10 de mayo de 2001, 14 h
Joanna trató de actuar con normalidad pese a la sensación de que la vigilaban mientras bajaba la escalinata de la entrada de la clínica Wingate y se dirigía hacia el Chevy Malibu. Deborah ya estaba en el coche y Joanna podía ver la forma de su cabeza en el asiento del conductor. Ya que aún faltaba mucho tiempo para acabar la jornada de trabajo, decidieron que atraerían menos atención si iban por separado que juntas. Hasta ahora parecía funcionar. Al parecer, Deborah había llegado sana y salva y nadie le salió al paso a Joanna.
Llevaba el bolso sobre el hombro derecho y en la mano izquierda portaba un sobre que contenía la copia impresa del archivo de donantes. Mientras caminaba, debió luchar contra el impulso de echar a correr. Una vez más, se sintió como una ladrona que escapaba, pero en esta ocasión llevaba consigo el botín.
Llegó al coche y fue al lado del acompañante. Subió lo más rápido que pudo.
—¡Salgamos disparadas de aquí! —exclamó Joanna.
—¿No sería fantástico que el coche se negara a ponerse en marcha? —bromeó Deborah cuando iba a encender el motor.
Joanna le dio un golpecito cariñoso dando rienda suelta a la tensión que tenía.
—¡Ni lo menciones, bromista! ¡Adelante!
Deborah puso la marcha atrás y retrocedió para salir del aparcamiento.
—Bueno, lo conseguido ha valido la pena —dijo Deborah mientras maniobraba para iniciar el largo descenso de curvas—. Pienso que debemos ponernos todas las medallas aunque el premio haya acabado en una gran desilusión.
—No lo lograremos del todo hasta no haber pasado sanas y salvas por la puerta de vigilancia —dijo Joanna.
—Supongo que técnicamente tienes razón —dijo Deborah y detuvo el coche delante del portal.
Joanna contuvo el aliento durante el corto intervalo en que la puerta empezó su lenta apertura.
Un momento después estaban en el camino exterior. Joanna se tranquilizó visiblemente y Deborah lo notó.
—¿Estabas preocupada de verdad? —preguntó.
—Lo he estado todo el día —admitió Joanna. Abrió el sobre y sacó el fajo de papeles.
Deborah le echó una mirada mientras giraba en la calle Pierce rumbo a Bookford.
—¿Qué vas a hacer? ¿Un poco de agradable lectura camino a casa?
—Tengo una idea —dijo Joanna—. Y bastante buena. —Empezó a hojear las páginas buscando dos en especial.
—¿Me vas a dar una pista o esta gran idea es un secreto? —preguntó Deborah, ligeramente molesta con el largo silencio de su amiga.
Joanna sonrió para sí. Se dio cuenta que al no completar su idea sometía a Deborah al mismo trato que esta le daba continuamente. Disfrutando de su venganza, Joanna no contestó hasta que hubo encontrado las páginas buscadas y puesto el resto en el asiento de atrás.
—Voilá! —exclamó y sostuvo los papeles en alto. Deborah desvió la mirada del camino lo suficiente para ver que las páginas eran las dedicadas a los dos niños supuestamente nacidos de sus óvulos.
—Muy bien, ya veo de qué se trata. ¿Y cuál es la gran idea?
—Estos dos niños deben tener ahora de siete a ocho meses —dijo Joanna—. Es decir, si existen.
—¿Y qué?
—Aquí tenemos los nombres, las direcciones y los teléfonos. Sugiero que los llamemos y si la familia está de acuerdo, les hagamos una visita.
Deborah le echó una rápida mirada.
—¿Estás bromeando? —dijo—. Dime que estas bromeando.
—No estoy bromeando. Tú misma sugeriste que este listado era un chanchullo. Verifiquemos si es así. Al menos, una de estas direcciones está aquí en Bookford.
Deborah se detuvo en el arcén. Veían la biblioteca en la esquina de Pierce y Main.
—Lamento contrariarte, pero no creo que visitar a esta gente sea una buena idea. Una llamada telefónica, de acuerdo, pero no una visita.
—Primero llamamos —dijo Joanna—. Pero si los niños existen, quiero verlos.
—Eso nunca formó parte de nuestro plan. Solo íbamos a averiguar si habían nacido unas criaturas. Jamás hablamos de visitarlas. No es sano ni creo que los padres estén de acuerdo.
—No les pienso decir que fui la donante, si eso es lo que te preocupa.
—Me preocupas tú —dijo Deborah—. Una cosa es saber que existe un niño; verlo es otra. No creo que debas ponerte en esa situación. Es buscarse problemas emocionales.
—No me causará ningún problema emocional —dijo Joanna—. Es tranquilizador. Me hará sentir bien.
—Eso es exactamente lo que dice el adicto a su primera dosis de heroína. Si esos chicos existen y tú los ves, querrás verlos otra vez, y eso no es justo para nadie.
—No me vas a convencer —dijo Joanna.
Cogió el móvil y marcó el número de los señores Sard. Miró a Deborah cuando el aparato empezó a llamar. El hecho de que sonara significaba que el número era real.
—¿Señora Sard? —preguntó Joanna cuando contestaron su llamada.
—Sí, ¿quién es?
—Soy Prudence Heatherly, de la clínica Wingate —dijo Joanna—. ¿Cómo va el pequeño?
—Jason está estupendo. —Dijo la señora Sard—. Estamos muy animados porque empieza a gatear.
Joanna arqueó las cejas hacia Deborah.
—¡Eso es maravilloso! Escuche, señora Sard, la razón de mi llamada es que queremos seguir el proceso de Jason. ¿Le importaría si yo y otra empleada de la clínica pasamos a ver un momento al niño?
—¡Por supuesto que no! —dijo la señora Sard—. Si no fuera por el buen trabajo que hacen ustedes, nosotros no tendríamos esta felicidad. Hacía tanto tiempo que queríamos un niño. ¿Cuándo quieren pasar?
—¿Estaría bien en la próxima media hora?
—Perfecto. Se acaba de despertar de su siesta de modo que está de buen humor. ¿Tiene la dirección?
—La tenemos, pero indíquenos cómo llegar —dijo Joanna.
Resultó sencillo. Solo había que girar a la izquierda en la calle Main, ir en dirección del pueblo y luego coger la primera a la izquierda en la tienda RiteSmart. La casa era de estilo años sesenta, con tejado de dos aguas, y con la fachada necesitada de una mano de pintura. En contraste, un nuevo columpio infantil resplandecía en el sol del atardecer a un lado de la modesta vivienda.
Deborah aparcó detrás de una vieja furgoneta Ford.
—Un columpio nuevo para una criatura de seis meses. Eso sí que demuestra que hay padres ansiosos.
—La mujer dijo que hacía mucho tiempo que deseaban tener un hijo.
—No da la sensación de ser la casa de gente capaz de pagar los precios de la clínica Wingate.
Joanna asintió.
—La esterilidad desespera a las parejas. A menudo hipotecan la casa o piden créditos, pero esta casa no da para ninguna de esas opciones.
Deborah se volvió hacia Joanna.
—Lo que significa que probablemente acabaron sin dinero debido a la carga financiera de costearse un niño. ¿Estás segura que quieres pasar por esto? Quiero decir que el panorama allí adentro puede ser bastante deprimente. Mi consejo es darnos media vuelta e irnos.
—Quiero ver al niño —dijo Joanna—. ¡Confía en mí. Puedo hacerlo!
Abrió la puerta y bajó del coche. Deborah hizo lo mismo y las dos se encaminaron a la puerta. Con sus altos tacones, Deborah cuidó de no pisar las muchas grietas que había en el pavimento. Aún así, perdió un zapato, lo que la obligó a agacharse para recuperarlo.
—Hazme el favor de doblar las rodillas cuando haces eso —dijo Joanna—. Ya sé cómo llamaste la atención de Randy en aquel surtidor.
—Tus celos no conocen límites —dijo Deborah devolviéndole la broma.
Y las dos subieron los escalones.
—¿Estás lista? —preguntó Deborah con un dedo cerca del timbre.
—Pulsa ese maldito timbre —ordenó Joanna—. Estás exagerando la nota.
Deborah llamó a la puerta.
Se oyó el timbre en el interior. Duró unos segundos sonando como una melodía.
—Todo un detalle —dijo sarcásticamente Deborah.
—No seas tan prejuiciosa.
Se abrió la puerta y a través del sucio cristal de la contrapuerta, vieron a una mujer moderadamente obesa y en bata llevando en brazos a un bebé con un mechón de pelo blanco. Cuando se abrió la contrapuerta, las dos se quedaron boquiabiertas. Deborah incluso trastabilló sobre sus tacones y solo aferrándose a una barandilla pudo mantener el equilibrio.
Paul Saunders tenía cosas más importantes que hacer que hablar con Kurt Hermann. Hasta tuvo que posponer la autopsia que iba a hacer con Greg Lynch a las crías de la cerda. Pero Kurt había dicho que necesitaba hablar con él con extrema urgencia y Paul había aceptado hacerlo sin la menor gana, en especial porque Kurt insistió en que se reunieran en la casa de los guardias, en la entrada. Paul sabía que eso significaba problemas, pero no se preocupó. Tenía confianza en la capacidad y discreción de Kurt, por las que se le pagaba mucho dinero. ¡Muchísimo dinero!
Cuando se acercaba a la compacta construcción, recordó la última vez que había estado allí. Hacía más de un año del desastre con la anestesia. No pudo dejar de recordar la eficacia y el aplomo con que Kurt había resuelto aquella crisis; ese recuerdo contribuyó a tranquilizarlo.
En la puerta, Paul se quitó el lodo de las botas que había cogido para la caminata por el césped. Una vez dentro, encontró a su jefe de seguridad en el escritorio de su ascético despacho. Paul cogió una silla y tomó asiento.
—Tenemos problemas de seguridad —dijo Kurt con su característica ecuanimidad. Apoyaba los codos en el escritorio con las manos entrelazadas en el aire. Señaló a Paul con los índices para subrayar sus palabras, pero no denotó ninguna otra señal de emoción.
—Le escuchó —dijo Paul.
—Hoy han empezado a trabajar dos nuevas empleadas —dijo Kurt—. Georgina Marks y Prudence Heatherly. Supongo que usted las entrevistó como es habitual.
—Por supuesto. —De inmediato se imaginó a Georgina y su cuerpo voluptuoso.
—He llevado a cabo algunas pesquisas. No son quienes dicen ser.
—Explíquese.
—Usan nombres falsos —dijo Kurt—. Georgina Marks y Prudence Heatherly eran de la zona de Boston pero ambas fallecieron recientemente.
Paul tragó saliva.
—¿Quiénes son? —preguntó y se aclaró la garganta.
—Sabemos el nombre de una de ellas —dijo Kurt—. Deborah Cochrane. El coche que usan está registrado a ese nombre. Aún desconocemos el nombre de la otra, pero pronto lo sabremos. La dirección que dieron no existe, pero tenemos la dirección real de Deborah Cochrane. Y que es la dirección correcta de ambas.
—Felicitaciones por haber descubierto todo esto en poco tiempo —dijo Paul.
—Todavía no es momento de felicitaciones —dijo Kurt— hay más.
—Prosiga —dijo Paul y se puso algo nervioso.
Por el momento, le preocupaba que un hombre de capacidad de Kurt pudiese descubrir que había invitado cenar a la llamada Georgina y que había sido rechazado.
—Randy Porter ha descubierto que la falsa Prudence Heatherly ha abierto e impreso uno de los archivos de seguridad. Es uno titulado Donantes.
—¡Pero…! —exclamó Paul—. ¿Cómo pudo haber ocurrido algo semejante? Ese informático me aseguró que mis archivos estaban a salvo de cualquier contingencia.
—Yo no sé mucho de informática —dijo Kurt—, Randy sugirió que ella recibió la ayuda del doctor Spencer Wingate, a quien creo que sedujo.
Paul tuvo que agarrarse de ambos lados de la silla, sabía que Spencer estaba rabioso y contrariado, pero esto era demasiado.
—¿Y cómo la ayudó?
—Añadiendo su nombre a la lista de usuarios del archivo. No fue fácil obtener esa información de Randy, pero eso dijo.
—Muy bien —replicó Paul sintiendo que se le enrojecían las mejillas—. Hablaré con Spencer y llegaré al fondo de todo esto aunque quizá también necesite su ayuda.
Mientras tanto, hágase cargo de las dos mujeres y sea tan diligente como lo fue con el desgraciado incidente de la anestesia, ya me entiende. No quiero que estas mujeres salgan de la clínica. Y quiero recuperar ese archivo que imprimieron.
—Para cuando acabó la frase, prácticamente estaba chillando.
—Por desgracia, ya se han ido —dijo Kurt manteniendo la calma pese a la creciente indignación de Paul—. Apenas me enteré de lo sucedido, traté de detenerlas en el acto, pero ya se habían marchado.
—¡Quiero que las encuentre y arregle este desaguisado! —gritó Paul mientras lo señalaba repetidas veces con un dedo—. ¡No quiero saber cómo lo hace, pero hágalo! Y hágalo de un modo que no implique a la Wingate. ¡Tenemos que parar esto!
—De acuerdo —dijo Kurt—. Y como me lo he pensado un poco, creo que será bastante fácil. Primero, contamos con su dirección. Segundo, ellas saben que su comportamiento ha sido delictivo y por tanto no creo que se lo hayan contado a nadie. Asimismo, al menos una de ellas fue donante de óvulos, con lo cual el motivo para conseguir el archivo puede ser solo personal. Así pues, si bien se ha producido un grave fallo en la seguridad, al menos podemos resolverlo si actuamos de inmediato.
—¡Entonces hágalo! —gritó Paul—. Quiero esto resuelto esta misma noche. ¡Esas mujeres pueden ocasionarnos problemas!
—Ya he tomado medidas para trasladarme a Boston —dijo Kurt.
Se puso de pie y, mientras lo hacía, se aseguró que Paul viera la pistola Glock con silenciador que sacó del cajón de su escritorio. Quería hacer ver lo grave que consideraba esta situación.
Pero la reacción de Paul fue distinta a la esperada por Kurt. En vez de simular que no la veía, le preguntó si tenía otra que él pudiera usar esa noche. A Kurt le encantó satisfacerlo. Esperaba que Paul resolviese por sí solo el problema Spencer Wingate. Después de todo, dos jefes máximos enemistados podían crear una situación muy complicada.
Joanna aún temblaba de la conmoción que le produjo aquella realidad y le pareció que Deborah compartía sus sentimientos con igual intensidad. La señora Sard las invitó pasar a la sala e insistió en darles café. Pero Joanna no tocó la taza. La casa estaba tan sucia que le dio miedo. Manchas de lo que parecía yogur habían estropeado el sofá del lado en que Joanna estaba sentada. Juguetes y ropas sucias se veían por todas partes. El olor de pañales sucios impregnaba el ambiente. En la cocina, a la que Joanna echó un vistazo cuando entraron, había montones de platos grasientos, La señora Sard no paraba de hablar sobre el bebé, que se aferraba a ella como un marsupial. Estaba visiblemente contenta por la inesperada visita y a Joanna le dio la impresión de ser una persona muy necesitada de compañía.
—De modo que el bebé goza de buena salud —dijo Deborah cuando la anfitriona hizo una pausa.
—Bastante buena —dijo esta—, aunque recientemente nos han dicho que sufre una ligera pérdida sensorineuronal de audición.
Joanna no tenía ni idea de qué era una pérdida sensorineuronal y aunque todavía no había abierto la boca, se las arregló para preguntar.
—Es una sordera provocada por un problema en el nervio auditivo —le explicó Deborah.
Joanna asintió meneando la cabeza, pero aún no estaba segura de entender. Pero no insistió. En cambio, se miró las manos. Temblaban. Se cubrió una con la otra. Lo que en realidad quería era irse de inmediato.
—¿Qué más les puedo contar de ese pequeñín? —dijo la señora Sard. Con orgullo, levantó al bebé por encima de los hombros y luego lo hizo brincar sobre las rodillas.
Joanna pensó que era un encanto como cualquier bebé, pero que sería más encantador de haber estado limpio. El pijama cerrado que llevaba estaba inmundo en la pechera, sus cabellos se veían hediondos y algo de cereal le embadurnaba las mejillas.
—Creo que ya tenemos toda la información que necesitamos —dijo Deborah y se puso de pie. Joanna, agradecida, hizo lo mismo.
—¿No quieren más café? —ofreció la señora Sard con un deje de desesperación en la voz.
—Ya hemos abusado de su hospitalidad —dijo Deborah, La mujer trató de protestar, pero Deborah se mostró inflexible. Así pues, la señora Sard las acompañó hasta la puerta y permaneció en el porche mientras ellas bajaban los escalones. Cuando llegaron al coche, solo Deborah miró hacia atrás y, cuando lo hizo, la mujer hizo que el niño agitase la mano en gesto de despedida.
—Vámonos de aquí —dijo Joanna en cuanto cerraron las puertas, evitando volver a mirar al niño.
Deborah puso el motor en marcha y volvió a la calle. Anduvieron unos minutos en silencio. Ambas se alegraban de haberse ido.
—Estoy horrorizada —dijo Joanna rompiendo finalmente el silencio.
—No se me ocurre quién no lo estaría —dijo Deborah.
—Me asombra que esa mujer actúe como si no supiera nada —dijo Joanna.
—Quizá sea así. Pero incluso si sabe algo, probablemente quería un hijo desde hace tanto tiempo que no le importa. Las parejas estériles llegan a la desesperación.
—¿Te diste cuenta enseguida? —preguntó Joanna.
—Obvio. Casi me caigo de culo en el porche.
—¿Qué te dio la pista?
—Supongo que el conjunto —dijo Deborah—. Pero si tengo que estrechar el círculo, creo que el mechón de pelo blanco del bebé me abrió los ojos. Quiero decir, es algo bastante espectacular, en especial en un niño de seis meses.
—¿Le viste los ojos? —Joanna se estremeció.
—Claro. Me recordaron al perro husky que tenía un tío mío, aunque los del chucho tenían incluso más color.
—Lo que más me molesta es que probablemente el primer clon humano haya sido engendrado con uno de mis óvulos.
Sé cómo te sientes —dijo Deborah—, pero a mí más me molesta quién lo hizo y a quién clonó. Paul Saunders no es la clase de persona de la que el mundo necesite una copia. Clonarse a sí mismo representa que es más egocéntrico, fatuo y arrogante de lo que yo jamás podría haber imaginado, aunque luego él intente explicar que lo hizo por la ciencia o la humanidad o alguna otra ridícula justificación.
—Al menos ese niño no tiene nada de mí —dijo Joanna Por el momento, no podía ver más allá del aspecto personal de esta calamidad.
—Probablemente te equivocas —dijo Deborah—. El óvulo contribuye al ADN de las mitocondrias. Esa criatura tiene tus mitocondrias.
—Ni siquiera voy a preguntarte qué son las mitos… drias —dijo Joanna—. No quiero saberlo porque no puedo admitir que ese chico lleve algo mío.
—Pues bien, ahora sabemos por qué el índice de con tus óvulos era tan bajo. La clonación mediante transferencia de núcleos es así. Lo positivo es que han superado el hecho por los que clonaron a la oveja Dolly. Deben de haber hecho unos doscientos intentos antes de lograr uno positivo. Tú conseguiste cuatro positivos en menos de cientos.
—¿Tratas de hacerme una broma pesada? —repuso Joanna—. Yo no le veo ninguna gracia.
—Hablo en serio. Deben de estar haciéndolo correctamente. Su estadística es dos veces mejor que las demás.
—Pues yo no le daré ningún otro óvulo. Todo este asunto me enferma. Ojalá no hubiera ido nunca a indagar; así de mal me siento.
—Jamás te diría lo que acabo de decirte —bromeó Deborah—. Nunca haría algo semejante. Sería demasiado.
Joanna sonrió a su pesar. La asombraba que en cualquier circunstancia Deborah pudiera tomarle el pelo.
—Pero sí tengo otra sugerencia que hacer si piensas puedes soportarla.
—Detesto preguntar qué se te ha ocurrido —dijo.
—Pienso que debemos visitar a un segundo bebé para Comprobar si nuestros miedos están justificados.
Siguieron adelante en silencio mientras Joanna se pensaba la nueva propuesta.
—No va a empeorar las cosas —dijo finalmente Deborah—. Ya hemos experimentado la conmoción. Nos puede ayudar a decidir qué haremos al respecto, si es que hacemos algo, ya que hasta ahora hemos ignorado el problema olímpicamente.
Joanna asintió. En ese sentido, Deborah tenía razón. No solo no habían hablado de lo que tendrían que hacer, sino que Joanna había evitado a propósito pensar en ello. Además de recurrir a la prensa, que sin duda las implicaría, ¿a quién más se lo podían contar? El problema estribaba en que habían conseguido la información mediante un delito. Joanna no sabía mucho de leyes, pero sí sabía que obtener información de forma delictiva invalidaba dicha información. Además, ni siquiera sabía si clonar seres humanos en una clínica privada violaba la ley.
—De acuerdo —dijo impulsivamente—, intentémoslo con el segundo niño, pero si es la misma situación, no entraremos. —Buscó la segunda página y el móvil.
El apellido del segundo bebé era Webster y vivían en un pueblo más cercano de Boston que de Bookford.
Joanna marcó el número. El teléfono sonó más de cinco veces. Estaba a punto de cortar cuando contestó una mujer de respiración agitada.
La conversación con la señora Webster fue casi un calco de la mantenida con la señora Sard. Explicó que había tenido que correr porque acababa de sacar del baño a Stuart. Se mostró encantada de recibirlas y le explicó exactamente cómo llegar.
—Al menos este bebé estará limpio —dijo Joanna mientras cerraba el teléfono.
Media hora después llegaban a una casa que era la antítesis de la de los Sard. La de los Webster era una mansión de ladrillos y estilo colonial con grandes chimeneas. Las mujeres contemplaron la casa y el cuidado jardín ornamentado con un montón de magnolias y escaramujos en flor.
—Caray, el doctor Saunders es bastante ecléctico a la hora de elegir padres —comentó Deborah—. Es decir, si este niño también ha sido clonado.
—Vamos —dijo Joanna—. Acabemos con este asunto.
Las dos caminaron por el sendero de entrada con reservas. Ninguna estaba segura de querer hacer esa visita; sin embargo, se sentían obligadas. Joanna llamó al timbre. Una vez más, ambas supieron al instante que se trataba de otro clon de Paul Saunders. El bebé era idéntico al de los Sard, el mismo mechón de pelo blanco, los mismos iris heterocromáticos, la misma nariz de ancha base.
La señora Webster resultó tan amable como la otra, pero sin la aparente necesidad de compañía. Le pidió que entraran, pero ambas declinaron.
Ya que Joanna había conseguido recuperarse del anterior shock, pudo participar más en la breve conversación. Además, al ver un niño limpio en un entorno favorable para el bienestar del bebé hizo que el episodio fuera más soportable. Por mera curiosidad, Joanna preguntó si el bebé tenía algún problema auditivo. La mujer contestó que sí, y el problema era similar al del bebé Sard.
Tras abandonar la casa de los Webster, ambas guardaron silencio, cada una concentrada en sus propios pensamientos. No fue hasta que llegaron a la carretera y cogieron velocidad que Deborah rompió el silencio.
—No quiero volver sobre el tema, pero ahora puedes ver por qué me desilusionó tanto no haber podido hacernos con los archivos de la investigación. Mi intuición me dice que allí están haciendo algo muy gordo y que estas clonaciones solo son la punta del iceberg. Con el grado de arrogancia que tiene el doctor Saunders, el cielo es el límite. —Clonar seres humanos ya es bastante malo.
—No creo que sea suficiente para que encierren a Saunders y sus compinches —dijo Deborah—. De hecho, si los medios denuncian que allí ofrecen clonaciones, se puede producir una estampida de gente estéril en dirección a la clínica.
—Lo siento —musitó Joanna—. Como ya te dije, hice lo que pude con aquel ordenador.
—No te culpo.
—¡Sí que lo haces!
—Pues bien, quizá un poquito. Es muy frustrante. Volvieron a guardar silencio. A la distancia, apareció Boston en el horizonte.
—¡Espera un segundo! —exclamó de repente Deborah sobresaltando a Joanna—. El descubrir las clonaciones nos ha hecho olvidar los óvulos.
—¿De qué estás hablando?
—La cantidad de óvulos que presuntamente te sacaron. Cómo pueden obtener cientos a menos que… —Deborah hizo una pausa y miró por la ventanilla con expresión de horror.
—¿A menos qué? —inquirió Joanna.
En esas circunstancias, le irritó sobremanera que Deborah volviera a las andadas.
—Mira el archivo de donantes. Fíjate si hay más donantes que hayan ofrecido cientos de óvulos.
Mascullando entre dientes, Joanna estiró una mano hasta el asiento trasero y con un gruñido se colocó el montón de papeles sobre el regazo. Empezó desde el principio y no tuvo que pasar muchas páginas.
—Hay muchas. Y aquí hay una todavía más impresionante. ¡A Ana Álvarez se le adjudican cuatro mil doscientos nueve!
—¡Estás bromeando!
—No lo estoy —dijo Joanna—. Aquí hay otra donante de varios miles. Marta Arriaga. Y otra más; María Artiavia. —Esos apellidos parecen hispanos.
—Sí —coincidió Joanna—. Aquí hay otra todavía más extraordinaria. Según dice aquí, ¡Mercedes Ávila donó ocho mil setecientos veintiún óvulos!
—Fíjate si pone que todos esos óvulos fueron implantados individualmente como los tuyos.
Joanna pasó la página de Mercedes Ávila y deslizó un dedo por la columna.
—Así parece.
—Entonces probablemente fueron destinados a transferencias de núcleos para clones —dijo Deborah—. ¿Consta el nombre de Saunders al lado?
—En casi todos —dijo Joanna—, aunque algunos también llevan el nombre de Sheila Donaldson.
—Tendría que habérmelo imaginado —dijo Deborah Eso quiere decir que trabajan juntos. Pero dime una cosa: ¿Hay muchos apellidos hispánicos o se trata de una excepción en la letra A?
Joanna revisó las páginas. Tardó varios minutos.
—Sí, hay bastantes y todos figuran como donantes miles de óvulos.
—¿Será esa la conexión nicaragüense? —preguntó Deborah con un estremecimiento.
—¿Cómo puede ser?
—Los embriones femeninos tienen una cantidad máxima de óvulos en el ovario que duran toda la vida —explicó Deborah—. En alguna parte leí que en un dato momento del desarrollo embrionario tiene cerca de siete u ocho millones; en el momento del nacimiento se reduce a un millón, y en la pubertad, a trescientos o cuatrocientos mil. Algunas mentes enfermizas como las de Paul Saunders y Sheila Donaldson pueden considerar que el embrión femenino es una mina de oro.
—No me gusta lo que estás sugiriendo dijo Joanna.
—A mí tampoco —dijo Deborah—, pero lo que digo es coherente. Esas nicaragüenses acaso permitan que las implanten y luego las hagan abortar a las veinte semanas más que para extraerles los óvulos.
Joanna miró por la ventanilla mientras sentía repulsión. Lo que decía Deborah era tan horroroso como la clonación, con las implicaciones sobre el papel de falta de respeto por la vida humana. Con dificultad, reprimió sus emociones. Se encontró deseando no haber tenido nunca nada que ver con la clínica Wingate. Haberse implicado como donante la hizo sentir cómplice de ese tinglado.
—El problema con esta situación, si realmente sucede lo que pienso, es que es legal. Puede ser reprobable que esto acontezca en una clínica de fertilidad, pero nadie podría hacer nada si esas mujeres no están siendo obligadas a hacerlo.
—¿Pagarles no es una forma de coerción? —replicó Joanna—. ¡Estas mujeres son pobres y provienen de un país del Tercer Mundo!
—Eh, calma. Solo estamos cambiando opiniones.
—¡No me voy a calmar! —espetó Joanna—. ¿Y qué idea tenías sobre mis óvulos que no completaste? Detesto cuando me dejas colgada con algo así.
—Oh, lo siento. La conexión nicaragüense me hizo cambiar de tema. Quería decir que para quitarte tantos óvulos, tienen que haberte extirpado todo el ovario.
Joanna sintió como si le hubiesen abofeteado. Tuvo que serenarse para poder pensar. Con voz trémula, pidió que repitiese lo que acababa de decir para cerciorarse de haberlo entendido bien.
Deborah echó una rápida mirada a su amiga. Por la voz de Joanna, supo que estaba al borde del colapso emocional.
—Solo he pensado en voz alta —explicó—. No te lo tomes tan a pecho.
—Tengo derecho a molestarme si tú sugieres que me extirparon el ovario —dijo Joanna lentamente.
—Entonces busca tú una explicación alternativa para todos esos óvulos —repuso Deborah en son de desafío—. Estamos hablando para tratar de comprender la poca información que tenemos.
Joanna se serenó e intentó dar con alguna alternativa tal como había sugerido su amiga. Pero no se le ocurrió nada.
—Que yo sepa, el máximo de óvulos obtenidos con una hiperestimulación ovárica fueron unos veinte —dijo Deborah—. Conseguir cientos me sugiere la existencia de al tipo de cultivo de tejidos ováricos.
—¿Es posible hacer un cultivo de tejidos de ovarios? —preguntó Joanna.
Su amiga se encogió de hombros.
—No tengo la menor idea. Soy una biólogo molecular no celular. Pero podría ser.
—Si me sacaron un ovario —dijo Joanna—, ¿en qué afectará?
—Vemos —dijo Deborah poniendo cara de gran concentración—, con la mitad de tu producción normal de estrés, casi se doblará tu nivel de adrenalina. Eso quiere decir que probablemente te crecerá la barba, se te caerán los pechos y te quedarás calva.
Joanna la miró con renovado pavor.
—¡Es una broma! —exclamó Deborah—. Tendrías que reír.
—Pues no le veo la gracia.
—La verdad es que probablemente casi no habrá diferencia —dijo Deborah—. Tal vez puede haber un mínimo bajón de tu fertilidad ya que ovularás con un solo ovario, pero no estoy segura de eso.
—Aun así, el hecho de que me hayan escamoteado un ovario no es nada agradable —dijo Joanna—. Es como una violación, pero aún peor.
—Totalmente de acuerdo —dijo Deborah.
—¿Por qué solo yo y no tú?
—Buena pregunta —dijo Deborah—. Supongo porque me he negado a la anestesia general. Para quitar ovario deben usar un procedimiento laparoscópico como mínimo, no una mera aguja magnética.
Joanna cerró un instante los ojos. Deseó entonces haber sido tan cobarde con los procedimientos médico el momento de la donación. Tendría que haber seguido el consejo de Deborah.
—Se me acaba de ocurrir algo —dijo Deborah. Joanna no pronunció palabra. Juró que no preguntaría de qué se trataba. Continuaron en silencio casi dos minutos.
—¿No estás interesada? —preguntó Deborah.
—Solo si me lo dices.
—Si podemos probar que te han extraído un ovario, entonces tendremos algo. Si lo hicieron, tendríamos la ley de nuestra parte. Quiero decir que extraer un ovario sin consentimiento constituye técnicamente un delito.
—Sí. ¿Y bien? ¿Cómo probarlo? —dijo Joanna sin entusiasmo—. ¿Qué tendrían que hacer? ¿Abrirme y mirar? ¿Sabes qué? No, gracias, pero no.
—No creo que tengan que operarte. Pienso que lo pueden hacer con una resonancia magnética. Lo que sugiero es que llames a Carlton, le expliques el asunto y le digas que necesitas averiguar si te falta un ovario.
—Me parece bastante irónico que tú me sugieras que llame a Carlton —comentó Joanna.
—No te estoy proponiendo que te cases con él, por todos los santos. Solo que aproveches que es médico de un hospital. Esos se conocen entre sí, son como una hermandad. Estoy segura de que puede conseguir que te hagan una prueba de resonancia.
—Hace tres días que estoy en casa y aún no lo he llamado ni una vez. Me sentiría culpable si lo llamo de improviso para pedirle un favor.
—¡Oh, por favor! —exclamó Deborah—. Vuelves a dar muestras de tu pasado de niña bien de Houston. Cuántas veces he de decirte que se puede utilizar a los hombres del mismo modo que ellos utilizan a las mujeres. Esta vez, en vez de usarlo como diversión, lo usas para conseguir una prueba de resonancia. No pasa nada.
Joanna se imaginó cómo sería la conversación con Carlton. Desde su perspectiva, no resultaría tan fácil como sugería Deborah. Pero quería comprobar si había sido violada internamente o no. De hecho, cuanto más lo pensaba, más quería saberlo.
—¡Muy bien! —dijo. Cogió el teléfono móvil—. Le llamaré.
—Buena chica.