Prólogo

6 de Abril de 1999

—¿Está cómoda? —preguntó el doctor Paul Saunders a su paciente Kristin Overmeyer, que estaba tendida sobre la vieja mesa de operaciones con solo una bata de hospital y la espalda al aire.

—Supongo que sí —contestó nada cómoda.

Los ambientes médicos le producían una desagradable ansiedad, y aquella habitación era particularmente ingrata. Se trataba de una antigua sala de operaciones cuyo decorado era todo lo contrario del esterilizado utilitarismo de una instalación médica moderna. Sus paredes exhibían un verde bilioso y azulejos partidos con oscuros manchones, presumiblemente de vieja sangre reseca. Parecía más un escenario de una película gótica ambientada en el siglo XIX que una habitación en uso. También había gradas de asientos que se extendían hacia lo alto desapareciendo en la penumbra más allá del alcance de los focos de luz quirúrgicos. Gracias a Dios las sillas estaban vacías.

—Ese «supongo que sí» no suena muy convincente —dijo la doctora Sheila Donaldson desde el otro lado de la mesa de operaciones, frente al doctor Saunders. Sonrió a la paciente aunque el único efecto visible fue un leve arrugamiento en el rabillo del ojo. El resto de la cara estaba cubierto por la máscara y la gorra quirúrgicas.

—Ojalá ya hubiésemos acabado —se las arregló para decir Kristin.

En ese instante, se arrepintió de haberse ofrecido como voluntaria para la donación. El dinero le procuraría cierta holgura económica de la que gozaban pocos estudiantes compañeros suyos de Harvard, pero ahora eso le parecía poco importante. Su único consuelo era saber que pronto estaría dormida; la pequeña intervención no le causaría ningún dolor. Cuando le ofrecieron escoger entre anestesia general o local, sin vacilar eligió la primera. Lo último que deseaba era estar despierta mientras le introducían en el estómago una aguja de veinte centímetros.

—Confío en que podamos terminar esto hoy mismo —le dijo Paul en tono sarcástico al doctor Carl Smith, el anestesista.

Paul tenía mucho que hacer ese día y solo disponía de cuarenta minutos para la intervención. Entre su experiencia en este tipo de intervenciones y su habilidad con el instrumental, sabía que le sobraría tiempo. El único posible retraso era de Carl; no podía empezar hasta que la paciente estuviera bajo el efecto de la anestesia y los minutos transcurrían inexorablemente.

Carl no le contestó. Paul siempre tenía prisa. Carl se concentró en fijar el estetoscopio cardial en el pecho de Kristin. Ya había inyectado la aguja intravenosa y puesto en posición el medidor de presión arterial, el electro y el oxímetro del pulso. Satisfecho con la auscultación, empujó el aparato de anestesia más cerca de la cabeza de Kristin. Todo estaba listo.

—Muy bien, Kristin —dijo Carl para tranquilizarla—, como te expliqué antes, te voy a poner un poquitín de leche de amnesia. ¿Estás preparada?

—Sí —replicó Kristin. En lo que a ella concernía, cuanto antes mejor.

—Que duermas bien. La próxima vez hablaremos en la sala de recuperación.

Ese era el comentario habitual de Carl a su paciente antes de dar la anestesia y, por cierto, así sucedía normalmente. Pero en esta ocasión no sería así. Absolutamente ajeno al inminente desastre, Carl cogió el tubo de la inyección intravenosa con la anestesia. Con calma profesional, procedió a inyectar una cantidad basada en el peso corporal, pero en la franja mínima de la dosis recomendada. La política de anestesia de la clínica de Wingate era usar la cantidad mínima apropiada de cualquier droga. El objetivo era asegurar el alta del paciente en el mismo día ya que las camas disponibles escaseaban.

A medida que la dosis penetraba en el cuerpo de Kristin, Carl vigiló y escuchó los monitores. Todo parecía en orden.

Sheila sonrió debajo de la mascarilla. «Leche de amnesia» era el sobrenombre para esta clase de anestesia que se inyectaba como un líquido blanco; a Sheila, el término siempre lograba arrancarle una sonrisa.

—¿Podemos empezar? —preguntó Paul.

Se movió intranquilo. Sabía que todavía no podía empezar, pero quiso comunicar su impaciencia y disgusto. Tendrían que haberlo llamado cuando todo estuviese listo. Su tiempo era demasiado valioso para estar allí holgazaneando mientras Carl se entretenía con sus juguetes.

Carl, sin prestar atención a la irritación de Paul, se concentró en verificar el nivel de conciencia de Kristin. Satisfecho de que ella hubiese llegado al estado idóneo, inyectó el relajante muscular Mivacurium, al que prefería sobre varios otros debido a su tiempo espontáneo y rápido de recuperación. Cuando hubo surtido efecto, hábilmente insertó el tubo endotraqueal para asegurar el control de la vía respiratoria de Kristin. Entonces tomó asiento, conectó el aparato de anestesia e hizo un gesto a Paul para comunicarle que todo estaba listo.

—Ya era hora —murmuró Paul.

Él y Sheila rápidamente prepararon a la paciente para una laparotomía. El objetivo era el ovario derecho.

Carl se puso a escribir las entradas correspondientes en el registro de anestesia. Su papel en ese momento era vigilar los monitores mientras mantenía una inyección continua del líquido anestésico y controlaba el estado de conciencia de la paciente.

Paul puso manos a la obra de inmediato mientras Sheila le anticipaba cada movimiento. Junto con Constance Bartolo y Marjorie Hickam, las dos enfermeras de reserva, el equipo funcionaba con eficiencia de cronómetro. En ese momento todos guardaban silencio.

El primer objetivo de Paul fue introducir el trocar de la unidad de insuflación para llenar de gas la cavidad abdominal de la paciente. El propósito era crear un espacio lleno de gas que hiciera posible la cirugía de laparotomía. Sheila ayudó fijando dos zonas de piel a lo largo del ombligo de Kristin con clips y tirando hacia arriba la relajada pared abdominal. Mientras, Paul practicó una pequeña incisión en el ombligo y luego procedió a introducir allí una aguja Veress de insuflación. Sus experimentadas manos pudieron sentir dos sonidos distintos mientras la aguja entraba en la cavidad abdominal. Al tiempo que aseguraba firmemente la aguja, Paul activó la unidad de insuflación. Al instante, el dióxido de carbono empezó a fluir en la cavidad abdominal de Kristin a un ritmo de un litro de gas por minuto.

Mientras esperaban que penetrara la cantidad apropiada de gas, se produjo el desastre. Carl se afanaba vigilando los monitores cardiovascular y respiratorio buscando señales de la creciente presión abdominal y no vio dos detalles aparentemente inocuos: el leve movimiento de los párpados de Kristin y una ligera flexión de la pierna izquierda. Si Carl o cualquier otro hubiese notado esos movimientos, habría sabido que el nivel de anestesia de Kristin era insuficiente. Aún estaba inconsciente, pero próxima a volver en sí y la molestia del aumento de presión en su estómago servía para despertarla.

De repente, Kristin gimió y medio se incorporó. Carl reaccionó por reflejo cogiéndola por los hombros y obligándola a acostarse otra vez. Pero demasiado tarde. Su movimiento hacia arriba hizo que la aguja Veress en manos de Paul se hundiera más profundamente en el estómago donde penetró una gran vena abdominal. Antes de que Paul pudiera parar la unidad de insuflación, una gran cantidad de gas entró en el sistema vascular de Kristin.

—¡Oh, Dios mío! —exclamó Carl mientras oía en el audífono el inicio del siniestro martilleo del gas llegando al corazón, un sonido como el estrépito del secado en una lavadora—. ¡Tenemos una embolia gaseosa! —gritó—. ¡Ponedla del lado izquierdo!

Paul sacó la aguja sangrienta y la arrojó al suelo de baldosas, donde resonó. Ayudó a Carl a volver a Kristin hacia la izquierda en un vano intento de mantener el gas aislado en el lado derecho del corazón. Paul se apoyó en ella para que mantuviera la posición. Aunque todavía inconsciente, ella seguía luchando.

Mientras tanto, Carl se apresuró a insertar de la forma más aséptica posible un catéter en la yugular de Kristin. Ella se resistía. Intentaba quitarse el peso que tenía encima. Insertar el catéter fue como tratar de disparar contra un blanco en movimiento. Carl pensó en aumentar la anestesia o darle más Micacurium, pero desistió. Por último, logró ponerle el catéter, pero cuando aspiró con la jeringa lo único que consiguió fue una espuma sanguinolenta. Repitió, y obtuvo el mismo resultado. Sacudió la cabeza ante lo funesto de la situación, pero antes de que pudiera hablar Kristin se puso rígida y luego se convulsionó. Su cuerpo se sacudió con violencia.

Frenéticamente, Carl afrontó el nuevo problema mientras batallaba con su propia sensación de fracaso. Sabía perfectamente que la anestesiología era una carrera marcada por una rutina repetitiva y adormecedora a veces sacudida por episodios de puro terror. Y este era tremendo: una complicación imprevista con una persona sana y joven en medio de una operación sencilla y a la que se había sometido voluntariamente.

Tanto Paul como Sheila habían dado un paso atrás con las manos esterilizadas y enguantadas delante del pecho. Junto con las otras dos enfermeras, observaban cómo Carl intentaba mitigar la crisis de Kristin. Cuando terminó y Kristin estuvo otra vez de espaldas e inmóvil, nadie pronunció palabra. El único sonido, aparte el ruido apagado de una radio en el pasillo, provenía del aparato de anestesia que respiraba por la paciente.

—¿Cuál es el pronóstico? —preguntó Paul. Su voz, que resonó en el recinto de azulejos y baldosas, no denotó la menor emoción.

Carl exhaló aire como un globo desinflándose. Con reticencia, puso los dedos índices sobre los párpados de Kristin y los abrió. Ambas pupilas estaban muy dilatadas y no reaccionaron al brillo intenso del foco. Carl sacó su linterna del bolsillo y enfocó los ojos de Kristin. No se produjo ninguna reacción.

—No tiene buen aspecto —murmuró Carl. Tenía la garganta reseca. Jamás había pasado por semejante complicación.

—¿Qué quieres decir? —exigió saber Paul.

Carl tragó saliva.

—Quiero decir que creo que la ha palmado. Quiero decir que hace un minuto se movía, pero ahora está inerte. Ni siquiera respira.

Paul asentía con la cabeza considerando el diagnóstico. Entonces se quitó los guantes, que arrojó al suelo, y se desanudó la mascarilla, que dejó caer sobre el pecho. Miró a Sheila.

—¿Por qué no continúas con el procedimiento? Al menos, ganarás un poco de práctica. Y haz ambos lados.

—¿Estás seguro? —cuestionó Sheila.

—No tiene sentido perder la oportunidad —sentenció Paul.

—¿Qué vas a hacer? —preguntó Sheila.

—Voy a ver si encuentro a Kurt Hermann y tengo una charla con él —dijo Paul mientras se quitaba la bata—. Por más desgraciado que haya sido este incidente, nosotros no lo programamos.

—¿Vas a informar a Spencer Wingate? —preguntó Sheila. El doctor Wingate era el fundador y director de la clínica.

—No lo sé —contestó Paul—. Eso depende. Prefiero esperar y ver el desarrollo de los acontecimientos. ¿Qué sabes de la llegada hoy de Kristin Overmeyer?

—Vino en su propio coche —dijo Sheila—. Está en el aparcamiento.

—¿Vino sola?

—No, tal como le aconsejamos, la acompañaba una amiga —dijo Sheila—. Se llama Rebecca Corey. Está en la sala de espera principal.

Cuando Paul ya se dirigía de Carl.

—Lo siento —dijo Carl.

Paul titubeó un momento. Tenía ganas de decirle al anestesista lo que pensaba de él, pero cambió de opinión. Quería conservar la cabeza fría y ponerse a hablar en ese momento con Carl le habría sacado de sus casillas. Ya era suficiente con que Carl le hubiera hecho esperar tanto.

Sin molestarse en quitarse las pantuflas de cirugía, Paul cogió una larga bata blanca de médico en la antesala. Se la puso mientras bajaba las escaleras. Al pasar por la planta baja, salió al jardín, que mostraba las primeras señales de la primavera. Con la bata protegiéndole del viento borrascoso de inicios de abril en Nueva Inglaterra, se apresuró en dirección a la pétrea casa de vigilancia de la clínica. Allí encontró al jefe de seguridad detrás del viejo y gastado escritorio agachado sobre el programa de su departamento para el mes de mayo.

Si Kurt Hermann se sorprendió por la llegada repentina del director de cirugía, no lo demostró. En vez de levantar la mirada, su único reconocimiento de la presencia de Paul fue un leve arqueo de su ceja derecha.

Paul cogió una silla de respaldo recto de la hilera que había en la habitación y se sentó delante del jefe de seguridad.

—Tenemos un problema —anunció.

—Te escucho —dijo Kurt. Su silla crujió cuando se reclino contra el respaldo.

—Tuvimos una importante complicación anestésica. Un verdadero desastre.

—¿Dónde está el paciente?

—Aún en la sala de operaciones, pero saldrá muy pronto.

—¿Nombre?

—Kristin Overmeyer.

—¿Vino sola? —preguntó Kurt mientras anotaba el nombre.

—No, vino en coche con una amiga. Rebecca Corey. La doctora Donaldson dice que está en la sala de espera principal.

—¿Marca del coche? —Ni idea.

—Lo averiguaremos. —Kurt levantó sus ojos azules y fríos para encontrar la mirada de Paul.

—Para eso los contratamos a ustedes —dijo cortante Paul—. Quiero que usted se haga cargo y yo no quiero saber nada.

—Ningún problema —dijo Kurt, y dejó el lápiz cuidadosamente sobre la mesa, como si fuera frágil.

Por un momento los dos hombres se miraron. Entonces Paul se puso de pie y desapareció en aquella tormentosa mañana de abril.