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10 de mayo de 2001, 12.24 h

A primera hora de la mañana, Joanna había aprendido a respetar a los empleados que procesaban textos. Ahora sentía un respeto incluso mucho mayor por los ladrones. No podía imaginar hacer algo parecido a esto para ganarse la vida. Deborah la había convencido de intentarlo de nuevo con argumentos y planes que ahora parecían funcionar. Hacía veintidós minutos que Joanna estaba en la sala del servidor y nadie la había molestado. Su mayor enemigo había sido ella misma.

El pánico fulminante que había sentido en su primera visita aumentó en cuanto volvió a poner pie en la puerta exterior de la sala; le costó seguir adelante. La peor parte había sido la espera angustiosa para que el software que había traído descubriera la contraseña para abrir el sistema. Mientras, Joanna se había visto reducida a una masa patética y temblorosa de ansiedad intermitentemente sobresaltada por ruidos inocuos o fruto de su imaginación. Se sorprendió de sí misma. Había tenido la errónea impresión de que se comportaría de forma serena y controlada en circunstancias extremas de presión como esta.

Una vez en el sistema, el miedo se redujo un grado por el mero hecho de hacer algo en vez de esperar. El problema principal habían sido sus temblores. Le dificultaban el uso del teclado y el ratón.

A medida que progresaba, Joanna había agradecido en silencio a Randy Porter que le hubiese facilitado el trabajo al no esconder en encriptados inexpugnables lo que buscaba. En la primera ventana que abrió había encontrado una unidad del servidor llamado Data D que sonó prometedora, al abrirla, vio un conjunto de carpetas convenientemente clasificadas. Una de ellas se llamaba Donantes. Hizo clic en la carpeta, seleccionó Propiedades y vio que el acceso estaba, muy limitado. De hecho, además de Randy Porter come administrador de la red, solo Paul Saunders y Sheila Donaldson tenían entrada autorizada.

Segura de haber encontrado la carpeta buscada, Joanna se añadió a la lista de usuarios. Eso solo requería teclear su clave de usuaria además de su dominio de office. Justo cuando iba a hacer clic en el botón de añadir, oyó que se abría una puerta en la distancia que le hizo palpitar el corazón. Un sudor frío le empapó la frente.

Durante varios segundos, no pudo moverse ni respirar mientras se esforzaba por oír los pasos fatídicos en el pasillo que llevaba a la sala del servidor. Pero no oyó nada. Aún así, esperaba encontrarse con alguien a sus espaldas. Lentamente se dio media vuelta. Sintió alivio cuando no vio a nadie. Se puso en pie, dio unos pasos y miró desde la puerta la otra puerta del pasillo. Estaba cerrada.

«Tengo que salir de aquí», se dijo. Rápidamente volvió al teclado y con mano temblorosa marcó la tecla de añadirse a la lista de acceso al archivo de donantes. Con rapidez, volvió por las ventanas que había abierto sucesivamente hasta llegar al monitor del servidor y, por último, al pedido de contraseña. Agarró el bolso y estaba a punto de marcharse cuando recordó que el software auxiliar que había traído aún estaba en la consola. Temblando más ahora que estaba a pocos segundos del éxito, extrajo el CD y lo guardó en el bolso. Ahora sí podía irse.

Cerró la puerta de la sala del servidor y corrió los pocos metros hasta la puerta exterior. Por desgracia no había modo de saber si era buen momento para salir al pasillo central o no. Todo dependía de quién estuviese allí en ese instante. Respiró hondo y cruzó los dedos. Con un solo movimiento, abrió, y salió, y cerró la puerta. Evitó mirar a los lados del pasillo y se encaminó directamente al surtidor de agua. No es que sintiera sed pese a que tenía la boca reseca. Solo quería hacer algo en vez de comportarse como una ladrona que escapa de la escena del crimen.

Se irguió después de beber, sin oír ninguna voz. Cuando miró en ambas direcciones, comprobó que había elegido el mejor momento para salir. Era una de las pocas ocasiones en que el pasillo estaba absolutamente vacío.

Joanna se apresuró a volver a su cubículo en la zona de administración. Ya que era la hora del almuerzo, no había casi nadie a la vista. Entró y puso en funcionamiento su terminal. Con mayor destreza que la mostrada en la sala del servidor, Joanna llegó rápidamente a la carpeta de donantes. Cuando tecleó la orden para que se abriera, contuvo el aliento.

—Bingo —musitó.

Ya estaba dentro. Sintió ganas de dar un grito de júbilo, pero se contuvo, y gracias a Dios que lo hizo.

—Bingo ¿qué? —preguntó una voz—. ¿Qué pasa aquí? Volviendo a experimentar el terror sentido en la sala, Joanna miró a la derecha. Tal como se temía, se encontró con el antipático rostro de Gale Overlook.

—¿Qué? ¿Has ganado la lotería? —preguntó Gale. Tenía un modo de hablar que todo lo que decía sonaba ofensivo. Joanna tragó saliva. De repente fue consciente de otra debilidad personal. Aunque se creía razonablemente ingeniosa y capaz de replicar a lo que fuera, el sentirse ansiosa y culpable como en ese momento la dejó en blanco.

—¿Qué tienes en pantalla? —preguntó Gale interesándose aún más a la luz del desasosiego de Joanna. Estiró la cabeza tratando de ver lo que había.

Aunque Joanna estaba momentáneamente sin palabras, tuvo la entereza de cerrar esa ventana y volver a la posición original.

—¿Estabas en Internet? —preguntó acusadoramente Gale.

—Sí —contestó Joanna cuando finalmente recuperó el habla—, quería ver la cotización de unas acciones en bolsa.

—A Christine no le va a gustar —dijo Gale—. No consiente que la gente entre en Internet por razones personales en horas de trabajo.

—Gracias por decírmelo —dijo Joanna. Se puso en pie, sonrió fríamente y se fue.

Joanna caminó con paso vivo. Pese a estar enfadada consigo misma por comportarse de forma tan sospechosa, e irritada con Gale Overlook por ser tan entrometida, logró refrenar su desbocada ansiedad. Cuando se encaminó al comedor, empezó a sentirse mejor. Y cuando llegó a la pesada puerta que llevaba a la zona de la torre del edificio, se había recuperado lo suficiente como para incluso tener un poco de hambre.

Se detuvo un instante en la puerta del comedor para buscar a Deborah. Había mucha más gente que el día anterior. Vio a Spencer Wingate y apartó la vista. No tenía ganas de encontrarse con ese hombre. En otra mesa vio a Paul Saunders y Sheila Donaldson, y también desvió la mirada. Entonces vio a Deborah sentada con Randy Porter. Parecían enfrascados en una conversación.

Fue en dirección a Deborah pero intentando ocultar la cara a Sheila Donaldson dentro de lo posible. Hasta que Joanna llegó a la mesa, Deborah no se dio cuenta de su presencia.

—Hola, Prudence —dijo Deborah en tono cordial—. Recuerdas a Randy Porter, ¿verdad?

Randy sonrió tímidamente y le estrechó la mano, pero no se levantó. Joanna no se sorprendió. Hacía tiempo que se había acostumbrado a que cierto tipo de hombres no tiene la menor idea sobre cortesía.

—Hemos tenido una interesante conversación —dijo Deborah—. Yo no sabía que el mundo de los juegos de ordenador fuera tan atractivo. Parece que me he perdido algo importante, ¿verdad, Randy?

—Sin duda —dijo él y se recostó en el respaldo de la silla con una ancha sonrisa de satisfacción.

—¿Sabes qué, Randy? —dijo Deborah—. ¿Y si más tarde paso por tu terminal y me muestras Torneo irreal? ¿Te parece bien?

—Me parece muy bien —dijo Randy muy pagado de sí.

—Me ha encantado hablar contigo, Randy —añadió Deborah—. Ha sido muy divertido. —Sacudió la cabeza y sonrió esperando que Randy se diera cuenta de la indirecta, pero él no se enteró de nada.

—Tengo un par de joysticks en el coche —dijo Randy—. Puedo hacer que las dos juguéis en un abrir y cerrar de ojos.

—No lo dudo —dijo Deborah perdiendo la paciencia—. Pero ahora a Prudence y a mí nos gustaría hablar de algo.

—De acuerdo —dijo Randy, pero no se movió.

—En privado —dijo Deborah.

—Oh —exclamó Randy. Miró a una y a otra como confundido, y finalmente captó el mensaje. Estrujó la servilleta antes de levantarse—. Ya nos veremos.

—Muy bien —dijo Deborah.

Randy se alejó y Joanna ocupó su asiento.

—No le han enseñado modales —comentó Joanna. Deborah lanzó una carcajada burlona.

—Y tú seguramente piensas que te has llevado la peor parte teniendo que ir a la sala del ordenador.

—¿Fue tan desastroso?

—Está chalado por la informática. No sabe hablar de otra cosa. ¡Absolutamente de nada más! Pero ya pertenece al pasado. —Se aclaró la garganta, se inclinó y en voz baja preguntó—: ¿Qué pasó? ¿Lo hiciste o qué?

Joanna también se inclinó. Sus rostros estaban a pocos centímetros de distancia.

—Hecho.

—¡Fantástico! ¡Felicidades! ¿Y qué has averiguado?

—Todavía nada. Pero por lo que vi en la sala del servidor y luego en mi terminal, sé que tengo la carpeta indicada. Hasta vi tu nombre en la lista de direcciones.

—¿Y por qué aún no has visto nada?

—Porque me interrumpió la entrometida de mi vecina —dijo Joanna—. Está al acecho siempre que digo o hago al fuera de lo normal. Pensé que estaría comiendo cuando regresé, pero estaba equivocada.

Se acercó una de las camareras nicaragüenses y Joanna pidió ensalada y sopa a sugerencia de Deborah, quien dijo que sería lo más rápido.

—Me muero por llegar a tu terminal —dijo Deborah cuando la camarera se hubo alejado—. Estoy obsesionada con todo esto. Lo curioso es que ahora tengo tanto interés en averiguar sobre la investigación que hacen aquí como sobre lo sucedido a nuestros óvulos.

—Será un problema. Primero debemos librarnos de esa entrometida. Lo mejor será no abrir la carpeta de las donantes hasta que ella se haya ido.

—Entonces hagámoslo en el laboratorio. Hay muchas terminales disponibles. Y allí no tendremos que preocuparnos de que alguien nos espíe.

—No podemos usar una terminal del laboratorio —dijo Joanna—. El acceso que abrí sólo sirve para dominio de office.

—¡Dios santo! —exclamó Deborah—. ¡Por qué todo es tan complicado! Pues muy bien. Usemos tu terminal e ignoremos a tu vecina. Diablos, me puedo interponer entre ella y la pantalla. Tan pronto termines de comer, nos largamos de aquí y lo hacemos.

—Hay otro problema —dijo Joanna—. El único acceso de que dispongo es a la carpeta de donantes. Había otras carpetas como Protocolos de investigación y Resultados de investigación, pero no abrí los accesos.

—¿Por qué no? —repuso Deborah y frunció el entrecejo.

—Porque temí que tardara demasiado.

—¡Oh, por todos los santos! ¡No me lo puedo creer! Estabas allí con los archivos delante de tus narices. ¿Cómo pudiste no hacerlo? —Deborah sacudió la cabeza con irritación.

—No imaginas lo nerviosa que estaba —dijo Joanna—. Tengo suerte de haber podido hacer algo en esa sala.

—¿Cuánto tiempo más habrías tardado?

—No mucho, pero te digo que me sentí aterrorizada. Ha sido una lección muy dura, pero aprendí que no sirvo para cometer delitos. Sabes que hemos cometido un delito, ¿verdad?

—Supongo —dijo Deborah, desilusionada.

—En el peor de los casos y si nos pillan, al menos si podemos probar que solo buscábamos información sobre nuestros propios óvulos, eso representaría una atenuante. Pero no lo sería si nos pescan robando los protocolos de investigación.

—Puede que tengas razón. De cualquier modo, yo tengo otro plan. Dame la tarjeta azul de Wingate.

—¿Para qué? —preguntó Joanna. Miró a su amiga con recelo. Sabía que Deborah podía ser impulsiva.

En ese momento llegó la comida. La camarera la sirvió y se retiró. Deborah volvió a inclinarse y le contó la historia de su búsqueda del lugar de procedencia de los óvulos. Le dijo que había encontrado una hermética puerta de acero inoxidable completamente fuera de lugar en la vieja y decrépita cocina del sótano. Cuando acabó, dijo simplemente:

—Quiero ver que hay detrás de esa puerta.

Joanna tragó un bocado de ensalada y a continuación miró a Deborah con exasperación.

—¡No pienso darte la tarjeta de Wingate!

—¡Qué! —explotó Deborah.

—No voy a darte la tarjeta de Wingate —repitió Joanna casi susurrando—. Estamos aquí para descubrir qué pasó con nuestros óvulos. Ese fue el objetivo desde el principio. Por más imperioso que te resulte averiguar lo que están haciendo aquí, no podemos poner en peligro lo que ya hemos hecho. Si esa puerta del sótano se abre con una tarjeta y tú entras, hay una gran probabilidad de que se active alguna alarma electrónica tal como sucede en la sala del servidor. Y si eso ocurre, intuyo que estaremos metidas hasta el cuello en gravísimos problemas.

Deborah, irritada, le sostuvo la mirada, pero luego su expresión se suavizó. Aunque no le gustaba escucharlo, lo que decía Joanna sonaba convincente. Aun así, Deborah se sintió frustrada. Pocos minutos antes había pensado que tenía dos vías igualmente prometedoras de acceso a lo que consideraba un misterio importante. Su intuición le indicaba que la clínica Wingate, en el mejor de los casos, llevaba a cabo una investigación éticamente cuestionable, y en el peor, violaba la ley.

Como bióloga al tanto de los temas biomédicos, Deborah sabía que las clínicas de fertilidad como la Wingate operaban en un mundo médico carente de regulaciones. De hecho, las pacientes desesperadas de esas clínicas a menudo rogaban ser tratadas con procedimientos aún no aprobados por la comunidad científica. En ese medio, ninguna paciente se opone a servir de conejillo de indias e ignora cualquier posible consecuencia negativa para sí misma o la sociedad en general siempre y cuando exista la posibilidad de procrear un hijo. Semejante paciente tiende a poner al médico en un pedestal, lo que anima al doctor a creer que está más allá de la ética e incluso de las leyes.

—Siento no haber hecho más —dijo Joanna—. Supongo que te he desilusionado. Ojalá no me hubiera desquiciado tanto en esa sala. Pero hice lo que pude en esas circunstancias.

—Por supuesto que sí —dijo Deborah. Ahora se sentía culpable de haberse enfadado con Joanna, quien en realidad había hecho algo bastante arriesgado. Pese a todo su enojo, se preguntó sinceramente si ella hubiera podido hacerlo, de haber sabido más de informática. Aguantar un rato a Randy había sido una molestia, no un reto peligroso.

—Lo que tenemos que discutir es si accedemos ya mismo a la carpeta de donantes —dijo Joanna tomando otro bocado de ensalada.

—Explícate.

—Me sentiría más tranquila si lo hiciéramos esta noche en casa por medio del módem —dijo Joanna—. Puede ser más seguro, pero hay problemas.

—¿Cómo qué?

—Si se detecta que hemos sacado un archivo protegido, lo podrían rastrear hasta nuestro ordenador por medio de Internet.

—Algo peligroso —comentó Deborah.

—También existe la posibilidad de que, si esperamos, se descubra mi acceso y sea eliminado antes de que tengamos la oportunidad de abrirlo.

—¿Y ahora me lo dices? No tenía ni idea. ¿Qué posibilidades hay de que suceda?

—No muchas —admitió Joanna—. Randy tendría que tener alguna razón concreta para buscarlo.

—Entonces todo indica que tenemos que hacerlo aquí —dijo Deborah.

—De acuerdo. Esta tarde, en algún momento. Pero deberíamos irnos de inmediato. Si Randy detecta la descarga y descubre que proviene del propio sistema, puede encontrar el camino hasta la terminal de Prudence Heatherly.

—Lo que significa que para entonces ya debemos estar lejos de aquí —dijo Deborah—. De acuerdo, ya tengo una idea. ¿Has terminado de comer?

Joanna miró su sopa y ensalada a medio terminar.

—¿Tienes prisa?

—No es eso —dijo Deborah—, pero todo el tiempo que he estado aquí, incluyendo la media hora con mi nuevo amigo Randy, el jefe de seguridad me ha estado observando.

Joanna empezó a darse la vuelta, pero Deborah la advirtió:

—¡No mires! —¿Por qué no?

—No lo sé exactamente. Pero me da mala espina y prefiero simular que no me doy cuenta que no deja de mirarme. Seguramente se trata de este maldito vestido una vez más. Lo que al principio solo era una diversión se está convirtiendo en un dolor de cabeza.

—¿Cómo sabes que es el jefe de seguridad?

—No estoy segura —admitió Deborah—, pero puede ser. ¿Recuerdas ayer cuando tratábamos de entrar y estaban los camiones cortando el paso? El problema finalmente se resolvió cuando ese tipo salió y dio orden de dejarlos pasar. Cuando pasamos en el coche, estaba al lado de Spencer. Vestía todo de negro y tenía un aspecto bastante impresionante y atemorizador.

—Pues no me acuerdo de él —dijo Joanna—. Recuerda que prestaba toda mi atención a Spencer cuando tuve idea extravagante de que se parecía a mi padre.

Deborah rio.

—¡Extravagante, esa es la palabra! Pero volvamos al asunto. ¿Y tu comida? Hace unos minutos que solo la mueves de un lado a otro del plato.

Joanna arrojó la servilleta sobre la mesa y se puso en pie.

—Estoy lista. Vamos.

Salvo por el comedor, Kurt Hermann frecuentaba muy poco el edificio de la clínica Wingate. Prefería permanecer en la casa de guardia o paseando por el campo o en su apartamento en la zona residencial. El problema era que sabía que en la clínica pasaban algunas cosas inaceptables, pero su mentalidad castrense le permitía compartimentar sus ideas. Si no iba por la clínica, todo aquello quedaba fuera de su campo de visión mental y, por tanto, no necesitaba pensar en ello.

Pero había ocasiones en que tenía que entrar en la clínica, y su actual preocupación con Georgina Marks era una de ellas. Usando sus contactos y los pocos datos de la solicitud de empleo además del registro del coche que conducía, había pedido información sobre ella. El resultado de estas indagaciones fue tan confuso como para resultar inquietante. De entrada, había pensado abordarla en el comedor, pero cambió de opinión. Le pareció obvio que ella le había echado el anzuelo a aquel pirata informático con quien había llegado, y lo último que deseaba Kurt era que una persona como ella lo rechazara.

De repente, la situación dio un giro de ciento ochenta grados. Apareció la amiga de Georgina y, a la distancia, dio la impresión de que se quitaban rápidamente de encima al tonto de los ordenadores. Kurt quiso saber por qué.

—¿No está en su cubículo? —preguntó Christine, la jefa de oficina.

Kurt desvió la mirada para evitar responder pregunta tan estúpida. Acababa de decirle a la mujer que Randy Porter no estaba en su sitio. Lentamente Kurt volvió a mirarla con ceño. No tuvo que contestar.

—¿Quiere que lo haga buscar? —preguntó Christine. Kurt asintió con un gesto. Para él, cuanto menos se dijera, mejor. Solía decirle a la gente lo que pensaba de ella cuando se sentía irritado, y Georgina Marks le había irritado. Christine se puso al teléfono. Mientras esperaba que le contestasen, le preguntó a Kurt si seguridad tenía algún problema con los ordenadores. Kurt negó con la cabeza y miró la hora. Se dio cinco minutos más. Si Randy Porter no aparecía por entonces, dejaría órdenes para que ese cretino se presentara en la casa de guardia. Kurt no quería estar fuera de su despacho mucho tiempo. Con la cantidad de pesquisas que tenía en marcha sobre Georgina Marks y las llamadas que esperaba, quería estar allí para ocuparse personalmente.

—Qué buen tiempo hace, ¿eh? —dijo Christine.

Kurt no contestó, pero ella se salvó de tener que seguir dándole conversación porque su teléfono empezó a sonar. Era Randy quien informó que estaba trabajando en el ordenador de alguno de contabilidad, pero que acudiría de inmediato si lo necesitaban. Christine le dijo que el jefe de seguridad lo esperaba, de modo que lo mejor sería que viniese.

—Lo esperaré en su mesa —dijo Kurt antes de que Christine hubiera colgado. Ella tuvo tiempo de transmitirle el mensaje a Randy Porter.

Kurt enfiló el laberinto de cubículos de la administración. Tomó asiento en la silla para las visitas y contempló con desprecio las muestras de arte de ciencia ficción que decoraban los lados del cubículo. Sacó el joystick que estaba como escondido detrás del monitor. Pensó que a ese muchacho le vendría de perlas una temporada en un campamento de entrenamiento militar, algo que pensaba de todos los jóvenes que no habían pasado por esa instructiva experiencia.

—Hola, señor Hermann —dijo Randy con la respiración agitada al entrar en el cubículo. Su actitud servil con gente como Kurt era similar a la de un perro en presencia de un amo cruel—. ¿Tiene algún ordenador averiado? —Se dejó caer en su silla como si fuera una barandilla a la que se aferra un patinador para evitar darse contra el muro.

—Los ordenadores funcionan —dijo Kurt—. Estoy aquí para hablar sobre su cita de este mediodía en el comedor.

—¿Georgina Marks?

Kurt miró en otra dirección tal como había hecho momentos antes con Christine. Rumió sobre por qué todo el mundo le contestaba una pregunta con exactamente la misma pregunta. Era de locos.

—¿Qué quiere saber de ella? —preguntó Randy con desenvoltura.

—¿Piensa que usted le gusta?

Randy meneó la cabeza.

—Más o menos —dijo.

—¿Le hizo alguna proposición?

—¿Qué quiere decir?

Kurt volvió a desviar la mirada brevemente. Era difícil hablar con la mayoría del personal; con Porter, en especial, quien tenía el aspecto y actuaba como si aún fuese un colegial.

—Me refiero a si ella le ofreció sexo a cambio de dinero o servicios.

A Randy siempre le había parecido que el jefe de personal era un tipo muy raro, pero aquello era el colmo. No supo qué decir ya que intuía que el tipo estaba enfadado y que se pondría hecho un basilisco.

—¿Le importaría contestarme? —gruñó Kurt.

—¿Por qué habría ella de ofrecerme sexo? —pudo decir Randy.

Kurt volvió a mirar a otro lado. Otra pregunta que generaba una siguiente pregunta, lo que desgraciadamente le recordó las charlas obligatorias que tuvo que padecer con un psiquiatra antes de dejar el ejército. Respiró hondo y volvió a repetir la pregunta de forma lenta y amenazadora.

—¡En absoluto! —replicó Randy—. No hablamos de sexo. Solo hablamos de juegos de ordenador. ¿Por qué querría hablarme de sexo?

—Porque esa clase de mujer practica el sexo.

—Es bióloga —dijo Randy a la defensiva.

—Extraña forma de vestirse para una bióloga —repuso Kurt con sorna—. ¿Alguna otra bióloga va con esa pinta? En este momento de su pesquisa, Kurt no estaba seguro de que Georgina fuera bióloga ni de que se llamara Georgina, pero no lo mencionó. Ahora no quería hablar con ella ni alertarla hasta que hubiera terminado su investigación. Creía firmemente que ella estaba en la Wingate por algún motivo turbio y, vestida de forma tan provocadora, se inclinaba a creer que se trataba de prostitución. Después de todo, esa había sido su primera impresión y ella al parecer se había acostado con Spencer Wingate el mismo día que lo había conocido a la entrada de la clínica.

—A mí me gusta su forma de vestir —dijo Randy.

—Sí, seguro que sí —espetó Kurt—. ¿Y por qué se fue tan abruptamente este mediodía? ¿Le rechazó por algún motivo? ¿Sucedió cuando ella le preguntó si estaba interesado en algo especial?

—¡No! —protestó Randy—. Le estoy diciendo que en ningún momento el sexo fue tema de conversación. Luego apareció su amiga; ellas querían hablar a solas y, por tanto, me fui.

Kurt observó al delgaducho informático. Su experiencia en interrogatorios le hizo presentir que aquel mequetrefe decía la verdad. El problema era que no cuadraba con nada de lo que Kurt creía sobre la nueva empleada. Se estaba convirtiendo en un misterio mayor del esperado.

—Hay algo de lo que me gustaría hablar con usted —Randy estaba ansioso por dejar de hablar sobre Georgina Marks. Y le contó el extraño episodio que implicaba al doctor Spencer Wingate y la sala del servidor.

Kurt meneó la cabeza mientras asimilaba la información. No se le ocurrió ninguna explicación ni qué hacer al respecto. En los últimos años había estado a las órdenes de Paul Saunders, no de Spencer Wingate. Como militar, detectaba las situaciones con jerarquías poco claras.

—Hágame saber si vuelve a ocurrir —dijo Kurt—. Y hágame saber si vuelve a tener contacto con Georgina Marks y su amiga. Y no hay necesidad de decirle que esta conversación queda entre usted y yo. ¿Está claro?

Randy asintió.

Kurt se levantó y, sin decir palabra, se fue del cubículo de Randy.

Deborah dejó de intentar trabajar. Con la cabeza en febril actividad, era imposible concentrarse, y ya que ella y Joanna se irían de la clínica lo más pronto posible, no tenía sentido hacerlo. Hacía una hora que esperaba la llamada Joanna para avisarle que su entrometida vecina se había ido y que no había moros en la costa podía acceder al archivo de donantes, pero al parecer la entrometida no se movía de su sitio.

Deborah repiqueteó los dedos sobre el escritorio. Nunca había sido una persona muy paciente y esta espera innecesaria le estaba poniendo los nervios de punta.

—¡Al infierno con ella! —dijo de pronto entre dientes. Se apartó del microscopio, cogió el bolso y se encamino a la puerta. Había aguantado demasiado tiempo la ojeriza y la paranoia de Joanna con la empleada de al lado. Después de todo, ¿qué importaba? Tan pronto obtuvieran la información, se largarían de allí. Además, como había sugerido, ella podía bloquear la pantalla con su cuerpo y la mujer no podría ver nada.

Evitando mirar a la poca gente del laboratorio que había conocido, Deborah salió de la sala como si fuera al lavabo. Poco después llegó al cubículo de Joanna, que cumplía a rajatabla con su tarea.

Por gestos, Deborah le preguntó si estaba Gale Overlook.

Joanna señaló a la derecha.

Deborah se acercó y echó un vistazo. Era un cubículo idéntico al de Joanna, pero allí no había nadie.

—¡Aquí no hay nadie! —exclamó.

Con expresión de duda, Joanna también miró.

—Diablos —dijo—, estaba hace un minuto.

—Muy conveniente —dijo Deborah y se frotó las manos de satisfacción—. ¿Y si hacemos nuestra brujería ahora mismo? Veamos las noticias sobre nuestra progenie y salgamos disparadas de aquí.

Joanna se asomó a la entrada de su cubículo y miró en todas direcciones. Luego tomó asiento delante del teclado. Vacilante, miró a Deborah.

—Mantendré la vigilancia —le dijo Deborah tranquilizándola. Y añadió—: Después de todo este esfuerzo, espero que este sea el intento definitivo.

Joanna, con unos rápidos tecleos y unos movimientos del ratón, abrió la primera página del documento de donantes. Entre los primeros nombres constaba el de Deborah Cochrane.

—Hagamos el tuyo primero —dijo Joanna.

—De acuerdo.

Joanna hizo clic sobre el nombre de Deborah y se abrió el documento. Ambas leyeron el texto que incluía antecedentes e información médica. Al final de la página había una anotación subrayada diciendo que ella se obstinaba en recibir anestesia local durante la intervención.

—No hay duda que se tomaron muy en serio el asunto de la anestesia —señaló Deborah.

—¿Has terminado con esta página? —Sí, vayamos al grano.

Joanna hizo clic en la siguiente y última página. Arriba, en la casilla Número de óvulos extirpados, había un cero.

—¿Qué demonios significa esto? —exclamó Deborah—. Dice que no me sacaron ningún óvulo.

—Pero te dijeron que lo habían hecho.

—Por supuesto —confirmó Deborah.

—Es muy extraño —dijo Joanna—. Veamos mi entrada. —Volvió al directorio y buscó la letra M.

Al encontrar su apellido, hizo clic. Tardaron unos segundos en leer un texto similar al de la primera página de Deborah, pero en la siguiente se encontraron con una sorpresa mayor que la anterior. En el documento de Joanna se leía que le habían sacado 378 óvulos.

—No sé qué pensar —repuso Joanna—. Me dijeron que habían obtenido cinco o seis, pero no cientos.

—¿Qué pone después de cada óvulo? —preguntó Deborah. El tamaño de las letras era demasiado pequeño. Joanna aumentó el tamaño. Después de cada óvulo, constaba el nombre del cliente junto a la fecha de una transferencia de embriones. Después estaba el nombre de Paul Saunders seguido por una breve descripción del resultado.

—Según dice aquí, cada óvulo fue para una receptora diferente —dijo Deborah—. Hasta eso es extraño. Yo pensaba que cada paciente recibía múltiples óvulos para maximizar las probabilidades de implantación.

—Yo también creía lo mismo —dijo Joanna—. No sé qué pensar. Quiero decir, no solo había demasiados óvulos, sino que ninguno tuvo éxito. —Pasó un dedo por el largo listado donde había anotaciones de fracaso en la implantación o fecha de aborto.

—¡Espera! Hay uno que funcionó —dijo Deborah. Lo señaló.

Era el óvulo treinta y siete. La fecha del parto era 14 de septiembre de 2000. Seguía el nombre de la madre, un número de teléfono y la apostilla de que se trataba de un varón sano.

—Bueno, al menos hay uno —dijo Joanna con alivio.

—Aquí tienes otro. Óvulo cuarenta y ocho con fecha 1 de octubre de 2000. También varón y sano.

—Muy bien, dos. —Se animó hasta que ambas acabaron de repasar toda la lista.

De los 378, solo había otros dos positivos, los 220 y 241, ambos implantados en enero. Cada uno tenía el comentario de que el embarazo progresaba con normalidad.

—¿Cómo pudieron haberlos implantado hace tan poco?

—Supongo que los congelan —dijo Deborah.

Joanna se echó hacia atrás y la miró.

—Yo no esperaba nada de esto.

—Y yo tampoco —añadió Deborah.

—Si esto es correcto, el índice de éxito es del uno por ciento. Eso no dice nada bueno acerca de mis óvulos.

—No hay manera de que hayan podido sacarte casi cuatrocientos óvulos. Tiene que ser algún tipo de chanchullo a saber por qué razón. ¡Casi cuatrocientos óvulos son tantos como los que podrías generar en toda tu vida!

—¿Piensas que todo esto es un invento?

—Yo diría que sí —dijo Deborah—. Aquí pasan cosas muy extrañas, como ya sabemos. A la vista de todo esto, no me sorprendería comprobar falsificaciones de datos. Diablos, eso sucede en las mejores instituciones; mucho más en un sitio como este. Pero te digo una cosa. Ahora que nos hemos enterado de estas irregularidades, me desconsuela no haber podido entrar en sus archivos de investigación.

Joanna empezó a teclear.

—¿Ahora qué haces? —preguntó Deborah.

—Voy a imprimir todo este documento. Luego lo cogemos y nos largamos. Estoy atónita con estos resultados.

—¡Tú estás atónita! —dijo Deborah—. Y a mí me operaron para no sacarme ningún óvulo. Al menos, de ti pensaron lo bastante bien como para atribuirte unos cuantos niños saludables.

Joanna la miró. Tal como esperaba, su amiga sonreía. Gracias a su dinámica personalidad, mantenía el sentido del humor en cualquier circunstancia. Pero Joanna no encontraba nada divertido.

—Mira —dijo Deborah—. En tus óvulos no se menciona donante de esperma.

—Supongo que se trata del marido de la clienta —dijo Joanna. Acabó de preparar la impresora e hizo clic en imprimir—. Con el tamaño del documento, tardará unos minutos. Si quieres hacer algo más, hazlo ahora mismo porque una vez tengamos la impresión, yo quiero irme de inmediato.

—Yo ya estoy preparada —dijo Deborah.

—Un asco de día —se lamentó Randy.

Agradecía haberse quitado de encima a Kurt Hermann, pero le inquietaba haber tenido una conversación tan insólita con él. Ese hombre era como un tigre enjaulado con esa conducta tan parsimoniosa y el lento modo en que se movía y hablaba. Randy se estremeció de solo recordar la conversación mantenida. Pero ese no había sido el peor episodio del día; lo peor era haber perdido con screamer y Randy quería una revancha.

Después de la conversación con Kurt, Randy hizo uso de su habitual estratagema para ver si Christine se encontraba en las inmediaciones. Se alegró de que no estuviera, algo normal a esa hora de la tarde en que ella asistía a la reunión de jefes de departamento. Eso significaba que podía permitirse un poco más de volumen. Al sentarse, sacó el joystick de detrás del monitor. Luego tecleó su contraseña y, en cuanto lo hizo, volvió a ver el mismo parpadeo en la esquina inferior derecha de la pantalla, el responsable de su muerte de esta mañana. ¡Alguien había vuelto a entrar en la sala del servidor!

Con tecleos furiosos, Randy abrió la ventana correspondiente. La puerta había sido abierta a las 12.02 horas y otra vez más a las 12.28, lo que significaba que quien había entrado había permanecido allí veintiséis minutos. Randy sabía que una visita de veintiséis minutos no podía haber sido por una minucia y eso le molestó. En veintiséis minutos, un intruso podía causar muchos problemas.

Lo siguiente que hizo fue comprobar quién había estado allí. Se quedó estupefacto de ver que había vuelto a ser el doctor Wingate. Randy se reclinó en el respaldo y contempló el nombre del patriarca mientras intentaba decidir qué hacer. Le había contado a Kurt el primer incidente, pero el jefe de seguridad apenas se había mostrado impresionado aunque pidió que se le informara si volvía a suceder.

Randy volvió a inclinarse hacia delante. Decidió llamar al jefe de seguridad, pero solo después de intentar descubrir algún cambio en el sistema. Lo primero que se le ocurrió fue un cambio en los niveles de usuarios. Con movimientos rápidos del ratón, obtuvo acceso a su Active Directory. Al cabo de unos minutos tenía la respuesta: el doctor Wingate había añadido a Prudence Heatherly en la lista de acceso al archivo de donantes del servidor.

Randy volvió a pensar. Se preguntó por qué el jefe de la clínica iba a añadir el nombre de una nueva empleada a un archivo de seguridad para el que ni siquiera el doctor Saunders tenía acceso. No tenía sentido a menos que Prudence Heatherly trabajara para él en alguna misión secreta.

—Esto es irreal —se dijo Randy.

En cierta manera, disfrutaba. Era como un juego de ordenador en el que él trataba de descubrir la estrategia del oponente. No era tan divertido como Torneo irreal, pero pocas cosas lo eran. Siguió sentado un par de minutos mientras pensaba qué hacer.

Sin alcanzar una explicación posible, Randy cogió el teléfono. No le gustaba tener que volver a hablar con Kurt, pero al menos esta vez sería por teléfono, no en persona. También decidió informarle ciñéndose a los hechos y no decirle ni una palabra sobre sus suposiciones. Mientras marcaba la extensión, se fijó en la hora. Eran las dos en punto.