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9 de mayo de 2001, 14.10 h.

Después del almuerzo, Helen se las arregló para meter a las dos mujeres en el cochecito de golf. Una vez empezada la visita, hasta Joanna la encontró interesante. El tamaño de la propiedad era impresionante y gran parte del terreno estaba poblado por densos bosques añosos. Las viviendas del personal superior como Wingate, Saunders, Donaldson y pocos más eran casas individuales parecidas a la casa de la entrada en estilo pero blancas, lo cual las hacía más atractivas.

Las viviendas de los demás empleados eran bonitas, de dos plantas adosadas de una forma que recordaba un pueblo rural de Inglaterra. La unidad de dos dormitorios que Helen les mostró era bastante acogedora. Las ventanas del frente daban a un pequeño patio central de adoquines mientras que las grandes ventanas del fondo ofrecían la vista de una represa de molino. Igual de atractivo era el alquiler; ochocientos dólares al mes.

Ante la insistencia de Deborah, después de dejar el apartamento, Helen las acompañó en un breve recorrido por la granja e incluso hasta la central eléctrica antes de conducirlas de vuelta al edificio central. El único inconveniente de la excursión fue que Joanna y Deborah nunca pudieron alejarse lo suficiente de Helen para hablar en privado. Solo cuando Helen las dejó en la sala de espera de Wingate y Saunders lograron hablar a solas.

—¿Qué piensas de esas mujeres embarazadas en el comedor? —preguntó Deborah en un susurro para que Gladis, la secretaria, no pudiera oírla.

—Me he quedado de una pieza. No puedo creer que paguen a inmigrantes para que se queden embarazadas. —¿No crees que se trata de algún experimento?

—Solo Dios lo sabe —dijo Joanna estremeciéndose.

—La pregunta es qué hacen con los bebés.

—Espero que los envíen a Nicaragua con sus madres —dijo Joanna—. No quiero ni imaginar otra posibilidad.

—Lo primero que se me ocurre es que los venden —dijo Deborah—. El alquiler de úteros no parece probable, pero la venta podría representar un negocio bastante lucrativo. Al ser una clínica de fecundación, ciertamente tienen la clientela apropiada. Hace año y medio te impresionó la cantidad de dinero que parecía ganar esta gente.

—Sí —dijo Joanna—. Con el dinero que ganan no necesitarían el asunto de los bebés para que los números cuadraran. No tiene sentido. Vender bebés es pura y simplemente ilegal; de ser así, no creo que Helen Masterson hubiera sido tan explícita.

—Supongo que tienes razón —dijo Deborah—. Tiene que haber alguna explicación razonable. Acaso sean mujeres en principio estériles. Quizá la ayuda para que queden embarazadas forma parte de los beneficios que se llevan.

Joanna puso mirada de incredulidad.

—Eso es tan improbable como el alquiler de úteros y por las mismas razones.

—Pues mira, no se me ocurre otra explicación.

—A mí tampoco —coincidió Joanna—. Solo quiero saber qué pasó con mis óvulos. Después no querré ni oír mencionar esta clínica. Este lugar me puso nerviosa el día que vinimos a hacer la donación; y hoy me he sentido aún peor.

Se abrió la puerta del despacho del doctor Wingate y apareció con unas gafas de fina montura sobre la punta de la nariz. En sus manos llevaba unos balances que siguió examinando atentamente hasta dejarlos en el escritorio de la secretaria. No parecía nada contento.

—Llame a los contables —pidió a Gladis—. Dígales que quiero ver el último cuatrimestre del año pasado.

—Sí, señor —dijo Gladis.

Spencer dio a los balances un último golpecito con los nudillos como si aún estuviera concentrado en los documentos antes de dirigir su atención a las dos amigas. Respiró hondo y luego se acercó a ellas. Se le suavizó la expresión y logró esbozar una sonrisa.

—Buenas tardes, señorita Marks —dijo y estrechó la mano de Deborah que retuvo un instante mirándola a los ojos. Volviéndose hacia Joanna, dijo—: Lo siento, pero no recuerdo su nombre. Georgina lo mencionó, pero lo olvidé.

—Prudence Heatherly —dijo Joanna. Le dio la mano y lo miró a la cara. Deborah tenido razón; el hombre no se parecía a su padre. Sin embargo, había algo en él que lo hacía superficialmente atractivo.

—Siento haberlas hecho esperar —dijo volviendo su atención a Deborah.

—Nos ha venido muy bien sentarnos y descansar un poco —dijo Deborah. Se dio cuenta de que el doctor tenía dificultades en desviar la mirada de sus piernas cruzadas—. La señorita Masterson nos ha llevado de un sitio a otro.

—Espero que la visita haya dado sus frutos.

—Sin duda —dijo Deborah—. Empezamos a trabajar mañana mismo.

—Excelente —dijo Spencer. Se frotó las manos nerviosamente y miró a una y otra mujer como si tratase de decidir algo. Acercó una silla y se sentó delante de las dos—. Pues bien —dijo—, ¿qué quieren tomar? ¿Café, té o un refresco?

—Un agua con gas me vendría muy bien —dijo Deborah.

—Lo mismo para mí —dijo Joanna sin mayor entusiasmo. Se sentía fuera de lugar. No había tenido ningún interés especial en venir al despacho de Wingate, y ahora que estaba allí, era evidente que el hombre estaba descaradamente interesado en Deborah. Para Joanna, la forma en que miraba a su amiga bordeaba el mal gusto.

Spencer ordenó a la secretaria que trajera las bebidas frescas. Mientras la esperaban, el médico habló de la clínica. Cuando la secretaria regresó, solo traía dos pequeña botellas de San Pellegrino.

—¿Usted no toma nada? —preguntó Deborah.

—No, estoy bien así —dijo Spencer, pero no parecía estarlo. Cruzaba y descruzaba las piernas mientras las mujeres se servían el agua. Algo le inquietaba.

—¿No le estamos haciendo perder el tiempo? —preguntó Joanna—. Tal vez debiéramos irnos y dejar que vuelva a su trabajo.

—No, no se vayan. Lo que me gustaría, señorita, es hablar un segundo con usted en privado.

Deborah apartó el vaso de los labios y miró a Spencer. La propuesta fue tan inesperada que no sabía a ciencia cierta si había oído bien.

Él hizo un gesto en dirección a su despacho.

—¿Podemos pasar un momento al despacho?

Deborah echó una mirada a Joanna, quien se encogió de hombros sugiriendo que adelante, aunque Deborah se dio cuenta de que la situación no le gustaba nada.

—Muy bien —dijo Deborah volviendo a prestar atención a Spencer. Depositó el vaso en la mesita y con un ligero suspiro se puso de pie. Siguiendo a Spencer, entró en la oficina. Él cerró la puerta.

—Iré al grano, señorita Marks —dijo. Por primera vez, evitó mirarla y se concentró en el gran ventanal—. De algún modo, yo impuse unas normas tácitas en esta clínica que no favorecen las relaciones sociales entre ejecutivos y empleados. Pero ya que usted no será técnicamente una empleada hasta mañana, me preguntaba si consideraría cenar conmigo esta noche. —Se dio media vuelta y la miró con expectación.

Deborah se quedó sin habla. Le gustaba el papel que se había impuesto, pero no había previsto más que atraer miradas. No le había pasado por la imaginación que la invitara a salir nada menos que el director de la clínica, un hombre seguramente casado y que la doblada en edad.

—Hay un restaurante muy agradable bastante próximo al pueblo —dijo Spencer mientras Deborah vacilaba—. Se llama Barn.

—Estoy segura de que es un sitio encantador —pudo decir Deborah con un hilo de voz—. Y aprecio que haya pensado en mí, pero hay algunos problemas logísticos. Ya sabe, mi compañera de apartamento y yo no vivimos aquí. Vivimos en Boston.

—Ya —dijo Spencer—. Entonces podríamos convenir una cena temprana. Creo que abren a las cinco y media. De esta manera, podrían llegar a Boston a las siete u ocho.

Deborah miró el reloj. Eran casi las cuatro de la tarde.

—Ciertamente me encantó charlar esta mañana con usted —añadió Spencer—. Me gustaría mucho saber más de cuál es el aspecto de la biología molecular que más le interesa. Quiero decir que tenemos intereses comunes.

—Intereses comunes —repitió Deborah mientras miraba los ojos azules del hombre. Notó cierto grado de ansiedad en ese médico exitoso y razonablemente atractivo. Decidió coger el toro por las astas—. ¿Qué dirá la señora Wingate sobre esta idea?

—No hay ninguna señora Wingate. Mi esposa se divorció de mí hace muchos años. Fue algo imprevisto. Viendo las cosas en retrospectiva, pienso que me dedicaba demasiado a mi trabajo y descuidaba la familia.

—Lo siento —dijo Deborah.

—Descuide —dijo Spencer—. Es una cruz que debo arrastrar. Lo bueno es que finalmente he asumido mi situación y estoy listo para volver a relacionarme.

—Me halaga que haya pensado en mí. Pero estoy aquí con mi amiga y sólo tenemos un coche.

—¿No cree que puede esperarla un par de horitas? Deborah no daba crédito a sus oídos. ¿Realmente pensaba que ella le pediría a Joanna que la esperara un par de horas mientras ellos cenaban a solas? Era algo tan absurdamente egoísta que le costó encontrar una respuesta.

—Hay muchas cosas que hacer en el pueblo —prosiguió Spencer—. Hay un bar y una pizzería muy buena. Y la librería es un lugar de reunión con una cafetería en el fondo. Deborah estaba a punto de mandarlo a freír monos, pero se contuvo. De repente se le ocurrió una forma de cambiar las cosas para beneficio propio. En vez de rechazar la invitación, dijo: —Sabe, la cena en Barn empieza a resultarme muy tentadora.

A él se le iluminó la cara.

—Me alegro y estoy seguro de que Penélope o como llame se lo pasará bien en el pueblo. En cuanto a usted Barn le parecerá un restaurante de primera. La comida es de estilo campesino, pero muy sabrosa, y la lista de vinos, no es nada mala.

—Se llama Prudence —dijo Deborah—. Acepto la invitación si Prudence nos acompaña.

Spencer fue a protestar, pero Deborah lo cortó.

—Es una gran chica —dijo—. No la juzgue con ligereza por su estilo. Puede parecer conservadora, pero es muy divertida en cuanto se ha tomado un par de copas.

—Estoy seguro de que es un encanto —dijo Spencer pero a mí me hacía ilusión cenar con usted.

—Puede parecerle difícil de creer —prosiguió Deborah pero salimos a menudo con un solo hombre, siempre cuando tenga mentalidad abierta.

—Improvisando para resultar seductoramente coqueta, le hizo un guiño mientras se tocaba el labio superior con la punta de la lengua.

—¿De verdad? —dijo Spencer mientras hacía volar imaginación. Nunca había estado con dos mujeres a la vez, solo lo había visto en vídeos pornográficos.

—De verdad —dijo ella tratando de poner la voz más ronca que de costumbre.

Él hizo un gesto con las palmas para arriba.

—Pues, ciertamente tengo una mentalidad abierta.

—Estupendo —dijo Deborah—. Nos encontramos en Barn a las cinco y media. Y hágame un favor.

—Claro. ¿De qué se trata?

—No trabaje demasiado. Será mejor si no está cansado.

—Se lo prometo —dijo Spencer levantando las manos en señal de rendición.

Joanna cerró la puerta del coche e introdujo la llave en el contacto, pero no puso el motor en marcha. Esperó a que Deborah se sentara a su lado.

—Ahora vuelve a contarme esta historia —pidió Joanna—. ¿Quieres decir que has convenido que las dos cenemos con ese viejo verde que además tiene en la cabeza una fantasía sexual con nosotras? ¡Dime que lo estoy soñando!

—Pues no es un sueño —dijo Deborah—. Pero me sorprende tu descripción de ese hombre. Esta mañana dijiste que era distinguido.

—Ese fue mi comentario sobre su aspecto, y no sobre su comportamiento. Y ocurrió esta mañana, no esta tarde. —Pues tendrías que habérmelo dicho antes de que yo entrara en su despacho.

Deborah sabía que estaba irritando a su amiga, pero no le había dado oportunidad de explicarle la situación. Cuando dejaron la oficina de Wingate, Deborah le mencionó los planes para la tarde y Joanna se había puesto hecha una furia y, sin dejarle hablar, había salido disparada de la clínica.

—Este coche sale directamente hacia Boston —anunció Joanna—. Si quieres quedarte y salir con ese vejestorio, adelante, pero yo pensaré que estás loca.

—¿Quieres calmarte de una vez?

—Estoy muy tranquila. Bien, ¿te bajas del coche o qué?

—¡Cállate y presta atención! —ordenó Deborah—. Yo tuve la misma reacción que tú al principio. Pero entonces pensé que tiene algo que queremos y necesitamos. Algo muy importante para nosotras.

Joanna respiró hondo para serenarse. Como de costumbre, Deborah la obligaba a preguntar.

—Muy bien —resopló finalmente Joanna—, ¿qué tiene que necesitemos?

—¡La tarjeta azul de acceso! —informó triunfalmente Deborah—. Es más que un jefe de departamento, ¡es el jefe supremo! Su tarjeta azul no solo nos abrirá la habitación del ordenador central sino también todas las puertas.

Joanna levantó la vista. Lo que decía Deborah era cierto, pero ¿qué importaba? Miró a su amiga.

—No nos dará su tarjeta simplemente por ir a cenar con él.

—Por supuesto que no —dijo Deborah—. Se la birlaremos. Lo único que tenemos que hacer es emborracharlo y mientras una lo entretiene, la otra le saca la tarjeta.

Joanna pensó que Deborah estaba bromeando, pero no era así. Le devolvió la mirada con expresión de satisfacción.

—No lo sé —dijo Joanna—. Suena fácil en la teoría, pero difícil en la práctica.

—Tú misma dijiste que tendríamos que ser creativas para entrar en esa habitación. Y esto sí que es algo creativo —dijo Deborah.

—Haces demasiadas suposiciones. ¿Cómo sabes que bebe? Quizá sea abstemio.

—No lo creo —dijo Deborah—. Mencionó que el restaurante tenía una buena carta de vinos. Es indudable que tiene en mente vino y mujeres.

—No sé qué decir —dijo Joanna.

—Oh, vamos, ¡admite que es una buena idea! ¿Se te ha ocurrido otro plan para entrar en esa habitación?

—No, pero…

—Pero nada —interrumpió Deborah—. ¿Qué podemos perder?

—Nuestra dignidad.

—Oh, por favor. No seas antigua.

Justo en ese momento, por la puerta de la clínica salieron la doctora Donaldson y Cynthia Carson. Joanna bajó la cabeza y le dijo a Deborah que hiciera lo mismo.

—¿Y ahora qué ocurre? —preguntó Deborah, por debajo de la ventanilla.

—La doctora Donaldson y Cynthia Carson acaban de salir del edificio.

Tras cierto tiempo, oyeron cerrarse la puerta de un coche que arrancó sin dilación. Solo entonces subieron las cabezas.

—Yo me largo de aquí dijo Joanna después de comprobar que no había moros en la costa. Puso la primera y salió del aparcamiento.

—Entonces —dijo Deborah—, ¿estás conmigo o no?

Joanna suspiró.

—De acuerdo —dijo—, intentémoslo. Pero para conseguir esa tarjeta, será necesario más que una cena. Tendremos que lograr que nos invite a su casa.

—Es probable, pero acaso tengamos suerte.

—En cuanto a la división de trabajo, tú serás responsable de la diversión y yo de la extracción.

—Debemos improvisar. Tal como te dije antes, él espera un ménage á trois.

—¡Dios santo! —exclamó Joanna—. ¡Ninguna de mis amigas de Houston me creerá cuando lo cuente!

Fueron hasta el pueblo, a la misma tienda RiteSmart para preguntar cómo se llegaba al Barn. El tendero tenía unos kilos más, pero se mostró tan amable como hacía un año y medio.

—El Barn queda a unos dos kilómetros al norte del pueblo —dijo señalando la calle Main en la misma dirección por la que habían venido—. Es un buen restaurante. Les recomiendo el estofado de carne con patatas al horno y la tarta de queso con crema de chocolate.

—Un menú bajo en calorías —bromeó Joanna cuando salieron a la calle.

Era un local agradable que anteriormente había sido un establo. Numerosas herramientas antiguas decoraban el jardín y algunas estaban sujetas al edificio. En el interior, los compartimientos para animales habían sido remodelados como reservados. Las únicas ventanas estaban en el frente y creaban un ambiente íntimo y poca luz.

—¿Las señoritas Marks y Heatherly? —preguntó la maitre antes de que ellas pudieran decir ni palabra. Cuando contestaron que sí, les indicó que la siguieran, cogiendo unas cartas, las llevó hasta un reservado. Allí, a la luz de unas velas, estaba el doctor Spencer Wingate con chaqueta, corbata inglesa y pañuelo que hacia juego. Cuando las vio, se puso de pie y les besó la mano galantemente; luego, con un gesto de amabilidad les indicó que tomasen asiento. La maitre puso una carta delante de cada comensal, sonrió y se retiró.

—Espero que no les importe —dijo Spencer—, pero, me he tomado la libertad de pedir los vinos. —Estiró una servilleta y mostró dos botellas que había a un lado—. Un blanco y un tinto con cuerpo. Me gustan los tintos de mucho cuerpo. —Lanzó una risita.

Deborah le dio un codazo a Joanna.

—¿Alguien quiere un combinado de aperitivo? —preguntó Wingate.

—No somos muy bebedoras, pero no deje que eso le inhiba.

—Un martini sería perfecto. ¿Quieren acompañarme?

Las dos dijeron que no.

La velada prosiguió. La conversación no presentó, dificultades ya que a Spencer se le convencía fácilmente de hablara de sí mismo. A los postres, las mujeres habían escuchado una larga y detallada historia de la clínica Wingate y sus éxitos. Cuanto más hablaba Spencer, más bebía. El único problema es que no parecía hacerle mella.

—Tengo una pregunta sobre la clínica —dijo Deborah cuando finalmente él hizo una pausa para atacar la torta de queso con crema de chocolate—. ¿Cuál es la historia de las mujeres nicaragüenses embarazadas?

—¿Algunas nicaragüenses están embarazadas? —preguntó Wingate.

—Nos pareció que todas —dijo Deborah—. Y todas en el mismo estado de gestación, como si se hubiesen quedado embarazadas por medio de una infección simultánea.

Spencer lanzó una carcajada.

—¡El embarazo como proceso infeccioso! ¡Eso sí que está bien! Pero no está lejos de la verdad. Después de todo, es causado por la invasión de millones de microorganismos. —Volvió a reírse de su propia gracia.

—¿Quiere decir que usted no está al tanto de esos embarazos? —preguntó Deborah.

—No sé nada al respecto —dijo Spencer—. Lo que esas señoras hacen en su tiempo libre es asunto suyo.

—Se lo pregunto —continuó Deborah— porque nos dijeron que para ellas quedarse embarazadas era una forma de ganar un dinero extra.

—¿De verdad? ¿Quién se lo dijo?

—La señorita Masterson —dijo Deborah—. Se lo preguntamos durante el almuerzo.

—Vaya —dijo Spencer esbozando una sonrisa titubeante—. En los últimos dos años no he participado activamente en la clínica, por lo tanto hay ciertos detalles que ignoro. Por supuesto, sabía que las nicaragüenses estaban aquí. Es un arreglo que hizo el doctor Saunders con un colega suyo para solucionar nuestro problema de personal.

—¿Qué clase de investigación lleva a cabo el doctor Saunders? —preguntó Deborah.

—Un poco de todo —respondió vagamente Spencer—. Es muy creativo. Nuestra especialidad avanza a pasos agigantados y pronto tendrá su efecto en la medicina en general.

Pero esta conversación suena demasiado seria. —Se rio y por primera vez balbuceó un poco antes de continuar—. Así que pongamos los motores en marcha. Lo que propongo es ir a mi casa y saquear la bodega. ¿Qué dicen las señoras al respecto?

—Cuanto antes mejor —respondió Deborah mientras pellizcaba a Joanna pues en su opinión estaba actuando de forma demasiado mojigata.

—Creo que es una idea estupenda —dijo Joanna. Cuando llegó la cuenta, las dos observaron dónde guardaba Spencer el billetero. Ambas esperaban que fuese el bolsillo de la chaqueta. Pero no. Para su disgusto, se la puso en el bolsillo trasero del pantalón.

Cuando llegaron a la puerta del restaurante y estaban a, punto de salir, Spencer fue un momento al lavabo.

—Ahora tendrás que ser tan creativa como para quitarle los pantalones —susurró Joanna. Estaban a un lado del mostrador de la maitre. Aunque había pocos clientes cuando llegaron, ahora el sitio estaba casi lleno.

—Seguro que no será necesaria ninguna creatividad para que se quite los pantalones —le contestó Deborah con otro susurro—. Pero sí para lidiar con sus expectativas. Me sorprende todo lo que bebió y el poco efecto que le ha hecho. Se zampó dos martinis y casi las dos botellas de vino enteras.

—Arrastraba un poco las palabras cuando llegamos a los postres.

—Y se balanceaba un poco, pero no es mucho para esa cantidad de alcohol. Para aguantar tanto, debe de ser más fuerte de lo que parece. De haber bebido yo todo ese líquido, pasaría en coma los próximos tres días.

Spencer apareció en la puerta del lavabo de caballeros, sonrió cuando las vio y de pronto se tambaleó. La maitre se apresuró a ayudarle.

—¡Bravo! —susurró Deborah al oído de Joanna—. Es alentador. Parece una reacción retardada.

—¿Se encuentra bien? —preguntó la maitre cuando las dos mujeres se pusieron a ambos lados de Spencer.

—Estará bien —dijo Deborah—. Se recuperará en un minuto.

—¿Saben estas bellezas dónde está mi casa? —preguntó Spencer arrastrando las palabras.

—Claro —dijo Deborah—. Esta mañana nos la mostró la señorita Masterson.

—¡Entonces vamos allá! —exclamó Spencer y antes de que Deborah pudiera detenerlo salió corriendo del restaurante.

Deborah y Joanna se miraron antes de salir detrás de él. Spencer ya entraba en el Bentley. Lo oyeron reírse.

—¡Espere! —gritó Deborah.

Corrieron las dos hacia el coche, pero cuando llegaron, él ya tenía el rugiente motor en marcha. Deborah cogió el tirador de la puerta, pero estaba cerrada. Golpeó en la ventanilla y sugirió que ella conduciría, pero Spencer solo se rio más y se señaló el oído para decir que no la oía y arrancó haciendo chirriar los neumáticos.

—Oh, mierda —dijo Deborah mientras ella y Joanna veían las luces traseras desaparecer en la creciente oscuridad.

—No puede conducir —dijo Joanna.

—Así es, pero qué remedio —respondió Deborah—. Espero que no se mate. Y si lo hace, que seamos las primeras en llegar al lugar. Esta no es la manera en que pensé conseguir la maldita tarjeta.

Las dos corrieron hasta el Chevy Malibu y Joanna pisó el acelerador. Tras cada curva, esperaban encontrarse con el Bentley empotrado contra un árbol. Pero cuando llegaron al semáforo de Pierce y Main, se tranquilizaron porque si Spencer había llegado tan lejos, lo más seguro era que no acabase matándose.

—¿Qué piensas de lo que ha dicho Spencer sobre las nicaragüenses? —preguntó Deborah cuando giraron en Pierce.

—Parecía genuinamente sorprendido de los embarazos.

—Ya. Sospecho que en la clínica suceden muchas cosas de las que su patriarca no tiene ni idea.

—Estoy de acuerdo —dijo Joanna—. Ha dicho que hace dos años que no participa mucho en la marcha de la clínica. Giraron en el camino de grava y se aproximaron a la entrada de la clínica Wingate. La casa de los guardas estaba a oscuras salvo por una tenue luz que salía por una de las pequeñas ventanas con persianas.

—¿Piensas que saldrá algún guardia? —preguntó Joanna mientras frenaba casi hasta parar el coche.

Deborah se encogió de hombros.

—Supongo que no. De modo que veamos si funcionan nuestras tarjetas.

Deborah sacó su tarjeta del bolso y se la dio a Joanna que bajó el cristal, estiró un brazo y la pasó por la ranura. El portal empezó a abrirse.

Voilá! —dijo Deborah.

Joanna siguió el sendero que serpenteaba por el bosque de hojas perennes. Vieron el edificio principal. Solo había unas pocas luces en los primeros dos pisos del ala sur.

El resto del edificio era un bulto negro y almenado que se elevaba en el cielo morado y oscuro.

—De noche este sitio parece aún más siniestro —comentó Joanna.

—No podría estar más de acuerdo. Entusiasmaría hasta al conde Drácula.

Joanna pasó la zona del aparcamiento y entró en bosque. Segundos después, empezaron a ver luces en las casas de los jerarcas de la clínica. Llegaron a la que creían que era la de Spencer y se acercaron a la puerta. La cola d Bentley sobresaliendo del garaje les confirmó que estaba en lo cierto. Joanna apagó el motor del Malibu.

—¿Alguna idea de cómo proceder a partir de ahora? —preguntó Joanna.

—Pues no —admitió Deborah—. Salvo propiciar el consumo de alcohol. Quizá lo mejor será coger las llaves de su coche y esconderlas.

—Buena idea —dijo Joanna mientras salían del coche. Cuando se acercaban a la puerta, oyeron música rock. Pese al volumen, Spencer pudo oír el timbre y abrió puerta. Tenía las mejillas encendidas y los ojos enrojecidos. Se había quitado la chaqueta informal y lucía una ajusta chaqueta verde de esmoquin. Con un ademán exagerado que le obligó a cogerse de la puerta para no caer de bruce las invitó a pasar.

—¿Podría bajar un poco el volumen? —gritó Deborah Con paso inseguro, Spencer se dirigió al aparato de música. Las mujeres aprovecharon la oportunidad para inspeccionar la casa. Estaba decorada como una casa solariega inglesa con muebles de cuero, alfombras rojas orientales y paredes verdes. De las paredes colgaban cuadros de caballos y de cacerías de zorros, cada uno iluminado individualmente. Los adornos eran casi todos de parafernalia de equitación.

—Pues bien —dijo Spencer al volver—, ¿qué puedo ofrecer a estas damas antes de poner manos a la obra?

Joanna hizo una mueca.

—Veamos esa maravillosa bodega —dijo Deborah.

—Buena idea —dijo Spencer con voz estropajosa.

El sótano parecía no haber sido tocado desde mediados del siglo XIX salvo por el añadido de varias bombillas de pocos vatios. Los desnudos bloques de granito que formaban los cimientos estaban oscurecidos por el moho. Las divisiones estaban hechas con planchas de roble toscamente cortadas y unidas por grandes clavos oxidados. El suelo estaba sucio. El ambiente era húmedo y había varios charcos enlodados.

—Esperaré aquí —dijo Joanna, pero Deborah siguió adelante pese a sus altos tacones.

Temía que Spencer hiciera un desastre en aquel estado de ebriedad. En varias ocasiones, tuvo que sostenerlo.

La bodega estaba en un compartimiento con una puerta rústica cerrada con un viejo candado. Spencer sacó una llave del tamaño de su pulgar del bolsillo de la chaqueta y abrió el candado. En el interior, había media docena de cajas de vinos colocadas sobre toscos estantes. Spencer abrió una y sacó tres botellas.

—Estas irán bien —dijo.

Sin molestarse en cerrar el candado, subió tambaleante las escaleras con las tres botellas bajo el brazo.

—Mis zapatos Fayva están arruinados —bromeó Deborah cuando terminó de subir las escaleras.

En la cocina, Spencer descorchó las tres botellas, todas Cabernet de California. Después de seleccionar tres copas de borde ancho del aparador que Deborah se dispuso a llevar, Spencer encabezó el camino de regreso a la sala. Se sentó en medio del sofá e hizo que ambas lo hicieran a sus lados. Luego escanció el vino y ofreció las copas.

—Nada mal, nada mal —dijo tras probar el vino—. ¿Y cómo empezamos? —preguntó riéndose—. No tengo experiencia en tríos.

—Primero debemos tomar un poco más de vino —sugirió Deborah—. La noche es joven.

—Brindo por eso —dijo Joanna. Levantó la copa y los demás hicieron lo mismo.

Una vez más, las dos lograron que Spencer se lanzara a parlotear con solo preguntarle sobre su infancia. Esa simple pregunta provocó un largo monólogo de aventuras infantiles. Mientras hablaba, Spencer bebía copiosamente. Al igual que en el restaurante, no notó que las mujeres apenas probaban el vino.

Cuando se hubieron bebido botella y media y la biografía de Spencer llegaba ya al período universitario, Deborah quiso hablar a solas un momento con Joanna y las dos se retiraron a un lado. Los ojos azules de Spencer las siguieron con interés y anticipación.

—¿Tienes alguna sugerencia? —preguntó Deborah en voz baja—. Este hombre bebe como un cosaco, pero no parece que el vino vaya a tumbarle.

—No tengo ninguna sugerencia, salvo que…

—¿Salvo qué? —le urgió Deborah.

Se estaba desesperando. Eran casi las nueve de la noche y quería irse a casa a dormir. Se sentía exhausta y el día siguiente sería muy intenso.

—Dile que se ponga ropa cómoda, un pijama de seda o lo que diablos tenga. Si muerde el anzuelo, significará que los pantalones y la billetera quedarán en su dormitorio y yo los cogeré.

—Y yo tendré que lidiar con él sin pantalones —dijo Deborah con disgusto.

—¿Tengo que recordarte que todo esto fue idea tuya?

—Muy bien, muy bien. Pero si grito, tú acudes en mi rescate. ¿De acuerdo?

Las mujeres volvieron y Spencer las miró con expectación. Deborah le dijo lo que Joanna había sugerido. Spencer reaccionó con una sonrisa maliciosa. Sacudió la cabeza y trató de levantarse. Las dos lo ayudaron.

—Estoy bien —protestó él. Finalmente se levantó por sus propios medios y se tambaleó un poco. Respiró hondo, fijó la mirada en las escaleras y avanzó.

Las dos lo vieron hacer eses mientras cruzaba la sala; no parecía muy consciente de dónde estaban las distintas partes de su cuerpo.

—Retiro lo dicho hace un momento —dijo Deborah—. Después de todo, el vino está surtiendo el efecto esperado. Ambas dieron un respingo cuando Spencer tropezó con una mesa y derribó un pelotón de soldaditos de plomo. Pese a la colisión, no perdió el equilibrio del todo y llegó a las escaleras. Con las manos en ambas balaustradas, subió mejor de lo que había caminado por la sala.

—¿Qué haremos cuando regrese? —dijo ansiosamente Deborah—. Ahora no será fácil hacer que vuelva a hablar de su familia.

—Tan pronto baje, iré al lavabo —dijo Joanna—. Y tú lo mantienes ocupado.

—Hay otra escalera en la cocina —dijo Deborah—. Seguramente te llevará al dormitorio.

—La he visto —dijo Joanna—. Lo haré lo más rápido que pueda.

—Será mejor que así sea —dijo Deborah. Institntivamente trató de bajarse la minifalda para cubrirse los muslos, pero solo logró ahondar el escote—. Como te puedes imaginar, me siento bastante vulnerable con esta vestimenta.

—No esperes compasión de mi parte.

—Gracias —dijo Deborah—. Sentémonos, estos zapatos me están matando.

Ambas lo hicieron y comentaron la vida de Spencer. Luego hablaron sobre cómo lo harían al día siguiente si podían sacarle la tarjeta azul a Spencer.

—Nuestro objetivo será entrar lo antes posible a la sala del ordenador de modo que yo pueda acceder a los archivos —dijo Joanna—. Según David, tardaré unos quince minutos. Una vez lo haya hecho, podremos conseguir la información sobre los óvulos en la terminal e incluso en el ordenador de casa.

—Traeremos los teléfonos móviles —dijo Deborah—. De ese modo, podré hacer guardia cuando estés en la sala y avisarte si alguien viene.

—Bien —dijo Joanna. Deborah miró la hora.

—¿Cuánto tardará este Casanova en cambiarse de ropa? Joanna se encogió de hombros.

—No lo sé. Cinco o diez minutos.

—Ojalá se dé prisa —comentó Deborah—. Estoy tan cansada que podría echarme en este sofá y quedarme roncando.

—Yo también. Nuestros cuerpos siguen en Europa. —Hemos estado despiertas desde las seis de la mañana.

—Ya. Dime, ¿qué harás mañana en el laboratorio mientras esperas que yo entre en la sala del ordenador?

—Me interesa averiguar qué están haciendo con todo ese equipo de última generación —dijo Deborah—. Me gustaría descubrir los objetivos de cada investigación, incluyendo la verdadera historia de esas nicaragüenses.

—Tendrás cuidado, ¿verdad? Hagas lo que hagas, no pongas en peligro nuestra cobertura hasta que tengamos la información que hemos venido a buscar.

—Descuida —dijo Deborah. Volvió a mirar el reloj ¡Santo cielo! ¿Qué se está poniendo? ¿Un disfraz de Superman? ¿Qué hacemos?

Joanna volvió a encogerse de hombros.

—¿Subimos y vemos qué pasa?

¿Y si se ha desnudado y nos está esperando en la cama?

—¡Por todos los santos! ¡Qué imaginación la tuya! —dijo Deborah—. ¿Te preocupa? ¿Qué va a hacer, saltar y darnos un susto? Salió de aquí con las piernas que parecían espaguetis hervidos.

—Tal vez se ha quedado frito.

—Es una idea esperanzadora y bastante factible —dijo Deborah—. En tres horas, se ha cepillado dos martinis y tres botellas y medio de vino.

—Subamos y miremos, pero tú primera.

—Gracias, compañera.

Las mujeres se acercaron al pie de las escaleras. Con la música sonando incluso a menor volumen que antes, era imposible oír ningún ruido proveniente de arriba. Subieron las escaleras y vacilaron cuando llegaron. Había varias puertas cerradas, y al final del pasillo una estaba abierta de par en par. Aparte de la música de abajo, no se oía nada.

Deborah le hizo señas a Joanna de que la siguiese, y las dos mujeres, sintiéndose como ladronas, se encaminaron hacia la puerta abierta. Cuando llegaron al umbral, vieron una gran cama perfectamente hecha. La única luz provenía de la puerta que daba al lavabo. A Spencer no se le veía por ninguna parte.

—¿Dónde diablos se ha metido? —susurró—. ¿Acaso está jugando a algo con nosotras?

—Miremos en las otras habitaciones —propuso Joanna.

—Veamos en el lavabo.

No había dado más de tres pasos cuando de pronto Joanna agarró a Deborah por un brazo.

—¡No me asustes así! —se quejó Deborah.

Joanna señaló la cama. Del otro lado y apenas visibles, se veían los pies de Spencer con los pantalones por los tobillos. Yacía con la camisa a medio sacar y los pantalones hechos un lío alrededor de los tobillos. Obviamente dormía y como un tronco.

—Parece que se cayó —dijo Joanna. Deborah asintió.

—Supongo que con las prisas se enredó en los pantalones. Una vez horizontal, se quedó dormido.

—Deborah ¿Piensas que se ha golpeado?

—Lo dudo —dijo Deborah—. No tiene nada cerca de cabeza y esta alfombra es bien mullida.

—¿Lo hacemos?

—¿Bromeas? —dijo Deborah—. Por supuesto que sí. No se despertaría ni con una bomba. —Se agachó y tras breve búsqueda, extrajo el billetero de Spencer, que no movió.

El billetero era inusualmente grueso. Deborah empezó a buscar. La tarjeta azul estaba en uno de los compartimientos detrás de las demás tarjetas.

—Me gusta que estuviera bien escondida —dijo.

Se la pasó a Joanna, volvió a agacharse y guardó el billetero en el bolsillo donde la había encontrado.

—¿Por qué te importa dónde guarde la tarjeta? —preguntó Joanna.

—Porque significa que no la usa a menudo. No queremos que la eche en falta hasta que tengamos la oportunidad de usarla. ¡Vamos! Escondamos las llaves de su coche y larguémonos de una vez.

—Es la mejor sugerencia que he oído en todo el día Joanna. En cuanto a las llaves, ¿por qué preocuparse? No se va a despertar al menos en doce horas, y cuando lo haga no tendrá muchas ganas de conducir.

Kurt Hermann contemplaba la foto Polaroid de Georgine Marks, la nueva empleada. La sostenía con pulso firme bajo la verde pantalla de la lámpara de mesa. Mientras estudiaba la cara, recordaba el aspecto de su cuerpo, con pechos listos para saltar del escote y la falda que apenas cubría las nalgas. Para él, ella era una abominación, afrenta intolerable para su mentalidad fundamentalista. En su estilo lento y deliberado, Kurt colocó la foto sobre el escritorio y al lado de la foto de la otra nueva empleada, Prudence Heatherly. Esta era diferente; obvia se trataba de una mujer temerosa de Dios.

Kurt se encontraba en su despacho en la casa de los guardias, donde pasaba frecuentemente sus jornadas. Junto al despacho, había un gimnasio improvisado donde podía hacer ejercicios y mantener en forma su musculoso cuerpo. Como solitario sempiterno, evitaba la vida social. Y el hecho de vivir en la clínica Wingate se lo facilitaba, en especial, porque el pueblo nada tenía que ofrecer, por lo menos en lo que a él concernía.

Hacía tres años que Kurt trabajaba para la clínica Wingate, un empleo perfecto para él; tenía la suficiente complicación y representaba el suficiente reto como para que le fuera interesante, pero al mismo tiempo lo bastante tranquilo como para no tener que trabajar duro. Su experiencia militar le cualificaba para labores de seguridad. Se había alistado en el ejército en cuanto terminó la secundaria y había entrado en las Fuerzas Especiales, donde había recibido entrenamiento para misiones secretas. Había aprendido a matar con sus propias manos así como con toda clase de amas.

Como hijo de militar, Kurt nunca había conocido otra forma de vida. Su padre también había estado en las Fuerzas Especiales y había sido un hombre estricto que exigía obediencia total a su esposa e hijo. Había habido episodios muy desagradables en la temprana adolescencia de Kurt, Pero muy pronto él aceptó todas las normas paternas. Luego, su padre murió en los últimos días de la guerra de Vietnam en una operación en Camboya que aún estaba clasificada como secreto de Estado. Para su horror, después de la muerte de su padre, su madre se había embarcado en una serie de aventuras amorosas hasta terminar casándose con un remilgado agente de seguros.

El ejército había sido bueno con Kurt. Apreció su capacidad y su actitud y siempre se mostró comprensivo con las pequeñas faltas que le hacía cometer su comportamiento agresivo. Había muchas cosas que Kurt no podía tolerar, pero, la prostitución y el homosexualismo estaban en lo más alto de su lista de cosas reprochables.

Las cosas le habían ido bien hasta que lo destinaran a Okinawa. En aquella isla miserable, perdió los papeles. Lentamente, Kurt volvió a mirar a los ojos de la foto de Georgina. En Okinawa había conocido a muchas mujeres como ella, tantas que sintió un llamado religioso para reducir tal cantidad. Fue como si Dios le hubiese hablado directamente. Exterminarlas había sido fácil. Hacía el amor en un lugar apartado, luego, cuando osaban hacer gala de su depravación moral pidiéndole dinero, las mataba. Nunca lo atraparon ni lo acusaron, pero al final unas pruebas circunstanciales lo implicaron. El ejército cubrió el problema dándole de baja durante la presidencia Clinton. Pocos meses después, Kurt contestó un anuncio y consiguió el empleo en la clínica Wingate. Kurt oyó que se abría el portal y que salía un coche se acercó a la ventana y abrió la persiana. Pudo divisar la luces traseras de un nuevo modelo de Chevrolet cuando aparecía por el camino. Miró la hora.

Tras cerrar las persianas, Kurt volvió al escritorio. Miró el rostro ahora conocido de aquella mujer. Había visto la llegada del coche y lo había seguido hasta la clínica Wingate. No era menester ser un genio para saber lo que había pasado allí. Los apropiados fragmentos bíblicos volvieron a la cabeza y, mientras los recitaba, cerró los puños. Dios volvía a hablarle.