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10 de mayo de 2001, 10.55 h

A medida que se aproximaba la hora del descanso, Joanna sentía un creciente respeto por la gente que hacía trabajos de oficina. Aunque era verdad que ella había trabajado a tope para quitarse de encima el máximo de trabajo pendiente, el procesamiento de datos era más duro de lo que suponía. La concentración necesaria para evitar errores era intensa y hacer eso todos los días también resultaba difícil de imaginar.

Exactamente cinco minutos antes de las once, se puso en pie y estiró las extremidades. Sonrió a su vecina en el cubículo adyacente, que también se levantó cuando oyó que Joanna movía la silla. La mujer era bastante cotilla y había espiado a Joanna de tanto en tanto durante toda la mañana. Su nombre, Gale Overlook, le pareció idóneo ya que significaba algo parecido a dominar el cotarro.

Joanna había pensado y repensado su plan. Sabía lo primero que haría. La cita con Deborah ya era inminente; cogió el bolso donde llevaba el software necesario para superar el escudo protector del sistema, su teléfono portátil y la tarjeta azul de Wingate. Se encaminó al pasillo entre los cubículos. Su destino era la zona de trabajo del supervisor de faenas informáticas. Deseaba encontrarlo en su sitio por una razón muy simple: si estaba allí, no podía estar también en la sala del ordenador central.

Un rato antes, y en medio de un ataque de ansiedad de que la pillaran en la sala, pensó que probablemente la única persona que entraba allí era Randy Porter. En consecuencia, si él estaba en su cubículo, ella tenía poco que temer.

Sintió alivio cuando pasó delante del cubículo. Allí estaba él, delante de su pantalla. Giró a la izquierda y fue en dirección del vestíbulo principal, donde la esperaba Deborah. A unos cinco metros se veía la puerta del pasillo que llevaba a la sala con el letrero de PROHIBIDA LA ENTRADA.

—Espero que tu mañana haya sido tan interesante como la mía —dijo Deborah cuando Joanna se acercó a tomar un sorbo de agua del surtidor.

—La mía fue tan interesante como mirar cómo se seca la pintura de la pared —dijo Joanna. Echó un vistazo al vestíbulo para asegurarse que nadie las observaba—. No pasó nada, pero yo tampoco quería que pasase nada.

—Han vuelto a invitarnos al Barn —dijo Deborah con orgullo—. Por partida doble.

—¿Quiénes?

—Spencer Wingate reincidió. Y pidió que fuéramos las dos, no solo yo.

—¿Lo viste personalmente?

—Sí. Vino al laboratorio a disculparse por lo de anoche y luego suplicó una segunda oportunidad. Le dije que yo estaba ocupada, pero que tú estabas disponible.

—Muy graciosa —dijo Joanna—. ¿Y qué aspecto tenía?

—No tan malo, considerando las circunstancias —dijo Deborah—. No creo que se acuerde de mucho.

—Es comprensible. Espero que no haya mencionado la tarjeta azul.

—Ni palabra.

—¿Quién más nos invitó?

—Paul Saunders. ¿Te imaginas salir con él?

—Solo en un ataque de masoquismo —dijo Joanna—. Pero no te creo que me incluyera en la invitación; al menos, no por la forma que ayer te miraba en la oficina.

Deborah no lo negó. Ella también miró el pasillo para ver si alguien les prestaba atención.

—Manos a la obra —dijo en voz baja—. ¿Tienes algún plan especial para nuestra incursión en la sala o qué?

—Lo tengo. —Bajó la voz y le contó lo que había previsto con Randy Porter.

—Buena idea —dijo Deborah—. La verdad, me preocupa cómo montaré guardia. Sin una salida por atrás, incluso si te hago saber que alguien se aproxima, no tendrás forma de escapar.

—Precisamente. Ahora lo único que tienes que hacer es avisarme si Randy Porter deja su cubículo. En el momento que lo haga, pulsa SEND en tu teléfono, que habrás programado para que se conecte con el mío. Si mi teléfono suena, yo salgo disparada de la sala.

—De acuerdo —dijo Deborah—. ¿Lo intentamos ahora?

—Sí —dijo Joanna—. Si por alguna razón no funciona, podemos intentarlo a la hora del almuerzo. Y si tampoco funciona, tendremos otra oportunidad por la tarde. Y si hoy no pasa nada, lo intentaremos mañana.

—Pensemos en positivo. —Programó el número de Joanna en su teléfono—. ¡No volveré a usar este vestido por tercer día consecutivo!

—He comprobado que Randy Porter está en su cubículo antes de venir a verte —dijo Joanna—. Internet lo mantendrá ocupado un buen rato.

—¿Tienes todo lo que necesitas?

Joanna dio unas palmaditas a su bolso.

—El software, las instrucciones de David y la tarjeta azul. Esperemos que funcione.

—Funcionará —dijo Deborah—. Yo iré a la zona de administración, y tú quédate por aquí. Si Randy Porter aún está en su sitio, te llamo y dejo sonar dos veces. Esa será la señal de luz verde.

Las dos mujeres se tocaron las manos un segundo. Luego Deborah echó a andar por el pasillo. Cuando llegó a la entrada de la zona de administración, volvió la mirada. Joanna aún estaba al lado del surtidor apoyada contra la pared y los brazos cruzados. La saludó con una mano y Deborah le devolvió el saludo.

Deborah no recordaba dónde estaba exactamente Porter en aquel laberinto de cubículos. Después de una rápida busqueda por donde creía más probable que estuviera, empezó una búsqueda más sistemática. Finalmente lo encontró y se alegró de verlo absorto delante del monitor. Deborah no se permitió mirarlo mucho, pero tuvo la impresión de que Porter se concentraba en un videojuego.

Deborah abrió el bolso y buscó el móvil. Pulsó SEND y se lo llevó al oído, oyó los dos tonos de llamada y pulsó NO. Volvió a guardar el aparato en el bolso.

Con un ojo puesto en el cubículo de Porter, avanzó por el pasillo principal. No había ningún lugar donde pudiera quedarse sin llamar la atención. Por tanto, la única posibilidad era seguir caminando.

Joanna preparó su teléfono después de recibir la señal de Deborah. El ruido la había hecho dar un respingo pese a que lo esperaba. Estaba hecha un manojo de nervios.

Tras una última y furtiva mirada al pasillo para asegurarse que nadie la veía, franqueó rápidamente la puerta de PROHIBIDA LA ENTRADA y entró en el corto pasillo posterior. Notó que respiraba agitadamente como si hubiera corrido cien metros. Se le aceleró el pulso. Se sintió un poco mareada. De repente, la realidad de aquello la paralizó. Joanna no servía para asaltar una sala de ordenador. Desde luego era más fácil planearlo que hacerlo.

De espaldas a la puerta que daba al vestíbulo central, respiró hondo varias veces. Al final consiguió calmarse lo suficiente para seguir adelante. Avanzó lentamente mientras recuperaba la confianza y desaparecía la sensación de mareo. Llegó a la puerta de la sala. Tras una última mirada atrás, metió una mano en el bolso y sacó la tarjeta azul de Spencer Wingate. La pasó por la ranura. Cualquier duda que tuviera sobre su funcionamiento fue rápidamente borrada por el clic mecánico que oyó. La puerta se abrió y Joanna se abalanzó sobre la consola del servidor.

Lo que más le gustaba a Randy Porter de los ordenadores eran los juegos. Podía jugar el día entero y querer más cuando llegaba a su casa. Era como una adicción. A veces no se acostaba hasta las tres o las cuatro de la madrugada porque con la World Wide Web siempre encontraba a alguien dispuesto a jugar. Incluso a las tres o a las cuatro, detestaba dejarlo y solo lo hacía porque, si no, al día siguiente era una especie de zombi en el trabajo.

Lo bueno de su trabajo en la clínica Wingate era que podía hacerlo en horas de trabajo. Había sido diferente cuando lo contrataron apenas salido de la Universidad de Massachusetts. Había tenido que trabajar largas horas montando la red local de la clínica. Y luego se le había exigido el mejor sistema de seguridad disponible. Para eso, le fue menester hacer trabajo extra e incluso consultas externas. Y finalmente había sido la página web que le costó semanas para montar y luego modificarla hasta que todo el mundo estuvo satisfecho. Pero ahora el asunto iba sobre ruedas; es decir, tenía poco que hacer salvo el ocasional desperfecto de software o hardware. Pero esos problemas se producían porque el personal implicado era tan torpe que no se daba cuenta que hacía cosas increíblemente estúpidas. Por supuesto, Randy nunca emitía semejante juicio. Siempre se mostraba amable y sugería que era culpa de la máquina.

El día normal de Randy daba comienzo ante el teclado. Con la ayuda del Windows 2000 Active Directory verificaba que todos los sistemas funcionaban normalmente y que todas las terminales estaban cerradas. Por lo general, eso le llevaba unos quince minutos.

Después del café de primera hora, volvía a su cubículo y a los juegos de la mañana. Para evitar que lo pillara Christine Parham, la jefa de oficina, frecuentemente se movía entre varias terminales de trabajo que no estaban en uso. Eso hacía que a menudo fuera difícil de encontrar, pero eso nunca le dio problemas ya que todos pensaban que estaba reparando el ordenador de alguien.

El 10 de mayo a las 11.11 horas, Randy se encontraba enzarzado en un combate mortal contra un rival talentoso y escurridizo que se llamaba screamer. El juego, Torneo Irreal, era el actual favorito de Randy. Y en ese preciso instante se encontraba en el punto crítico en el que se trataba de la vida de screamer o la suya. Randy tenía las palmas húmedas por la ansiedad, pero seguía adelante seguro de que su experiencia y capacidad le darían finalmente el triunfo.

De repente oyó un pitido inesperado. Randy reaccionó casi saltando de la silla ergonómica. En la esquina inferior derecha, había aparecido una pequeña ventana donde parpadeaban las palabras ABIERTA LA SALA DEL ORDENADOR CENTRAL. A continuación oyó un zumbido siniestro que le hizo volver la atención a la ventana principal. Para su desgracia, la vista era de un techo. Un segundo después apareció el rostro de su adversario mirándolo desde arriba con una horrible sonrisa en los labios. El cerebro de Randy tardó menos que un procesador Pentium 4 para computar que era hombre muerto.

—¡Mierda! —exclamó Randy.

Era la primera vez que alguien lo mataba en más de una semana; menudo disgusto. Irritado, volvió la vista a la ventana parpadeante responsable de distraerle en medio de una situación crítica. Alguien había abierto la puerta del servidor. A Randy no le gustaba que nadie entrara en la sala para curiosear. Aquella sala era su reino. No había ninguna razón para que alguien estuviera allí a menos que fuera el servicio de IBM, pero si eso sucedía, él tenía la responsabilidad de estar personalmente con ellos.

Randy salió del Torneo irreal y escondió el joystick detrás del monitor. Luego se dispuso a ir a ver quién diablos estaba en la sala del servidor. Fuera quien fuese, era el responsable de que lo hubieran matado.

Cuando sonó el teléfono móvil, a Joanna se le subió el corazón a la boca. Había estado luchando contra la ansiedad y los nervios desde el momento que abrió la puerta. Movía los dedos con torpeza por el teclado. Tardaba más de, cuenta para hacer las cosas más simples, lo que le producía más ansiedad y torpeza.

Suponiendo que se trataba de Deborah, Joanna su que solo tenía segundos para salir de la sala antes de que apareciera Randy Porter. Empezó a salir del sistema, lo único que tenía que hacer era cancelar la ventana que había puesto en pantalla, pero pareció tardar una eternidad ya que sus movimientos con el ratón eran torpes. Finalmente desapareció la ventana dejando la pantalla en blanco, rápidamente metió el software en el bolso; ni siquiera habia insertado el CD. El teléfono había sonado unos minutos después de haberse sentado ante el monitor y solo habia podido empezar a buscar el acceso.

Frenéticamente, recogió el bolso de la mesa y se precipitó a la puerta. Pero apenas la abrió, oyó la otra puerta abriéndose. Presa del pánico, Joanna dio un paso atrás, se sintió totalmente atrapada. Desesperada, corrió a las unidades electrónicas dispuestas verticalmente que tenían el tamaño de pequeños archivadores. Escondiéndose detrás la más alejada, trató de hacerse lo más pequeña posible. Era un sitio idóneo para ocultarse, pero no tenía opción. El corazón le latía tan fuerte que creyó que quien entrara oiría sus latidos. Literalmente le sonaban en los oídos. Pudo sentir el sudor en los puños cerrados que presionaba contra sus mejillas. Trató de prepararse para cuando la hallaran pensando en lo que diría. El problema era que no tenía ninguna coartada.

Desde que Randy dejó su cubículo rumbo a la sala del ordenador central, fue enfureciéndose cada vez más. Lo alteraba más el hecho de haber sido interrumpido y, por ende, vencido, que alguien estuviera en la sala. Para cuando llegó, ya pensaba más en volver a Torneo Irreal y desafiar a SCREAM que tomarla con la persona que había violado sus dominios.

—¿Qué pasa aquí? —exclamó Randy al ver la puerta abierta y la sala vacía. Miró a la puerta exterior del pasillo que él había dejado abierta preguntándose cómo había podido salir la persona que había entrado. Paseó la mirada por la sala por segunda vez. Todo estaba en orden. Luego inspeccionó la consola del servidor. También estaba tal tomo él la había dejado con el salvapantallas. Luego movió la puerta sobre los goznes. Súbitamente se le ocurrió que la última vez que había estado en la sala, acaso no había cerrado la puerta por completo y que se había abierto sola.

Encogiéndose de hombros, Randy cerró la puerta. Oyó el clic y luego trató de abrirla empujando. Estaba firmemente cerrada. Con un último encogimiento de hombros, se dio media vuelta y con el firme objetivo de volver a su cubículo y a screamer, se apresuró a salir del pasillo.

—¡Tranquila! ¡Todo está bien! —repitió Deborah.

Cogía a Joanna por los hombros y trataba de serenarla. Estaban en el laboratorio al lado de la ventana donde esa misma mañana Deborah había hablado con Spencer. Mare las había visto entrar, pero al parecer había notado la agitación de Joanna y no se había acercado.

Deborah había llamado a Joanna apenas vio asomarse de súbito la cabeza de Randy Porter por el tabique justo antes de que saliera del cubículo. Deborah tuvo que hacer la llamada lo más rápidamente posible ya que Randy se movía con presteza. Sus peores miedos se vieron confirmados cuando él giró hacia el pasillo principal y luego rumbo a la sala del servidor. Temía que Joanna no hubiese tenido tiempo suficiente para escapar de la sala.

Cuando vio a Randy encaminarse directamente a la sala del servidor a toda velocidad, perdió cualquier esperanza de que fuera a otro sitio. Ella también llegó a la primera puerta, pero no supo qué hacer. Incapaz de decidirse, no hizo nada.

Pasaron unos momentos y Deborah pensó en entrar e intentar salvar la situación a la desesperada. Hasta se imaginó entrar cargando, coger a Joanna y salir ambas disparadas hacia el coche. Entonces, para su sorpresa, lo que vio fue a Randy Porter, al parecer más tranquilo de lo que había entrado.

Deborah rápidamente se agachó y tomó un sorbo de agua del surtidor para no levantar sospechas sobre su presencia allí. Randy había pasado por detrás de ella, que notó que aminoraba sus pasos. Pero no se detuvo. Cuando se irguió, Randy ya estaba a cierta distancia. Volvía por el pasillo pero de pronto se volvió para mirar a Deborah. Cuando vio que ella también lo miraba, le hizo el signo de la victoria. Deborah se había sonrojado porque se dio cuenta que gran parte de sus nalgas habían quedado expuestas cuando se había inclinado para beber del surtidor. Un momento después, una Joanna fantasmagóricamente pálida había salido por la puerta exterior de la sala del ordenador.

—No sirvo para estas cosas —le dijo Joanna con furia aunque sin saber con quién estaba enfadada. Apretó los labios como si estuviera a punto de llorar—. ¡Lo digo en serio! Deborah le hizo bajar la voz.

—No estoy hecha para estas cosas —repitió Joanna en voz más baja—. Lo hice todo mal. Fue patético.

—No estoy de acuerdo. Hiciste lo que pudiste y lo hiciste bien. No te pillaron. Cálmate. Estás siendo demasiado exigente contigo misma.

—¿Lo dices de verdad? —Joanna respiró entrecortadamente varias veces.

—Totalmente. A cualquier otra persona, yo incluida, la hubiesen pillado. Pero de algún modo tú lo evitaste. Y aquí estamos, listas para un nuevo intento.

—Yo no vuelvo allí —dijo Joanna—. Olvídate del asunto.

—¿Estás dispuesta a abandonar después de todo el esfuerzo que hemos hecho?

—Ahora te toca a ti. Entras tú a la sala del servidor y yo monto guardia.

—Ojalá pudiera hacerlo —dijo Deborah—, pero no tengo ni tu experiencia ni tus conocimientos con los ordenadores. El resultado sería un desastre.

Joanna la traspasó con la mirada.

—Lamento no ser un genio de la informática —dijo Deborah—, pero no creo que debamos desistir. Las dos queremos averiguar lo sucedido con nuestros óvulos y, además, ahora yo tengo un nuevo interés.

—Supongo que me harás preguntar de qué se trata —masculló Joanna.

Deborah echó un vistazo a Mare para comprobar que no podía oír la conversación. Luego le contó a Joanna la cuestión de los óvulos humanos y porcinos. Joanna quedó intrigada pese a su disgusto.

—Es muy extraño —dijo.

Un gesto de Deborah sugirió que ella no consideraba que la palabra «extraño» bastase en semejante situación.

—Yo diría increíble —dijo—. Piénsalo. Se gastaron noventa mil dólares por media docena de óvulos nuestros y ahora, en mi primer día de trabajo, me dan varias docenas para que yo haga transferencias nucleares pese a mi falta de experiencia. Es más que extraño.

—Tienes razón; es increíble —dijo Joanna.

—Por tanto, ahora tenemos una razón más para hacer el intento. Quiero saber qué clase de investigación están llevando a cabo y cómo consiguen todos esos óvulos. Joanna meneó la cabeza.

—Puede que se trate de una motivación justificada, pero no conseguirás convencerme de que vuelva a entrar en esa sala.

—Estamos en una situación mejor que antes —dijo Deborah.

—No veo por qué.

—Si Randy Porter saltó de su silla apenas tú abriste la puerta, eso significa que tiene un sistema de alarma que se activa cuando se abre la puerta. No puede haber sido una coincidencia.

—Ya, pero ¿en qué nos ayuda saberlo?

—Es que ahora sabemos que debemos hacer algo más que ver si está en su cubículo —dijo Deborah—. Tenemos hacerle salir y mantenerle ocupado.

Joanna asintió.

—¿He de suponer que ya tienes un plan al respecto?

—Por supuesto —dijo Deborah con una sonrisa taimada—. Hace unos minutos, cuando pasó a mi lado en el surtidor, prácticamente le dio un ataque de tortícolis de tanto mirarme. Así pues, podría abordarlo en el comedor durante el almuerzo y lograr que se pase un buen rato charlando conmigo. Entonces, cuando hayas terminado en la sala del ordenador, me haces una llamada al móvil y me rescatas.

Joanna volvió a sacudir la cabeza, no muy convencida.

—Te cuento cómo funcionará —dijo Deborah desestimando las dudas de Joanna—. Vuelve a administración y vigila que Porter esté en su cubículo. Cuando se vaya al comedor llamas. De ese modo yo podré salirle al paso antes de que llegue. Así me será más fácil si ya está sentado en una mesa. Tomaré contacto con él y haré que el asunto funcione, entonces tú te metes en la sala y haces lo que tienes que hacer. Cuanto más lo pienso, más convencida estoy que es mucho mejor hacerlo en la hora del almuerzo. Tiene sentido. Cuando acabes, ven directamente al comedor a rescatarme y almorzar conmigo al mismo tiempo.

—Haces que parezca fácil —dijo Joanna.

—Creo que así es. ¿Qué opinas?

—Supongo que es un plan razonable. Pero si empieza una conversación con él y de repente se levanta y se va ¿qué pasará? ¿Me avisarás?

—Por supuesto, te llamo al instante —dijo Deborah— recuerda que si está en el comedor, tendrás mucho tiempo para salir de allí. No es lo mismo que cuando está en su cubículo.

Joanna asintió.

—¿Te sientes mejor para volver a intentarlo?

—Sí —contestó Joanna.

—¡Bien! Pongámonos en marcha. Si Porter no está en el sitio cuando llegues, me llamas. Tal vez entonces, si no lo encontramos, tengamos que modificar el plan.

—De acuerdo —dijo Joanna tratando de darse ánimos. Estrechó un instante las manos de su amiga y luego se marchó. Deborah la miró mientras se alejaba. Sabía que había tenido un susto de muerte, pero también sabía que era tenaz. Confió en que, cuando llegara el momento, Joanna lo lograría.

Volvió al microscopio y trató de trabajar, pero le fue imposible. Se sentía demasiado agitada para llevar a cabo la meticulosa tarea de sacarle el núcleo a los oocitos. Así mismo, estaba atenta a una posible llamada de Joanna para decirle que Porter no estaba en su cubículo. Cuando pasaron cinco minutos sin recibir esa llamada, Deborah se bajó del taburete y se acercó a Mare. La mujer levantó la vista del microscopio cuanto notó su presencia.

—¿De dónde salen estos óvulos con que estamos trabajando? —preguntó Deborah.

Mare hizo una señal por encima del hombro.

—De aquella incubadora en el fondo del laboratorio.

—¿Y de dónde llegan a la incubadora?

Mare echó una mirada a Deborah que no podría calificarse de fulminante, pero tampoco de amistosa.

—Haces demasiadas preguntas.

—Es parte de mi profesión —dijo Deborah—. Como científica, cuando dejas de hacer preguntas, ha sonado la hora del retiro o de buscar otro oficio.

—Los óvulos vienen de ese montaplatos rodante al lado de la incubadora —dijo Mare—. Eso es todo lo que sé. Nunca se me ha animado a que hiciera preguntas ni he tenido interés en hacerlas.

—¿Quién puede saberlo?

—Me imagino que la señorita Finnigan.

Apoyando las manos en ambos brazos de su sillón, Randy Porter se alzó un poco para tener una mejor vista de toda la zona de administración. Quería saber si Christine estaba en su cubículo sin que ella se diera cuenta. Si se levantaba del todo, ella podía verlo, pero si lo hacía despacio podía divisar su gran cabeza de cabellos rizados. ¡Bingo! Allí estaba ella. Randy bajó lentamente hasta desaparecer de la vista. Sabiendo que la supervisora estaba en las inmediaciones, Randy bajó el volumen de los altavoces de su ordenador. Aunque cuando estaba en casa los dejaba a todo volumen, en el trabajo era prudente, en especial con Christine a unos pocos cubículos de distancia.

A continuación, Randy sacó el joystick y lo introdujo. Se puso bien cómodo en el asiento. Para jugar con total concentración era menester la comodidad. Cuando todo estuvo a su gusto, cogió el ratón para entrar en Internet. Pero entonces se detuvo. Había recordado algo.

Randy no solo había programado la puerta de la sala para saber cuándo se abría, sino que la tarjeta de acceso dejaba grabada la identidad del individuo.

Con unos clics en el ratón, Randy abrió la ventana pertinente. Esperaba ver su propio nombre al final de la lista, después del de Helen Masterson. Eso confirmaría sus sospechas de que la puerta se había abierto sola porque no la había cerrado del todo. Pero para su sorpresa, su nombre no era el último, sino el del doctor Spencer Wingate, el padre fundador de la clínica, y la hora era las 11.10 de esa misma mañana.

Randy estudió la pantalla con confusión e incredulidad. Cómo podía ser, se preguntó. Ya que era muy serio en todo lo referido a sus actuaciones en los juegos del ordenador, mantenía un listado meticuloso de sus triunfos e incluso de sus contadas derrotas. Después de minimizar la ventana, abrió el archivo de Torneo Irreal. Y allí estaba. A Randy lo habían matado a las 11.11 horas.

Respiró hondo y se recostó en el sillón mirando la pantalla mientras pensaba en su reciente visita a la sala del servidor. Calculó que habría tardado uno o dos minutos en llegar desde el cubículo hasta la sala, lo que significaba que había llegado a las 11.12 o 11.13, si ese era el caso, ¿dónde demonios estaba el doctor Wingate, que había entrado a las 11.10? Y si ese no era rompecabezas suficiente, ¿por qué el médico había dejado abierta la puerta?

Algo muy raro estaba sucediendo, en especial porque se suponía que el doctor Wingate estaba medio retirado, aunque también corrían otros rumores. Randy se rascó la cabeza preguntándose si debía hacer algo. Tenía la obligación de informar al doctor Saunders sobre cualquier fallo en la seguridad, pero no sabía a ciencia cierta si había habido un fallo. En lo que a él concernía, Wingate era el jefe supremo de la empresas por tanto, ¿cómo podía considerarse un fallo de seguridad cualquier cosa que tuviera que ver con él?

Entonces se le ocurrió una idea. Tal vez tendría que comentarle algo al raro de Kurt Hermann. El jefe de seguridad hizo que Randy le programara su ordenador, de modo que este también registraba todas las entradas con tarjetas de acceso. Eso quería decir que Kurt ya sabía que el doctor Wingate había estado en la sala del servidor. Lo que Kurt no sabía era que el doctor había estado solo dos minutos y que había dejado la puerta abierta.

—¡Oh, mierda! —exclamó Randy en voz alta.

Esta preocupación era casi tan mala como trabajar. Lo que realmente quería hacer era volver a encontrarse con screamer, de modo que estiró la mano y cogió el ratón.

—¡Señorita Finnigan! —dijo Deborah.

Estaba en la puerta del despacho de la supervisora del laboratorio. Había llamado a la puerta pero Finnigan se concentraba tanto en su ordenador que no le contestaba. La mujer levantó la cabeza con expresión de sorpresa. Entonces cerró aceleradamente la ventana en que trabajaba.

—Preferiría que llamara a la puerta.

—Lo he hecho —dijo Deborah.

La mujer echó la cabeza hacia atrás quitándose el mechón de pelo que le cubría los ojos.

—Lo siento. Estaba atareada. ¿Qué puedo hacer para usted?

—Usted me dijo que podía venir si tenía alguna pregunta. Y ahora tengo una.

—¿De qué se trata?

—Siento curiosidad por saber de dónde vienen los óvulos con que trabajamos. Se lo pregunté a Maureen, pero dijo que no lo sabía. Quiero decir, son muchos óvulos. Ya no sabía que se pudieran conseguir tantos.

—La escasa disponibilidad de óvulos ha sido uno de los factores que limitaron nuestra investigación desde el primer día —dijo Megan—. Dedicamos grandes esfuerzos para resolver el problema y esta ha sido una de las grandes contribuciones de los doctores Saunders y Donaldson en este campo. Pero este trabajo aún no sido publicado y, por tanto, todavía está clasificado como secreto. —Megan sonrió condescendiente y volvió a sacudir la cabeza, algo que molestaba a Deborah—. Después de que haya trabajado aquí un tiempo razonable, y si aún tiene interés, podremos compartir con usted los detalles de nuestro éxito.

—Gracias. Otra pregunta. ¿De qué especies son los óvulos con que trabajamos?

Megan le devolvió la mirada de un modo que dio la impresión de estar sopesando a qué se debía la pregunta. La pausa fue lo bastante larga como para que Deborah se sintiera incómoda.

—¿Por qué lo pregunta? —dijo finalmente Megan.

—Como ya le dije, por curiosidad —respondió Deborah, comprendiendo que no obtendría una respuesta clara y tuvo la sensación de que si seguía haciendo preguntas solo conseguiría despertar sospechas.

—No estoy segura de con qué protocolo está ahora trabajando Maureen —dijo Megan—. Tendría que averiguarlo, pero en este momento tengo demasiado trabajo pendiente.

—Comprendo. Gracias por concederme su tiempo.

—De nada —contestó Megan con una sonrisa nada sincera. Deborah sintió alivio de volver a su microscopio. La visita a la supervisora no había sido una buena idea. Volvió al trabajo, pero solo llegó a desnuclearizar un oocito porque su curiosidad, ahora avivada por la conversación con Megan, le impidió concentrarse. Con solo mirar la masa de oocitos en el microscopio, le saltaba a la vista el interrogante sobre su origen, en especial, si se trataba de óvulos humanos tal como sospechaba.

Dirigió una mirada a Mare, quien la ignoraba desde que había discutido con Paul Saunders acerca de la identificación de los óvulos. Un vistazo rápido por la sala del laboratorio convenció a Deborah que nadie de la docena de personas que allí trabajaban le prestaba atención. Cogiendo el bolso como si fuera al lavabo, bajó del taburete y se encaminó al pasillo central. Creyendo que solo trabajaría un día en la clínica Wingate, decidió que el origen de los óvulos era un misterio lo bastante importante como para no ignorarlo. No sabía si podría desentrañarlo, pero debía averiguar lo que pudiera mientras tuviera una oportunidad.

Avanzó por el pasillo en dirección a la torre central hasta que llegó a la última de las tres puertas de entrada al laboratorio. Desde allí pudo ver a Mare, bastante lejos, inclinada sobre su microscopio. A la derecha de Deborah estaba la sala de la incubadora adonde Mare había ido a buscar las cápsulas de Petri llenas de óvulos. Abrió la puerta de cristal y entró.

El aire era cálido y húmedo. Un gran termómetro y humidificador de pared indicaba 37.ºC y ciento por ciento de humedad. A ambos lados de la estrecha sala había hileras de cápsulas de Petri. Al fondo estaba el montaplatos rodante, muy distinto de los que se usan para llevar comida en un hospital. De acero inoxidable, tenía estantes y una puertecilla de cristal. Del tamaño de una cómoda, tenía sus propios termómetro y humidificador para asegurar que había la temperatura y humedad idóneas.

Deborah empujó el montaplatos para ver si podía moverlo lo suficiente para echar un vistazo al conducto o tubo que tenía incrustado pero no pudo moverlo ni un milímetro. Obviamente se trataba de un armatoste de alta tecnología. Dio un paso atrás para contemplarlo. Supuso que el conducto estaba unido de algún modo a la pared.

Salió de la incubadora, volvió a la sala principal y trató de ver si el tubo del montaplatos rodante estaba empotrado en la pared. Luego fue hasta la escalera próxima a la puerta de incendios que llevaba a la torre central. Subió hasta segundo piso y allí se llevó una sorpresa.

Aunque recordaba vagamente que la doctora Donaldson había dicho que la vieja institución, salvo por la pequeña área ocupada por la Wingate, era como un museo, Deborah no estaba preparada para lo que se encontró. Era como si en algún momento del siglo XIX todo el mundo, el personal médico y los pacientes, hubieran huido en tropel dejando todo abandonado. Había viejos escritorios, armarios de madera y antiguas sillas de ruedas a un lado del oscuro pasillo. Las telarañas colgaban como guirnaldas de las lámparas victorianas. Incluso había viejos grabados enmarcados de Currier e Ives colgando torcidos de las paredes. El suelo estaba cubierto por una gruesa capa de polvo y trozos de yeso que habían caído del techo levemente abovedado.

Deborah se tapó la boca y trató de respirar lo menos posible mientras avanzaba por el pasillo. Sabía que los microorganismos infecciosos que habían poblado ese lugar hacía tiempo que habían desaparecido, pero aún así se sintió vulnerable e intranquila.

Una vez hubo calculado aproximadamente la posición del montaplatos rodante, entró en la puerta siguiente. No la sorprendió encontrarse en una habitación sin ventilación que había servido de antecocina y estaba llena de alacenas con platos y cubiertos. Hasta había unos grandes hornos con las portezuelas abiertas de par en par; parecían grandes animales muertos con las fauces abiertas.

La entrada al conducto del montaplatos rodante estaba donde ella esperaba. Estaba diseñado para abrirse verticalmente como un montacargas, pero cuando ella tiró de la vieja correa de lona, se dio cuenta de que había un mecanismo de seguridad para que no se moviera hasta que lo activaran.

Quitándose el polvo de las manos, Deborah volvió sobre sus pasos hasta la escalera y subió al tercer y último piso. El panorama allí era similar. Regresó a la escalera y bajó a la planta baja.

Cuando salió de la escalera, supo de inmediato que los óvulos no podían venir de allí. La planta baja había sido remodelada aún más que el primer piso para albergar las actividades médicas de la clínica. En ese momento de la mañana, llegaban a su apogeo y había un flujo constante de médicos, enfermeras y pacientes. Deborah tuvo que apartarse a un lado para dejar pasar una camilla con una mujer.

Moviéndose entre la multitud, fue hasta donde calculaba que podía estar el conducto detrás de la pared. Al dejar el pasillo, se encontró en un área de tratamiento de pacientes. Donde tendría que haber estado la entrada al conducto había un armario de ropa de cama. Así pues, el conducto no tenía ninguna salida en la planta baja.

Un simple proceso de eliminación le indicó que únicamente el sótano podía ser el lugar de origen de los óvulos. Se encaminó a la escalera. Para bajar al sótano había que descender muchos peldaños, pues había una especie de entresuelo entre el sótano y la planta baja con una maraña de cables, cañerías y tuberías.

El sótano tenía el aspecto de una mazmorra iluminada por unas pocas bombillas desnudas. Las paredes eran de ladrillo visto con techos arqueados y suelo de cemento. La angustia que Deborah había sentido en los pisos superiores se magnificó en la penumbra del sótano. También contenía un montón de recordatorios de sus tiempos de clínica antituberculosa, pero aquí parecían aún más decrépitos y abandonados por los rincones. Si aún quedaban agentes infecciosos en el edificio, este era el sitio donde sobrevivían. Luchando contra su propia imaginación, siguió avanzando lo mejor que pudo. La planta no tenía un simple pasillo central como los pisos de arriba, sino una especie de laberinto que le exigía calcular las distancias mientras marchaba haciendo zigzag entre los gruesos pilares de apoyo.

Cuando cruzó un pasadizo abovedado y una amplia cocina con grandes mesas metálicas, hornos y fregaderos, se encontró con algo inesperado: una moderna puerta metálica sin picaporte, goznes o siquiera cerradura.

Vacilante, Deborah estiró una mano en la penumbra y tocó ligeramente la brillante superficie. Supuso que era de acero inoxidable. Sin embargo, no sintió frío al tocarla, sino más bien una agradable calidez. Miró en la semioscuridad los viejos equipos de cocina y luego la moderna puerta. La incongruencia resultaba chocante. Pegando una oreja a la plancha de acero oyó el zumbido de maquinaria en funcionamiento. Escuchó unos momentos esperando oír voces, en vano. Al alejarse de la puerta, vio una ranura para tarjetas igual a la de la sala del servidor. Deseó tener consigo la tarjeta de Wingate.

Tras un momento de indecisión y una breve discusión consigo misma, llamó con los nudillos. Sonó como si la puerta fuera muy gruesa. No sabía si quería que alguien le contestase, pero nadie lo hizo. Ganando confianza, empujó la puerta pero era inamovible. Usando el lado del puño golpeó por la periferia de la puerta para determinar dónde estaba el pestillo. No lo logró.

Encogiéndose de hombros ante barrera tan impenetrable, se dio media vuelta y volvió sobre sus pasos hasta la escalera. Ya era casi mediodía, hora de volver a esperar la llamada de Joanna. Había descubierto muy poco, pero al menos lo había intentado. Pensó que si todo iba bien, podría volver con la tarjeta de Wingate. La puerta de acero inoxidable y lo que hubiese detrás de ella habían picado su curiosidad.