Era la temporada de desove de las polillas, le dijo la esposa a Shimamura antes de que él abandonara Tokio, y le aconsejaba no dejar la ropa colgada sin funda. Era cierto: también en la posada había polillas. Cinco o seis de tamaño considerable aleteaban dentro de la lámpara de papel que colgaba del alero, y en el pequeño vestidor había otra cuyo cuerpo era desproporcionadamente mayor a sus alas.
Las ventanas conservaban el tejido de alambre protector del verano. Otra polilla más, tan inmóvil que parecía pegada adrede allí, se aferraba al lado externo del tejido cuadriculado de alambre. Sólo sus antenas delataban vitalidad; las alas, del largo de un dedo de mujer, eran de un verde pálido, casi transparente. La vegetación en las montañas ya exhibía el tono rojizo del otoño. Esa única pincelada de diáfano verde delante de sus ojos le recordó a Shimamura la palidez de los muertos.
Se acercó a la ventana para comprobar si la polilla estaba viva y rayó con su dedo el tejido de alambre. La polilla no se movió. Le dio un golpecito y la vio caer en lento tirabuzón. En el bosque de cedros revoloteaban las luciérnagas como nubes de polen. El río parecía fluir de las raíces de los árboles que se alzaban en la orilla y las flores otoñales semejaban un manto plateado tendido sobre la ladera de la montaña. Shimamura pensó que era imposible cansarse de contemplar ese paisaje.
Una vendedora ambulante que parecía rusa estaba sentada en el piso, a la entrada de las termas, cuando él salió de tomar su baño. De manera que hasta aquellas montañas habían llegado, pensó Shimamura y se acercó a contemplarla con más detenimiento. Parecía cuarentona, su cara era un mapa de arrugas tiznado de suciedad, pero la piel de su garganta delataba la palidez refulgente de otrora.
—¿De dónde viene? —le preguntó.
—¿De dónde vengo? ¿De dónde soy? —dijo la mujer, como si le costara hallar una respuesta, y procedió a guardar los productos que vendía, cosméticos baratos y vulgares ornamentos para el pelo.
Su falda parecía un cartón sucio envolviendo toscamente su cintura, como si hubiera perdido su cualidad occidental original hasta adoptar un remoto aire japonés. Cargaba sus cosas en la espalda, en un paño, a la manera de la isla. Sin embargo, sus zapatos eran extranjeros.
La encargada de la posada se detuvo junto a Shimamura y ambos la contemplaron partir. Luego entraron en la recepción, donde había una mujer regordeta sentada frente a la chimenea, dándoles la espalda, que recogió los faldones de su vestido negro a la manera cortesana cuando se incorporó para irse. Era una geisha que Shimamura recordaba haber visto junto a Komako en una de las fotos que colgaban en la recepción de la posada: en la foto, ambas lucían esquís y pantalones de montaña sobre sus kimonos de fiesta. La mujer parecía de más edad que Komako y su volumen le daba un aire de jovialidad.
La encargada de la posada estaba calentando unos pasteles macizos y rectangulares en los rescoldos de la chimenea.
—¿Quiere uno? —le preguntó a Shimamura—. Debe probarlos. Los hizo la geisha que acaba de irse, para celebrar su retiro.
—¿Se va del pueblo?
—Así es.
—Parece simpática.
—Era muy popular. Hoy está despidiéndose de todos.
Shimamura sopló el pastel para no quemarse al morder. La corteza tenía un dejo amargo y olía a rancio.
El sol del atardecer enrojecía las hojas del níspero que enmarcaban la ventana. El efecto teñía hasta la rejilla de bambú delante de la chimenea. Shimamura se acercó a la ventana y vio desde allí a un grupo de campesinas que cargaban en sus espaldas manojos de hierba de sorprendente extensión: parecía heno, pero de color verde y coronado por penachos blancuzcos. Los formidables tallos casi duplicaban la altura de las mujeres que los cargaban.
—¿Qué llevan ahí?
—Es kaya. Cuando el ferrocarril llegó hasta aquí, mandó construir un pabellón para promocionar las termas y techó la sala de té con kaya de estas montañas. A alguien de Tokio le gustó tanto que se lo compró tal cual estaba.
—¿Crece en las montanas? Yo creía que el kaya era una flor.
Lo primero que había atraído la atención de Shimamura al bajar del tren era ese manto plateado que cubría las laderas de la montaña. A lo lejos parecía un espejo de agua que reflejaba la luz de la tarde. Ya estoy aquí, había pensado él al contemplarlo. Pero los manojos que cargaban aquellas campesinas parecían de una clase completamente diferente. Los largos tallos bamboleantes casi ocultaban a sus portadoras y sus penachos parecían peinar las rocas que se alzaban a la vera del camino. En la luz exangüe de la recepción, vio una polilla enorme desovando en el perchero de laca negra y oyó el repiquetear de los insectos contra las paredes de papel de los faroles. Ése era el sonido del atardecer en aquella época del año.
Komako llegó tarde y lo contempló largamente desde la entrada de la habitación.
—¿Para qué has vuelto?
—He venido para verte.
—No es cierto. Por eso me disgusta la gente de Tokio: porque siempre está mintiendo. —Cuando se sentó pareció suavizarse un poco—. Nunca más despediré a alguien. No puedo explicarte lo que fue para mí verte partir.
—La próxima vez me iré sin avisarte.
—No me refiero a eso. Me refiero a ir a la estación.
—¿Qué pasó con Yukio?
—Murió, qué te pensabas.
—¿Mientras estabas despidiéndome?
—Pero ésa no fue la causa. No tenía idea de que podía detestar tanto las despedidas.
Shimamura asintió en silencio.
—¿Dónde estabas el 14 de febrero? Te estuve esperando. La próxima vez sabré no dar crédito a tus palabras.
El 14 de febrero se celebraba el Festival de los Pájaros, una fiesta infantil tradicional en los pueblos de montaña. Durante los diez días anteriores al festival, los niños de cada aldea tallaban pequeños bloques de nieve y construían con ellos un palacio de seis metros de lado y casi cuatro metros de alto. Como el Año Nuevo se festejaba allí a comienzos de febrero, los ornamentos tradicionales seguían colgando de todas las puertas de la aldea. El día 14 los niños los retiraban y los quemaban en una gran hoguera delante del palacio de hielo. Se deslizaban desde el resbaladizo techo, saltaban, jugaban y cantaban la Canción de los Pájaros, y luego pasaban la noche dentro del palacio. La celebración terminaba a la mañana siguiente, cuando volvían a trepar al techo y cantaban la Canción de los Pájaros otra vez.
Era la época de más nieve y Shimamura le había prometido a Komako estar para el festival.
—Me tomé una pequeña vacación para esas fechas. Estaba segura de que vendrías, al menos para el 14, y volví expresamente. Podría haberme quedado a cuidar mejor de ella si hubiese sabido que no venías.
—¿Quién se enfermó?
—La maestra de música. Se pescó una neumonía en la costa. En cuanto me llegó el telegrama partí a cuidarla.
—¿Y se curó?
—No.
—Lo lamento —dijo Shimamura ambiguamente. Sus palabras podían aludir a la enferma o a su promesa incumplida, y no hizo nada para aclararlo.
Komako sacudió la cabeza con un movimiento ausente y luego pasó su pañuelo por la mesa. Una nube de minúsculos insectos muertos cayó al piso. Varias polillas aleteaban en torno a la lámpara y muchos insectos más cargaban el aire nocturno afuera.
—Me duele el estómago —dijo de pronto e introdujo las manos dentro de su obi y se dejó caer contra Shimamura. Su cabeza quedó contra la rodilla de él. Shimamura vio un par de mosquitos adheridos al espeso maquillaje del cuello de ella. Creyó ver cómo morían mientras los contemplaba. Los brazos y el cuello de ella parecían más plenos que el año anterior. Tiene apenas veinte años, pensó. Y sintió una tibia humedad contra su rodilla.
—«Komako, ve al Cuarto de las Camelias», me dijeron cuando llegué. No me gustó la complicidad con que lo dijeron. Había ido a despedir a Kikuyu y me preparaba a dormir una siesta cuando llamaron desde aquí. No tenía ganas de venir. Bebí demasiado anoche en la fiesta de despedida de Kikuyu. Cuando me vieron entrar ni siquiera disimularon sus risitas. Pero no me dijeron que la sorpresa eras tú. ¿Cómo iba a imaginármelo?
—La encargada me dio uno de los pasteles que dejó Kikuyu como ofrenda de despedida.
—¿De veras? —dijo ella y se incorporó.
La rodilla de él había dejado una marca roja en su mejilla. Komako parecía más joven que nunca.
—La acompañé dos estaciones. Fue tan triste. Ya nada será igual. Antes, arreglábamos nuestros asuntos entre todas, pero ahora lo hace cada geisha por su lado. Han llegado algunas nuevas y nadie se lleva bien con nadie. Voy a extrañar a Kikuyu. Era la que nos mantenía unidas. Ganaba más dinero que todas nosotras. Sus clientes se ocupaban muy bien de ella.
Kikuyu había terminado su contrato y retornaba a su pueblo, dijo Komako.
¿Iba a casarse o a abrir una posada o una casa de té por su cuenta?, preguntó Shimamura.
—Es un caso muy triste. Venía de un mal matrimonio cuando llegó aquí —dijo ella y guardó silencio, insegura de cómo continuar. Miró hacia la ventana y preguntó a Shimamura:
—¿Llegaste a ver la casa nueva en el camino que va a la montaña?
—¿Te refieres al restaurante? ¿Cómo se llamaba?
—Kikumura. Supuestamente, Kikuyu iba a estar a cargo, pero a último momento se arrepintió. Causó un revuelo. Uno de sus clientes lo mandó construir para ella y, cuando estaba todo listo para que se instalara, Kikuyu lo echó todo por la borda. Conoció a alguien que le gustó e iban a casarse, pero él la abandonó y se fue. ¿Siempre ocurre eso cuando pierdes la cabeza por un hombre? Ahora ella se quedó sin su antiguo trabajo y sin el restaurante. Y está tan avergonzada que prefiere empezar de nuevo en alguna otra parte. Me entristece tanto pensar en ella. En realidad, hubo otras personas involucradas, pero ninguna de nosotras conoce los detalles.
—¿Otros hombres, además del que la abandonó y el del restaurante? ¿Cuántos?
—Me gustaría saberlo —dijo ella y le dio la espalda para ocultar su sonrisa—. Kikuyu era muy voluble. Algunos dirían que era débil.
—Quizá no tenía alternativa. Era su naturaleza.
—Una no puede ir perdiendo la cabeza por cada hombre al que agrada —murmuró Komako con la mirada baja, mientras se acomodaba con gesto ausente su peinado—. No fue fácil verla partir.
—¿Y qué pasó con el restaurante?
—La esposa del hombre que mandó construirlo quedó a cargo.
—Toda una paradoja, que la esposa se haya quedado con el regalo a la amante.
—¿Qué otra cosa podían hacer? Estaba todo listo para inaugurarlo, así que la esposa se mudó y se trajo a los hijos.
—¿Y quién quedó en su casa?
—Dejaron a una sirvienta para que la cuide. El hombre es un granjero, pero le gusta divertirse. Es un sujeto interesante.
—Ya veo. ¿Qué edad tiene?
—Es joven aún. No creo que tenga más de treinta y tres.
—La amante era mayor que la esposa, entonces.
—No. Ambas tienen veintiséis.
—El Kiku de Kikumura viene de Kikuyu, sospecho. ¿La esposa no le cambió el nombre al restaurante?
—No podían cambiárselo. Ya lo habían promocionado con ese nombre.
Shimamura enderezó el cuello de su kimono. Komako se acercó a la ventana.
—Kikuyu lo sabía todo de nosotros. Ella me dijo que estabas aquí.
—La vi abajo esta tarde, cuando vino a despedirse.
—¿Te dijo algo?
—Ni una palabra.
—¿Tienes idea de cómo me siento? —dijo Komako luego de volver a abrir la ventana que había cerrado para que no entraran insectos. Y se apoyó en el vano como si estuviera a punto de tirarse.
—Las estrellas se ven diferentes que en Tokio —se limitó a decir él—. Parecen flotar allá arriba.
Ella suspiró.
—No tanto, cuando hay demasiada luna. La nieve fue tremenda este invierno.
—Supe que los trenes no podían pasar.
—Los caminos estuvieron cerrados hasta mayo. ¿Recuerdas el negocio de esquí en el pueblo? Una avalancha derrumbó el piso superior. Sus habitantes oyeron ruidos extraños y creyeron que eran las ratas que habían enloquecido. Cuando terminó la tormenta y subieron, descubrieron todo lleno de nieve. El techo se había desplomado. Hablaron mucho del episodio por la radio. Los esquiadores se asustaron y partieron. Yo misma decidí regalar mis esquís, pero luego me arrepentí y volví a las pistas un par de veces, cuando el tiempo lo permitió. ¿Crees que he cambiado?
—¿Qué has hecho desde la muerte de la maestra de música?
—Los problemas ajenos no son de tu incumbencia. Volví aquí y te estuve esperando, si quieres saberlo.
—Si estabas en la costa, podrías haberme escrito desde allá.
—No podía. Realmente no podía. Me sentía incapaz de escribir una carta que leyera tu esposa. Y soy incapaz de mentir para mantener las apariencias a los ojos de los demás. —Él se limitó a asentir en silencio.
—¿Por qué no apagas la luz? No hay necesidad de soportar tantos insectos.
La luz de la luna era tan nítida que él alcanzaba a ver las delicadas circunvoluciones en la oreja de ella. Las esterillas de la habitación brillaban con el verdor del agua en un estanque.
—No, déjame. Déjame irme a casa.
—Veo que no has cambiado —dijo él. Pero luego de contemplarla a esa distancia notó algo nuevo en ella, como si sus rasgos se hubieran intensificado.
—Todos dicen que estoy igual a cuando llegué, a los dieciséis. Pero la vida no pasa en vano.
Sus mejillas conservaban la lozanía de su infancia campestre y, a la luz de la luna, su maquillaje de geisha les daba el mismo lustre del interior de los moluscos marinos.
—¿Sabías que me mudé?
—¿Ya no estás en el ático de los gusanos de seda? ¿Vives en una auténtica casa de geishas, ahora?
—Podría decirse que sí, en cierto sentido. Venden golosinas y tabaco y soy la única geisha del lugar. Tengo un contrato. Cuando me quedo leyendo por la noche, uso velas para ahorrar electricidad.
Shimamura soltó una carcajada.
—No hay que malgastar electricidad —insistió ella.
—Comprendo, comprendo —dijo él sin dejar de reírse.
—Son muy buenos conmigo. Tanto que a veces me cuesta recordar que estoy allí como geisha. Cuando llora uno de los niños, la madre se lo lleva afuera para que no me moleste. No tengo de qué quejarme. Salvo de la cama. Siempre me la dejan preparada. Pero a veces, cuando llego tarde y las sábanas no están bien estiradas o el colchón no apoya bien, lo detesto. Me siento culpable por fastidiarme, pero no puedo evitarlo.
—Si tuvieras tu propia casa, el ajetreo de mantenerla en orden te agotaría.
—Eso dicen todos. Pero tienen cuatro niños en la casa y a veces hay demasiado desorden. Me lo paso recogiendo cosas que sé que volverán a estar tiradas cuando regrese. No puedo evitarlo. Me gusta que las cosas que me rodean estén tan ordenadas y en buen estado como me sea posible. ¿Entiendes lo que me pasa?
—Entiendo.
—Si es así, dime lo que siento —imploró ella súbitamente, con la premura y exigencia de un rato antes—. ¿Lo ves? No puedes. Me mentiste otra vez. Podrás tener montones de dinero, pero no eres gran cosa como persona. Eres incapaz de entender. —Su voz volvió a ahuecarse—. Me siento muy sola. Debes volver a Tokio mañana.
—Estás en tu derecho de juzgarme, ¿pero cómo pretendes entonces que te diga lo que quiero decirte?
—¡No puedes! ¡Eso es lo peor de ti! —dijo ella al borde de la desesperación.
Luego cerró los ojos y se recuperó, como si se hubiera convencido a sí misma de que Shimamura a fin de cuentas se interesaba en ella.
—Me alcanza con que vengas una o dos veces al año. ¿Seguirás haciéndolo mientras yo esté aquí?
—Cuando volví, ni soñaba que volvería a ser geisha. Incluso regalé mis esquís. Pero lo único que he logrado es dejar de fumar.
—Recuerdo cuánto fumabas, ahora que lo mencionas.
—Cuando los huéspedes que entretengo me dan cigarrillos en una fiesta, los guardo en la manga de mi kimono. Ya tengo un buen surtido.
—Cuatro años es mucho tiempo.
—Pasarán rápido.
—Eres tan cálida —dijo Shimamura y la abrazó.
—Siempre he sido así.
—Supongo que pronto comenzará a hacer frío de noche.
—Llevo cinco años aquí. Al principio me preguntaba cómo haría para vivir en un lugar como éste, en especial antes de que llegara el ferrocarril. Y entonces apareciste tú. Y desde entonces han pasado casi dos años.
En cada una de sus tres visitas a lo largo de ese tiempo, se había encontrado con cambios drásticos en la vida de Komako, pensó Shimamura por encima del sonido que hacían los grillos afuera.
—Ojalá se callaran —dijo ella y se deshizo del abrazo.
El viento que sopló del norte pareció avivar el aleteo de las polillas. Shimamura volvió a sorprenderse del efecto que producían las pestañas de ella, impidiéndole saber a ciencia cierta si estaba con los ojos entornados o cerrados.
—He engordado desde que dejé de fumar.
Era cierto; él mismo lo había sentido al tomarla en brazos. Todo aquello que quedaba en la distancia cuando estaban separados se le volvía inmediatamente familiar en cuanto la tenía enfrente.
—Uno es más grande que el otro —dijo ella, sopesándose los pechos, al ver que él estaba mirándolos.
—Será que uno recibe más atención que el otro.
—¡Qué comentario más vulgar!
Así, precisamente así eras, recordó Shimamura.
—La próxima vez dile que sea más equitativo con ambos.
—¿Equitativo? ¿Eso es lo que quieres que le diga? —susurró ella, frotando suavemente su mejilla contra la de él.
Estaban en el segundo piso, pero era como si los sapos y los grillos estuvieran del otro lado de la ventana. Incluso se alcanzaban a ver desde allí algunos de los batracios cuando saltaban en la oscuridad.
Al volver de los baños, Komako comenzó a hablarle de sí misma, con una serenidad y una intimidad absolutas. Cuando le hicieron el primer examen médico allí, dijo, creyó que sería igual al que debió someterse como aprendiz de geisha, y dejó caer su kimono exhibiendo sus pechos. El médico se rió y ella se deshizo en lágrimas. Esa clase de detalles le confesaba. Shimamura la incitaba con sus preguntas y ella accedía más y más.
—Soy como un reloj. Cada veintiocho días. Siempre.
—Supongo que no te impedirá amenizar una fiesta.
—¿Cómo puedes saber esas cosas?
Cada día, le contó, tomaba un baño en una de las termas cuyas aguas eran famosas por sus efectos reparadores. Además, recorría a pie todos los días los tres kilómetros entre las nuevas y las viejas termas, hubiera o no hubiera fiestas que amenizar. Había pocos eventos que terminaran tarde, lo que le permitía dormir bien, mantenerse saludable y evitar la amplitud de caderas característica de las geishas. A Shimamura lo conmovía que su propio cuerpo guardara tal memoria del cuerpo de una mujer de esa naturaleza.
—A veces me pregunto si podré tener hijos —dijo ella. Y al rato confesó que también se preguntaba si ser fiel a un hombre no era como estar casada con él.
Ésa fue la segunda mención que hizo Komako al hombre que era dueño de su destino, el hombre de Hamamatsu. Lo había conocido a los dieciséis, dijo después. Shimamura pudo explicarse entonces la falta de precauciones que al principio lo había sorprendido tanto.
Nunca le había gustado de verdad, confesó Komako, y nunca se sintió cercana a él, quizá porque el vínculo comenzó cuando ella llegó a la costa, poco después de la muerte del cliente que había pagado sus deudas.
—Será mejor que la media, si has durado casi cinco años con él.
—Tuve dos oportunidades para dejarlo. Cuando vine aquí como geisha y cuando me mudé, luego de la muerte de la maestra de música. Pero no tuve la fuerza de voluntad para hacerlo. Carezco de auténtica fuerza de voluntad.
El hombre seguía en la costa y había decidido que no era conveniente que Komako viviera allí. Así que, cuando la maestra de música vino a las montañas, él envió a Komako con ella. Había sido siempre muy gentil, y a ella la entristecía no poder corresponderle. Era bastante mayor y rara vez venía a verla.
—A veces pienso que la mejor manera de liquidar el vínculo sería hacerle una verdadera maldad.
—No funcionaría.
—Lo sé, porque no está en mi naturaleza. Además, me gusta mi cuerpo. Me gusta la que soy. Si lo intentara, creo que podría renegociar mi contrato a sólo dos años, pero eso implicaría un esfuerzo. Y prefiero cuidarme a esforzarme. Piensa en la cifra que podría hacer si me esforzara. Pero me alcanza con no hacerle perder dinero al término de los cuatro años. Sé lo que cuesta mantenerme por mes, lo que él paga de impuestos y lo que obtiene de mí, y no me esfuerzo en absoluto para ganar más. Si no estoy a gusto en una fiesta, me voy a casa. Y nunca me llaman por la noche, ni siquiera de la posada, a menos que un viejo cliente pida especialmente por mí. Si quisiera ser extravagante, podría ser peor, pero trabajo cuando estoy de humor. Con eso alcanza. Ya he pagado más de la mitad y eso permitiéndome gastar en mí misma veinte o treinta yenes al mes.
Alcanzaba con que hiciera cien yenes al mes, dijo. El mes anterior, que era el peor del año, había hecho sesenta. Había amenizado noventa fiestas, más que ninguna otra de las geishas del pueblo. Recibía un monto fijo por cada fiesta, de manera que cuantas más fiestas amenizaba era comparativamente más dinero para ella y menos para el hombre al que estaba obligada. Pero prefería dejarse llevar por su propio espíritu. A fin de cuentas, ni una sola geisha en la historia del pueblo debió extender su contrato por escasa facturación.
Komako se despertó temprano a la mañana siguiente y dijo que había soñado que era la sirvienta de la mujer que enseñaba arreglos florales. Al levantarse, corrió la pequeña cómoda de la habitación para que el espejo reflejara el paisaje de las montañas hacia la cama. El sol intensificaba el rojo de las hojas otoñales.
Esta vez no fue Yoko la que le trajo la muda de ropa, no fue su delicadísima voz la que se oyó por el pasillo sino la de una de las hijas pequeñas de la casa donde ahora vivía Komako.
—¿Qué fue de ella? —preguntó Shimamura.
Komako le dirigió una mirada indefinible y volvió a lo suyo. Sin mirarlo dijo:
—Pasa el día entero en el cementerio. ¿Ves allí, al costado de las pistas de esquí, el campo sembrado de flores blancas? Más a la izquierda. Eso es el cementerio.
Cuando Komako partió, Shimamura decidió dar un paseo por el pueblo. Una niña en pantalones de montaña y kimono tejido arrojaba una pelota contra un paredón cubierto de hiedra. Las casas eran todas al estilo antiguo. Indudablemente ya existían cuando los señores provinciales remontaban ese camino rumbo al norte. Las verandas eran profundas, los tejados toscos y los ventanucos de los pisos superiores, más anchos que altos, no tenían cristales sino papel y rudimentarias persianas enrollables de bambú.
La hierba al costado del camino era casi tan alta como los achaparrados paredones. En uno de ellos, de color terroso, crecían flores. Los ciruelos estaban en flor y cada fruta brotada de sus ramas parecía decorada por las hojas circundantes.
Yoko estaba arrodillada en una estera de juncos junto al camino, desgranando habas al sol. Los granos caían de la vaina como gotas de luz. Quizás ella no hubiera visto llegar a Shimamura por el pañuelo que le envolvía la cabeza. De rodillas, con los muslos tan separados como se lo permitían sus pantalones de montaña, canturreaba una canción que parecía el eco lejano de una tristeza sin dueño:
La mariposa, la luciérnaga, el grillo,
el saltamontes, la pulga y el tábano,
cantan en las colinas.
Shimamura había comprado una guía de las montañas mientras esperaba que saliera su tren en Tokio. Hojeándola, se enteró de que entre los picos había un sendero que unía los diferentes lagos y pequeños pantanos. A lo largo de él, informaba la guía, crecían flores alpinas de la más diversa variedad. Hacia allí se dirigió, acompañado de las siempre presentes libélulas, que planeaban morosamente sobre el agua e iban y venían entre las flores, tan diferentes de los molestos insectos de la ciudad como una nube de un charco de agua sucia. Sin embargo, cuando empezó a caer el sol y él se acercaba al bosque de cedros donde estaba el santuario, creyó que las libélulas evitaban internarse entre los árboles, como si temieran quedar atrapadas por esas sombras prematuras, cuando aún quedaba un rato de luz.
—Qué delicados son los seres humanos —había comentado Komako esa mañana, cuando se enteraron de la noticia de que había habido otro accidente en las montañas—. Los encontraron con los huesos hechos pulpa. En cambio, un oso puede caer desde una altura superior y no recibir el menor rasguño. Allí fue —y señaló en dirección de una de las cumbres.
Si el hombre tuviera el pelaje y la contextura de un oso, su vida sería bien diferente, había pensado entonces Shimamura. Sin embargo, era a través de esa piel tan delicada que se transmitía el amor. Y ahora, mientras miraba el sol caer detrás de las montañas, sintió una nostalgia inexplicable por la piel humana.
«La mariposa, la luciérnaga, el grillo», oyó que cantaba una geisha a la distancia cuando se sentó a cenar, temprano, con su guía como única compañera. El libro sólo ofrecía la más somera información sobre rutas, atracciones, hospedajes y costos, dejando el resto librado a la imaginación del lector. De esas mismas cumbres había bajado, en pleno estallido del verdor primaveral, cuando vio a Komako por primera vez. Ahora, que era el comienzo del otoño y de la temporada de montañismo, sintió añoranza de aquellas alturas en donde había dejado su huella. Si bien era un diletante que podía perder el tiempo allí como en cualquier otra parte, consideraba el montañismo un ejemplo flagrante del esfuerzo inútil. Y ése era precisamente el atractivo que ejercía sobre él: el encanto de lo irreal.
Mientras estuvo lejos, había pensado sin cesar en Komako; ahora que estaba tan cerca, esa nostalgia por la piel humana le producía el mismo efecto onírico que la atracción que le despertaban las montañas. Quizás era debido al exceso de familiaridad e intimidad que le había despertado el cuerpo de ella. Habían pasado la noche juntos; estaba seguro de que ella acudiría sin necesidad de que él la llamara. Sentado a solas en el comedor, esperándola, mientras oía el bullicio de un grupo de niñas de la escuela descendiendo por el camino, se preguntó por qué no venía. Y comenzó a invadirlo el cansancio. Antes de dormirse en la silla, subió a su habitación y se acostó.
Esa noche llovió. Uno de esos chaparrones de otoño que llegan y se van sin dejar rastro.
Por la mañana, Komako estaba circunspectamente sentada frente a él, con un libro abierto. Vestía un sobrio kimono de día y una capa.
—¿Ya estás despierto? —le dijo con suavidad al verlo abrir los ojos.
—¿Qué haces aquí tan temprano?
Manoteando el reloj que había dejado sobre la almohada, Shimamura vio que eran las seis y media de la mañana. Y se preguntó si ella había entrado durante la noche o acababa de llegar hacía unos minutos.
—No es tan temprano. La doncella ya vino a traer carbón.
Shimamura miró alrededor. Había una tetera al fuego, echando vapor.
—Es hora de levantarse —dijo ella y se arrodilló junto a la almohada como una perfecta esposa mientras Shimamura se desperezaba bostezando.
En lugar de obedecer, él le tomó una de las manos que ella tenía apoyadas sobre las rodillas y recorrió los dedos bien torneados y el leve callo que le había producido la práctica del samisen.
—Aún está amaneciendo.
—¿Dormiste bien, sin mí?
—Muy bien.
—Y no te dejaste el bigote.
—No, a pesar de tu consejo.
—No importa. Sabía que no lo harías. Sé cuánto te gusta estar bien afeitado. ¿Sabes que tienes un aspecto gracioso cuando duermes? Con la boca y los ojos cerrados, tu cara parece más redonda y gentil.
—¿Redonda y gentil?
—Pero igual de poco confiable. Y ahora que lo pienso, ¿estás un poco más gordo?
—Me estabas espiando, entonces. No me gusta que me miren mientras duermo, ¿sabes?
Komako sonrió y asintió con solemnidad. Pero luego no pudo contenerse y soltó la risa tal como una chispa se convierte en fuego.
—No temas. Cuando entró la doncella, me escondí en el ropero. Ni se dio cuenta de que estaba ahí.
—¿Cuándo entraste? ¿Cuánto tiempo permaneciste oculta?
—Unos minutos solamente. Me escondí cuando la doncella entró con el carbón.
Se rió de tal manera que enrojecieron hasta sus orejas. Para atenuar su sofocación comenzó a abanicarse con el borde del cubrecama.
—Levántate. Vamos, levántate.
—Hace frío —dijo Shimamura y tironeó del cubrecama hasta que ella lo soltó—. ¿Hay alguien despierto?
—No tengo idea. Entré por atrás.
—¿Por el bosque? ¿Hay un sendero?
—No, pero es el camino más corto.
Shimamura la miró sorprendido.
—No te preocupes; nadie sabe que estoy aquí. Oí ruidos en la cocina pero la puerta del frente sigue cerrada.
—Eres madrugadora.
—No podía dormir.
—¿Oíste la lluvia?
—¿Llovió anoche? Por eso estaba tan mojada la hierba. Duérmete. Me iré a casa.
Pero Shimamura se levantó de un salto de la cama, la tomó de la mano y la llevó hasta la ventana, donde le pidió que le señalara por dónde había subido. Los cedros del bosque se mezclaban con un cañaveral enmarañado. Justo debajo de la ventana habían sembrado unas cuantas hileras de papas, cebollas y rábanos. Tanto la huerta como el resto de la vegetación era de lo más común; sin embargo, el tono otoñal de las hojas al sol del amanecer produjo en Shimamura la sensación de que estaba mirando aquella escena por primera vez, y permaneció contemplándola un largo rato cuando Komako se fue. El portero de la posada estaba alimentando las carpas del estanque.
—Con el frío no están comiendo bien —le dijo a Shimamura cuando lo vio asomado a la ventana. Shimamura se quedó mirando las larvas secas de gusanos de seda que flotaban en el agua sin tentar demasiado a las carpas. Cuando volvió de su baño, Komako lo esperaba tan impecable como si acabara de despertarse.
—Un lugar ideal para mis tareas de costura —comentó. La habitación estaba recién ordenada y la luz del sol llegaba a todos los rincones.
—¿Tú coses?
—Qué comentario ofensivo. Por supuesto. Fui la más trabajadora de mi familia desde niña. No fueron fáciles aquellos años —agregó como para sí. Y su voz sonó más tensa cuando volvió a mirarlo—: La doncella me pescó y me dedicó una mirada de lo más extraña. Quiso saber cuándo había llegado. Fue un momento muy incómodo, pero no tenía ánimos para seguir escondida en el ropero. Ahora sí debo irme a casa. Tengo mucho que hacer. No he dormido, debería lavarme el pelo, dejarlo secar e ir a la peluquería. Si no lo hago temprano, no consigo estar lista para las fiestas que comienzan por la tarde. Hay una aquí en la posada, pero sólo me avisaron anoche, de manera que no vendré; ya estoy comprometida. No podré verte esta noche. Es sábado y tengo mucho trabajo.
Sin embargo, no dio la menor señal de irse.
Al fin decidió no lavarse el pelo y llevó a Shimamura al jardín trasero, para mostrarle dónde había ocultado sus sandalias y medias mojadas, debajo de la veranda. Parecía imposible que hubiera atravesado ese cañaveral. Pero cuando Shimamura la siguió, descubrió que había una suerte de angosto pasadizo que corría paralelo al sonido del agua. Cuando asomaron a la orilla oyeron voces de niños entre los árboles. Había nueces en el suelo. Komako las pisó hasta quebrar la cáscara y le ofreció los pequeños frutos.
Los penachos de kaya se bamboleaban con la brisa matinal como si un manto plateado ondeara por toda la ladera. A Shimamura le pareció que el reflejo hacía más traslúcido el color del cielo.
—¿Cruzamos? —dijo—. Podríamos ir a ver la tumba de tu prometido.
Komako se enderezó, lo miró con furia y, a continuación, un puñado de cáscaras de nuez hizo impacto en la cabeza de Shimamura. Él no reaccionó a tiempo.
—Por qué te burlas de mí. ¿Qué motivo tendrías tú para ir al cementerio?
—Tampoco hay motivo para que reacciones así.
—Tengo muchas cosas que hacer. No tengo el privilegio de algunos, que pueden hacer lo que les da la gana sin pensar en los demás.
—¿Quién tiene ese privilegio? —murmuró Shimamura sin convicción.
—¿Y por qué sigues diciéndole mi prometido? ¿No te dije claramente que no lo era? Pero lo olvidaste, por supuesto.
Shimamura no lo había olvidado. De hecho, el tal Yukio ocupaba buena parte de sus pensamientos, aunque a Komako le molestara hablar de él. Quizá no hubiera sido su prometido pero ella se había hecho geisha para ayudar a pagar las cuentas de los médicos. No había duda de que había tenido muchas cosas que hacer, en vida de Yukio.
Komako lo miraba, tratando de determinar si estaba irritado por la lluvia de cáscaras de nuez. Cuando supo que no, su resistencia se fue diluyendo. Lo tomó del brazo y le dijo:
—Quizá seas, en el fondo, una buena persona. ¿Pero qué te pasa ahora?
—Están espiándonos desde los árboles.
—¿Y qué? Son tan complicados los de Tokio. Viven inmersos en tal confusión que sus sentimientos se fragmentan.
—Todo se fragmenta.
—Incluso la vida, lo sé. ¿Vamos al cementerio o no?
—Pues…
—¿Lo ves? No querías ir realmente.
—Es que montaste tal escena…
—No he pisado en mi vida el cementerio. Ni una sola vez. A veces me siento culpable. Especialmente ahora, que también la maestra de música está enterrada allí. Pero no puedo ir de buenas a primeras. Sería falso de mi parte.
—Eres más complicada que yo, ¿sabías?
—¿Por qué? Ya que no puedo ser absolutamente franca con los vivos, al menos lo soy cuando están muertos.
Salieron del bosque, donde el silencio parecía gotear de las hojas como rocío, y siguieron las vías del ferrocarril rumbo a las pistas de esquí. Pronto estuvieron frente al cementerio. Shimamura distinguió una decena de tumbas en torno a una deteriorada estatua de Jizo, el guardián de los niños, que se alzaba entre la maleza. No había flores en ninguna de las tumbas.
De pronto, el torso de Yoko apareció entre la maleza detrás del Jizo. Su cara tenía la misma expresión solemne y reservada de siempre hasta que los vio. Les dedicó una mirada incendiaria pero casi al instante recuperó su expresión anterior, para hacerle una mínima y silenciosa reverencia a Shimamura.
—¿No es demasiado temprano, Yoko? Iba camino a la peluquería y… —Las palabras de Komako fueron devoradas por un estruendo que hizo vibrar el suelo. Era un tren de carga que pasó rugiendo por las vías.
—¡Yoko, Yoko! —Oyeron y vieron a un muchacho saludando con el sombrero en la mano desde uno de los vagones.
—¡Saichiro! —contestó Yoko, con la misma voz con que se había dirigido al guarda del cruce cubierto de nieve, más de un año antes. Una voz tan bella en su desamparo como si se dirigiera a alguien que no podía oírla, en un barco que se perdía en altamar.
El tren pasó, dejando al descubierto los campos al otro lado de las vías como si se hubiera alzado de golpe una persiana. Las flores blancas de tallos rosados al otro lado eran la quietud personificada.
Komako y Shimamura estaban de espaldas a las vías, y les sorprendió tanto la aparición de Yoko que no habían oído al tren acercarse. Lo mismo sucedió ahora: parecían estar escuchando el eco de la voz de Yoko y no el estruendo que se alejaba.
—Era mi hermano —dijo ella—. Debería ir a la estación.
—¿Para qué? El tren no va a esperarte —dijo Komako riéndose.
—Lo sé.
—No vine a la tumba de Yukio.
Yoko asintió, pareció dudar un instante y luego se arrodilló frente a la tumba. Komako contempló la escena inexpresivamente. Shimamura prefirió mirar en dirección al Jizo. La esfinge tenía las manos cruzadas sobre el pecho y tres caras: una miraba a la izquierda, la otra a la derecha y la tercera al frente.
—Debo ir a lavarme el pelo —dijo Komako y se alejó por un sendero entre los arrozales.
Era costumbre en la región tender varas de bambú o de madera a diferentes alturas, de un árbol a otro, y colgar de allí las gavillas de arroz a secar. Durante la cosecha, los prados parecían tapizados de paredes de arroz. Había unos cuantos granjeros preparando esos tendidos por el camino al pueblo que tomaron Komako y Shimamura. Vieron una niña pequeña arrojando con un movimiento de cadera una enorme gavilla en dirección a un hombre encaramado sobre un travesaño de bambú, que la acomodó con mano experta. Esos movimientos, mecánicos de tan repetidos, se reproducían paso a paso mientras la pareja desandaba el camino hacia el pueblo. Komako se detuvo y sopesó una de las gavillas colgantes en la mano.
—Ven, toca. Fíjate qué agradable. Completamente diferente de la última cosecha. —Y entrecerró los ojos para disfrutarlo más. Una bandada de gorriones se alzó de los árboles y aleteó ruidosamente sobre sus cabezas. En el tronco de uno de los árboles habían pegado un cartel escrito a mano, que decía: «Pago por jornal, 90 sen, incluye comida. Mujeres, 40 sen».
También en la hondonada que separaba el muro de la casa de Yoko del camino habían tendido gavillas de arroz a secar, así como en el angosto espacio lateral entre la casa y la casa vecina. El efecto era similar al de las bambalinas de un teatro, pero de arroz sin desgranar en lugar de esterillas de paja trenzada. Los nenúfares del jardín aún mostraban sus tallos lozanos, pero las dalias y las rosas comenzaban a marchitarse. Las gavillas bloqueaban la visión del estanque pero se alcanzaba a ver la ventana del cuarto de los gusanos de seda donde solía dormir Komako. Vieron a Yoko pasar inclinada y furiosa entre las gavillas de arroz y desaparecer en el interior de la casa.
—¿Vive allí sola? —preguntó Shimamura.
—Quién puede saberlo —contestó evasivamente Komako—. No tendré tiempo para ir a la peluquería. Qué fastidio. Todo por hacerte caso. Y, además, le arruinamos a ella su visita al cementerio.
—Estás exagerando otra vez. ¿Qué tiene de malo habérnosla cruzado allí?
—No tienes idea. Si tengo tiempo, me lavaré el pelo después. Llegaré tarde, pero igual pasaré a verte por la posada.
A las tres de la mañana, Shimamura se despertó por el estrépito de una puerta. No sólo una, era como si alguien estuviera abriendo y cerrando puertas en busca de algo. Un instante después sintió el cuerpo de Komako desplomarse sobre el suyo en la oscuridad.
—Dije que vendría y aquí estoy. ¿No dije que vendría? ¿No te lo dije?
Su pecho percutía contra el de él como si estuviera violentamente agitada.
—Estás borracha perdida.
—¿No dije que vendría? ¿Y no vine, eh?
—Sin duda.
—No veía nada en el camino. Me duele la cabeza.
—¿Cómo te las arreglaste para subir hasta aquí?
—No tengo la menor idea —dijo ella y volvió a dejar caer su peso sobre él. La posición se volvió más opresiva para Shimamura cuando ella giró hasta ponerse boca arriba y se arqueó contra él, pero estaba demasiado adormilado para liberarse. Le impresionó cuán caliente estaba la nuca de ella contra su mejilla.
—Estás ardiendo.
—¿Sí? Ardiendo por una almohada. Ten cuidado, a ver si te quemas.
—No me sorprendería —murmuró él, y cerró los ojos y se dejó invadir por ese calor que despabilaba su cuerpo. La realidad fue inundándolo con cada bocanada de aire que ella aspiraba. Y, con ella, vino un nostálgico remordimiento. Shimamura se sentía como si estuviera esperando sin apuro una indefinida revancha.
—Dije que vendría y vine —repetía ella, con fiera concentración—. Aquí estoy. He venido. Ahora tengo que irme a casa. Debo lavarme el pelo.
Rodó hasta quedar al costado de la cama y bebió a grandes tragos un vaso con agua.
—No puedes irte en ese estado.
—Oh, sí. Debo irme. Hay gente esperándome. ¿Dónde dejé mi toalla?
Shimamura estiró la mano para encender la luz.
—¡No, por favor! —gimió ella, y se cubrió el rostro con las manos y luego se sumergió debajo del cubrecama. Vestía un kimono informal, con un obi muy angosto, y debajo se alcanzaba a ver un camisón. El alcohol le sonrojaba la piel de todo el cuerpo, incluso de las plantas de sus pies descalzos. Había algo casi conmovedor en el modo en que trataba de ocultarlos de Shimamura.
Evidentemente había dejado caer su toalla y sus utensilios de aseo al entrar en la habitación. Un jabón y dos peines yacían dispersos por el piso.
—Corta. Traje unas tijeras; deben estar en algún lado.
—¿Qué quieres que corte?
—Esto —dijo ella señalando a ciegas con sus manos los hilos que sostenían su ceñido peinado tradicional—. Intenté hacerlo sola pero mis manos no responden. Y pensé que sólo tú podrías ayudarme a esta hora.
Shimamura separó con mucho cuidado el pelo, comenzó a cortar y una cascada negra se derramó entre sus dedos.
—¿Qué hora es? —dijo ella, aparentemente más tranquila.
—Las tres.
—¡No puede ser! Ten cuidado al cortar.
—Nunca pensé que hubiera tantos nudos.
Los postizos que fueron quedando en su mano libre estaban sorprendentemente calientes.
—¿De veras ya son las tres? Debo de haberme dormido cuando volví a casa. Prometí encontrarme en los baños con un grupo de gente, y pasaron hace un rato a buscarme. Deben de estar preguntándose qué me pasó.
—¿Te están esperando ahora?
—En los baños públicos, no aquí. Hubo seis fiestas esta noche, pero yo sólo estuve en cuatro. La próxima semana, con el Festival de la Caída de las Hojas, vendrá un montón de gente. Gracias, así está bien —dijo de pronto, y se incorporó y comenzó a peinar su larguísimo cabello.
Cuando terminó, recogió los postizos mientras soltaba una risita.
—¿No son graciosos? —dijo—. Debo darme prisa. No está bien dejarlas esperando. No volveré esta noche.
—¿Puedes ir sola?
—Sí, claro.
Pero tropezó con la falda de su kimono al ponerse de pie.
A las seis de la mañana primero y, ahora, a las tres de la mañana: ¿eran horas normales para visitar a alguien? La relación entre ambos estaba adquiriendo características muy particulares, se dijo Shimamura antes de volver a cerrar los ojos en la oscuridad.
El portero estaba supervisando la decoración de hojas de arce en la puerta de la posada para recibir a los huéspedes que llegarían para el festival. Lo hacía con desgano, repitiendo orgulloso que él era «un ave de paso». La gente como él trabajaba en las posadas de montaña desde la primavera hasta el otoño, y se mudaba a la costa durante el invierno. No se esmeraba especialmente para trabajar en la misma posada al año siguiente. Se pavoneaba por la prosperidad de los hoteles de la costa y no disimulaba su desdén por el trato que recibían los huéspedes de las posadas de montaña. Su comportamiento le recordó a Shimamura el de los mendigos menos sinceros en las estaciones de tren, que se frotan las manos cada vez que ven bajar un nuevo contingente de pasajeros y se ofenden cuando no reciben lo que esperaban.
—¿Alguna vez probó una de éstas? —preguntó el portero, mostrándole un fruto que parecía una granada—. Se llama akebi. Si quiere, puedo bajarle algunos de la montaña.
Y lo colocó en el centro del arreglo de hojas y ramas que había armado en la puerta de la posada. Las ramas eran tan frondosas que rozaban el marco e impregnaban el lugar con su aroma y su color rojizo. Con una hoja de sorprendente dimensiones en la mano, Shimamura miró distraído hacia el interior de la posada y vio a Yoko sentada junto al fuego, en la recepción.
La encargada estaba calentando sake en un recipiente de bronce. Yoko, sentada enfrente, asentía con presteza a cada pregunta de ella. Vestía informalmente, pero no con los pantalones de montaña que Shimamura le había visto usar en otras oportunidades. El sencillo kimono parecía recién lavado.
—¿Esa muchacha trabaja aquí? —le preguntó al portero.
—Así es. Gracias a todos ustedes, hemos tenido que contratar más personal.
—¿No era usted «un ave de paso»?
—Así es. No como ella. De todas maneras, no parece la típica muchacha de montaña, ¿verdad?
Yoko trabajaba sólo en la cocina, aparentemente. Aún no la dejaban servir en las fiestas. A medida que la posada se había ido llenando, el sonido del personal en la cocina se hizo más audible, pero Shimamura no recordaba haber oído la voz más que reconocible de Yoko entre ellas. La doncella que se ocupaba de su habitación le contó que a Yoko le gustaba cantar mientras tomaba su baño, antes de retirarse. Al parecer, también eso había pasado inadvertido para Shimamura.
Ahora que sabía que Yoko estaba en la posada, sintió una extraña reticencia por llamar a Komako. Era consciente de la vacuidad interior que lo hacía ver tan hermosa como desperdiciada la vida de ella, con prescindencia de que él mismo fuera el objeto de esos desvelos. Ese anhelo de vivir de Komako le daba una pena extraordinaria, por ella y también por él mismo.
Estaba seguro de que Yoko, con su inocencia, sabría decirle por qué, y se preguntó cómo averiguarlo.
Komako siguió apareciendo sin necesidad de que él la llamara.
Cuando Shimamura decidió trasladarse hasta el valle para contemplar con sus propios ojos el espectáculo de las hojas de arce, su taxi pasó por delante de la casa donde ella vivía, pero no le pidió al conductor que se detuviera. Ni siquiera miró, como le reprocharía Komako después. De haberlo hecho, habría visto cómo ella salía apresuradamente a la puerta.
Era un insensible: ella pasaba por su habitación cada vez que iba a la posada, incluso cada vez que se dirigía a los baños públicos. Siempre que la convocaban a una fiesta en la posada, llegaba una hora más temprano y pedía a la doncella que subiera a la habitación a avisarle cuando fuera tiempo de bajar. Incluso cuando estaba en una fiesta, se escapaba por unos minutos a verlo. Y luego de retocarse el maquillaje frente al espejo, se ponía de pie murmurando: «De vuelta al trabajo. Soy toda actividad. No tengo respiro».
La mayoría de esas ocasiones, ella solía olvidar en su habitación algo que había traído: la capa, el estuche del samisen, un abanico. Y luego le hacía comentarios como éste: «Anoche al llegar a casa no había agua caliente para el té. Revolví toda la cocina y lo único que encontré fueron las sobras del desayuno. Frías, por supuesto. Y hoy no me despertaron. Cuando abrí los ojos ya eran las diez y media. Quería venir a verte a las siete, pero ya ves».
O le contaba cosas de la posada donde había estado antes de llegar, y las fiestas que había amenizado, y las que le quedaban por amenizar esa noche. «Volveré más tarde —le decía antes de beberse un vaso con agua y partir—. O quizá no lo haga. Treinta huéspedes sólo para tres de nosotras. No tendré respiro». Pero invariablemente reaparecía unas horas después. «Demasiado trabajo. Imagínate, treinta para tres. Y las otras dos son la más veterana y cansada de todas nosotras y la más novata: todo el trabajo recae sobre mí. Miserables. Son de un club de algo. Con treinta huéspedes hacen falta no menos de seis geishas. Aceptaré una copa de alguno y empezaré una pelea».
Así era cada día. Quizá Komako quería arrastrarse a un rincón y esconderse de la vista del mundo ante la mera idea de adónde conducía todo aquello. Pero la intensificación de su desamparo la hacía cada vez más atractiva a los ojos de Shimamura.
—El piso del pasillo cruje cada vez que subo hasta aquí. Trato de no hacer ruido pero siempre me delato. «¿De nuevo al Cuarto de las Camelias, Komako?», me dicen al verme pasar por la cocina. Nunca pensé que iba a tener problemas de reputación.
—Es un pueblo muy pequeño.
—Y todos se han enterado de lo nuestro.
—Lo dudo.
—Empiezas a hacerte mala fama y estás arruinada, en un pueblo como éste —decía ella. Pero al instante sonreía—. Qué importa. Las que son como yo encuentran trabajo en cualquier parte.
Su franqueza, tan descarnada y al mismo tiempo tan cargada de emociones, era inédita para Shimamura, que nunca había debido preocuparse, ni antes ni después de recibir la herencia que le permitía la clase de vida que llevaba.
—Será igual adonde vaya. No vale la pena preocuparse por eso.
Pero, aun así, debajo de sus palabras latía un eco de inquietud.
—No puedo quejarme. A fin de cuentas, sólo las mujeres son capaces de amar de verdad.
Cuando pronunció estas palabras lo hizo mirando al piso y presa de uno de sus súbitos rubores. El cuello del kimono estaba abierto, como un gran abanico desplegado detrás de sus hombros. Había algo conmovedor en la sugestiva piel de su cuello, tersamente palidecida por el maquillaje hasta el nacimiento de la espalda. Sugería la suavidad del pelaje de un animal silvestre, o la legendaria seda de Chijimi.
—En un mundo como éste, sí —contestó Shimamura, con un escalofrío ante la esterilidad de lo que acababa de decir.
—Siempre ha sido así, y siempre lo será —se limitó a decir Komako, y lo miró despejadamente a los ojos—: ¿No lo sabías?
El escalofrío de él se intensificó.
Shimamura estaba traduciendo unos ensayos breves de Valéry y de Alain, junto con un par de tratados de danza franceses sobre la época dorada de Les Ballets Russes. La idea era pagar de su bolsillo una pequeña edición de lujo, numerada. Lo más probable era que el libro no contribuyera en nada al mundo japonés de la danza. Pero proporcionaría una secreta satisfacción a Shimamura. Le daba un enfermo placer escarnecerse a sí mismo a través de esta clase de trabajos inútiles; así alimentaba su mundo de ilusiones. Y quizá fruto de esta práctica se le ocurrió la idea de embarcarse en aquella visita al valle.
Llevaba demasiado tiempo, quizá, contemplando agonías de insectos. Cada día, a medida que el otoño traía más frío, veía más insectos tiesos en el piso de su habitación al despertar. Algunos seguían vivos pero eran incapaces de volar o siquiera sostenerse sobre sus patas. Esas muertes silenciosas puntuaban el cambio de estación. Si contemplaba los insectos de cerca, podía ver la vibración en antenas y patas en un esfuerzo postrero de vida. La habitación era un escenario enorme para esas muertes tan minúsculas. Cada vez que levantaba de su mesa un insecto muerto y lo arrojaba por la ventana pensaba en sus hijos en Tokio. Con el cuerpecillo tieso en la mano, Shimamura se preguntaba cómo dar cuenta de esa belleza insignificante.
El canto de los insectos fue aplacándose hasta desaparecer y un día retiraron los alambres tejidos de las ventanas. El rojo del otoño se fue intensificando, pero la luz del atardecer convertía las montañas en piedra. La posada estaba llena de huéspedes. Komako había estado en su habitación un rato antes y le había anunciado que no creía que pudiera volver esa noche. Poco después, Shimamura oyó el sonido de un tambor y voces estridentes de mujer desde la sala de banquetes. Cuando la fiesta parecía estar alcanzando su máximo clamor, lo sorprendió el sonido de una voz inmediatamente reconocible.
—¿Puedo entrar? Komako me pidió que le trajera esto.
Yoko le tendió un papel con la solemnidad de un cartero. Entonces pareció recordar las reglas de protocolo y se arrodilló con cierta vacilación.
Shimamura abrió el papel doblado. Cuando levantó los ojos, Yoko ya se había ido. «Pasándolo ruidosamente bien. Y bebiendo», decía el mensaje escrito evidentemente a las apuradas en una servilleta de papel.
Diez minutos después apareció Komako.
—¿Te trajo mi mensaje?
—Me lo trajo.
—¿Y? —dijo ella, alzando provocativamente las cejas e irradiando euforia—. Me siento maravillosamente. Dije que iría a ordenar más sake y me escabullí. Me pescó el portero, pero no importa. Qué maravilloso es el sake. El piso puede crujir todo lo que quiera; en la cocina pueden murmurar todo lo que quieran. Pero en cuanto entro en esta habitación tomo conciencia de mi borrachera, maldita sea. Bueno, a trabajar otra vez.
—Estás abochornada de la cabeza a los pies.
—El trabajo no espera. Trabajo, trabajo. ¿Te dijo algo cuando trajo mi mensaje? Es terriblemente celosa. ¿Quieres saber cuán celosa?
—¿Está trabajando aquí?
—Alguien será asesinado un día de éstos. ¿Qué quieres saber?
—Si está trabajando aquí.
—Sólo nos sirve el sake, y luego se queda ahí mirando, con esa mirada suya. Supongo que es la clase de mirada que les gusta a los tipos como tú.
—Probablemente piensa que eres una desgracia…
—Por eso le di la nota para que te trajera. Necesito agua. Dame agua. ¿Quién es una desgracia? Trata de seducirla, antes de contestar a mi pregunta. ¿Estoy borracha?
Fue hasta el espejo con las manos contra las mejillas. Un instante después, pateando los faldones de su kimono para no pisarlos, partió como un torbellino.
La fiesta había terminado. Poco después la posada estaba en silencio, salvo por el sonido distante de los platos en la cocina. Komako habría partido con la comitiva o a amenizar otra fiesta, pensó Shimamura, y entonces vio entrar nuevamente a Yoko, con otro papel doblado en la mano. «No fui a Sampukan estoy en el Cuarto de los Ciruelos quizá pase antes de irme buenas noches», decía en letra casi ilegible.
Shimamura hizo una mueca y miró con incomodidad a Yoko.
—Gracias. ¿Estás ayudando en la posada?
Ella le dedicó una de sus deliciosas miradas furtivas. Él se sintió traspasado por su belleza y creció aun más su incomodidad. ¿Por qué le producía una impresión tan honda cada vez que la tenía delante? ¿Era la combinación de esa gravedad inexpresiva y la hermosura de sus ojos, de su voz?
—Veo que te mantienen ocupada.
—Es muy poco lo que puedo hacer.
—La primera vez que te vi fue en el tren, cuando acompañabas a aquel hombre desde Tokio. Hablaste con el guarda del cruce acerca de tu hermano, ¿recuerdas?
—Sí.
—Me han dicho que cantas al tomar tu baño, antes de irte.
—¿Me acusan de comportamiento indecoroso?
La voz se hacía aun más bella cuando pronunciaba frases más largas.
—Tengo la sensación de saberlo todo sobre ti.
—¿Komako habla de mí?
—En absoluto. No me ha dicho ni una palabra. No parece agradarle hablar de ti.
Yoko desvió los ojos y dijo:
—Komako es buena, pero no ha tenido suerte. Sea bueno con ella.
Su voz tembló al pronunciar la última frase.
—Lo lamento, pero no puedo hacer nada por ella.
Ahora todo el cuerpo de Yoko parecía víctima del temblor. Shimamura optó por mirar en otra dirección, temiendo lo que pudiera asomar en la mirada de ella.
—Creo que lo mejor será que vuelva a Tokio —dijo, con falsa liviandad.
—Yo también me iré a Tokio.
—¿Cuándo?
—Qué importa.
—¿No quieres que te acompañe en el viaje?
—Sí. Por favor.
Su seriedad era de una intensidad extrema y, a la vez, parecía considerar todo el asunto absolutamente trivial. Shimamura no sabía qué pensar.
—Lo haré. Si tu familia lo acepta.
—Mi única familia es mi hermano, el que trabaja para el ferrocarril. Puedo decidir por mí misma.
—¿Tienes trabajo o un lugar donde vivir en Tokio?
—No.
—¿Has hablado con Komako?
—No me agrada Komako. Ni he hablado con ella.
Cuando alzó el rostro hacia él, Shimamura vio que tenía los ojos vidriosos. ¿Estaba bajando las defensas? Su belleza se acrecentaba a cada momento. En ese instante, todo lo que sentía por Komako afluyó en su interior. Escapar a Tokio con esa muchacha inclasificable, evadirse así, funcionaría a la vez como una especie de redención a los ojos de Komako y como un castigo para él mismo.
—¿No te asusta viajar sola con un hombre que no conoces?
—¿Por qué?
—¿Y no te parece al menos riesgoso ir a Tokio sin saber dónde vas a vivir y qué puedes hacer allí para mantenerte?
—¿No me contrataría como mucama?
Lo dijo con una cadencia cantarina que a él le erizó la piel.
—¿Contratarte? ¿Como mucama?
—No quiero ser mucama.
—¿Qué hacías en Tokio antes?
—Enfermera.
—¿En un hospital? ¿En la escuela de enfermería? ¿En forma particular?
—No. Quería ser enfermera.
Shimamura sonrió. Eso explicaba el atento desvelo con que había cuidado del tal Yukio durante el viaje en tren.
—¿Y todavía quieres ser enfermera?
—No.
—Debes decidirte. No se puede vacilar así en la vida.
—No es vacilación. En absoluto.
Sus palabras desarmaron por completo el tono de superioridad de Shimamura. Al notarlo, ella rió brevemente. Su risa era tan cristalina como su voz, e igual de desamparada. No había el menor eco de candidez ni de impericia en esa risa, pero aun así Shimamura no pudo evitar sentirla hueca en el fondo.
—¿De qué te ríes, puedes decirme?
—Sólo habría sido enfermera para cuidar de una persona. No podría hacerlo de nuevo.
—Comprendo —dijo Shimamura intensamente abochornado—. Oí que vas todos los días al cementerio.
—Así es.
—¿Y no cuidarás más de nadie, ni visitarás otra tumba que ésa?
—Nunca más.
—Pero si partes a Tokio, ya no podrás ir al cementerio.
—Lo lamento. Pero lléveme con usted.
—Komako dice que eres tremendamente celosa. ¿Era tu prometido, ese hombre?
—Eso es mentira. Mentira.
—¿Por qué no te agrada Komako?
—Komako —repitió ella, como si se dirigiera a otra persona que hubiera entrado en la habitación—. Sea bueno con Komako.
—Ya te he dicho que no puedo hacer nada por ella.
Un par de lágrimas asomaron a los ojos de Yoko. Y se le escapó un sollozo mientras aplastaba una polilla contra la esterilla donde estaba arrodillada.
—Komako dice que voy a volverme loca —dijo en un susurro.
Y, con una celeridad asombrosa, se puso de pie y huyó de la habitación.
Shimamura fue con paso inseguro hasta la ventana para arrojar afuera el insecto muerto y aspirar un poco de aire fresco. Mientras recuperaba la compostura vio a Komako en el jardín, borracha, coqueteando inofensivamente con un huésped. Se echaba hacia adelante en su asiento y volvía a dejarse caer contra el respaldo riendo. El cielo se había nublado por completo. Shimamura decidió bajar a tomar un baño.
En el compartimiento vecino, Yoko estaba bañando a la hija de la encargada de la posada. Su voz sonaba sedante y armoniosa, como la de una madre feliz. En esa misma voz comenzó a cantar:
Mira los árboles:
tres cedros y tres perales,
son seis en total.
En las ramas de abajo,
los nidos de cuervos.
En las ramas de arriba,
los nidos de gorriones.
¿Y qué es lo que cantan
los pichones?
Cien pasos
hasta el cementerio,
y cien más,
y otros cien.
Era una melodía que solían cantar los niños pequeños de la ciudad y del campo mientras hacían rebotar una pelota contra el piso o contra una pared. El modo cantarino en que Yoko hilaba las ominosas sílabas le hizo pensar a Shimamura si su encuentro anterior con ella no pertenecía al mundo del sueño.
La voz conservó su efecto balsámico mientras Yoko vestía a la niña y salía de los baños; incluso cuando se hubieron ido quedó un eco aflautado en el aire. Shimamura salió al pasillo y vio en un costado un estuche de samisen que parecía encarnar la quietud de aquella noche otoñal. Mientras lo examinaba en busca de alguna señal que le permitiera saber quién lo había olvidado allí, Komako apareció desde la cocina aún iluminada.
—¿Qué estás haciendo?
—¿Ella va a pasar la noche aquí?
—¿Quién? Ah, ella. No seas tonto. ¿Te crees que cada una de nosotras se hace traer y llevar sus cosas a cada lugar adonde va? A veces quedan en la posada durante días. —Y dejando caer los faldones de su kimono se echó en sus brazos—. Llévame a casa, por favor.
—¿Debes irte realmente?
—No tengo alternativa. El resto partió a otra fiesta y yo dije que después los alcanzaría. Nadie dirá nada si me quedo aquí unos minutos más. Pero si pasan por mi casa camino a los baños públicos y no me encuentran, empezarán las habladurías.
Borracha como estaba, avanzó sin inconvenientes por el camino al pueblo, con Shimamura a su lado, y de pronto dijo:
—La hiciste llorar, ¿lo sabes?
—Está un poco desequilibrada.
—¿Siempre te gusta hacer esa clase de comentarios?
—Lo hiciste tú misma antes. Y ella lo recuerda muy bien. Me lo dijo. Después de confesarme que tú crees que va a volverse loca fue que se quebró. Y más por resentimiento que por otro motivo.
—¿Sí? Pues entonces no es nada grave.
—Y cinco minutos después estaba en los baños, cantando como si nada.
—Siempre canta cuando toma un baño.
—Me pidió con insistencia que fuera bueno contigo.
—¿No es una tonta? De todas maneras, tú no tenías necesidad de contármelo.
—¿Por qué te pones tan susceptible cada vez que hablamos de ella?
—¿Te gustaría estar con ella?
—¿Lo ves? Qué necesidad hay de hacer un comentario como ése.
—Hablo en serio. Cada vez que la miro, siento como si cargara con un peso del que no puedo librarme. Siempre. Si realmente te agrada, échale un buen vistazo. Y verás a qué me refiero.
Shimamura sintió la mano de ella sobre su hombro y detuvo el paso. Ella se recostó contra él pero enseguida comenzó a negar con la cabeza y se apartó. Habían llegado hasta la casa donde ella vivía.
—No, no quise decir eso. Si ella cayera en manos de alguien como tú, quizá no enloquezca, después de todo. ¿Serías capaz de sacarme ese peso de encima?
—No sé a qué te refieres. Y estás yendo demasiado lejos.
—¿Crees que hablo así porque estoy borracha? Si supiera que ella está en buenas manos, podría envejecer tranquila aquí en las montañas. Y eso me daría verdadera serenidad.
—Ya es suficiente.
—Entonces déjame sola —dijo ella. Y se soltó. Y corrió hacia la puerta. Pero estaba cerrada.
—No esperaban que volvieras.
—No importa. Puedo abrirla sola. —Y maniobró hasta que logró que la puerta se abriera con un crujido—. Entra, si quieres.
—No me parece buena idea.
—Están todos durmiendo.
Shimamura seguía dudando.
—Entonces te acompañaré yo hasta la posada —dijo ella.
—Puedo volver solo.
—¿No te interesa ver un momento mi habitación, siquiera?
Shimamura cedió y avanzaron en la oscuridad de la cocina, donde dormía la familia, en colchones tirados en el piso en torno al fuego: padre, madre y cinco niños, la hija mayor de no más de quince años, todos ellos acostados sobre angostos jergones cubiertos con la misma tela rústica de los pantalones de montaña. La escena rezumaba pobreza, pero también una rara, urgente vitalidad. El calor y la intimidad que irradiaban los cuerpos durmientes hizo retroceder a Shimamura, pero Komako le cerró la puerta en las narices y lo arrastró adentro. No hacía el menor esfuerzo por atenuar sus pisadas. Shimamura la siguió, evitando con todo cuidado los cuerpos de los niños, con una opresión creciente en el pecho.
—Espera aquí. Voy a encender una luz arriba.
—No hace falta —susurró Shimamura y la siguió por las escaleras. Cuando miró la escena que dejaba atrás, alcanzó a ver en la penumbra el mostrador de la rienda, más allá de la cocina.
Había cuatro habitaciones rudimentarias en el piso superior, pero sin las paredes divisorias. Sólo un par de puertas corredizas de papel oscurecido por el tiempo aislaba el rincón donde yacía solitaria la cama de Komako y su cómoda. En el otro extremo se acumulaban viejos muebles y herramientas, evidentemente propiedad de la familia. Los kimonos de fiesta colgaban de clavijas alineadas a lo largo de la pared desnuda. Komako apartó sus utensilios de costura, se sentó en la cama y le cedió a él el único almohadón.
—Mira cómo estoy —dijo, como para sí misma, contemplándose en el espejo—. ¿Tan borracha parezco?
Acto seguido, se dirigió a la cómoda, donde revolvió el cajón superior hasta encontrar lo que buscaba.
—Aquí tienes. Mi diario.
—¿Tantas páginas? No me lo hubiera imaginado.
Ella sacó una caja de la cómoda y se la tendió. Estaba llena hasta el tope de cigarrillos de marcas diversas.
—Los enderezo siempre cuando vuelvo a casa, porque a veces se aplastan un poco cuando me los escondo en la manga o el obi. Elige el que más te guste. Hay de todo. —Y ella misma revolvió para demostrárselo—. Lo que no tengo son fósforos. No necesito, desde que dejé de fumar.
—No hay problema. ¿Cómo va la costura?
—Un poco atrasada, con la cantidad de clientes que trajo el festival.
Y ocultó debajo de la cama los utensilios de costura.
Si en la habitación de la casa anterior, aquel ático que parecía una casa de muñecas, los muebles de noble madera parecían reliquias de familia, en esa sórdida habitación estaban completamente fuera de lugar. Un cordón colgaba desde el techo sobre la cama.
—Así apago la luz sin necesidad de levantarme cuando quiero leer o escribir en mi diario antes de dormirme —dijo ella, con el decoro de un ama de casa pero levemente arrepentida de tener a Shimamura allí.
—La guarida nocturna de la fiera solitaria.
—Estoy acostumbrada.
—¿Y piensas pasar cuatro años más así?
—Pasarán rápido.
Shimamura creía oír los ronquidos de la familia abajo. El lugar se le hacía cada vez más opresivo y no se le ocurría un solo tema de conversación. Se puso de pie para irse, pero ella se le adelantó y cerró las puertas corredizas a su espalda.
—«En nuestras montañas, la nieve oculta las hojas de arce caídas» —recitó—. Es cierto. Mira el cielo. Pronto comenzará a nevar, en cualquier momento. ¿Conoces la obra?
—Sí, por supuesto. Kabuki. Es tarde. Buenas noches.
—Espera. Te acompañaré hasta la posada. Hasta la puerta solamente.
Pero al llegar a la posada se deslizó con él hasta su habitación.
—Acuéstate —le dijo, y volvió a los pocos minutos con dos vasos llenos hasta el borde de sake—. Bebe —ordenó.
—¿De dónde los sacaste? ¿No están todos durmiendo? —preguntó extrañado.
—Sé dónde lo guardan —dijo ella con un guiño.
Era obvio que había bebido al servirlos y que había recuperado el estado de ebriedad que tenía antes de la caminata nocturna. Con los ojos entrecerrados bebió un trago y se pasó la lengua por las gotas que había derramado en su mano.
—Así es otra cosa. No tiene gracia beber sola en la oscuridad.
Shimamura también bebió. Sabía controlar el alcohol pero la bebida le subió de inmediato a la cabeza, quizá por el brusco cambio de temperatura después de caminar en el frío nocturno. Se sintió mareado; hasta creyó verse palidecer, así que se desplomó sobre la cama y cerró los ojos. Komako se tendió a su lado y lo abrazó con cierta alarma. El calor del cuerpo de ella lo envolvió como un manto protector, aunque parecía apocada, como una joven sin hijos a la que le hubieran depositado un bebé en brazos.
—Eres una buena muchacha.
—¿Por qué dices eso? ¿Qué hay de bueno en mí?
—Eres una buena muchacha, simplemente.
—No te burles de mí. No es justo —dijo ella mientras se balanceaba con él en brazos como acunándolo. Y soltó una risita—. No soy buena. En absoluto. No es fácil para mí que estés aquí. Cada vez que vengo a verte quiero usar un kimono diferente, y ya no tengo qué ponerme. Éste es prestado. ¿Comprendes? ¿Comprendes que no soy buena en absoluto? Debes volver a Tokio.
Shimamura no contestó.
—¿Qué encuentras de bueno en mí? —le susurró ella al oído—. La primera vez que te vi pensé que no había conocido a nadie que me desagradara tanto. No sé de una sola persona que diga la clase de cosas que me dijiste aquella vez. Te odié.
Shimamura asintió sin decir palabra.
—¿Lo sabías? Entonces comprenderás por qué no lo mencioné antes. Cuando una mujer se atreve a decir estas cosas es que se ha aventurado tan lejos como pudo ir. No hay retorno.
—Está bien.
—¿Qué es lo que está bien?
Ambos permanecieron callados un rato. Komako estaba sumida en sus pensamientos y Shimamura pudo sentir la intensidad que tenían por el mero contacto corporal.
—Eres una buena mujer —murmuró.
—¿Qué dijiste?
—Que eres una buena mujer —repitió Shimamura.
Apoyaba su mentón contra el hombro más lejano y respiraba con dificultad. De pronto lo soltó y se alejó de él a tientas, retrocediendo sobre sus rodillas en la cama hasta caer en la esterilla.
—¿Qué quieres decir con «buena mujer»? ¿Qué quisiste decir exactamente?
Él la miró atónito.
—Admítelo. Te has reído de mí desde el principio. Eso es todo lo que ha pasado entre nosotros.
Estaba lívida de ira. Le temblaban los hombros, se frotaba las manos, no podía dejar los ojos quietos. Pero, con la misma intensidad que había estallado, el enojo se desvaneció y las lágrimas comenzaron a correr por su rostro demacrado.
—Te odio. Te odio. No sabes cuánto.
Y, cuando los sollozos le impidieron hablar, le dio la espalda.
Shimamura sentía un nudo en el pecho. Pero no atinó a decir nada. Permaneció en silencio, con los ojos cerrados.
—Estoy tan triste —murmuró ella.
Había ido encorvándose hasta apoyar la cabeza contra las rodillas. En algún momento se le soltó o se arrancó una de las peinetas que le sostenían el peinado y empezó a golpear la esterilla con ella. Shimamura no se dio vuelta ni siquiera cuando cesaron los golpes. Por eso no la vio salir de la habitación.
Tampoco se sentía capaz de ir tras ella. Pero poco después Komako regresó. Estaba descalza. No había hecho el menor ruido. Desde el otro lado de la puerta susurró, con voz irreconocible:
—¿Vas a tomar un baño?
—Si quieres.
—Perdóname —dijo ella en un hilo de voz, detrás de la puerta.
Pero no dio la menor señal de entrar. De manera que Shimamura tomó una toalla y salió al pasillo. Ella avanzó con la cabeza gacha delante de él, no guiándolo al estilo geisha sino como un criminal camino al cadalso. A medida que el agua entibiaba su cuerpo, sin embargo, fue volviendo a ser la de siempre. Y Shimamura supo que dormir quedaba completamente fuera de la cuestión.
A la mañana siguiente lo despertaron voces que recitaban una pieza teatral. Permaneció en la cama escuchando hasta que Komako dejó de arreglarse frente al espejo y le sonrió.
—Buenos días. Son los huéspedes del Cuarto de los Ciruelos. Estuve con ellos después de la primera fiesta, anoche. ¿Recuerdas?
—¿Es un grupo de teatro Nô?
—Así es.
—¿Ha nevado?
—Así es —dijo ella, y se puso de pie y abrió de par en par la ventana—. Se acabaron las hojas de arce.
Los copos de nieve flotaban como peonías contra el cielo gris. No parecían caer sino mecerse perezosamente en el aire como si colgaran de hilos invisibles. Shimamura contempló la escena con el ensimismamiento de los insomnes y recordó aquella mañana invernal en que había contemplado el reflejo de la nieve enmarcando el rostro de Komako en ese mismo espejo. Los copos ahora eran mayores; sin embargo, flotaban con más levedad en el aire. Las montañas, que parecían más lejanas cada día, a medida que las hojas de los árboles se marchitaban, habían recuperado la vida con la nieve.
Los recitadores usaban ahora un tambor.
Komako se había abierto el cuello del kimono y se pasaba una toalla húmeda por la garganta y la nuca. Su piel era tan límpida como la seda flamante. No parecía en absoluto la clase de mujer que se ofendiera de tal manera por un comentario tan inofensivo. Que lo fuera le daba un aura de congoja irresistible.
Se hilaba en la nieve, se tejía en la nieve, se lavaba en la nieve y se blanqueaba en la nieve. Desde el inicio del proceso hasta sus toques finales, todo se hacía en la nieve. «Existe la seda Chijimi porque existe la nieve —escribió alguien hace mucho tiempo—. La nieve es la madre del Chijimi».
La seda vegetal Chijimi procedía de aquella región y era fruto del trabajo artesanal de las tejedoras de montaña durante los prolongados e inclementes inviernos. Shimamura solía buscar esa tela legendaria en negocios de ropa antigua para mandarse hacer kimonos de verano. A través de conocidos del mundo de la danza, había encontrado un sastre especializado en vestuario de teatro Nô, con quien había hecho un arreglo para que le reservara toda pieza de Chijimi que cayera en sus manos. En los viejos tiempos, se realizaba en la región una feria artesanal a comienzos de la primavera, en cuanto comenzaba a derretirse la nieve y se retiraban las protecciones de las ventanas. La gente venía de todas partes a comprar seda Chijimi, a pesar de lo accidentado del acceso. Incluso llegaban mayoristas de Osaka, Edo y Nagoya, que tenían sus lugares reservados de por vida en las posadas de la región. Las jóvenes solteras de las diferentes aldeas de montaña aprovechaban la ocasión para exhibirse junto con el trabajo del invierno y el mercado adquiría el aspecto de un festival. Se premiaban las mejores piezas y también se competía por marido. Las muchachas aprendían a hilar desde muy niñas, y realizaban su mejor trabajo entre los catorce y los veinte años. A partir de esa edad perdían el toque que daba justa fama a la exquisita textura del Chijimi. En su afán por destacarse, las muchachas dedicaban todos sus desvelos a tal actividad a lo largo de los tediosos y recluidos meses desde que caían las primeras nieves de octubre hasta que la reaparición del sol permitía concluir la tarea de blanqueado, a fines de febrero.
A veces, cuando recorría su guardarropa, Shimamura se decía que alguno de sus kimonos de verano estaba confeccionado con una seda de casi un siglo de antigüedad. Cada año, enviaba todos sus kimonos a blanquear en la región, con el mismo procedimiento. Era toda una tarea el traslado de aquellas prendas hasta las montañas donde habían sido hilados originariamente, pero a Shimamura le gustaba la idea de que sus kimonos estuvieran en manos tan confiables, extendidos en la nieve al sol hasta eliminar el menor rastro de impureza acumulado durante cada verano. Al ponérselos de nuevo, se sentía él mismo blanqueado de toda impureza. Y, de todas maneras, un negocio de Tokio se encargaba de retirarlos, enviarlos a la montaña y traerlos de regreso, impecables y a todas luces sometidos al proceso a la manera tradicional.
Desde tiempos inmemoriales había casas dedicadas exclusivamente al blanqueado. Muchas tejedoras preferían no hacerlo. El Chijimi blanco se tendía directamente sobre la nieve luego de ser hilado; el Chijimi de color era blanqueado en los mismos marcos en que se lo hilaba. La temporada de blanqueado comenzaba a fines de enero y se extendía hasta fines de febrero, mientras hubiera nieve en los prados de la región.
La tela era sumergida durante la noche en agua con lejía y un puñado de ceniza. Por la mañana se la enjuagaba una y otra vez, se la escurría y se la ponía a secar al sol. El proceso se repetía sin variaciones ni desmayos hasta el momento indescriptible en que los rayos del sol comenzaban a tornar el blanco de la seda en rojo sangre. Ese momento señalaba el fin de las tareas invernales y el comienzo de la primavera, según había leído emocionado Shimamura en un libro antiguo. Un fenómeno tan desconocido como impactante para los que venían de regiones más cálidas.
Shimamura sabía que la región de donde venía el Chijimi quedaba relativamente cerca de las termas, siguiendo el río por las montañas hasta donde se ampliaba el valle. De hecho, creía poder verla a simple vista desde su ventana.
Con el tendido del ferrocarril, el acceso era menos engorroso que antes. Como nunca había estado en la montaña en pleno verano, la época en que le gustaba usar esos kimonos, nunca había tenido ocasión de mencionarle su afición a Komako, y ahora le pareció que ella no sería la persona indicada para contarle cuánto de las viejas tradiciones se mantenía en pie.
Al oír a Yoko cantar en los baños, inmediatamente había pensado que ésa era la clase de melodía que tararearían las tejedoras mientras trabajaban día y noche en los telares, a lo largo de los interminables meses de invierno. El hilo de la seda vegetal era tan fino como una hebra de cabello, sabía Shimamura, y era extremadamente difícil trabajarlo, salvo en las condiciones climáticas de la alta montaña. Los textos más antiguos sugerían que la frescura del Chijimi provenía del espíritu de la nieve y que fuera tan adecuado para los kimonos de verano era una muestra de las leyes que regían el equilibrio entre los opuestos.
Algo similar había ocurrido la noche anterior, cuando Komako lo arropó con su calor corporal mientras irradiaba frialdad desde su corazón herido de amor hacia él. Pero sin duda ese amor no cristalizaría en nada tan precioso como la seda Chijimi. A fin de cuentas, aunque la ropa era el más perecedero de los objetos exquisitamente artesanales, las buenas piezas de Chijimi podían durar más de un siglo si se las trataba adecuadamente. Shimamura se preguntó distraído qué intimidad humana podía aspirar a tan larga vida, cuando lo asaltó la imagen de Komako amamantando a los hijos de otro hombre. Interrumpió de cuajo sus ensoñaciones. No era bueno fantasear sin haber dormido bien. Llevaba tanto tiempo en la posada que cabía pensar si había olvidado a su esposa y sus hijos. Que no se hubiera ido no se debía ni a la incapacidad de vivir lejos de Komako. En realidad, se había habituado a aquellas visitas diurnas y nocturnas. Cuanto más frecuentes y teatrales se hicieron, mayor fue el interrogante que le planteaban en torno a sus propias carencias. Más precisamente acerca de lo que le impedía vivir con la entrega con que lo hacía ella. Era un observador de su propia impasibilidad, para decirlo de alguna manera. No podía entender cómo había perdido ella la cabeza. Ella se le entregaba en forma completa, mientras él parecía incapaz de entregar nada de sí. Oía en su propio pecho, ensordecido como si la nieve se fuera acumulando encima, la voz de Komako resonando contra las paredes vacías de su corazón. Y sabía que no podía consentir aquella situación indefinidamente.
Acomodado junto al kotatsu que habían instalado en su habitación, pensó que era por demás improbable que retornara, una vez que se decidiera a partir. La encargada de la posada le había prestado una vieja tetera de Kioto con flores y pájaros tallados en hilo de plata.
Cuando el agua hervía soltaba un sonido similar al del viento entre las hojas del bosque. Shimamura acercó el oído a la tetera y creyó distinguir el soplo de dos brisas diferentes: una más cercana y otra más remota. Por detrás de la más remota, alcanzaba a oírse el tintineo de una campana. Se concentró aún más en el sonido y descubrió en ese tintineo lejano el compás rítmico y leve de los pasos de Komako. Se incorporó bruscamente. Había llegado el momento de partir.
¿Por qué no ir a conocer la región donde se hacía el Chijimi? Quizás era el primer paso para alejarse de una vez de aquellas termas.
No sabía en cuál estación bajar. No le interesaban los centros de hilado más modernos, de manera que dejó el tren en cuanto éste se detuvo en la estación más solitaria y descuidada de las que había atravesado.
Caminó por las calles de la aldea hasta encontrar la que parecía la principal. Los aleros se extendían más allá de las fachadas de las casas, sostenidos sobre gruesos pilares, y llegaban casi hasta el centro de la calle. Como los laterales de las casas también quedaban protegidos por esos aleros, el único lugar adonde se podía palear la nieve que se acumulaba en los techos era el estrecho margen de calle entre los aleros de uno y otro lado. Aunque aún no comenzaba el invierno, la nieve acumulada era tal que habían cavado unos túneles en ella, para ir de un lado al otro de la calle.
Por más que estaba en la misma región, las casas en el pueblo de Komako tenían un considerable espacio alrededor, y aleros menos pronunciados y más endebles. Era la primera vez en su vida que Shimamura veía esos túneles y decidió internarse por uno de ellos, pero al observar con más atención los cimientos de los pilares, roídos por los años, lo pensó mejor y prefirió seguir su camino por debajo de los aleros, contemplando los interiores de las casas a través de sus ventanucos.
Las tejedoras, fue comprendiendo, vivían en penumbras antagónicas al brillo y la frescura del Chijimi que hilaban incansablemente. En aquel libro antiguo, Shimamura había leído que aquella práctica era antieconómica, si se comparaban el esfuerzo que demandaba cada pieza y el precio que se obtenía por ella. De ahí que las casas más importantes no pudieran contratar tejedoras. El oficio se transmitía en cada familia de generación en generación, y sus oficiantes vivían diligentemente y morían en silencio para que los hombres como Shimamura pudieran sentir esa frescura contra la piel durante los meses de verano. ¿Pero dónde quedaban aquellos desvelos en que cada corazón volcaba toda su energía y esperanza, invierno tras invierno? ¿En quién se habían inspirado y quién era capaz de recuperarlos y atesorarlos y hacerles justicia?
La calle principal corría recta y sin desvíos, tal como el camino ancestral sobre el cual se había construido. Al llegar al extremo contempló que había piedras en todos los tejados, tal como en el pueblo de Komako. Pero aquí los aleros difuminaban el paso de la tarde y el ocaso. No quedaba mucho más para ver. Shimamura tomó el tren, bajó en la siguiente estación y se encontró con un panorama casi idéntico. Tenía frío y un poco de hambre, y se detuvo a comer un plato de comida. Vio un puesto callejero a la vera del río, probablemente el mismo río que cruzaba las termas. Unas monjas budistas cruzaban el puente, montaña arriba. Todas vestían túnicas, sandalias trenzadas y sombreros cónicos de paja. A la distancia parecían cuervos volviendo al nido.
Al ver que Shimamura estaba contemplándolas, la vendedora señaló la procesión y dijo que había un monasterio en las montañas.
—Están preparándose para el invierno. En cuanto comiencen las nevadas fuertes, les será imposible bajar.
Así como los que viven en la costa están acostumbrados al rugido del mar, quienes habitan las altas cumbres conviven con el rugido de la montaña, un sonido similar al de un trueno lejano. Cuando ese rugido se deja oír es que se avecinan las nevadas fuertes. Shimamura no podía decir si había alcanzado a oír aquel sonido la mañana en que lo despertaron las voces de la compañía de teatro Nô. No sabía si sus sentidos se entumecían en compañía de una mujer como Komako o se afilaban cuando estaba solo, de viaje. Pero tuvo casi la certeza de que ahora alcanzaba a distinguir el eco de un rugido desde el fondo de las montañas.
—Habrá tormenta, ¿verdad? ¿Cuántas monjas hay en el monasterio?
—Unas cuantas.
—¿Y qué hacen cuando comienzan las nevadas fuertes? Quizá deberían convencerlas de que se dediquen al Chijimi.
La mujer sonrió desvaídamente. Shimamura no supo si por simpatía o mera cortesía al viajero.
Volvió caminando hasta la estación y debió esperar dos horas la llegada del tren. El aire era tan límpido que parecía darles lustre a las estrellas, pero sus pies estaban helados.
Llegó de vuelta al pueblo sin saber qué había salido a buscar. Cuando el taxi recorría el camino habitual desde la estación, la visión de las luces de la posada asomando por encima del bosque de cedros le produjo una intensa sensación de bienestar. Pero las luces no eran de la posada sino del restaurante Kikumura, y vio que había tres geishas de pie en la puerta.
Supuso que Komako podía ser una de ellas y, antes de terminar de formularse el pensamiento, supo que era así y sólo tuvo ojos para ella.
El conductor clavó los frenos. Seguramente habían llegado hasta sus oídos las habladurías acerca de los dos. Shimamura miró por el vidrio trasero las huellas del coche, desde el comienzo de la frenada hasta donde llegaba la vista, sorprendentemente lejos pero perfectamente nítidas a la luz de las estrellas. Komako, mientras tanto, había saltado al estribo del coche y se aferraba al picaporte.
El taxi ahora avanzaba a paso de hombre barranca abajo. Ella se había abalanzado contra el vehículo como si quisiera embestir contra él, pero aun así Shimamura sintió que aquel acto no era ni impulsivo ni descabellado sino absolutamente natural. La mano libre de Komako se apoyaba contra el vidrio de la ventanilla. La manga de su kimono se le había deslizado hacia el codo, dejando al descubierto las venas de su muñeca. Un instante después apoyó también su frente contra el vidrio.
—¿Dónde estabas? Dime adónde fuiste —dijo a través del cristal.
—No seas tonta. Te vas a lastimar —vocalizó él de la misma manera, como si ambos siguieran las reglas de un juego privado.
Finalmente ella logró abrir la puerta y se deslizó dentro del taxi, justo en el momento en que el vehículo se detenía. Habían llegado al punto en que cesaba la bajada y comenzaba un nuevo ascenso.
—Dime dónde estabas. Dímelo.
—En ningún sitio en particular —contestó él mientras su mirada era atraída por el modo galante en que ella acomodó los faldones de su kimono.
El conductor esperaba en silencio con el coche en marcha. Shimamura tomó conciencia de lo absurdo de la situación.
—Bajemos —sugirió ella y apoyó su mano contra la de él—. Estás helado. ¿Por qué no me llevaste contigo?
—¿Crees que era lo que correspondía?
—Te vi partir. Vi tu taxi. Pasó delante de mi casa, a las dos, ¿o eran las tres de la tarde? Corrí hasta el camino en cuanto oí el motor. Pero tú ni siquiera miraste en mi dirección. ¿Por qué?
Shimamura estaba un poco perplejo por el reproche.
—¿No me viste salir?
—No.
—¿Lo ves? —dijo ella y rió amargamente—. Te fuiste sin mí y regresas congelado.
En ese momento sonó una campana de incendios a la distancia, con la urgencia furiosa de las emergencias. Los tres miraron hacia atrás por el camino.
—¡Fuego! —gritó alguien.
—¡Incendio! —gritó alguien.
Una columna de humo y chispas se divisaba a la distancia, en dirección del pueblo. Komako aferró la mano de Shimamura. Las llamas irrumpían en forma intermitente entre las espirales del humo, como esforzándose por lamer los techos de los edificios vecinos.
—¿Dónde es? ¿Es cerca de la casa de la maestra de música?
—No. Es por el lado de la estación de tren.
Las llamas cobraron más altura.
—¡Es en el depósito! —dijo ella de pronto, con la cara contra el hombro de él—. ¡En el depósito donde guardan los capullos de seda!
Desde donde estaban, el incendio parecía irreal bajo el sereno cielo estrellado, pero aun así podían palpar el terror que producía y el fragor de las llamas, aunque no oyeran nada. Shimamura abrazó a Komako.
—No temas. No hay nada que temer.
—¡No, no, no! —gritó ella y se liberó. Estaba llorando histéricamente. Su rostro le pareció más pequeño que nunca cuando logró apoyar una mano en él. Le temblaban las venas de la frente.
—Daban una película allí hoy. Debe de haber estado lleno de gente. Habrá heridos, Habrá muertos. ¿No comprendes?
El conductor arrancó entonces y se apresuró a llevarlos hasta la posada. Los huéspedes y empleados se asomaban a los balcones del piso superior y la luz de las habitaciones llegaba hasta donde ellos se bajaron del taxi, entre los crisantemos doblemente marchitos a la luz de la luna. Por un instante él creyó que esa luz espectral provenía del incendio. El portero y un par de personas más irrumpieron por la puerta principal y pasaron corriendo delante de ellos.
—¿Es en el depósito de seda? —les gritó Komako a su paso—. ¿Hay heridos?
—¡Están sacándolos como pueden! ¡El fuego empezó en el proyector y cuando ardió el celuloide no hubo modo de controlarlo! ¡Nos avisaron por teléfono! ¡Miren!
El portero siguió corriendo con el brazo extendido. Otro de los que pasó como una exhalación frente a ellos les dijo:
—¡Están arrojando a los niños desde la terraza! ¡Es la única manera de sacarlos!
—¿Qué vamos a hacer? —gimió Komako, mirando fugazmente a Shimamura. Un instante después corría detrás del portero y los otros hombres.
Shimamura los siguió. Al dejar los límites de la posada, el sonido de la campana se hizo más estridente. Apenas se veían las llamas desde allí.
—Cuidado, está resbaloso —oyó Shimamura y vio que Komako se había detenido para esperarlo—. No hace falta que vengas. Yo debo ir, para ayudar si hay heridos.
También Shimamura sentía que no era asunto suyo. Su excitación se había consumido en la carrera. Miró a su alrededor y vio que estaba en un cruce de caminos y que la Vía Láctea brillaba sobre él con intensidad infrecuente. Echó la cabeza hacia atrás y sintió que él mismo flotaba hacia el cielo. La fosforescencia era tal que podía sentir cómo se filtraba en su piel. ¿Era esa vastedad brillante la misma a la que había cantado el poeta Bashô, cuando dijo que la Vía Láctea se arqueaba sobre el mar tempestuoso? También esta constelación parecía abrazar la tierra en sombras con una voluptuosidad terrorífica. Shimamura trató de distinguir su sombra en la vastedad de sombras y luego volvió a alzar la mirada. Cada estrella parecía brillar ajena al resto. Incluso en las nubes se veían partículas plateadas ansiosas por irradiar su destello.
—Espera. Espérame —dijo en voz alta Shimamura.
—¡Apúrate!
Komako se perdía por el camino descendente. Shimamura alcanzaba a ver desde allí cómo aleteaban los faldones de su kimono, que ella llevaba alzados y seguían el ritmo de sus brazos en la carrera. Ya había resplandores rojizos en la nieve a los costados del camino. Shimamura corrió tras ella tan rápido como pudo. Cuando ella aminoró el paso, la alcanzó y le tomó la mano, jadeante.
—¿Vienes?
—Sí.
—Siempre buscando emociones. La gente se reirá de nosotros. Quédate.
—Sólo un trecho más.
—No. No corresponde. La gente se ofenderá si ve que te llevo a un incendio, ¿no comprendes?
Él asintió y se detuvo. La mano de ella se apoyó fugazmente en su brazo.
—Espérame por aquí. Volveré en cuanto pueda. ¿Dónde me esperarás?
—Donde tú digas.
—Podemos avanzar un poco más —dijo ella, pero se arrepintió al instante—. No. No corresponde.
Lo abrazó y se soltó con la misma vehemencia y se alejó unos pasos, de espaldas al fuego.
—Me dijiste que era una buena mujer —lo increpó desde allí—. Fue horrible de tu parte. Y ahora te irás. ¿Por qué tuviste que decirme eso justamente?
Shimamura volvió a verla golpeando la esterilla con su peineta de plata.
—Me hiciste llorar. No sólo en tu habitación. Seguí llorando cuando volví a casa. Me aterra dejarte. Pero vete. Por favor. Jamás podré olvidar cómo me hiciste llorar.
Shimamura sintió una impotencia enervante. Sabía que ella había malinterpretado de alguna misteriosa manera aquellas palabras inofensivas, y que aquel malentendido había calado muy hondo en ella. Pero entonces oyeron un nuevo estallido de las llamas a la distancia y el clamor de la gente acompañó el surtidor de chispas que iluminó la noche.
Los dos echaron a correr hacia el pueblo.
Komako tenía una rara habilidad para evitar resbalarse a pesar de que llevaba sandalias. Corría muy erguida, Shimamura sintió que con toda la fortaleza concentrada en el pecho, en el corazón, irradiando un vigor inimaginable en un cuerpo tan pequeño. Él, en cambio, se extenuaba de sólo verla correr. Pero unos centenares de metros más allá Komako se quedó sin aliento y él pudo alcanzarla.
—Me lloran los ojos. Es el frío.
Shimamura sentía lo mismo. Le ardían las mejillas, le ardían los pulmones, le ardían las piernas por el esfuerzo, pero sentía los ojos helados. Parpadeó mirando hacia las alturas, para no soltar lágrimas delante de ella.
—¿Siempre brilla así la Vía Láctea? —dijo cuando recuperó el aliento.
—No siempre —jadeó ella.
El contorno de su nariz tenía la misma palidez que sus labios. O quizás era el efecto de aquella luz espectral, más leve que en una noche sin luna, a tal punto que sus cuerpos no daban sombra. Sin embargo, la Vía Láctea parecía brillar con nitidez superior a la de una luna llena. Shimamura volvió a mirar los rasgos de Komako. Su rostro parecía una máscara, pero aun así él se sintió traspasado por el aroma que irradiaba aquella piel, intensificado por la luz de esas estrellas que parecían mantenerlos en pie en el mismo borde de la tierra.
—Si te vas, prometo llevar una vida honesta —dijo Komako, y le dio la espalda y se alejó arreglándose el pelo. Pero cinco o seis pasos después giró en redondo—: ¿Qué pasa ahora? ¿Vas a quedarte ahí parado toda la noche?
Shimamura no contestó; se limitó a mirarla.
—¿Esperarás, entonces? Muy bien. Y cuando vuelva me llevarás a tu habitación.
Se despidió con un gesto y se alejó corriendo. La Vía Láctea pareció titilar, sumiendo las montañas en las tinieblas. Komako desapareció por la calle principal. Shimamura la siguió, a su ritmo. Poco después vio un grupo de hombres maniobrando con una bomba de agua cargada en un camión, de la que salía una manguera que viboreaba hacia las llamas. La multitud se hacía más apretada a cada paso. Se oyó otra campana y la gente abrió paso a otro camión de bomberos. A Shimamura le pareció ridículamente pequeño, con su bomba manual y la manguera enrollada en torno a su carcaza de madera.
A lo lejos divisó la silueta de Komako. Cuando ella lo vio avanzar, se abrió paso entre la muchedumbre, que volvió a cerrarse luego de que la atravesara el camión de bomberos. En la confusión reinante, Komako estuvo pronto junto a él, como dos anónimos testigos de la catástrofe.
—Siempre buscando emociones, tú.
—La autobomba es patética. Debe de tener cien años. No alcanzará para nada. Ten cuidado, que está resbaloso.
—Lo sé. Si estuvieras cuando hay tormenta de nieve, sabrías lo que es resbaloso. Los conejos y faisanes corren hacia las casas para resguardarse del viento. Pero nunca lo verás, por supuesto.
Komako le hablaba al oído en los momentos en que se acallaban los gritos. Él mismo se sentía bajo el palpitante influjo de la muchedumbre. No sólo podían oír el crepitar de las llamas sino sentir su calor. Las casas a uno y otro lado del fuego parecían boquear en busca de aire puro cuando las llamas cedían. El agua que arrojaban las mangueras corría entre sus pies. El olor del humo se mezclaba con otro más acre, pero indefinible.
La gente repetía lo que oía decir de quienes se apiñaban más adelante: que el fuego había comenzado cuando saltaron chispas del proyector y ardió el celuloide; que los niños habían logrado salir sanos y salvos saltando desde la terraza; que no había heridos; que afortunadamente no había ni arroz ni capullos de seda almacenados en el depósito. A pesar de esos murmullos viboreantes, una rara quietud unificaba a la multitud, como si las llamas hubieran acallado toda diferencia de opinión y toda preocupación individual, sólo quebrada por la llegada de algún aldeano enterado tardíamente del incendio, que gritaba el nombre de algún familiar hasta que la cadena de voces lo calmaba. La campana de incendios también se había acallado.
Temeroso de la mirada de los curiosos, Shimamura se alejó cautamente de Komako y se ubicó detrás de un grupo de chiquillos. La nieve a sus pies se estaba derritiendo y el suelo era un confuso mapa de pisadas en el barro. Poco a poco la multitud se había ido desplazando de la calle al terreno baldío junto al depósito. El fuego había empezado aparentemente del lado de la entrada principal, tal como evidenciaban los pilares y el alero reducidos a un esqueleto chamuscado y humeante. El agua chorreaba del tejado pero el fuego parecía extenderse aún por el interior. Cada tanto estallaba un fogonazo de llamas en algún sector y los bomberos se apresuraban a dirigir sus mangueras en esa dirección, mientras volaba una lluvia de chispas y se ensanchaba la columna de humo negro que ascendía hacia el cielo nocturno.
Desde donde estaba, Shimamura veía cómo esas chispas se sobreimprimían a los destellos de la Vía Láctea, entre los siseantes surtidores de vapor que se producían cada vez que el chorro de agua de las mangueras hacía impacto directo en las llamas.
Komako se las había arreglado para ubicarse nuevamente a su lado. La miró en silencio pero ella tenía el rostro vuelto hacia el fuego, crispándose con cada estallido. Su peinado se había desarreglado, su garganta palpitaba. Shimamura sintió un cosquilleo en los dedos, ávidos por hacer contacto con ella. Sentía la mano tibia pero, cuando rozó la de ella, notó que estaba mucho más caliente. No alcanzaba a determinar por qué sentía que lo que estaba ocurriendo entre ellos era la separación tan anticipada.
Un nuevo surtidor de chispas avivó el fuego. El gemido de la multitud acompañó el sonido sordo de un objeto impactando contra el piso: un cuerpo femenino había sido expulsado por las llamas desde el balcón del piso superior. El depósito era una construcción baja y la distancia que recorrió el cuerpo en el aire no podía superar los dos metros; es decir que había demorado una fracción de segundo en caer. Sin embargo, todos pudieran contemplar la trayectoria en absoluto detalle, quizá por el abandono con que el cuerpo cayó.
La figura había irrumpido ante los ojos de la multitud enmarcada por la parábola que trazaba el agua de una de las mangueras. La nieve derretida y el agua que chorreaba del depósito habían aplacado el sonido del impacto, que tampoco levantó polvo al tocar el piso. Y ahora el cuerpo parecía a todas luces inconsciente. No manifestaba el menor movimiento.
Shimamura retrocedió un paso: aquella figura le parecía una irrupción fantasmal de otro mundo. La dócil pasividad que había adoptado en el aire y la inerte liberación con que yacía en el piso parecían instalarlo en una tierra de nadie entre la vida y la muerte. Entonces oyó un grito y reconoció en él la voz de Komako.
¿En qué momento supo él que era Yoko? Sólo supo que, en la infinitesimal transición entre el gemido de la multitud y aquel grito de Komako, un espasmo levísimo palpitó en la pierna extendida de Yoko y se prolongó en el charco de agua sobre el que yacía. Aquel grito lo había traspasado como una puñalada. Y el espasmo le produjo un escalofrío de la cabeza a los pies. El corazón le latía desbocado en el pecho.
La pierna de Yoko volvió a moverse. El cuerpo había caído boca arriba y el kimono no alcanzaba a cubrirle las rodillas. Por alguna razón, Shimamura era incapaz de ver la muerte en ese cuerpo inmóvil. Sentía, más bien, que había sufrido una metamorfosis. Un par de vigas chamuscadas ardían a centímetros de la cabeza. Los ojos, aquellos ojos magníficos, estaban cerrados y la mandíbula estaba blandamente cerrada por el arco que trazaba la garganta. El fuego se reflejaba en la palidez de su rostro, tal como las montañas se habían dibujado sobre el reflejo de su rostro en la ventanilla del tren, aquel atardecer tan lejano en que él se dirigía al encuentro con Komako. Todos esos meses ardieron en aquel instante. Eso era, supo por fin, la angustia.
Komako se había abalanzado hacia el cuerpo caído. Trastabillando entre los charcos de agua y los restos calcinados del depósito que habían escupido las llamas, llegó junto a Yoko y la alzó y se abrió paso con ella en brazos entre la multitud. Había una tensión desesperada en su rostro y una laxitud ausente en el de Yoko. Komako avanzó como si cargara con su propio sacrificio, o su castigo.
—¡Atrás! ¡Atrás! —le gritó a la multitud, cuando ésta pareció reaccionar finalmente y comenzó a cerrarse en torno a ella—. ¡No ven que está loca! No ven que está loca. Está loca, loca.
Shimamura trató de avanzar hacia aquella voz desquiciada, pero los hombres que le arrancaron a Komako el cuerpo de Yoko lo hicieron a un lado y lo empujaron fuera del remolino de gente. Cuando recuperó el equilibrio, alzó la cabeza hacia lo alto y sintió el estruendo estelar de la Vía Láctea retumbar en su interior.
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