10 de mayo de 2001, 18.30 h
La plaza Louisburg quedaba en lo alto de la cuesta de Beacon Hill. Se llegaba por la calle Mount Vernon y se giraba en la calle de doble dirección de la plaza. No se trataba de un cuadrado, sino más bien de un largo rectángulo flanqueado por una serie de casas de ladrillo con fachadas curvilíneas y ventanales con persianas. El centro de la plaza estaba formado por un parterre de hierbas anémicas y pisoteadas rodeada por una verja de hierro forjado y por unos viejos olmos que de algún modo habían sobrevivido. En cada punta había modestos matojos junto a una estatua; Kurt había encontrado la plaza sin dificultades pese a que no conocía bien Boston ni la profusión de calles de Beacon Hill en particular. El aparcamiento de la plaza tenía un discreto cartel de PRIVADO con la amenaza de que quienquiera que aparcase sin permiso se las vería con la grúa. A Kurt no le interesaba que la grúa le llevase el vehículo. Usaba una de las negras furgonetas de seguridad de la clínica con un compartimiento hermético detrás. En ese compartimiento llevaba los distintos y variados instrumentos que podía usar con pasajeros poco cooperadores.
El plan de Kurt se reducía básicamente a volver a Wingate con las dos mujeres. Pensó que primero debía localizarlas y luego improvisar. De momento solo reconocía el lugar. Era su tercera pasada por la plaza. En la primera había ubicado el edificio. Era el primero a la derecha. Constaba de cinco pisos con un tejado de buhardillas, con una entrada de cinco escalones. Supuso que habría una puerta trasera, pero un muro de ladrillo no dejaba ver la parte de atrás.
En la segunda pasada, prestó atención a la actividad en la zona. Varios edificios estaban siendo renovados y se veían numerosos obreros y vehículos de construcción por todas partes. En la propia plaza había varios chicos de entre cuatro y doce años. Unas pocas madres charlaban entre ellas o prestaban atención a sus retoños.
En esta su tercera pasada, Kurt intentaba decidir dónde aparcar la furgoneta. La mayoría de los obreros de la construcción ya se habían marchado, lo que dejaba varios sitios libres. Decidió que lo más idóneo era al final de Mount Vernon pese al cartel de PROHIBIDO APARCAR; después de todo, la grúa no se había llevado los coches de los obreros. Dio vuelta a la manzana y aparcó cerca de la verja. Desde allí obtuvo una vista privilegiada del edificio en cuestión.
Para entonces, la única preocupación de Kurt era no haber visto todavía el Chevy Malibu. Había memorizado el número de la matrícula y pensaba que se lo encontraría en una u otra punta de la plaza, pero no fue así.
Pese a la adrenalina que le fluía por las venas, Kurt mantenía una calma aparente. Sabía que era peligroso ponerse nervioso en una misión semejante. Era fundamental ser precavido y metódico para evitar equivocaciones. Al mismo tiempo, debía mantenerse alerta como una serpiente enroscada, listo para atacar en cuanto se presentase la ocasión.
Kurt sacó la Glock y volvió a verificar el cargador. Satisfecho, la guardó en la cartuchera. Luego tocó el cuchillo que llevaba atado a la pantorrilla. En el bolsillo derecho del pantalón tenía varios guantes de látex, y en el izquierdo un pasamontañas. En el bolsillo derecho de la chaqueta portaba su colección de ganzúas, con las que había practicado hasta convertirse en un experto; en el izquierdo, jeringas con un potente sedante.
Tras media hora sentado en la furgoneta, decidió que ya era la hora. En la plaza había disminuido el nivel de actividad, pero no lo suficiente como para hacerlo demasiado visible. Kurt salió de la furgoneta y la cerró con llave. Después de echar una última mirada al lugar, se encaminó hacia el número 1 de la plaza Louisburg.
Con las llaves de la furgoneta en la mano, Kurt subió los escalones hasta la entrada. Maniobrando con las manos como si tuviera dificultades con la cerradura, se puso a abrir con las ganzúas. Tardó más de lo esperado, pero, naturalmente el cilindro cedió a sus esfuerzos. Sin mirar entró en el edificio.
Los chillidos de los niños en la plaza se amortiguaban tras la puerta cerrada. Sin prisas, Kurt guardó las herramientas y empezó a subir las escaleras. Sabía que Deborah Cochrane y Joanna Meissner vivían en la tercera planta. Supuso que Joanna Meissner era Prudence Heatherly, pero quiso confirmar este supuesto.
A medida que pasaba cada piso crecía su exaltación. Le encantaba llevar a cabo este tipo de misiones. En su imaginación podía ver a Georgina Marks con su vestimenta provocativa. La quería con vida y en su casa de la clínica Wingate.
Al llegar al tercer piso, se puso los guantes de latex. Entonces cogió la Glok pero sin desenfundarla. Con la mano izquierda a punto de golpear en la puerta, oyó abrir el portal de la planta baja. No se puso nervioso como habría hecho alguien con menos experiencia. Simplemente se asomó por la barandilla y miró por el hueco de la escalera. Pensó que podría tratarse de las dos mujeres, no fue así. Era un hombre solitario que subía los escalones después de una jornada de trabajo. Kurt no vio al individuo sino una mano que iba cogiendo la barandilla.
Se preparó para cualquier confrontación que pudiera ocurrir. Pensó bajar las escaleras si el hombre llegaba al segundo piso y seguía subiendo. Pero no fue necesario, el hombre se paró en el primero, abrió una puerta y en el pasillo volvió a reinar el silencio.
Kurt volvió a la puerta del apartamento. Llamó con fuerza suficiente para que le oyera cualquier ocupante, pero no lo bastante para atraer la atención de los demás vecinos. Esperó, y cuando nadie respondió y no oyó el menor ruido en el interior, volvió a usar las ganzúas. Tal como sabía por experiencia, una puerta de apartamento era más difícil de abrir que la de una entrada básicamente porque tenía dos cerraduras: una normal y otra especial de seguridad.
La normal resultó fácil, pero la especial requirió paciencia. Finalmente, cedió y se abrió. Un instante después, Kurt ya estaba dentro y la puerta cerrada. Con una velocidad que contrastaba con sus anteriores movimientos lentos y deliberados, Kurt recorrió el apartamento y se aseguró que estaba vacío. No quería darle a nadie la oportunidad de llamar a la policia. Miró en cada habitación, en cada armario y hasta debajo de las camas.
Una vez seguro de estar a solas, vio si había una salida alternativa. Era una escalera de incendios que zigzagueaba por la pared trasera del edificio. Tenía acceso por la ventana del dormitorio del fondo. Al pasar por allí, vio la fotografía de una joven pareja. La mujer se parecía lo suficiente a Prudence Heatherly, pese al pelo largo, como para que Kurt estuviera seguro de que las dos mujeres que buscaba vivían allí y que Joanna Meissner era Prudence Heatherly.
Pasando por el dormitorio y el pasillo, llegó a la sala. En el escritorio, buscó cualquier papel que las relacionase con la clínica Wingate. No encontró ninguno, pero sí uno relacionado con los alias que habían usado las mujeres. Kurt se lo guardó en un bolsillo.
En el otro dormitorio encontró una foto de Georgina. Prefería llamarla Georgina y no Deborah. En la foto, ella tenía un brazo por encima del hombro de una mujer mayor que Kurt supuso sería su madre. Le sorprendió el aspecto tan distinto que tenía con el pelo negro y un atuendo recatado. Sin duda su lasciva transformación era obra del demonio.
Volvió a dejar la foto en su sitio y abrió el cajón de una cómoda. Metió una mano y sacó unas bragas de seda. Pese a los guantes de látex, esa lencería lo excitó.
Al dejar el dormitorio, volvió a cruzar la sala y entró la cocina. Abrió la nevera en busca de una cerveza, pero el hecho de que no la hubiera le irritó sobremanera.
En la sala, sacó la pistola y la posó en el apoyabrazos del sofá y se sentó. Ya eran más de las siete y se preguntó cuánto tiempo tendría que esperar a Georgina y Prudence.
—Se denomina síndrome de Waardenburg —dijo Carlton. Sacudió la cabeza como si se pusiera de acuerdo consigo mismo y se sentó con expresión de orgullo en su rostro juvenil.
Los tres estaban sentados a una mesa de formica de la cafetería del sótano del hospital general donde él las había llevado a cenar algo, ya que ninguno había comido nada. Esa noche, Carlton hacía guardia y les había advertido que, en cualquier momento podían llamarlo de urgencias.
—¿Qué demonios es el síndrome de Waardenburg? —preguntó Joanna con impaciencia.
Por la respuesta de Carlton, le pareció que él no prestado mucha atención a su pregunta. Le acababa de describir la conmoción que ambas habían experimentad ver a los dos niños clonados.
—El síndrome de Waardenburg es una anomalía de crecimiento —explicó Carlton—. Se caracteriza por un mechón de pelo blanco, pérdida congénita de audición, miopía en la córnea e iris heterocromáticos.
Joanna miró a Deborah quien le hizo un gesto de perplejidad. Era como si Carlton fuera de otro planeta.
—¡Carlton, escucha! —dijo Joanna—. No te estamos examinando, de modo que no tienes que abrumarnos con jerga médica. Lo importante es el bosque, no un árbol.
—Pensé que queríais saber lo que tiene ese médico que acabáis de describirme. Es una enfermedad hereditaria que implica la salida de las células auditivas del lugar correspondiente en el cerebro. No es nada extraño que los niños clonados la padezcan. Sus hijos naturales también la tendrían.
—¿Tratas de decirnos que esos niños que vimos, no son clones? —preguntó Joanna.
—Vale, lo más probable es que se trate de clones —dijo Carlton—. Con el flujo genético normal que habría en un óvalo normalmente fertilizado, se produciría una penetración variable de incluso los genes dominantes. Los chicos no tendrían un aspecto idéntico. Habría una variación significativa de las mismas características.
—¿Tratas de ser incomprensible a propósito? —inquirió Joanna.
—No; trato de ayudar.
—Entonces piensas que esas criaturas son clones, ¿no es así? —intervino Deborah.
—Tal como los habéis descrito, sí —admitió Carlton.
—¿No te perturba? —preguntó Joanna—. No estamos hablando de moscas ni de ovejas. Estamos hablando de clonar seres humanos.
—La verdad, no me sorprende en absoluto —dijo Carlton y se inclinó hacia delante—. En lo que a mí respecta, eso era una cuestión de tiempo. Una vez se clonó a Dolly, pensé que tendría lugar la clonación humana y que sucedería en una clínica de fertilidad privada. La mayoría de los expertos en fecundación han echado las campanas al vuelo con la clonación y amenazado con hacerlo desde que se anunció lo de Dolly.
—Me escandaliza que lo digas así —apuntó Joanna. Antes de que Carlton pudiera contestar, sonó su buscador. Tras mirarlo se revolvió en la silla.
—He de hacer una llamada. Vuelvo enseguida.
Joanna y Deborah lo vieron atravesar el comedor rumbo a uno de los teléfonos de pared.
—Tu analogía del bosque y el árbol fue maravillosamente apropiada —comentó Deborah.
Joanna asintió
—Él mismo ha admitido que aquí está muy aislado. Con la cabeza llena de información como el síndrome de Waardenburg, no me sorprende que no tenga tiempo para pensar en lo que sucede en el mundo o en lo que es ético. Analiza con frialdad el tema de la clonación.
—Ni siquiera le afectó lo que le contamos de las nicaragüenses —dijo Deborah—. Tampoco lo que te pasó.
Joanna asintió. Carlton no se había mostrado nada conmovido. Cuando llegaron, a Joanna le habían preocupado sus sentimientos y se había disculpado por no haberlo llamado antes. Aunque Carlton había excusado esa falta de contacto, Joanna seguía sintiendo culpable por pedirle un favor, pero ese sentimiento había desaparecido con la falta de emoción demostrada por Carlton.
Las dos habían decidido que lo mejor era contarle todo a Carlton a partir de la donación de óvulos. Él había escuchado con atención y sin interrumpir hasta que llegaron al trabajo en la Wingate, las identidades falsas y los disfraces.
—¡Espera un momento! —había exclamado y mirado a Deborah—. ¿Por esa razón te has teñido el pelo y te has puesto ese vestido tan llamativo?
—No pensé que te darías cuenta —había dicho Deborah, lo que provocó una risita de Carlton como diciendo que era imposible no darse cuenta.
Entonces, Joanna le había preguntado qué le parecía su disfraz. Para disgusto de Joanna, Carlton le había preguntado qué disfraz.
La única parte de la historia que realmente había cautivado a Carlton fue el criadero de óvulos.
Cuando supo la cantidad de óvulos implicados, dijo que seguramente la Wingate había desarrollado una técnica exitosa de cultivo de tejidos ováricos junto con la capacidad de madurar oocitos inmaduros. Les había dicho que un avance semejante representaría un hito en la ciencia. Cuando le dijeron que la razón de su presencia era conseguir que le hicieran una resonancia magnética a Joanna para ver si le habían extirpado un ovario, dijo que lo intentaría e hizo varias llamadas. El hecho de que no mostrase mayor reacción emocional sorprendió a ambas amigas.
—No quiero hablar de más —dijo Deborah al verlo en el teléfono—, pero ahora me siento más satisfecha que antes de que no sigas comprometida con ese hombre.
—No te equivocas —le aseguró Joanna.
Carlton colgó el teléfono y regresó. Cuando se acercaba, hizo el signo de la victoria.
—Ya está —dijo al llegar a la mesa, pero no dio muestras de querer sentarse—. Era una de las residentes de radiología que está de guardia. Ha arreglado lo de la resonancia.
—¿Cuándo? —preguntó Deborah.
—¡Ahora mismo! El aparato ya está encendido y listo para funcionar.
Las dos se pusieron de pie y recogieron sus pertenencias.
—Nunca me han hecho una resonancia —dijo Joanna—. ¿Duele? Odio las inyecciones.
—No te vas a enterar —le dijo Carlton—. No hay jeringas de por medio. Lo peor es el gel, pero solo porque es como un yogur, pero es soluble en agua.
Subieron en ascensor hasta el piso de radiología. Carlton sostuvo la puerta para dejarlas pasar y señaló en una dirección del pasillo. Después de una serie de giros en aquel laberinto, llegaron a la unidad de resonancias. En la sala de espera no había ni un alma. Una empleada limpiaba el suelo con una potente aspiradora.
—¿Espero aquí? —preguntó Deborah.
—No —contestó Carlton—. Cuantos más seamos, más divertido será.
Las condujo pasando una mesa de registro a una sala con varias puertas a ambos lados. Cada puerta daba a una unidad de resonancia separada, vacía y a oscuras. Las dos siguieron a Carlton casi hasta el final, donde salía luz de una de las habitaciones.
Allí una mujer de bata blanca se presentó antes de que Carlton pudiera hacer los honores. Era la doctora Shirley Oaks. Movía la cabeza de forma bastante parecida a Joanna. En contraste con Carlton, se mostró preocupada por posible pérdida de un ovario y así lo hizo constar.
Joanna le dio las gracias y echó una mirada de reproche a Carlton ya que le había pedido que fuera lo más discreto posible.
—No le conté toda la historia —dijo Carlton a la defensiva—, pero tenía que decirle lo que buscamos.
—Tampoco quiero saber toda la historia —dijo Shirley y palmeó la camilla de resonancias para animar a Joanna a subirse. La cubrió con papel de un rollo en la parte delantera—. Debemos darnos prisa —añadió—. Estaba a punto hacer otra resonancia, además de que en cualquier momento pueden llamarme de urgencias.
Joanna iba a subir a la camilla, pero Shirley la retuvo.
—Será más fácil si te quitas la falda y desabrochas blusa.
—Muy bien —dijo Joanna.
—Esperaré afuera si quieres —djo Carlton.
—Por mí no es necesario —dijo Joanna mientras se quitaba la falda y se la pasaba a Deborah—. No hay nada nuevo que no hayas visto.
Joanna se tendió en la camilla y Shirley le dejó al descubierto parte del abdomen subiéndole la blusa y bajándole un poco las bragas. Apenas visibles se veían tres diminutas cicatrices de una laparotomía.
—¿Son cicatrices normales de laparotomía? —preguntó Shirley a Carlton mientras se disponía a ponerle el gel. Carlton se agachó para ver más de cerca.
—Pues sí, tienen el tamaño normal y han cicatrizado con toda normalidad.
—¿Se puede sacar un ovario por una incisión tan pequeña? —preguntó Shirley.
—Claro que sí. Una piel joven y sana como la de Joanna es sorprendentemente elástica. No sería ningún problema.
—Acabemos con esto —dijo Joanna.
—Por supuesto —dijo Shirley, y le puso una generosa cantidad de gel sobre el abdomen.
—¡Ay, qué frío! —exclamó Joanna.
—Oh, sí. Lo siento. Me olvidé de calentarlo tal como hacen las enfermeras o los técnicos.
Shirley enfocó las luces con un pedal de pie y aplicó la sonda en el abdomen de Joanna. El monitor estaba a un lado y en una posición que podía mirarlo todo el mundo, incluida Joanna.
—Bien, allá vamos —se dijo Shirley a sí misma—. Podemos ver los ligamentos y los tubos. Ese es el ovario izquierdo.
—Lo veo —dijo Carlton—. Aspecto normal.
—Muy normal —dijo Shirley—. Ahora volvamos al útero. Está bien. Ahora a la derecha.
Joanna miraba la pantalla esperando reconocer algo, pero sabía muy poco de sus entrañas y prefería seguir en su ignorancia siempre y cuando todo funcionase normalmente.
Shirley movió la sonda magnética en un círculo por la derecha del abdomen. Luego empezó a presionar hasta producir cierta incomodidad.
—Ay —dijo Joanna—, empieza a doler.
—Un segundo más —dijo Shirley. Luego se detuvo, se irguió y miró a Carlton—. Por lo que veo, no hay ovario derecho.
—¿No podría quedar escondido? —preguntó Carlton.
—No está aquí —dijo Shirley—. Estoy segura.
—¿Está bien si me siento? —preguntó Joanna.
—Por supuesto —dijo Shirley y le dio unos papeles para quitarse el gel.
Joanna se bajó de la camilla y se abrochó la blusa.
—¿Qué posibilidades hay de que Joanna siempre tuviera un solo ovario? —preguntó Deborah.
—No es mala pregunta —dijo Carlton, y se encogió de hombros—. No lo sé.
—¿Puede estar hundido o algo así? —preguntó Carlton.
—Llama a uno de ginecología —sugirió Shirley—. Ellos deben saberlo.
—De acuerdo —dijo Carlton.
—Si me necesitáis, no tenéis más que llamarme —dijo Shirley—. Tengo que irme.
Los tres dieron las gracias a la radióloga, que se marchó. Joanna se alisó las arrugas de la falda.
—Vamos a recepción en cuanto estés lista —dijo Carlton—. Desde allí llamaré a ginecología. —Salió al pasillo y desapareció.
—Bueno, se han confirmado nuestros temores —dijo Deborah dándole una mano a Joanna mientras esta se ponía la falda.
Ahora que estaba a solas con Deborah, Joanna sintió la necesidad de dar rienda suelta a sus emociones y soltó unas lágrimas.
—No sé por qué lloro —dijo tras una breve y cínica risita—. Supongo que he tenido una larga e íntima relación con ese ovario y ni siquiera sabía que se había ido.
Deborah sonrió.
—Me sorprende tu sentido del humor.
—Estoy tan cansada que reír me resulta más fácil que llorar.
—¡Pues, qué osadía han tenido Paul Saunders y Sheila Donaldson para hacerle algo semejante a una persona! —Contando con los dedos, prosiguió—: Considera lo que presuntamente están haciendo. Uno, robándole los ovarios a mujeres que no lo saben; dos, clonándose a sí mismos para mayor gloria de sus egos; tres, embarazando a esas pobres nicaragüenses y haciéndolas abortar para obtener sus óvulos. Y esas no son más que nuestras sospechas. Tenemos que hacer algo al respecto.
Joanna se ajustó la falda y la blusa y se puso los zapatos.
—Yo sé lo que voy a hacer. Me voy a casa y a la cama. Después de once o doce horas de sueño quizá pueda pensar algo apropiado para la clínica Wingate.
—¿Sabes qué podríamos hacer? —dijo Deborah.
Joanna recogió el bolso. No se sentía de humor para seguirle el juego a Deborah y no contestó. Salió de la habitación.
Deborah la siguió.
—Te diré lo que deberíamos hacer aunque no quieras saberlo. Deberíamos volver esta misma noche a la clínica y averiguar qué hay en la sala de los óvulos. Allí puede haber pruebas irrecusables. Diablos, hasta podríamos encontrar tu ovario. Y si no funciona, podemos entrar en la sala del servidor y conseguir los archivos de la investigación. A estas horas no tendríamos que lidiar con Randy Porter.
Joanna se dio la vuelta.
—¡Es la idea más demencial que he oído en mucho tiempo! ¿Por qué habríamos de volver allí esta misma noche?
—¡Porque podemos!
—Debes de estar tan cansada como yo. ¿Qué respuesta es esa?
—Aún tenemos las tarjetas de acceso —replicó Deborah—. Hoy nos fuimos temprano y estoy segura de que lo descubrieron, de modo que hemos perdido el empleo. Pero conociendo las burocracias, las tarjetas aún deben funcionar. Eso cambiará mañana, pero me sorprendería mucho que no funcionasen esta noche. Y todavía tenemos la tarjeta de Spencer y eso tampoco durará para siempre. Lo único que digo es que si no vamos esta misma noche, no habrá otra oportunidad. Tenemos esta mínima oportunidad que todavía podríamos usar.
—Supongo que algo de razón tienes —dijo Joanna con agobio—, pero estamos demasiado agotadas. —Siguió avanzando por el pasillo.
Deborah la siguió sobre sus tacones tratando de convencerla de que tenían una responsabilidad moral. Cuando llegaron a la sala de espera, aún discutían. Carlton tuvo que pedirles que bajaran la voz para poder oír, ya que estaba al teléfono.
—¿De qué estáis discutiendo? —preguntó cuando colgó. Joanna y Deborah intercambiaron miradas indignadas.
—Intenta convencerme para volver esta noche a la clínica Wingate —le explicó Joanna—. Quiere entrar en lo que llama sala de óvulos y quiere que abra los archivos de la investigación.
—¿Queréis, señoras, conocer mi opinión? —preguntó Carlton.
—Depende —dijo Deborah—. ¿Estás a favor o en contra?
—En contra.
—Entonces no quiero oírla.
—Yo sí —dijo Joanna.
—Pienso que no debéis seguir violando la ley como hasta ahora —dijo Carlton—. Habéis tenido suerte de que nos os hayan pillado, pero ya es hora de que los profesionales se hagan cargo. Recurrid a las autoridades.
—¿Como quién? —dijo desafiante Deborah—. ¿La policía de Bookford? ¿Qué puede hacer? ¿El FBI? No tenemos ninguna prueba de que se trate de un delito federal que pudiera justificar una orden de allanamiento. Y estoy segura de que Saunders y Donaldson han previsto qué hacer si hay actuaciones de esta índole. ¿Las autoridades médicas? No van a hacer nada porque jamás lo han hecho. Para ellos, las clínicas de fertilidad son algo ajeno a sus actividades.
—¿Qué te dijo tu colega de ginecología? —preguntó Joanna.
—Que la ausencia congénita de un ovario es una tremenda rareza —dijo Carlton—. Me dijo que ella nunca lo había visto ni nunca había oído hablar ni leído de algo semejante, pero piensa que puede suceder.
—¡Te han robado el condenado ovario! —exclamó Deborah—. Está más claro que el agua. Eh, ahora creo que vas a ser tú quien trate de convencerme de volver allí esta noche.
—Eso piensas tú, pero yo tengo más sentido común que tú.
Sonó el busca de Carlton. En la desierta sala de espera, sonó más fuerte que en la cafetería del sótano. Usó el teléfono.
—No debemos perder esta oportunidad —insistió Deborah.
—Muy bien, ahora mismo voy —dijo Carlton. Colgó—. Lamento perderme la fiesta, pero me llaman de urgencias. Hubo un accidente en Storrow Drive y las ambulancias ya están de camino.
Carlton las acompañó hasta el ascensor, donde las dos siguieron discutiendo en voz baja. Incluso persistieron por el pasillo central hasta la puerta del hospital.
—Aquí es donde debo dejaros —dijo Carlton interrumpiéndolas y señalando la sala de urgencias. Mirando a Joanna, añadió—: Ha sido un placer verte. Y lamento lo del ovario.
—Gracias por lo de la resonancia —dijo Joanna.
—Me alegro de haber podido ayudar. Te llamaré más tarde.
—Hazlo —replicó Joanna y sonrió.
Él hizo lo mismo, agitó una mano en son de despedida y desapareció por las puertas giratorias.
Deborah hizo el gesto de meterse los dedos en la garganta como para vomitar.
—Venga —dijo Joanna—. No es tan desagradable.
—¿Y quién lo dice? ¡Lamento lo del ovario! ¡Qué cosa más insensible y cruel para decir en estas circunstancias! ¡Es como si hubieras perdido tu tortuguita de compañía y no parte de tu identidad como mujer!
Las dos salieron del hospital y fueron al aparcamiento. La noche había caído y las farolas de las calles estaban encendidas. Se podían oír a la distancia las sirenas de las ambulancias que se acercaban.
—Los médicos viven cada día tragedias mucho más graves que perder un ovario —dijo Joanna—. No ven el mundo como tú y yo. Además, tú misma dijiste que la pérdida de un ovario no me afectaría.
—Tú eras su prometida. No eres una paciente más. Pero ¿sabes qué? Olvídate de todo. Es tu problema, no el mío. Yo voy a ir esta noche a Wingate. No puedo hacer nada con el servidor, pero al menos podré entrar en esa sala de óvulos y si allí hay alguna prueba incriminatoria, la encontraré.
—No vas a ir sola a ninguna parte —repuso Joanna.
—¿De verdad? —replicó Deborah levantando una ceja ¿Y cómo lo vas a conseguir? ¿Pinchando una rueda del coche? ¿Encerrándome en mi habitación? Porque tendrás que hacer una cosa o la otra.
—No puedo creer que seas tan terca con una idea idiota y cretina.
—Bien —exclamó sarcástica Deborah—. Me da la impresión de que notas hasta qué punto lo voy a hacer. Estoy impresionada. Muy perspicaz de tu parte.
Al sentirse irritadas la una con la otra y ante la escala de los comentarios hirientes, ambas optaron por guardar silencio mientras iban hasta el coche.
El silencio duró hasta que divisaron la plaza Louisburg, Joanna fue la primera en romper el silencio.
—¿Y si llegamos a un compromiso? —dijo—. ¿Es posible?
—Te escucho —dijo Deborah.
—Voy contigo, pero nos limitamos a ver lo que hay en sala de óvulos o como se llame.
—¿Y si allí no hay pruebas suficientes?
—Es un riesgo que deberemos correr.
—¿Qué hay de malo en volver a la sala del servidor si estamos allí?
—Randy Porter habrá hecho cambios en el sistema, lo que significa que volver a esa sala representará un grave peligro. Habrá detectado mi intrusión en los archivos de seguridad y se habrá percatado que lo hice por la consola de la sala del servidor. Por tanto, habrá reforzado y cambiado la seguridad del servidor. Dudo que pueda entrar de nuevo en el sistema.
—¿Por qué no lo dijiste antes?
—Porque pienso que ir allí es idiota, así de simple —dijo Joanna—. Pero no voy a permitir que vayas sola aunque sea idiota, como tú no permitirías que yo fuera sola. Así pues ¿pactamos un compromiso o qué?
—De acuerdo, pactemos —dijo Deborah mientras aparcaba al final de la plaza. Maldijo entre dientes porque era un sitio muy estrecho, Joanna y ella tendrían problemas para salir del coche. El problema era una furgoneta negra aparcada en el sitio donde ella normalmente lo hacía.
—No podré salir del coche —dijo Joanna al ver la furgoneta a pocos centímetros.
—Me lo temía —dijo Deborah.
Miró por encima del hombro y dio marcha atrás para que Joanna bajase. Luego volvió a colocar el coche en ese sitio, pero con el otro vehículo aún más cerca del lado del acompañante. Abriendo la puerta contra la furgoneta negra, pudo finalmente apearse.