8 de octubre de 1999, 23.15 h
—Por tanto, dejemos esto bien en claro —dijo Joanna Meissner a Carlton Williams. Los dos amigos estaban sentados en la penumbra del jeep Cherokee de Carlton en una zona donde estaba prohibido aparcar, en la calle Craigie, delante del edificio de apartamentos Craigie Arms en Cambridge, Massachusetts. Tú decidiste que sería mejor para los dos que esperásemos a casarnos hasta que terminaras la carrera de cirugía dentro de tres o cuatro años.
—Yo no he decidido nada —replicó Carlton a la defensiva—. Lo estamos discutiendo aquí y ahora.
Joanna y Carlton habían salido a cenar juntos ese viernes por la noche en Harvard Square y lo habían pasado bien hasta que Joanna sacó a colación el espinoso tema de sus planes a largo plazo. Como de costumbre, a partir de ese instante la conversación se agrió. Lo habían hablado varias veces desde el día de su compromiso. La suya era una relación esencialmente de larga duración; se habían conocido en el parvulario y eran novios desde el noveno curso.
—Escucha —dijo Carlton con suavidad, trato de pensar en lo mejor para los dos.
—Chorradas —replicó Joanna.
Pese a su intención de no perder la calma, sintió que le hervía la sangre como si fuera un reactor nuclear a punto de estallar.
—Lo digo en serio —dijo Carlton—. Joanna, estoy a tope. Tú sabes con qué frecuencia tengo guardias. Ser un residente del hospital es mucho más exigente de lo que había imaginado.
—¿Qué diferencia hay? —replicó Joanna, incapaz de que su irritación no resultara tan dolorosamente evidente. No podía dejar de sentirse traicionada y rechazada.
—Una gran diferencia —persistió Carlton—. Estoy exhausto. Mi compañía no es nada divertida. No puedo mantener una conversación normal fuera de lo que sucede en el hospital. Es patético. Ni siquiera sé lo que pasa en Boston y mucho menos en el mundo.
—Ese tipo de comentario tendría cierta validez si tú y yo saliéramos de vez en cuando, pero el hecho es que salimos desde hace once años. Y hasta que yo saqué este «difícil» asunto esta noche, tú estabas animado y era divertido estar contigo.
—Ciertamente estoy encantado de verte… —dijo Carlton.
—Eso está muy bien —comentó sarcásticamente Joanna—. Lo que encuentro especialmente irónico es que tú fuiste quien pidió casarse conmigo y no al revés. El problema es que eso sucedió hace siete años. Yo diría que tus ardores amorosos han menguado considerablemente.
—No es así —protestó Carlton—. Quiero casarme contigo.
—Lo siento pero no me convences. No después de todo este tiempo. Primero quisiste terminar el colegio. Era normal. Bien. Luego pensaste en hacer dos años de medicina. Hasta eso me pareció bien porque entonces yo podía acabar casi toda mi preparación para el doctorado. Pero entonces pensaste que lo mejor era posponerlo hasta terminar la carrera de medicina. ¿Detectas un modelo de comportamiento en todo eso o se trata de imaginaciones mías? Luego se te ocurrió que debías acabar el primer año de interno. Estúpida de mí que lo acepté, pero ahora se trata de terminar todo el programa de interno. ¿Y la beca de la que hablaste el mes pasado? No me extrañaría que se te ocurra que debemos esperar hasta que ya ejerzas de médico.
—Intento ser racional —dijo él—. Es una decisión difícil y debemos considerar los pros y los contras…
Joanna ya no escuchaba. Sus grandes ojos verde esmeralda se apartaron de la cara de su novio que, según ella vio, ni siquiera la miraba mientras hablaba. De hecho, él había evitado mirarla durante toda la conversación; por lo que ella había podido ver, él solo le sostuvo un instante la mirada de culpabilidad durante su monólogo. Sin ver, dirigió los ojos a la media distancia. De repente fue como si una mano invisible le hubiera cruzado la cara de una bofetada. La sugerencia de Carlton de retrasar otra vez la fecha de la boda había reverberado como una epifanía y ella se encontró riéndose no porque le pareciese cómico, sino porque no pudo creerlo.
Carlton se detuvo en mitad de una frase cuando empezaba a enumerar los pros y los contras de casarse sin esperar a que él acabara toda su carrera.
—¿De qué te ríes? —preguntó.
Levantó la mirada y dejó de juguetear con las llaves del coche y miró a Joanna en la semipenumbra. Se le veía la silueta de la cara contra el lado oscuro de la ventanilla iluminada por una lejana farola. Su perfil elegante y delicado estaba enmarcado por su lustroso pelo rubísimo que parecía brillar. Destellos diamantinos salían de sus dientes blanquísimos que se veían a través de unos labios plenos y ligeramente abiertos. Para Carlton, ella era la mujer más hermosa del mundo incluso cuando lo reñía.
Joanna, haciendo caso omiso de la pregunta, siguió riéndose a medida que tomaba conciencia de aquello. Precipitadamente, había admitido lo que su compañera de habitación Deborah Cochrane y las otras amigas le decían desde hacía tiempo: el matrimonio no debía ser el objetivo de su vida. Después de todo, tenían razón. Ella había sido programada por su educación y su forma de vida en Houston. Joanna no podía creer haber sido tan estúpida y haberse resistido tanto a cuestionar un sistema de valores que había aceptado ciegamente. Por fortuna, durante la larga espera a Carlton, había sido lo bastante despierta como para sentar las bases de su propia carrera profesional. Solo le faltaba presentar la tesis para obtener un doctorado en ciencias económicas en Harvard y se había capacitado lo suficiente en informática.
—¿De qué te ríes? —insistió Carlton—. ¡Vamos! ¡Dime algo!
—Me río de mí misma —dijo finalmente Joanna. Giró la cabeza para mirar a su novio. Él, ceñudo, parecía perplejo:
—No comprendo —dijo.
—Es curioso —profirió ella—, porque yo lo veo todo muy claro.
Echó una mirada a su anillo de compromiso en la mano izquierda. El solitario absorbía la débil luz disponible y la rebotaba con sorprendente intensidad. La piedra había pertenecido a la abuela de Carlton; a Joanna le había fascinado en gran parte por el valor emocional. Pero ahora parecía un neón vulgar que le recordó su propia ingenuidad.
A Joanna le dio un súbito acceso de claustrofobia. Sin previo aviso, abrió la puerta, se apeó y quedó de pie en la acera.
—¡Joanna! —llamó Carlton. Se estiró a lo largo del asiento y la miró.
La expresión de Joanna era de firme resolución. Sus labios normalmente suaves estaban rígidos de determinación. Carlton empezó a preguntarle qué pasaba, aunque lo sabía perfectamente. Antes de que pudiera acabar, la puerta del coche se le cerró en la cara. Cuando abrió la ventanilla, Joanna se agachó. Su expresión no había cambiado.
—No me insultes preguntándome qué pasa —dijo ella.
—No estás siendo nada razonable ni adulta en este asunto —afirmó Carlton.
—Gracias por tu ecuánime comentario —replicó Joanna—. También quiero agradecerte por aclararme tan bien las cosas. Desde luego me has ayudado a tomar una decisión.
—¿Tomar una decisión sobre qué? —preguntó Carlton con voz vacilante. Tenía una premonición sobre lo que se les venía encima, y una sensación de hundimiento en el fondo de su estómago.
—De mi futuro —dijo Joanna—. ¡Aquí tienes! —Extendió un brazo con el puño cerrado con la intención de darle algo.
Carlton sacó una mano temblorosa con la palma hacia arriba. Sintió algo frío. Era el anillo de su abuela.
—¿Qué es esto? —balbuceó.
—Creo que está bastante claro —dijo Joanna—. Considérate libre para terminar tu residencia hospitalaria y todo lo que desee tu pequeño corazón. No quiero ser una carga para nadie.
—¿Hablas en serio? —gimió Carlton. Cogido con la guardia baja y de sorpresa por este súbito cambio de circunstancias, se sentía aturdido.
—Por supuesto —dijo ella—. Considera nuestro compromiso oficialmente roto. Buenas noches, Carlton.
Joanna giró sobre sus tacones y caminó por la calle Craigie hacia la avenida Concord y la entrada a Craigie Arms. Allí tenía su apartamento en un tercer piso.
Tras una breve pugna con el tirador de la puerta, Carlton salió del Cherokee y corrió detrás de Joanna, que ya llegaba a la esquina. Una alfombra de rojas hojas de arce caídas ese mismo día se estremeció ante su paso. Alcanzó a Joanna cuando ella estaba a punto de entrar en su edificio. A él le faltaba el aliento. Apretaba en su puño el anillo de compromiso.
—Pues muy bien —consiguió decir—. Ya has dicho lo que querías decir. Aquí tienes tu anillo.
Ella sacudió la cabeza con una tenue sonrisa.
—No te devolví el anillo como un mero gesto o como una maquinación. Tampoco estoy enfadada. Obviamente tú no quieres casarte ahora, y de repente yo tampoco. Dejemos que el tiempo hable. Aún somos amigos.
—Pero yo te amo —espetó Carlton.
—Me halagas —contestó Joanna—. Y supongo que yo todavía te amo. Pero al menos por un tiempo, vayamos cada cual por su camino.
—Pero…
—Buenas noches, Carlton.
Se puso de puntillas y le dio un leve beso en la mejilla. Un momento después entraba en el ascensor, sin mirar atrás. Al poner la llave en la cerradura, notó que estaba temblando. Pese a su serena despedida de Carlton, sintió que por debajo de la superficie le empezaban a bullir las emociones.
—¡Guau! —exclamó Deborah Cochrane, su compañera de piso. Miró la barra inferior de su ordenador para constatar la hora—. Demasiado temprano para un viernes por la noche. ¿Qué pasa?
Deborah tenía puesta una sudadera enorme con el emblema de Harvard. En comparación con la suave feminidad de porcelana de Joanna, ella no era tan femenina. Tenía el cabello corto y negro, tez morena y mediterránea y cuerpo atlético. Sus facciones contribuían por ser más fuertes y redondeadas que las indudablemente femeninas de Joanna. Por lo general, las dos se complementaban y acentuaban, los mutuos atractivos.
Joanna no contestó mientras colgaba el abrigo en el armario del pasillo. Deborah la observó con suma atención cuando entró en la sala de escasos muebles y se tumbó en el sofá. Se sentó sobre sus pies solo después de mirar a los ojos llenos de curiosidad de Deborah.
—No me digas que tuvisteis una pelea —dijo Deborah.
—No fue exactamente una pelea —dijo Joanna—, sino una despedida.
Deborah se quedó boquiabierta. Durante los seis años que conocía a Joanna, desde el primer curso, Carlton había sido una presencia permanente en la vida de su amiga. Por lo que ella sabía, no había habido la menor discordia en la relación.
—¿Qué ha pasado? —preguntó atónita.
—De repente vi la luz —explicó Joanna. Había un ligero temblor en su voz del que Deborah se percató—. El compromiso se ha roto y, aún más importante, no volveré a pensar en casarme. Punto y aparte. Si sucede, bien; y si no, también.
—¡Dios santo! —exclamó Deborah—. Eso no suena a la novia fiel y de blanco inmaculado que he llegado a querer tanto. ¿Por qué este cambio tan radical? —Deborah consideraba la marcha de Joanna hacia el matrimonio como algo casi religioso por la inquebrantable intensidad que Joanna le ponía.
—Carlton quiso posponer la boda hasta después de terminar su residencia en el hospital. —Y resumió los últimos quince minutos pasados con Carlton.
Deborah la escuchó con atención.
—¿Te sientes bien? —preguntó cuando Joanna guardó silencio. Se agachó para mirarla directamente a los ojos—. Mejor de lo que me había imaginado —admitió Joanna—. Me siento un poco tocada, supongo, pero considerando todo lo sucedido, pienso que estoy bien.
¡Pues esto merece una celebración! —exclamó Deborah. Se puso de pie y se precipitó a la cocina—. Hace meses que guardo una botella de champaña para una ocasión como esta. Es hora de abrirla.
—Supongo —se las arregló para decir Joanna. No tenía nada que celebrar, pero resistirse al entusiasmo de Deborah le habría supuesto un esfuerzo demasiado grande.
—¡Aquí está! —exclamó Deborah volviendo con la botella en una mano y dos copas en la otra.
Se arrodilló ante la mesa camilla y abrió la botella. El corcho saltó con estrépito y rebotó en el techo. Deborah lanzó una carcajada pero notó que Joanna seguía seria.
—¿Seguro que estás bien? —preguntó.
—Debo admitir que se trata de un cambio completo.
—Te quedas corta —aseguró Deborah—. Conociéndote como te conozco, es el equivalente de san Pablo en el camino a Damasco. Como buena niña bien, has sido programada por tu ambiente social de Houston para casarte; por la educación en el fondo, no eras más que un proyecto matrimonial.
Joanna se rio a su pesar.
Deborah sirvió las copas demasiado rápido. Ambas se llenaron de espuma que las rebosó derramándose sobre la mesa. Imperturbable, Deborah cogió las copas y le pasó una a Joanna. Luego entrechocó su copa con la de Joanna.
—Bienvenida al siglo veintiuno —dijo.
Ambas levantaron las copas e intentaron beber. Las dos tosieron por la espuma y rieron. Deborah, queriendo que no se arruinara la ocasión, cogió ambas copas y en un santiamén fue a la cocina, les pasó un poco de agua y volvió Esta vez sirvió con más cuidado, inclinando las copas. Cuando bebieron, ya todo era líquido.
—No es de la mejor burbuja —admitió Deborah—. No me sorprende. David me la regaló hace un siglo. Era un tacaño de mucho cuidado.
Deborah había roto la semana anterior una relación de cuatro meses con su novio más reciente, David Curtis. En claro contraste con Joanna, su relación más prolongada había durado menos de dos años y había sido en tiempos de la secundaria. Las dos mujeres no podrían haber sido más diferentes. En vez del ambiente sureño de rica burguesía petrolera y fiestas de presentación en sociedad en que había vivido Joanna, Deborah creció en Manhattan con una madre soltera y bohemia inmersa en el mundillo intelectual. Nunca había conocido a su padre ya que su nacimiento dio al traste con la relación de sus progenitores. Su madre no se había casado hasta relativamente tarde en la vida, después de que Deborah empezara la universidad.
—De todos modos, hoy no estoy atenta al champaña —dijo Joanna—. En realidad, no me habría dado cuenta si era bueno o no. —Hizo girar la copa con una mano, subyugada por la efervescencia.
—¿Y tu anillo? —preguntó Deborah cuando primera vez que la piedra había desaparecido.
—Lo devolví —dijo Joanna con parsimonia.
Deborah sacudió la cabeza, atónita. Joanna había adorado ese diamante y todo lo que representaba. Pocas veces se lo quitaba del dedo.
—Ya veo —dijo Joanna.
—Me lo está pareciendo. —Por un momento, se quedó sin habla.[1]
El teléfono interrumpió el breve silencio. Deborah se puso de pie para ir a contestar.
—Probablemente sea Carlton, con él —dijo Joanna.
Del otro lado del escritorio, Deborah miró el visor.
—Tienes razón. Es él.
—Pon el contestador automático —dijo Joanna.
Deborah regresó a la mesa camilla, donde volvió a desplomarse en el suelo. Las dos mujeres intercambiaron miradas mientras el teléfono seguía sonando con insistencia. Tras la sexta llamada, el contestador se disparó. Las dos guardaron silencio mientras sonaba el mensaje de salida. Luego se oyó la voz ansiosa de Carlton, que con un poco de estática llenó la habitación ascéticamente decorada.
«¡Tienes razón, Joanna! Esperar a que termine la residencia es una idea estúpida».
—Nunca dije que fuera una idea estúpida —precisó Joanna en un susurro como si el otro pudiera oírla.
«¿Y sabes qué? —prosiguió Carlton—. ¿Por qué no lo decidimos ya y lo planeamos para este junio? Que yo recuerde, siempre dijiste que querías la boda en junio. Yo no tengo el menor problema. De cualquier manera podemos hablarlo. ¿De acuerdo?». El contestador hizo unos cuantos ruidos metálicos antes de que la pequeña luz roja de la consola se pusiera a parpadear.
—Eso te demuestra lo poco que entiende —dijo Joanna—. Sería imposible que mi madre pudiera organizar una buena boda en Houston en solo ocho meses.
—Suena bastante desesperado —dijo Deborah—. Si quieres llamarlo y tener un poco de intimidad, puedo esfumarme.
—No quiero hablar con él —repuso Joanna—. Ahora no.
Deborah movió la cabeza a un lado y estudió el rostro de su amiga. Quería apoyarla, pero de momento no sabía muy bien qué papel debía hacer.
—Él y yo no estamos en medio de una pelea. No quiera manipular la situación y, si te soy franca, me sentiría mal si nos casásemos ahora.
—Es un cambio total.
—De eso se trata. Él ahora propondrá adelantar la fecha y yo ahora propondré posponerla. Necesito tiempo y espacio.
—Te comprendo muy bien —dijo Deborah—. ¿Y sabes qué? Pienso que es inteligente de tu parte no dejar que esta situación se transforme en una discusión sin fin.
—El problema es que lo amo —dijo Joanna con una sonrisa forzada—. Si hay una discusión, es posible que yo la pierda.
Su amiga lanzó una carcajada.
—De acuerdo. Como buena y reciente conversa a una actitud más moderna y sensata respecto del matrimonio, eres vulnerable a una recaída. ¿Y sabes qué? Creo que tengo la solución.
—¿Solución a qué?
—Deja que te muestre algo —dijo Deborah.
Se puso en pie y recogió el último número del Harvard Crimson que estaba sobre el escritorio, doblado a lo largo en la sección de avisos clasificados. Se lo pasó a Joanna. Esta miró la página y leyó el aviso marcado con rojo. Levantó la mirada hacia Deborah de modo inquisitivo.
—¿Quieres que lea este anuncio de la clínica Wingate?
—Exacto.
—Es un anuncio para donantes de óvulos —dijo Joanna.
—Precisamente.
—¿Y cómo puede ser esto la solución?
Deborah rodeó la mesa camilla y se sentó al lado dé Joanna. Con el índice señaló la compensación que ofrecían.
—El dinero es la solución —dijo—. ¡Cuarenta y cinco mil dólares por un óvulo!
—Este anuncio estaba en el número de la primavera pasada y causó sensación —dijo Joanna—. Nunca volvió a ser publicado hasta ahora. ¿Crees que es legal o que se trata de una mera broma de estudiantes?
—Creo que es legal. Wingate es una clínica de fertilidad en Bookford, cercana a Concord. Me enteré por su página web.
—¿Por qué están dispuestos a pagar semejante suma de dinero? —preguntó Joanna.
—La web dice que tienen clientes millonarios dispuestos a pagar lo que consideran lo mejor. Al parecer, quieren estudiantes de Harvard. Debe de ser algo como ese banco de esperma en California, donde todos los donantes son premios Nobel. Es una locura desde el punto de vista genético, pero ¿quiénes somos nosotras para cuestionarlo?
—Desde luego, no somos premios Nobel —dijo Joanna—. Técnicamente ni siquiera somos estudiantes de Harvard ya que estamos haciendo el doctorado. ¿Qué te hace pensar que estarían interesados en ti y en mí?
—¿Por qué no? El hecho de ser estudiantes de postgrado nos cualifica como miembros de Harvard. No puedo imaginarme que solo busquen estudiantes de los primeros cursos. De hecho, la web especifica que están interesados en mujeres de veinticinco años y menos. Nosotras rozamos el larguero.
—Pero aquí dice que deben ser emocionalmente estables, atractivas, sin sobrepeso y atléticas. ¿No estamos forzando un poco la realidad?
—Bah, yo creo que somos perfectas.
—¿Atléticas? —cuestionó Joanna con una sonrisa—. Quizá tú, pero yo no. ¿Y emocionalmente estable? Sería tensar demasiado la cuerda, especialmente en mi actual situación.
—Bueno, podemos probarlo. Quizá no seas la fémina más atlética del campus, pero les diremos que solo consideraremos la donación si la hacemos las dos. Tienen que aceptar a ambas. Todo o nada.
—¿Hablas en serio? —preguntó Joanna. Observó a su amiga, a quien a veces le gustaba tomarle el pelo.
—Al principio no —admitió Deborah—, pero lo volví a pensar esta tarde. Quiero decir, ese dinero es una tentación. ¿Te lo imaginas? ¡Cuarenta y cinco de los grandes para cada una! Ese dinero podría darnos cierta libertad por primera vez en nuestras vidas mientras redactamos las tesis. Y ahora que tú has renunciado a la seguridad económica de tu objetivo matrimonial, la oferta te puede resultar muy tentadora. Necesitas algún peculio, aparte de tu carrera, para mantenerte como mujer soltera. Este dinero puede representar el punto de arranque.
Joanna lanzó el periódico sobre la mesa camilla.
—A veces no sé si me estás tomando el pelo.
—No bromeo. Tú misma dijiste que necesitabas tiempo y espacio. Ese dinero te los puede proporcionar, y más. Te propongo lo siguiente. Vamos a la clínica Wingate, les damos un par de óvulos y nos pagan noventa de los grandes. Yo me llevo cincuenta y compro un apartamento de dos dormitorios en Boston; luego lo alquilamos para pagar la hipoteca.
—¿Comprar un apartamento para alquilarlo?
—Déjame terminar —dijo Deborah.
—¿No sería mejor invertir sabiamente los cincuenta mil? Recuerda que yo soy la economista y tú la bióloga.
—Podrás estar haciendo el doctorado en económicas, pero eres una inocente en cuanto a ser una mujer soltera del siglo XXI. De modo que cierra la boca y escucha. Compramos el piso para establecer sólidas raíces. En la generación anterior, las mujeres perseguían esa posición en el casamiento, pero ahora tenemos que encontrarla solas. Un apartamento puede representar un buen inicio y una inversión rentable.
—¡Santo cielo! —exclamó Joanna—. Vas muy por delante mí.
—No te quepa duda —dijo Deborah—. Y hay más. Aquí viene lo mejor. Cogemos los otros cuarenta mil y nos vamos a Venecia a terminar las tesis.
—¡Venecia! —exclamó Joanna—. ¿Estás loca?
—¿Ah, sí? —dijo Deborah—. Piénsalo. Cuando hablas de tener tiempo y espacio, ¿qué podría ser mejor? Las dos estaríamos en Venecia en un piso encantador y Carlton estaría aquí haciendo su residencia. Terminamos las tesis y vivimos un poco sin que el buen doctor te esté acechando día y noche.
Joanna miró al frente con los ojos en blanco mientras su mente conjuraba la imagen de Venecia. Había visitado esa ciudad mágica en una ocasión, con sus padres y hermanos, pero solo unos pocos días y cuando estudiaba en la secundaria. Se imaginó el brillo de las aguas del Gran Canal reflejadas en las fachadas góticas. Con igual y sorprendente claridad, recordó el ajetreo de la plaza de San Marcos con los cuartetos rivales de músicos en las dos famosas cafeterías. En aquella ocasión se juró a sí misma que volvería algún día a la romántica ciudad. Por supuesto, esa fantasía había incluido a Carlton, que no viajó con ellos pero que ya salía con ella.
—Y hay algo más —dijo Deborah interrumpiendo el breve ensueño de Joanna—. Donar unos pocos óvulos (de los que, dicho sea de paso, ambas tenemos varios cientos de miles y no los echaremos en falta) nos brindará un poquitín de satisfacción en lo que se refiere a nuestras necesidades procreativas.
—Ahora sé que me estás tomando el pelo —repuso Joanna. Se imaginó a una niñita parecida a ella. Fue una imagen agradable hasta que la vio junto a dos perfectos desconocidos.
—Por supuesto que es verdad —dijo Deborah—. Y lo bueno del caso es que no tendrás que cambiar pañales ni morirte de insomnio. ¿Qué me dices? ¿Lo intentamos?
—¡Espera un momento! —dijo Joanna. Levantó ambas manos como para protegerse—. Calma. Suponiendo que nos acepten, lo cual no es nada seguro según las prerrogativas del anuncio, yo aún tengo unas preguntas que hacer.
—¿Cuáles?
—Por ejemplo, ¿cómo se donan en realidad los óvulos? Me refiero al procedimiento. Ya sabes que no me gustan mucho los hospitales ni los médicos.
—Eso está muy bien en boca de alguien que ha estado saliendo con un candidato a médico durante el último medio siglo.
—Mi problema empieza cuando soy una paciente —replicó Joanna.
—El aviso dice que hay una estimulación mínima —dijo Deborah.
—¿Y eso es bueno?
—Por supuesto. Por lo general, deben realizar una hiperestimulación en los ovarios para que liberen una cantidad de óvulos, lo que puede causar efectos secundarios en alguna gente como la que presenta síndrome premenstrual. La hiperestimulación se provoca con fuertes hormonas. Créase o no, algunas de esas hormonas provienen de monjas italianas menopáusicas.
—Venga ya —dijo Joanna—. No soy tan inocente.
—Te lo juro por Dios —dijo Deborah—. Las pituitarias de esas monjas están llenas de hormonas con gónadas muy estimulantes. Se las extrae de la orina. Créeme.
—Lo creo —dijo Joanna con expresión de escepticismo— Pero volviendo al asunto. ¿Por qué crees que esta gente Wingate no usa la hiperestimulación?
—Supongo que su objetivo es la calidad y no la cantidad. Pero es una mera suposición de mi parte. Lo más razonable es preguntárselo a ellos.
—¿Cómo sacan los óvulos de hecho?
—Vuelvo a suponerlo, pero creo que con una jeringa de aspiración. Imagino que usan ultrasonido como guía.
—¡Aggh! —exclamó Joanna con un temblor—. Detesto las inyecciones y ahora hablamos nada menos que de una inmensa aguja. ¿Dónde la inyectan?
—Supongo que en la vagina.
Joanna volvió a temblar visiblemente.
—¡Oh, vamos! —dijo Deborah—. Dudo que sea un paseo por el parque, pero no puede ser tan malo. Muchas mujeres lo hacen como parte de la fecundación in vitro. Y recuerda que estamos hablando de cuarenta y cinco mil pavos. Vale la pena un poco de incomodidad.
—¿Me darán anestesia general?
—Ni idea —dijo Deborah—. Esa es otra pregunta que debemos hacer.
—No puedo creer que hables en serio.
—Pues se trata de una situación óptima. Nosotras tendremos dinero en serio y un par de parejas podrán tener hijos. Es como que te paguen por ser altruista.
—Ojalá pudiéramos hablar con alguien que haya pasado por esto —dijo Joanna.
—Eh, quizá sea posible. La donación de óvulos salió a relucir en el grupo de discusión de biología 101 que moderé el semestre pasado. Fue cuando salió el primer aviso en el Crimson. Una de primer año dijo que la habían entrevistado, aceptado y que lo iba a hacer.
—¿Cómo se llamaba?
—No me acuerdo, pero sé cómo encontrarla. Ella y su compañera de apartamento estaban en la misma sección de laboratorio y ambas eran excelentes estudiantes. Debe de estar en mi cuaderno de notas. Deja que lo busque.
Cuando Deborah desapareció en su dormitorio, Joanna trató de digerir lo que le había sucedido en los últimos treinta minutos. Tuvo la sensación de estar en plena vorágine y se sintió un poco aturdida. Los acontecimientos parecían dispararse.
—Voilá! —gritó Deborah desde su habitación. Un segundo después apareció con un cuaderno de notas en la mano y fue al escritorio—. ¿Dónde está la guía telefónica del campus?
—Segundo cajón a la derecha —dijo Joanna—. ¿Cómo se llama?
—Kristin Overmeyer. Y su compañera era Jessica Detrick. Estaban juntas en el laboratorio y les di a ambas las máximas calificaciones. —Cogió la guía y buscó la página correspondiente—. ¡Qué extraño! Aquí no figura. ¿Cómo puede ser?
—Tal vez abandonó los estudios —sugirió Joanna.
—No me lo puedo imaginar. Como te dije, era una lumbrera.
—Quizá la donación fue una experiencia demasiad dura para ella.
—¿Bromeas?
—Por supuesto que bromeo —dijo Joanna—. Pero es extraño.
—Ahora tendré que averiguarlo todo; de otro modo tendrás una excusa para dar marcha atrás. —Volvió a mirar guía, encontró un número y marcó.
—¿Y ahora a quién llamas?
—A Jessica Derrick —dijo Deborah—. Quizás ella nos pueda decir cómo ponernos en contacto con Kristin, siempre cuando esté en casa estudiando un viernes por la noche.
Joanna prestó atención cuando Deborah le hizo el signo de la victoria anunciando que Jessica había contestado Aumentó su interés cuando a Deborah se le nubló la expresión y empezó a decir cosas como «Oh, es terrible» y «Lo siento mucho» y «Qué tragedia».
Después de una conversación bastante larga, Deborah colgó lentamente y miró a Joanna. Concentrada en algo, mordió el labio con aire ausente.
—¿Y bien? —preguntó Joanna—. ¿No me lo vas a contar? ¿De qué tragedia hablabas?
—Kristin Overmeyer ha desaparecido. Ella y otra estudiante llamada Rebecca Corey fueron vistas por última vez por un empleado de la clínica Wingate cuando recogían un autostopista justo después de abandonar la clínica.
—La primavera pasada oí hablar de la desaparición de dos estudiantes —dijo Joanna—. Pero no sabía cómo se llamaban.
—¿Por qué demonios se cargarían dos autostopistas?
—¿Quizá lo conocían?
—Es posible —dijo Deborah. Ahora le llegó a ella la hora de estremecerse—. Historias como esta me sobrecogen. —¿No fueron encontradas? ¿Y sus cuerpos?
—Solo el coche de Rebecca Corey. Lo hallaron en una parada de camioneros en la autopista de New Jersey. A ellas no se las volvió a ver. Tampoco ninguna de sus posesiones, como las carteras o la ropa. —¿Donó Kristin los óvulos?
—Media docena, que su familia reclamó, pero que la clínica devolvió de forma voluntaria. Al parecer, la familia quiso decidir a qué manos iban a parar. Una historia muy triste.
—Bien, aquí acaba nuestro intento de preguntarle a alguien sobre el procedimiento de la donación.
—Siempre podemos llamar a la clínica y pedir el nombre de una donante —dijo Deborah.
—Si llamamos a la clínica, tendremos que hacerle nuestras preguntas directamente —dijo Joanna—. Si eso va bien, acaso podríamos pedir la opinión de un especialista. —Entonces ¿estás dispuesta a intentarlo?
—Supongo que no nos hará ningún daño conseguir más información —dijo Joanna—. Pero oye, no me comprometo a nada salvo a una visita a la clínica.
—¡Muy bien! —exclamó Deborah. Se puso en pie y levantó una mano—. ¡Allá vamos, Venecia!