó, pero que le pasó inadvertido a Deborah. Era la tercera vez que Joanna la veía hacerlo. Deborah no lo había visto porque se había ocupado de mirar atrás por si alguien las seguía.
—¿No está en la otra dirección la sala de órganos? —le gritó Deborah a Cindy, que se había adelantado.
—Se puede ir por los dos lados, pero por aquí es más corto.
Cuando Deborah la alcanzó, vio a un lado una puerta como de montacargas del tamaño de un garaje pequeño. Cuando el grupo pasaba por allí, Deborah se interesó por ello.
—Es el viejo montacargas —dijo Cindy deteniéndose—. Por aquí transportaban los cadáveres de los pisos de arriba.
—Muy divertido —dijo Joanna—. Sigamos.
—En realidad, nos ha sido muy útil —dijo Cindy. Golpeteó cariñosamente las puertas con los nudillos—. Nos sirvió para bajar casi todo el equipo. ¿Os gustaría ver cómo funciona?
—Preferimos ver la sala de órganos —dijo Joanna—. Creo que todas sabemos cómo funciona un montacargas.
—De acuerdo.
Después de cruzar un pasillo de unos cinco metros de largo, el cual, según explicó Cindy, atravesaba los cimientos que sostenían la torre del edificio, se encontraron en el umbral de la mayor sala que habían visto en la zona subterránea. Tenía al menos unos treinta metros de largo y quince de ancho. En ella, había hileras de grandes contenedores de plexiglás de aproximadamente un metro de largo, sesenta centímetros de alto y treinta de ancho. Cada contenedor tenía múltiples esferas de cristal de unos treinta centímetros de distancia cada una sumergida en un fluido. De la parte de arriba de cada esfera salía una maraña de tubos y cables eléctricos. Sobre la superficie del fluido flotaba una película de diminutas esferas de cristal.
Por unos segundos, las mujeres contemplaron el espectáculo. Aunque las paredes de la habitación eran de ladrillo visto, la escena se parecía bastante a lo que se habían esperado antes de cruzar la puerta de acero inoxidable. Incluso el techo era más alto que en los demás sitios porque aquí no había cañerías ni conductos en lo alto. La luz era menos brillante debido a que tenía un componente ultravioleta.
Mientras Deborah quedaba anonada por la escena, Joanna pescó a Cindy mirando el reloj una vez más. Lo que llamó la atención de Joanna de este gesto repetido fue la aparente amabilidad de la mujer. Si le preocupaba tanto la hora, ¿por qué perdía tanto tiempo con ellas? Era una pregunta a la que no encontraba respuesta, lo que la enervaba cada vez más.
—Exactamente ¿qué estamos viendo aquí? —preguntó Deborah.
—Es la sala de órganos —dijo Cindy—. Estos tanques están a una temperatura constante. Las pequeñas esferas flotantes son para que el agua no se evapore. Las más grandes contienen los ovarios.
—De modo —dijo Deborah— que aquí mantenéis vivos ovarios enteros, supongo, por medio de perfusiones y otras técnicas.
—Más o menos así es. Simulamos su entorno interno habitual con oxígeno, nutrientes y estimulación endocrina. De cualquier modo, cuando lo hacemos bien, los ovarios ovulan constantemente oocitos maduros.
—¿Podemos verlos más de cerca? —pidió Deborah. Cindy asintió.
Deborah avanzó por el pasillo entre dos hileras de tanques y se detuvo a estudiar una de las esferas. Los ovarios eran del tamaño de una nuez achatada y de superficie irregular. Pequeñas cánulas de perfusión estaban conectadas a los recipientes de ovarios. Un cableado sensible salía de los pequeños órganos.
—También tenemos cultivos tradicionales de oogonia —dijo Cindy—. Os los puedo mostrar.
—Algunas de estas esferas contienen dos ovarios en vez de uno —señaló Deborah.
—Es verdad, pero la mayoría solo tienen uno, como puedes ver. ¿Y si pasamos a la sala de oogonia?
—¿Qué quiere decir cuando hay dos ovarios? —preguntó Joanna.
—Eso es competencia de la doctora Donaldson —dijo Cindy—. Yo solo soy una de las muchas técnicas que los supervisamos y cuidamos.
Joanna y Deborah intercambiaron miradas. Al ser amigas tan íntimas, por lo general intuían lo que la otra pensaba.
—Veo que cada esfera está numerada alfabéticamente —dijo Joanna—. ¿Significa que conocéis el origen de cada ovario?
Por primera vez, Cindy dio muestras de sentirse incómoda con la pregunta. Titubeó y trató de cambiar de tema volviendo a los cultivos tradicionales, pero Joanna insistió.
—Tenemos una vaga idea del origen de los ovarios —admitió finalmente Cindy.
—¿Qué quieres decir con vaga? —replicó Joanna—. Si yo te diera el nombre de una donante, ¿podrías localizar su ovario?
—Creo que sí —dijo Cindy. Miró la hora y pasó su peso de una pierna a otra.
—El nombre que me interesa es Joanna Meissner —dijo Joanna.
—Joanna Meissner —repitió Cindy. Miró en derredor como si no supiera dónde estaban las cosas—. Necesitaríamos un terminal de ordenador.
—Hay uno justo a tus espaldas —dijo Joanna.
—Oh, sí —dijo Cindy haciéndose la sorprendida.
Dio media vuelta, introdujo su contraseña y tecleó el nombre y apellido de Joanna. La pantalla contestó «JM699»; Cindy garrapateó el código en un trozo de papel y se levantó. Las dos amigas la siguieron. JM699 estaba escrito en el cristal de una esfera con marcador indeleble.
Las dos miraron el pequeño órgano. Estaba mucho más arrugado que el primero que habían visto y Joanna pidió una explicación.
—Es uno de nuestros especimenes más antiguos —dijo Cindy—. Ya está llegando al fin de su vida útil.
—Yo tengo otro nombre —dijo Deborah—. Kristin Overmeyer.
—De acuerdo —dijo amablemente Cindy, como reconciliada con la situación. Volvió a la terminal sin perder la compostura. Tecleó el nombre y el ordenador proporcionó de in mediato el código correspondiente: Ko432.
—Por aquí —dijo Cindy haciendo un gesto para que la siguieran. Dio la vuelta por la periferia de la sala antes de volver a la primera hilera. Joanna le susurró a Deborah:
—Sé lo que piensas y es una buena idea. Deborah asintió.
—Aquí está —dijo Cindy con satisfacción ante un tanque. Señaló la esfera—. El Ko43z. Es un espécimen doble.
—Interesante —dijo Deborah tras echarle un rápido vis tazo—. Este espécimen tiene una numeración más baja qua el anterior, pero parece más joven. ¿Cómo puede ser?
Cindy miró los dos ovarios. Era evidente que volvía ponerse nerviosa. Balbuceó un poco al decir:
—De eso no sé nada. Quizá tenga que ver con el método de extracción de los ovarios, pero realmente no lo sé. Estoy segura de que la doctora Donaldson tiene una explicación.
—Tengo otro nombre más —dijo Deborah—. Rebecca Corey.
—¿Seguro que no queréis ver los cultivos de oogonias? —preguntó Cindy—. En ese campo es donde hemos avanzado más. Pronto los cultivos de oogonias dejarán anticuados a los de ovarios completos.
—Es un último nombre —prometió Deborah—. Luego pasamos a los cultivos de oogonias.
Tras volver a mirar la hora, Cindy repitió el procedimiento para conseguir el nuevo código. Luego, las llevó hasta el tanque contiguo al de Kristian Overmeyer y señaló una esfera. Una vez más, se trataba de un espécimen doble. Joanna y Deborah contemplaron los ovarios que, al igual que los de Kristin, parecían más jóvenes que los de Joanna. Ambas mujeres temblaron al darse cuenta que miraban los ovarios de una mujer presuntamente desaparecida junto a Kristin Overmeyer después de haber recogido a un autostopista.
—El cultivo de oogonias está aquí al lado —dijo Cindy—. ¿Y si nos acercamos?
Joanna y Deborah se miraron a los ojos. El horror que vieron les evidenció que las dos compartían la misma idea. Habían descubierto mucho más de lo esperado y todo aquello era siniestro y aterrador.
—Pienso que ya hemos abusado de tu tiempo —dijo Joanna y le hizo una sonrisa torcida.
—Es verdad —intervino Deborah—. Ha sido muy interesante, pero es hora de continuar nuestro camino. Indícanos la salida y te dejaremos en paz.
—Tengo mucho tiempo —dijo rápidamente Cindy—. No hay problema, de verdad. He disfrutado rompiendo la rutina y pienso que tendríais que verlo todo antes de iros. Vamos, os muestro el cultivo de oogonias. Trató de coger a Deborah por el brazo, pero esta se zafó.
—Queremos irnos —dijo Deborah con mayor énfasis.
—Os perderéis lo más interesante —dijo Cindy.
—¡Déjalo ya! —espetó Joanna—. ¡Nos largamos de aquí!
—Encontraremos la salida —dijo Deborah.
Volvió por donde habían venido. Aunque sabía que quizá no era el atajo más corto, no le importó. Al menos, eran territorios ya conocidos.
—No puedo permitir que andéis solas por aquí —dijo Cindy—. Va contra las normas. —Agarró a Joanna del brazo con más fuerza de lo que había hecho con Deborah y la obligó a detenerse.
Joanna miró la mano de la mujer.
—Nos vamos —dijo con fiereza—. ¡Quítame la mano de encima!
—No puedo permitir que andéis solas por aquí —repitió Cindy.
—¡Llévanos entonces a la salida! —dijo Deborah.
Le quitó la mano del brazo de Joanna y le dio un tremendo empujón que la hizo chocar contra un contenedor de plexiglás. El golpe hizo que se activara una alarma con luces rojas en el panel de control del tanque.
Mientras Cindy intentaba apagar la alarma, Joanna y Deborah salieron corriendo entre las hileras de tanques. Cuando los pasaron, Deborah puso de manifiesto su condición atlética y adelantó a Joanna pidiéndole que la siguiera. Detrás, podían oír los gritos de Cindy rogando que se detuvieran.
—¡Ya decía yo que no teníamos que haber venido! —dijo Joanna tratando de seguirle los pasos a Deborah.
—¡Calla y corre! —replicó Deborah.
Corrieron por el pasillo abovedado, pasaron el viejo montacargas y la tétrica sala de autopsias y la serie de habitaciones de las incubadoras cuando, de repente, Deborah se paro tan bruscamente que Joanna tuvo que realizar un esfuerzo para no atropellarla.
—¿En qué dirección? —preguntó Deborah.
—Creo que por allí —dijo Joanna señalando una serie de arcadas.
—Espero que tengas razón.
Podían oír los pasos de Cindy, que las llamaba, pero el eco impedía saber en qué dirección. Un segundo más tardes apareció Cindy por una de las arcadas y casi tropieza con ellas. Cogió a Joanna y Deborah como pudo.
—¡Mierda! —gritó Deborah. Con fuerza, apartó la mano de la mujer, que se aferró con las dos manos a Joanna. Deborah se puso detrás de Cindy y, cogiéndola por un pecho, la apartó de Joanna. Entonces, con un movimiento rápido le dio un fuerte empujón derribándola al suelo, la mujer se golpeó contra una incubadora y se oyó el ruido de cristales rotos.
Deborah cogió a Joanna de una mano y corrieron en la dirección sugerida por Joanna. Para su alivio, tras pasar varias arcadas, vieron la puerta de acero. Corrieron desesperadamente en su dirección y cuando llegaron Deborah pulsó ABRIR. La puerta empezó su lento movimiento de apertura hacia la izquierda. Ambas miraron por encima del hombro, temerosas de que Cindy apareciese, algo que sucedió de inmediato. Deborah intentó acelerar el movimiento de la puerta empujándola. Apenas se abrió lo suficiente, Debarah empujó a Joanna mientras se aprestaba a lidiar Cindy.
—¡Oh, no! —exclamó Joanna dando un paso atrás por el espacio abierto de la puerta.
Deborah, que se había vuelto para enfrentarse a Cindy se dio la vuelta para ver la causa de la exclamación de Joanna y se detuvo en seco. Lo que vio por encima del hombro de Joanna le hizo soltar un gemido involuntario. Dos hombres con sonrisas de suficiencia y vestimenta negras avanzaban por la destartalada pero ahora iluminada cantina. Llevaban esposas en una mano y pistolas en la otra. El rubio que iba al frente, al ver a las dos mujeres allí, echó a correr. Deborah lo reconoció. Se trataba del hombre que le había echado miradas lascivas en el comedor, el jefe de seguridad.