16

10 de mayo de 2001, 21.48 h

Kurt sintió que una renovada descarga de adrenalina fluía por el cuerpo cuando divisó cierto coche acercándose por la calle Mount Vernon.

A medida que pasaba el tiempo, le había preocupado que las mujeres no volviesen directamente a su casa. A la nueve y media, se sentía lo bastante preocupado como para pasearse por la habitación, una actividad nada propia de él y contraria a su habitual serenidad. De haber podido leer, la espera habría sido más soportable, pero no quiso encender las luces. Al final, Kurt tuvo que contentarse con mirar la plaza iluminada por farolas desde la ventana preguntándose qué significaba la ausencia de las mujeres y cuánto debería esperar antes de trazar un plan alternativo. Solo hacía cinco minutos que estaba en la ventana cuando apareció un Chevy Malibu y fue a aparcar lado de su furgoneta.

Kurt estaba casi seguro de que eran las dos mujeres pero se cercionó del todo cuando el coche dio marcha atrás para dejar salir a la acompañante antes de volver a meterse de frente. La mujer que bajó era Prudence Heatherly, la casta. Kurt le vio nítidamente el rostro gracias a la luz una farola. Luego vio a Georgina que salía apretujada entre el coche y la furgoneta. En el proceso, le quedó un pecho al desnudo. Kurt pudo ver que soltaba una carcajada mientras se cubría.

—¡Puta! —susurró Kurt. Esa mujer carecía de vergüenza pero él pronto le mostraría las consecuencias de su desfachatez. Sin embargo, Kurt no quiso reconocer que aquella breve visión lo había excitado sexualmente.

A punto de dejar la ventana para acabar de organizar el recibimiento a las mujeres, la escena de abajo volvió a captar su atención. En vez de encaminarse a la puerta, las mujeres se enzarzaron en una discusión que rápidamente subió de tono. Incluso desde lo alto y con el cristal de por medio, pudo oír retazos de la conversación. Se trataba definitivamente de una agria discusión.

Fascinado por el inesperado giro de los acontecimientos, Kurt se acercó al cristal de la ventana para conseguir una mejor vista de la escena. Georgina estaba a medio camino entre el coche y la casa, pero Prudence seguía al lado del vehículo y lo señaló varias veces.

De repente, Georgina elevó los brazos al cielo y volvió al coche. Con la misma dificultad con que había bajado del coche, ahora subió. Cuando Prudence la imitó, él soltó una blasfemia. Y cuando el coche se fue por la calle Mount Vernon, bramó de furia.

Kurt volvió a pasearse por la habitación. Una misión que había previsto fácil ya no lo era, y además amenazaba con escapársele de las manos. ¿Adónde irían esas mujeres a las diez de la noche? Tal vez a cenar, pero desechó la idea porque seguramente la cena era lo que las había retrasado tanto. ¿Y cuánto tiempo tardarían ahora? ¿Volverían? El último interrogante revestía una importancia capital.

Kurt carecía de respuestas y los minutos pasaban. Volvió a la ventana. Las únicas personas a la vista paseaban sus perros. El Chevy Malibu había desaparecido.

Sacó su teléfono móvil. Aunque le molestaba no poder comunicar su éxito, pensó que lo mejor era poner al jefe al corriente de lo sucedido. Paul Saunders contestó a la segunda llamada.

—¿Puede hablar? —preguntó Kurt.

—Lo posible en un móvil —contestó Paul.

—De acuerdo. Estoy en casa de mis clientes. Regresaron hace un momento, pero no subieron y volvieron a irse en coche. Destino desconocido.

Paul guardó silencio unos instantes.

—¿Resultó difícil llegar a la casa de los clientes?

—Fácil.

—Entonces regrese aquí —ordenó Paul—. Luego puede regresar por las clientes. Ahora el problema es Spencer. Necesito su ayuda.

—Ahora mismo salgo —dijo Kurt no sin cierta desilusión. Su encuentro con Georgina tendría que esperar. Kurt pensó que tenía que hacerse con otro juego de ganzúas. Cuando regresara, quería entrar más rápidamente que la primera vez.

—Aún no sé por qué no me dejas ir al apartamento a cambiarme —se quejó Deborah—. Solo tardaría cinco minutos. Ella y Joanna estaban en uno de los pasillos de un supermercado abierto las 24 horas era mucho más que una simple tienda de barrio. Vendían desde medicinas a productos para automóviles o materiales de lavado industrial.

—¡Oh, sí, solo cinco minutos! —dijo Joanna con sosiego ¿Cuándo fue la última vez que te cambiaste en menos media hora? Y ya son más de las diez. Si volvemos a Wingate, ha de ser ya mismo.

—No me gusta tener que hacer el trabajo de detective con estos tacones.

—Entonces ponte las zapatillas —dijo Joanna—. Tú me dijiste que en el baúl del coche llevabas ropa de trabajo.

—¿Debo usar zapatillas con una minifalda?

—No vamos a desfilar en una pasarela. ¡Venga, por Dios, Deborah! Ya tienes todo lo que necesitas; por tanto ¡en marcha!

—Vale —dijo Deborah. Llevaba varias linternas, pilas y una cámara desechable—. Ayúdame. ¿Debo comprar más? No puedo pensar.

—Si tienes algo de sentido común, por favor, no lo olvides.

—Muy graciosa —dijo Deborah—. Te comportas como una malcriada. Bien, vamos allá.

En la caja registradora, Deborah cogió un paquete de chicles y unos caramelos en el momento de pagar. Acto seguido, las dos regresaron al coche y minutos más tarde volvían a salir de la ciudad.

Tras la intensa discusión previa, viajaron en silencio. Sin tráfico, hicieron el trayecto en la mitad del tiempo que anteriormente. Bookford estaba desierto cuando pasaron por la calle Main. Solo vieron dos parejas en la puerta de una pizzería. La única otra señal de actividad eran los focos encendidos en el campo de fútbol detrás del ayuntamiento.

—En cierta manera, espero que no funcionen nuestras tarjetas —dijo Joanna al llegar al giro.

—Qué pesimista.

Se acercaron a la casa de vigilancia, que parecía más lóbrega y siniestra que la noche anterior.

—¿Qué tarjeta hemos de usar? —preguntó Joanna—. ¿Una de las nuestras o la de Spencer?

—Lo intentaré con la mía —contestó Deborah. Frenó el coche ante la ranura y pasó la tarjeta. El portal se abrió—. Ningún problema con las tarjetas. Lo irónico es que nunca había pensado que un día agradecería la ineficacia burocrática, pero ahora se me ha presentado una buena ocasión.

Joanna no tenía nada que agradecer. Después de entrar en la propiedad y enfilar el camino de la cuesta, se dio la vuelta y contempló con ansiedad el portal que se cerraba. Ahora estaban encerradas y ella no podía sacudirse la sensación de que estaban cometiendo una terrible equivocación.

Cuando sonó su teléfono móvil, Kurt había estado absorto en sus pensamientos y se sobresaltó. Involuntariamente, giró el volante de la furgoneta y por un instante tuvo que esforzarse por controlar el vehículo. Iba a más de cien rumbo al norte y se aproximaba al cruce de Bookford.

Con el vehículo bajo control, trató sin éxito de sacar el teléfono que sonaba con insistencia en el bolsillo de su chaqueta. Se desabrochó el cinturón de seguridad y pudo coger el aparato.

—Buenas noticias —dijo una voz.

Kurt la reconoció. Era Bruno Debianco, el número dos de Kurt que trabajaba como supervisor de seguridad en turno de noche. Había servido en las fuerzas especiales en el mismo tiempo que Kurt y, al igual que él, le habían dado, la baja en circunstancias muy poco honorables.

—Hable —respondió Kurt.

—El Chevy Malibu con las dos mujeres acaba de entrar.

Un estremecimiento de excitación le recorrió la espina dorsal. La ligera desilusión que había sentido al ser llamado a lidiar con Spencer Wingate desapareció al instante. Tener las mujeres en la finca significaba que se las podría detener sin el menor problema.

—¿Ha oído? —preguntó Bruno cuando Kurt no contestó en el acto.

—He oído —dijo Kurt con naturalidad para esconder su excitación—. Sígalas, pero no establezca contacto. ¿Está claro?

—Sí, señor —dijo Bruno.

—Otra cosa —dijo Kurt como si se le acabase de ocurrir—. Si tratan de ponerse en contacto con Wingate, impídalo. ¿Comprendido?

—Perfectamente.

—Llegaré en veinte minutos —añadió Kurt.

—Entendido.

Kurt cortó la comunicación. Esbozó una sonrisa. La tarde, que había empezado tan promisoria, se había arruinado pero ahora volvía a ser halagüeña. Ahora ya era un hecho que en una hora ambas mujeres estarían encerradas en la celda que él había hecho construir en el sótano de su propia vivienda y las dos estarían indefensas y a su disposición.

Con una mano en el volante, Kurt marcó el número especial para llamar a Paul.

—Buenas noticias —dijo en cuanto Paul contestó—. Los clientes han vuelto a la base por propia voluntad.

—¡Excelente! —exclamó Paul—. ¡Buen trabajo!

—Gracias, señor —dijo Kurt, orgulloso.

—Ocúpese de todo; luego afrontaremos el problema Wingate. Llámeme cuando esté libre.

—¡Sí, señor! —dijo Kurt.

Como un perro condicionado de Pavlov, sintió la casi irresistible necesidad de hacer el saludo militar.

—Esto no es lo que esperaba —dijo Deborah.

—No sé qué esperabas —repuso Joanna.

Las dos estaban en el coche en el aparcamiento de la clínica. El coche encaraba el ala sur del edificio con el motor todavía en marcha. Podían divisar la parte trasera del edificio. Las ventanas del segundo piso estaban iluminadas.

—El laboratorio tiene luz —dijo Deborah—. Pensé que ese sitio sería como un cementerio de noche. Me pregunto si trabajan a destajo.

—Si allí sucede algo —dijo Joanna—, evidentemente no quieren que la gente se entere. Por tanto, lo mejor es hacerlo cuando no hay moros en la cosa.

—Supongo que sí. —¿Qué vamos a hacer?

Antes de que Deborah pudiera contestar, vieron que los focos de un coche aparecían al pie de la cuesta y empezaban a ascender.

—Ay, ay, ay —dijo Deborah—. Tenemos compañía.

—¿Qué hacemos? —preguntó Joanna presa del pánico.

—¡Mantener la calma! No creo que por el momento debamos hacer nada más que escondernos lo mejor que podamos.

Bruno supo que se trataba del coche de las mujeres incluso antes de distinguir que era un Chevy Malibu. Estaba aparcado mirando la entrada de la clínica. Lo que le llamó atención fue que aunque los faros delanteros estaban apagados, las luces de freno aún brillaban. Una de las dos tenía un pie sobre el freno.

Cuando la furgoneta negra de seguridad de Bruno llegó al aparcamiento y los faros apuntaron al coche en cuestión pudo ver parte de dos cabezas en el asiento delantero. Bruno no aminoró la marcha. Cruzó el aparcamiento y descendió por el camino del otro lado como si fuera a las viviendas. Tan pronto estuvo fuera de la vista, aparcó a un lado del camino, apagó las luces y se apeó. Vestido de negro como Kurt, era invisible en la oscuridad. Corrió rápidamente volviendo por el mismo camino y luego bordeó la zona del aparcamiento. Al cabo de pocos minutos, tenía el Chevy a la vista y vio que las dos mujeres aún estaban en el interior.

—Tengo los nervios a flor de piel —admitió Joanna—. ¿Por qué no nos vamos? Tú misma dijiste que no esperabas que el sitio estuviera lleno de gente; así no podemos hacer nada. Ahora nos verán si entramos. ¿Y qué vamos a decir?

—Cálmate —dijo Deborah—. Solo acaba de pasar una furgoneta. Ni redujo la velocidad ni frenó. Todo va bien.

—Nada va bien. Ahora estamos sin autorización en una propiedad privada; lo cual se añade a nuestra lista de delitos. Deberíamos irnos.

—Yo no me voy hasta conseguir una prueba concreta —dijo Deborah—. Puedes quedarte en el coche si quieres, pero yo voy a entrar después de ponerme las zapatillas.

Abrió la puerta y salió al aire fresco de la noche. Fue hasta el maletero, sacó las zapatillas y volvió al interior del coche.

—He visto a alguien en una ventana del segundo piso —dijo Joanna, nerviosa.

—¿Y qué? —Se puso las zapatillas y se las ató—. Tendré una pinta ridícula con zapatillas y minifalda, pero qué más da.

—No puedo creer que mantengas la calma.

—Basta de esa cantinela —repuso Deborah—. ¿Vienes o no?

—Voy —dijo Joanna sin mayor entusiasmo.

—¿Qué debemos llevar?

—Lo menos posible, considerando que quizá debamos salir disparadas. Quizá debemos poner el coche en dirección a la salida por si debemos huir a toda pastilla.

—No es una mala idea —dijo Deborah.

Puso en marcha el coche, lo giró y volvió a ponerlo en el mismo lugar.

—¿Satisfecha?

—Decir que estoy satisfecha sería una terrible exageración —dijo Joanna—. Cojamos las linternas, las tarjetas y la cámara.

—De acuerdo.

Deborah sacó del asiento trasero la bolsa de la tienda. Dio una linterna a Joanna y ella cogió otra y la cámara.

—¿Lista?

—Sí.

—Espera un momento —dijo Deborah—. Acabo de tener una idea.

Joanna hizo una mueca. Deborah estaba loca si pensaba que en esas circunstancias ella iba a tratar de predecir lo que tenía en mente.

—¿No quieres saber qué idea es?

—Solo si está relacionada con marcharnos ya mismo.

—Pues no es eso. Oye, la primera vez que vinimos aquí a donar, dejamos los abrigos en un guardarropa. Allí había batas blancas de médico. Deberíamos hacernos con un par. Nos darán más aspecto de profesionales, en especial a mí, con esta minifalda.

Finalmente las dos salieron del coche y avanzaron hasta el edificio. Allí tuvieron que usar las tarjetas para entrar, pero volvieron a funcionar, como en la entrada. Dentro, vieron que la gran sala de recepción estaba a oscuras y desierta. Entraron al guardarropa y encendieron las luces.

La buena memoria de Deborah les fue muy útil. Había numerosas batas blancas aunque pocas de talla pequeña.

Tardaron unos minutos en encontrar dos de tallas apretadas. Usaron los bolsillos para las linternas, las tarjeta acceso y la cámara. Luego apagaron las luces y salieron recepción.

—Te sigo —susurró Joanna.

Deborah asintió. Pasó por el escritorio de la recepcionista y avanzó por el pasillo principal a oscuras pasando delante de la sala donde los pacientes se cambiaban la ropa donde hacía un año y medio ellas habían donado sus óvulos. El destino de Deborah era la primera escalera y allí llegaron sin contratiempos. El único ruido era el de sus pasos.

Las dos lanzaron un suspiro de alivio una vez en la es calera. Parecía más segura que el vestíbulo, al menos hasta que bajaron y franquearon la puerta del húmedo y tenebroso sótano.

—No hay luces —dijo Deborah—. Pero estamos preparadas. —Sacó una linterna y la encendió.

Joanna hizo lo mismo y en cuanto su linterna iluminó el sótano, que parecía un mausoleo, contuvo el aliento.

—¿Qué te pasa? —le preguntó Deborah.

—¡Dios santo! Mira todo este viejo material de hospital. —Pasó la luz por una profusión de vetustas sillas de ruedas abolladas cuñas y destartalados muebles hospitalarios. Una vieja máquina portátil de rayos X con una bulbosa protuberancia apareció en el haz de luz de Joanna como un objeto de utilería de una vieja película de Frankenstein.

—¿No te dije que había estas cosas? —preguntó Deborah.

—¡Pues no! —contestó irritada Joanna.

—No tienes por qué enfadarte. Parece que el resto del edificio está lleno de objetos de cuando esto era un manicomio y un hospital para tuberculosos.

—Es siniestro. Al menos, podrías haberme preparado para semejante espectáculo.

—Lo siento —dijo Deborah—, pero la doctora Donaldson nos lo dijo desde el principio. Dijo que era una especie de museo, ¿recuerdas? Sigamos adelante. Esto no es más que un montón de basura.

Avanzó por el pasillo. Casi de inmediato el pasillo giraba a la derecha y luego volvía a virar. Pequeñas puertas con arcadas se abrían en direcciones opuestas.

—¿Sabes adónde vamos? —preguntó Joanna. Seguía de cerca a Deborah.

—No demasiado —admitió Deborah—. La escalera por la que bajamos no es la misma que usé esta mañana. Pero al menos sé que vamos en la dirección correcta.

—¿Por qué habré permitido que me metieras en semejante enredo? —murmuró Joanna justo antes de lanzar un grito apagado.

Deborah se dio la vuelta y le enfocó la cara. Joanna la evitó y puso una mano entre ella y la linterna.

—¡No me deslumbres!

—¿Qué demonios te pasa? —preguntó Deborah entre dientes cuando vio que Joanna estaba demudada.

—¡Una rata! —logró decir Joanna—. Vi una rata inmensa de grandes ojos rojos detrás de ese escritorio.

—¡Por favor, Joanna! ¡Contrólate! Se supone que esta es una misión clandestina. Estamos tratando de mantener la serenidad, ¿o no?

—Lo siento. Este lugar me pone los nervios de punta. No puedo evitarlo.

—Bueno, serénate. Me has dado un susto de muerte. —Deborah volvió a avanzar, pero solo pudo dar unos pasos antes de que Joanna la cogiera de un brazo—. ¿Qué? —se quejó Deborah.

—He oído un ruido detrás —dijo Joanna.

Apuntó con la linterna por donde habían pasado. Esperando volver a ver la rata, no vio más que la misma basura de antes. Por primera vez, levantó la mirada a la masa enredada de tuberías y conductos.

—Si no cooperas, nos vamos a quedar aquí toda la noche —la recriminó Deborah.

—De acuerdo, perdona.

Anduvieron otros cinco minutos por aquel corredor que daba vueltas hasta llegar a una vieja y enorme batidora conectada a su propio montaplatos rodante. Todo esta cubierto por una película de polvo. Algunos utensilios cocina sobresalían del bol de la batidora. La tapa estaba un lado y las paletas apuntaban en un ángulo de cuarenta cinco grados.

—Debemos de estar cerca —dijo Deborah—. La puerta que busco estaba a un lado de la cocina y ahora debemos de estar muy cerca de la cocina.

Al girar en el siguiente recodo, Deborah confirmó que tenía razón. Pronto cruzaron la vieja cocina. Con su linterna, Joanna miró los hornos monstruosos y los enormes fregaderos de piedra. Más arriba el foco descubrió una hilera de ollas ennegrecidas y abolladas que colgaban encima de la mesa de cocina.

—Aquí está —anunció Deborah. Señaló un sitio al frente. Vieron la puerta de acero inoxidable que parecía resplandecer en la cámara oscura y sucia. Su superficie pulida reflejó el haz de luz que le envió Deborah.

—Tenías razón cuando dijiste que parecía fuera de lugar —comentó Joanna.

Se acercaron a la puerta. Deborah pegó la oreja como había hecho antes.

—Los mismos ruidos de esta mañana —dijo y le indicó a Joanna que pusiera una palma sobre la puerta.

—Está caliente —dijo esta. A continuación, le entregó a Deborah la tarjeta de Spencer Wingate.

—Calculo que dentro hay unos cuarenta grados —dijo Deborah. Cogió la tarjeta, pero no la pasó por la ranura.

—¿Qué pasa? —preguntó Joanna.

Deborah estudiaba la puerta.

—Por supuesto que entraremos —dijo—. Solo intento prepararme para lo que vamos a encontrar.

Después de respirar hondo, pasó la tarjeta. Hubo una breve demora seguida de un escape de aire como si en la cámara hubiese mayor presión. Luego la gruesa y pesada puerta empezó a abrirse lentamente hacia la pared.