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10 de mayo 2001, 7.10 h

Era otra hermosa y clara mañana de primavera mientras las dos mujeres viajaban rumbo al noroeste, de vuelta hacia Bookford donde habían estado solo hacía nueve horas. Ambas estaban exhaustas. A diferencia de lo sucedido el día anterior, no se habían despertado espontáneamente y tuvieron que ser arrancadas de la cama por el despertador.

Cuando llegaron a su casa la noche anterior, pese al cansancio ninguna se fue directamente a la cama. Deborah se puso a limpiar los zapatos, que se le habían enlodado en el sótano de Spencer. Y luego pasó un tiempo arreglando la vestimenta para el día siguiente; tendría que usar el mismo vestido ya que toda su otra ropa era de un estilo completamente distinto.

Joanna había telefoneado a David Wash para repasar lo que tenía que hacer una vez en la sala del ordenador. Ante la insistencia de David, fue a su piso. Él le dijo que la consola del ordenador central tal vez requiriese una contraseña para que el teclado se pusiera en funcionamiento. Le mostró cómo usar el software y se lo hizo probar varias veces hasta que se aseguró que ella lo dominaba. Para cuando Joanna llegó a casa, era más de medianoche y Deborah dormía a pierna suelta.

Cansadas como estaban, viajaron en silencio y sin prestar atención a las tertulias matinales de la radio. Cuando llegaron a la entrada de la clínica Wingate, Deborah usó su tarjeta de acceso. El portal se abrió y entraron. Ya que eran de las primeras empleadas en llegar, había muchas plazas de aparcamiento vacías. Deborah aparcó frente a la puerta principal.

—¿Te preocupa encontrarte con Spencer? —preguntó Joanna.

—Pues, no. Con la resaca que seguramente tendrá no le veremos muy temprano por aquí.

—Si. Ciertamente tienes razón y además no creo que recordará mucho de lo sucedido anoche, compañera —dijo Deborah.

—Bueno, que tengas suerte.

—Lo mismo te deseo.

—¿Has traído los móviles? —Por supuesto.

Con determinación y no poca ansiedad, se apearon del coche y entraron en el edificio. De acuerdo con las instrucciones recibidas el día anterior, se dirigieron al cubículo de Helen Masterson donde completaron su documentación. Se sintieron aliviadas cuando comprobaron que no había habido ningún problema con sus números falsos de la seguridad social.

En la oficina de Masterson, se separaron; Joanna se fue al cubículo de Christine Graham, a solo tres compartimientos del de Helen, y Deborah cruzó el vestíbulo central rumbo al despacho de Megan Finnigan.

La mujer estaba en su escritorio de espaldas a la entrada del cubículo. Joanna golpeó en el tabique, pero como estaba insonorizado, ese mínimo ruido no fue suficiente para captar la atención de la mujer. Finalmente Joanna optó por llamarla por su nombre.

Christine recordaba a Joanna del encuentro del día anterior en el comedor. Tenía una copia de su solicitud de empleo en un lado del escritorio.

—Pasa y siéntate, Prudence —dijo Christine y retiró unas carpetas de la silla delante del escritorio—. Bienvenida a Wingate.

Joanna tomó asiento y miró a su jefa. Era una mujer cortada por el mismo patrón de Helen Masterson, de físico parecido y las mismas manos anchas que sugerían que quizá sus antepasados podrían haber sido campesinos. Tenía un rostro bondadoso con manchas que parecían pinceladas de colorete en sus amplias mejillas.

Christine le informó sobre sus obligaciones iniciales. Tal como había previsto Joanna, tendría que introducir información relacionada con los pagos de los pacientes. Christine también le dijo que más adelante le daría otras responsabilidades si su trabajo resultaba satisfactorio.

—¿Alguna pregunta? —dijo Christine.

—¿Cuáles son las normas para la hora del café? —preguntó Joanna y sonrió—. Ya sé que es como preguntar sobre las vacaciones el primer día de trabajo, pero quiero saberlo.

—Es una pregunta razonable. Nos gusta que la gente lo haga como prefiera. Lo importante es terminar el trabajo. Por lo general, la gente se toma media hora por la mañana y media por la tarde ya sea de una sola vez o en varias veces. Para el almuerzo también hay media hora de descanso, aunque no somos estrictos al respecto.

Joanna asintió con la cabeza. Le gustó la idea de disponer de media hora, en especial si la podía coordinar con Deborah. Sería entonces cuando trataría de entrar en la sala del ordenador. Si eso no funcionaba, tendría que usar el tiempo del almuerzo.

—Debo recordarte que fumar está prohibido —dijo Christine—. Si quieres hacerlo, debes ir a tu coche.

—No fumo —dijo Joanna.

—En la solicitud, dice que tienes mucha experiencia con ordenadores. Supongo que no es necesario hablar del sistema que usamos. Es bastante sencillo y sé que has hablado con Randy Porter.

—Pienso que no habrá dificultades —dijo Joanna.

—Pues bien, manos a la obra —dijo Christine—. Tengo un cubículo preparado para ti y un montón de papeles que procesar.

Llevó a Joanna hasta un cuarto contra la pared divisoria del vestíbulo central. Quedaba lejos de los ventanales. Tenía un escritorio metálico, un archivador, dos sillas de escritorio y una papelera. Sobre el escritorio había un montón de papeles, un teclado con monitor y un teléfono. El tabiques estaban totalmente desnudos.

—Me temo que no es muy acogedor, Prudence —dijo Christine—. Pero tú puedes decorarlo como se te ocurra.

—Está bien —dijo Joanna. Puso el bolso en el escritorio devolvió la sonrisa a la jefa.

Christine le presentó a las empleadas que ocupaban cubículos vecinos. Daban la impresión de formar un grupo simpático y se acercaron a estrecharle la mano a Joanna.

—Pues bien —dijo Christine—, creo que eso es todo. Recuerda que si necesitas algo, no tienes más que preguntarme.

Joanna dijo que lo haría y Christine se marchó. Sacó el móvil del bolso y llamó a Deborah. Le salió la recepción de mensajes y le dejó uno para que llamara en cuanto pudiera. Luego se sentó ante el teclado. Después de pasar la tarjeta azul por la ranura, la pantalla le pidió la contraseña, Joanna usó la palabra Anago, su restaurante favorito Boston. Una vez en la red, Joanna pasó quince minutos verificando qué accesos tenía. Tal como esperaba, eran limitados.

Volvió su atención a los documentos a procesar. Su atención era hacer el máximo posible de trabajo pendiente de modo que cuando fuera a la sala del ordenador central nadie la buscara por razones de trabajo.

Al poco rato Joanna se dio cuenta de que la clínica manejaba mucho dinero, y eso que ella solo veía una pequeña parte de los recibos de una sola mañana. Incluso sin conocimiento de los costes, llegó a la conclusión de que la fecundación era un negocio inmensamente rentable.

Deborah sacudía la cabeza una y otra vez para fingir que prestaba atención. Estaba en el diminuto despacho de Megan Finnigan al lado del laboratorio. Las estanterías, estaban llenas de manuales, libros de referencia y pilas de carpetas. La supervisora del laboratorio era una mujer corpulenta con mechones canosos y pelo de color castaño desvaído que continuamente le caía sobre los ojos. Cada minuto y medio y con metronómica precisión, echaba la cabeza hacia atrás para quitarse el pelo de su línea de visión. A Deborah le daba ganas de zarandearla por los hombros y decirle que parara.

Deborah no pudo dejar de divagar mientras la mujer le daba una aburrida lección sobre técnicas de laboratorio. Se preguntó cómo le iría a Joanna.

—¿Alguna pregunta? —dijo Megan súbitamente.

Como si la hubieran pescado en falta, Deborah se enderezó.

—Creo que no —dijo rápidamente.

—Bien. Si le pasa algo, ya sabe dónde encontrarme. Ahora la pondré en manos de una de nuestras especialistas más experimentadas. Se llama Maureen Jefferson. Ella le enseñará la técnica de transferencia nuclear.

—Estupendo —dijo Deborah.

—Y un último punto —dijo Megan—. Le sugiero que use zapatos menos espectaculares.

—0h —exclamó Deborah con tono inocente. Bajó la mirada a los altos tacones que lucían bastante bien después de los rigores de la noche anterior—. ¿Hay algún problema con estos?

—Digamos que no son apropiados. No quiero que resbale en las baldosas y se rompa una pierna.

—Yo tampoco.

—Mientras nos comprendamos… —dijo Megan. Miró un instante la atrevida minifalda de Deborah, pero no dijo nada. Se puso en pie y Deborah la imitó.

Maureen Jefferson era una chica afroamericana de veintidós años de color café con mucha leche. Tenía pecas sobre el arco de la nariz. Se había peinado hacia atrás para exhibir una impresionante colección de aretes. Sus cejas bastante arqueadas le daban una expresión de asombro continuo.

Cuando terminó la presentación, Megan se retiró. Al principio, Maureen se limitó a menear la cabeza mientras Megan se alejaba por el pasillo central. Solo cuando hubo desaparecido en su despacho se volvió hacia Deborah y le dijo:

—Es áspera, ¿no te parece?

—Un poco cuadrada —dijo Deborah.

—Supongo que se debe a la rutina con sus piezas del laboratorio.

—No lo sé. No le presté mucha atención.

Maureen lanzó una carcajada.

—Pienso que nos llevaremos bien, muchacha. ¿Cómo te llaman? ¿Georgina o qué?

—Georgina —dijo Deborah. El uso del alias le aceleró el pulso.

—Mis amigos me llaman Mare.

—Entonces serás Mare para mí. Gracias.

—Pongámonos en marcha. Tengo aquí un microscopio de disección de dos lentes que nos permitirá mirar la misma muestra al mismo tiempo. Voy a buscar unos óvulos a la incubadora.

Mientras Mare se ausentaba, Deborah sacó el móvil y vio que tenía un mensaje, pero en vez de oírlo, marcó el número de Joanna, quien contestó al instante.

—¿Llamaste tú? —preguntó Deborah.

—Sí, y te dejé mensaje de que me llamaras.

—¿Cómo va todo?

—Aburrido pero pasable —dijo Joanna—. Lo primero que hice fue tratar de acceder a los archivos de donantes, pero sin éxito.

—No es ninguna sorpresa.

—Me tomaré media hora libre a las once. ¿Puedes encontrarte conmigo?

—¿Dónde?

—En la fuente del vestíbulo central cerca de la puerta que va a la sala del ordenador.

—Allí estaré —dijo Deborah, y se guardó el teléfono en bolso.

Echó una mirada por el laboratorio. Solo había cinco personas visibles en un sitio con cabida para cincuenta. Era obvio que Wingate preveía un crecimiento exponencial.

Mare volvió portando una cápsula cubierta que contenía una pequeña cantidad de líquido. A simple vista, el fluido era claro y uniforme, pero en realidad tenía varias capas. En la superficie había una película de aceite mineral, y debajo distintos cultivos que contenían unos sesenta óvulos femeninos.

Mare se sentó en un taburete delante de una de las lentes y le hizo señas a Deborah para que hiciera lo propio. Puso en funcionamiento la fuente de luz y la ultravioleta. Luego ambas mujeres se inclinaron sobre las respectivas lentes.

Durante la hora siguiente, Deborah presenció una demostración de transferencia nuclear mediante micropipetas. Luego ella misma la practicó. La primera parte implicaba quitar los núcleos de los óvulos. La segunda consistía en introducir células adultas mucho más pequeñas justo por debajo de la superficie de los óvulos. El proceso exigía bastante precisión, pero Deborah lo cogió rápidamente y al cabo de una hora lo hacía casi tan bien como Mare.

—Con eso terminamos esta tanda —dijo Mare. Se echó para atrás y estiró los entumecidos brazos—. Has aprendido más rápido de lo que yo esperaba.

—Gracias a una maestra excelente —dijo Deborah, y también estiró los brazos.

La delicada operación con las micropipetas requería un control estricto que tensaba los músculos.

—En cuanto lleve este cultivo al personal de fusión, te traeré otra cápsula que ahora mismo está siendo preparada —dijo Mare—. No veo ninguna razón para que no puedas hacerlo por tu cuenta. Por lo general, se tarda un día o dos, pero tú ya procedes como una profesional.

—Eres demasiado cortés —dijo Deborah—, pero dime algo. ¿Con qué clase de óvulos estamos trabajando? ¿Son de bovinos o de cerdos? —Deborah había visto unos pocos gametos femeninos de diferentes especies en fotomicrográficos o de verdad en el laboratorio de Harvard. Sabía que todos eran asombrosamente parecidos, salvo por el tamaño, que podía variar de manera considerable. Por el tamaño de estos, supuso que eran de cerdos ya que tenía la impresión que los de vacunos eran más grandes.

—Ni una cosa ni la otra —le contestó Mare—. Son óvulos humanos.

Aunque Mare contestó con absoluta naturalidad, la información dejó anonadada a Deborah. En todo el tiempo que había trabajado con aquellas células, nunca se le había pasado por la imaginación que eran humanas. Solo pensarlo la hizo temblar, en especial, cuando a ella le habían pagado cuarenta y cinco mil dólares por un solo óvulo.

—¿Estás segura? —se atrevió a preguntar Deborah.

—Bastante segura —dijo Mare.

—Pero… ¿qué hacemos aquí? —tartamudeó Deborah—. ¿De quiénes son estos óvulos?

—Eso no nos incumbe. Es una clínica de fertilidad con mucho trabajo. Ayudamos a que las clientas queden embarazadas. —Se encogió de hombros—. Son óvulos y células de las clientas.

—Pero al hacerles transferencia nuclear, en realidad los estamos clonando —dijo Deborah—. Si estas son células humanas, entonces estamos clonando seres humanos.

—Técnicamente, es posible —dijo Mare—, pero eso forma parte del protocolo embriónico celular. En clínicas privadas, como la Wingate, se nos permite llevar a cabo este tipo de investigación con el material sobrante que no se usa para los tratamientos de fecundidad; de otra manera, se perdería. No tenemos ningún subsidio del gobierno, de modo que quienes estén en contra de esta clase de trabajo no tienen por qué temer que se financie con sus impuestos. Y recuerda una cosa: son gametos sobrantes y las clientas que los crearon están de acuerdo en que sean usados. Y lo más importante es que no se permite que las células fusionadas se conviertan en embriones activos. Esas células madre se cosechan en el estadio de blastocitos, antes de que se produzca cualquier diferenciación celular.

—Ya veo —dijo Deborah sacudiendo la cabeza aunque no estaba segura de nada. Era una situación insólita y preocupante.

—Eh, cálmate. No es nada del otro mundo. Hace años que lo hacemos. Confía en mí.

Deborah volvió a menear la cabeza.

—No eres de las que se toman los preceptos religiosos a la tremenda, ¿verdad? —dijo Mare. Se acercó para mirarla a los ojos.

Deborah negó con otro movimiento de cabeza. Al menos, de eso estaba segura.

—Me alegro, porque la investigación con células madre es el futuro de la medicina. Estoy segura de que no tengo que decírtelo. —Se bajó del taburete—. Ahora iré a buscar más óvulos —añadió—. Si quieres, seguimos hablando en cuanto vuelva.

—De acuerdo —dijo Deborah agradeciendo tener un momento para pensar. Con los codos sobre la mesa del laboratorio, se cogió la cabeza con las manos. Con los ojos cerrados, trató de imaginar cómo podía la clínica Wingate conseguir tantos óvulos sobrantes. Calculó que ella y Mare habían usado tres o cuatro docenas y la mañana acababa de empezar. Sabiendo todo lo que sabía sobre hiperestimulación ovárica, era algo extraordinario conseguir tantos óvulos. Por lo general, después de un ciclo de estimulación, se obtenían unos diez óvulos y la mayoría de ellos eran usados para fertilización in vitro.

—Hola, señorita Marks —dijo una voz, y le tocaron el hombro. Deborah levantó la mirada y se encontró con los ojos del doctor Saunders—. Me alegra verla y constatar que tiene tan buen aspecto como ayer.

Deborah sonrió como pudo.

—¿Qué le parece su trabajo en el laboratorio?

—Interesante —dijo Deborah.

—Sé que la señorita Jefferson ya la ha metido en materia. Ciertamente es una de nuestras mejores técnicas, de modo que está en tan buenas manos como las mías; por desgracia, no tuve la oportunidad de venir aquí a primera hora de la mañana tal como había previsto.

Deborah asintió. Semejante vanidad le hizo recordar a Spencer; se preguntó si se trataba de una característica universal de los especialistas en fertilidad médica.

—Supongo —siguió Paul— que no es necesario explicarle la importancia que tiene este trabajo para nuestras clientes y para la medicina en general.

—La señorita Jefferson me ha dicho que los óvulos los que hacemos transferencia nuclear son humanos. Me sorprendió bastante, sabiendo lo escasos que son los óvulos humanos.

—¿Dijo si estaba segura? —preguntó Paul. Se le ensombreció la cara.

—Creo que dijo bastante segura.

—¡Pues son óvulos porcinos! —Con aire ausente, se meció el pelo—. Últimamente trabajamos mucho con cerdos ¿Sabe cuál es el principal objetivo de nuestra investigación actual?

—La señorita Jefferson mencionó las células madre —dijo Deborah.

—Forman parte —coincidió Paul—, una parte muy importante, pero no necesariamente la más importante. En momento, me concentro en cómo se reprograma el citoplasma del oocito convirtiéndose en núcleo adulto, es la base de las actuales técnicas de clonación de animales sabe, así se clonó la oveja Dolly.

—Sé lo de Dolly —dijo Deborah. A medida que Paul hablaba, crecía su entusiasmo enrojeciéndole las mejillas habitualmente pálidas. Poco a poco, iba acercando su cara a la de Deborah hasta que pudo sentir el hálito cuando pronunciaba consonantes fuertes.

—Estamos en una fantástica encrucijada de la biológica —dijo Paul bajando la voz como si compartiera un secreto profesional—. ¡Tiene mucha suerte, señorita Marks! Se ha sumado a nosotros en un momento revolucionario y fascinante. Estamos a punto de presenciar avances sin precedentes. ¿Le ha explicado la señorita Masterson nuestro plan de opción de compra de acciones para los empleados?

—Me parece que no —dijo Deborah, retrocediendo todo lo que pudo sin caerse del taburete.

—La dirección quiere que todos se beneficien de la mina de oro que representará esta investigación —dijo Paul—, de modo que ofrecemos participaciones a todos nuestros empleados competentes, en especial a los que se dedican a tareas de laboratorio. Tan pronto se produzca nuestro descubrimiento y lo anunciemos, probablemente en la revista Nature, haremos ampliación de capital mediante nuestra entrada en bolsa. La clínica Wingate pasará de ser una empresa de capital privado a otra de capital público por acciones. Supongo que puede imaginarse lo que eso representará para el valor de las participaciones.

—Subirán, supongo —dijo Deborah. Ahora Paul estaba tan cerca de ella que podía verle directamente el fondo de las pupilas. Pensó que los ojos de Paul eran muy extraños. No solo los iris tenían colores diferentes, sino que la córnea interior cubría lo suficiente de la superficie de la esclerótica como para hacerlo ligeramente bizco.

—¡Hasta el techo! —dijo lentamente Paul pronunciando cada palabra por separado—. Lo que significa que todos serán millonarios; es decir, todos los que posean participaciones. De modo que lo importante ahora es guardar silencio —dijo Paul llevándose un dedo a los labios—. La discreción es esencial. Por esa razón, nos gustaría que nuestra gente, en especial el personal del laboratorio, viva en la propiedad. Tampoco nos gusta que se hable del trabajo fuera de la organización. Comparamos este esfuerzo con el proyecto Manhattan que creó la bomba atómica. ¿He sido lo bastante claro?

Deborah asintió con un gesto. Él había retrocedido un poco y aunque ella seguía sitiada por su mirada fija e impasible, pudo enderezarse sobre el taburete.

—Confiamos en que usted no hablará con nadie acerca de lo que estamos haciendo aquí —prosiguió Paul—. Es por su propio interés.

—Soy una persona de fiar —dijo Deborah cuando notó que él esperaba su reacción.

—No queremos que otra organización se nos adelante —continuó Paul—. No después de todo este trabajo. Y hay numerosas empresas en esta misma área de Boston dedicadas a las mismas investigaciones.

Deborah asintió. Sabía bastante de la industria biotecnológica de la zona ya que le esperaba una entrevista inminente con Genzyme.

—¿Puedo hacerle una pregunta?

—Adelante —dijo Paul. Se puso las manos en las caderas y se balanceó sobre los talones. La pose, combinada con el mechón oscuro, le recordó a Deborah el sobrenombre que tenía Helen Masterson para él: Napoleón.

—Me despiertan curiosidad las trabajadoras nicaragüenses. Todas parecen haberse quedado embarazadas al mismo tiempo. ¿Cómo se explica?

—Digamos que nos están ayudando —dijo Paul—. No tiene demasiado importancia y estaré encantado de contarle los detalles en otra ocasión.

Dejó de mirar a los ojos de Deborah y paseó su mirada por el laboratorio. Seguro de que nadie les oía, volvió a concentrarse en ella. Esta vez, su línea de visión pasó rápidamente por las largas y desnudas piernas y el escote antes de regresar al rostro. Fue un fugaz repaso visual que no le pasó inadvertido a Deborah.

—Me alegro de haber tenido la oportunidad de mantener esta charla con usted —dijo Paul bajando la voz—. Me gusta hablar con alguien con quien siento una inteligencia equivalente y con quien tengo fuertes intereses comunes. Deborah reprimió una risita mordaz. Recordó perfectamente el mismo comentario de intereses comunes de Spencer. Intuitivamente supo que llevaría al mismo objetivo. No se sintió desilusionada. Paul acotó: —Me encantaría tener la oportunidad de explicarle la investigación apasionante que estamos llevando a cabo, incluyendo lo de las nicaragüenses, pero en privado. Tal vez quiera cenar conmigo esta noche. Cerca de aquí hay un restaurante bastante decente.

—El Barn, ¿verdad? —repuso Deborah irónicamente.

Si a Paul le causó alguna sorpresa que ella conociera el nombre del restaurante, no lo demostró. En cambio, se lanzó a una minuciosa descripción de la comida y la romántica decoración y de cuánto le gustaría compartir una cena allí con Deborah. Luego sugirió que después de la cena podían volver a su casa, donde le mostraría los protocolos de los experimentos más importantes que se llevaban a cabo en la Wingate.

Deborah reprimió otra risotada. Ser invitada a la casa de Paul a ver los protocolos sonó como una variación más de una infinidad de estratagemas parecidas. Deborah no tenía el menor interés en salir a cenar con aquel pelmazo por más curiosidad que tuviera sobre las investigaciones de la Wingate. Declinó la invitación escudándose en Joanna, tal como había hecho con Spencer el día anterior. Para su sorpresa, la reacción de Paul fue casi idéntica a la de Spencer pues enumeró todo lo que Joanna podía hacer durante la cena. Deborah se preguntó si la megalomanía era un requisito indispensable para ser un especialista en reproducción o si el mismo trabajo la creaba. Volvió a rehusar con mayor firmeza.

—¿Y algún otro día de la semana? —insistió Paul—. O incluso en el fin de semana. Yo podría desplazarme a Boston. El regreso de Mare salvó a Deborah de un ataque de desesperación. Traía otra cápsula de Petri y la colocó ante el microscopio tras haber saludado con deferencia a Paul.

—¿Cómo lo está haciendo nuestra nueva adquisición? —preguntó Paul volviendo con sorprendente habilidad a su modo habitual de condescendencia.

—Excepcionalmente bien —dijo Mare—. Tiene el don natural. En mi opinión, ya está preparada para trabajar a solas.

—Me alegro —comentó Paul.

Luego le pidió a Mare para hablar en privado. Ella asintió y ambos se retiraron a un aparte.

Deborah simuló interesarse en la nueva cápsula de Petri, pero estuvo atenta a la conversación entre Mare y Paul. Obviamente él estaba nervioso pues gesticulaba con las manos.

El monólogo duró un minuto, después del cual los dos volvieron al lado de Deborah.

—Hablaré con usted más tarde, señorita Marks —dijo cortante Paul antes de irse—. Mientras tanto, ¡a trabajar!

—Preparemos la nueva tanda —dijo Mare.

Deborah se concentró en el microscopio y durante los siguientes minutos las dos mujeres trabajaron organizando los oocitos para que Deborah empezara a extraerles el ADN. Como con el anterior grupo, movieron todos los óvulos a un lado. Antes, Mare advirtió que no se debía perder ninguno. Cuando acabaron, Mare dijo:

—Ya los tienes. ¡Buena suerte! Si tienes alguna pregunta, dispara. Estaré en la mesa de al lado haciendo otra tanda.

Deborah no pudo dejar de notar la frialdad con que ahora la trataba Mare. Deborah se aclaró la garganta y le dijo:

—Perdóname. No sé cómo decirlo…

—Entonces no lo digas —le espetó Mare—. Tengo trabajo que hacer.

—¿Te he hecho quedar mal de algún modo? —le dijo Deborah—. Porque si es así, lo siento.

Mare se dio media vuelta. Se le había dulcificado la expresión.

—No es culpa tuya. Me equivoqué.

—¿En qué?

—Estos óvulos —dijo Mare—. Son oocitos de cerdos.

—Oh, sí —dijo Deborah—, ya me lo ha dicho el doctor Saunders.

—Bien. Bueno, me voy a trabajar. —Mare señaló otro microscopio. Sonrió débilmente y luego se alejó.

Deborah observó unos instantes a la mujer mientras se disponía a empezar su trabajo. Entonces se inclinó sobre su microscopio. Estudió el cultivo cuyo lado izquierdo estaba lleno de diminutos círculos granulares, cada uno conteniendo una masa fluorescente de ADN, pero por el momento su mente no estaba en el trabajo. En cambio, pensaba en óvulos de distintas especies. Pese a las palabras de Paul y Mare, Deborah creyó estar viendo un grupo de oocitos humanos.

Media hora después, había sacado los núcleos a más de la mitad de los óvulos. Necesitada de un descanso dada la intensidad de la tarea, se restregó los ojos. Cuando los abrió, se sobresaltó. Debido al grado de concentración con que había trabajado, no oyó que nadie se le acercara y le sorprendió encontrarse ante el rostro contrito de Spencer Wingate. Mare también levantó la vista y puso cara de asombro.

—Buenos días, señorita Marks —dijo él. Tenía la voz más grave que el día anterior. Vestía una larga bata blanca de profesor, camisa blanca bien planchada y un recatado corbatín de seda. La única prueba visible de la cogorza de la noche anterior eran sus ojos llenos de venillas rojas—. ¿Podríamos hablar un momento? —pidió.

—Por supuesto —dijo Deborah con cierta intranquilidad. Su primera preocupación fue que Spencer viniera por la tarjeta azul, pero no lo consideró probable. Se levantó del taburete suponiendo que Spencer quería que ambos se alejaran un poco.

Mare los miraba absorta.

Él señaló una ventana y fueron hacia ella.

—Quiero disculparme por lo de anoche —dijo Spencer—. Espero no haberme puesto demasiado pesado. Me temo que no recuerdo mucho.

—Descuide, no se puso nada pesado —dijo Deborah con una forzada sonrisa tratando de restarle importancia a la situación—. Estuvo muy divertido.

—Es usted muy amable —dijo Spencer—. Pero para mí, peor es haber perdido la ocasión.

—No estoy segura de entenderlo.

—Ya sabe —dijo él bajando aún más la voz—, con usted y su amiga Penélope. —Y guiñó un ojo con picardía.

—Oh, sí —dijo Deborah dándose cuenta de que se refería a la ridícula fantasía del ménage á trois. Sintió antipatía por Spencer, tal como antes por Paul, pero refrenó su reacción. Dijo—: Se llama Prudence.

—Por supuesto —dijo Spencer dándose un golpecito en frente con la palma de la mano—. No sé por qué tengo tantos problemas para recordar su nombre.

—Yo tampoco —dijo Deborah—, pero gracias por su disculpa, aunque creo que no era necesaria. Ahora, será mejor que vuelva al trabajo. —Se dispuso a volver, pero Spencer la detuvo.

—Pensé que podríamos intentarlo esta noche —dijo Prometo cuidarme más con el vino. ¿Qué me dice? Deborah miró sus ojos azules. Buscó una respuesta apropiada, lo que le resultó difícil dado el poco respeto que le tenía. Considerando el desacuerdo entre él y Paul que había presenciado el día anterior, tuvo el súbito deseo contarle que su rival acababa de invitarla con el propósito de avivar el conflicto entre los dos. En esas circunstancias pensó que sería el rechazo más tajante. Pero a la vista de que ella y Joanna trataban de hacer, no era muy prudente hacer que el mandamás de la empresa se convirtiera en su enemigo personal.

—No tiene sentido ir en dos coches —dijo Spencer ya que Deborah tardaba en contestar—. Nos podemos encontrar en el aparcamiento a las cinco y cuarto.

—Esta noche no, Spencer. Joanna… quiero decir Prudence y yo necesitamos dormir —dijo sintiendo que le ardían las mejillas y sabiendo que se ruborizaba. Solo había sido un lapsus, pero uno muy importante para decírselo al jefe.

—¿Tal vez el fin de semana? —sugirió Spencer al par, sin darse cuenta de nada—. ¿Qué me contesta?

—Es una posibilidad —respondió Deborah tratando de sonar positiva—. Una fiesta siempre es mejor cuando al día siguiente no hay que levantarse temprano.

—No podría estar más de acuerdo —dijo Spencer—. Así todos podremos dormir hasta tarde.

—Dormir hasta tarde suena a música celestial —coincidió Deborah.

—Mi número directo es el seis nueve —dijo Spencer con un pícaro guiño—. Espero que me llame.

—Estaremos en contacto —repuso Deborah, aunque no tenía la menor intención de hacerlo.

Spencer se marchó. Deborah miró a Mare, que continuaba observándola. Deborah se encogió de hombros como diciendo que el comportamiento de la dirección no era de su incumbencia. Al volver al taburete, miró la hora. Gracias a Dios no tardaría mucho en ver a Joanna y en poner manos en la obra.