«Aquella vez» el peligro de las avalanchas había pasado y ya se anunciaba el comienzo de la temporada de montañismo con los primeros verdores de la primavera.

Shimamura, que dedicaba su vida al ocio, partía solo a las montañas cada vez que sentía que estaba perdiendo la honestidad consigo mismo. Aquella vez había bajado a la casa de aguas termales luego de siete días de soledad allá arriba y pidió una geisha. Desafortunadamente, le dijo la doncella de la posada, ese día había una celebración por la apertura de un nuevo camino, y las doce o trece geishas del lugar estaban ocupadas. La que podría acudir, quizás, era la muchacha que vivía con la maestra de música. A veces colaboraba en las fiestas, pero sólo con una o dos danzas, y ya estaría de regreso en su casa. Cuando Shimamura quiso saber más de ella, la doncella le contó que la maestra de samisen tenía viviendo con ella una muchacha que no era geisha, pero a veces, cuando se lo pedían, colaboraba en las grandes celebraciones. Como no había aprendices de geisha en el pueblo y las geishas locales habían alcanzado una edad en que preferían no tener que bailar, los servicios de la muchacha eran muy valorados. Nunca entretenía por sí sola a un huésped de la posada, sin embargo no podía considerársela una aficionada exactamente: eso fue lo que en líneas generales dijo la doncella.

Shimamura se sorprendió un poco con la historia pero dejó de lado el asunto. Hasta que, una hora después, apareció la doncella de la posada acompañada por la muchacha. Shimamura se puso de pie y la doncella se estaba retirando de la habitación cuando la muchacha le pidió que esperara.

Había algo en ella que daba una impresión de notable limpidez y frescura. Tanto que Shimamura se preguntó si sus ojos no seguirían bajo el influjo del florecer primaveral que lo había rodeado en la cima de las montañas. Su forma de vestir tenía algo de geisha, aunque no llevara la larga falda que las caracterizaba. Si bien lucía un sencillo kimono de verano, el obi que envolvía decorosamente su cintura parecía caro y daba al conjunto una impresión un poco melancólica.

La doncella desapareció silenciosamente en cuanto ellos se enfrascaron en una conversación sobre las montañas. La muchacha no estaba muy segura de los nombres de todos los picos que alcanzaban a verse desde la posada y, como Shimamura no sintió el deseo de beber que solía invadirlo en compañía de una geisha, ella empezó a relatarle su pasado de un modo sorprendentemente realista. Había nacido en aquella región pero fue enviada bajo contrato a una casa de geishas en Tokio. Con el tiempo consiguió un mentor que pagó sus deudas a la casa de geishas y le propuso instalarla como maestra de danza, pero lamentablemente aquel buen hombre murió al año y medio. Fue más reticente a la hora de relatar lo ocurrido desde entonces, en especial lo más reciente. Dijo que ya tenía diecinueve años. Shimamura le había adjudicado no menos de veintidós.

Dando por sentado que no mentía, el modo en que pesaban sobre ella los sucesos de su breve vida produjo a Shimamura algo de la ligereza que esperaba de una geisha. Cuando pasaron a hablar del Kabuki, descubrió que ella sabía más que él de actores y estilos. Hablaba febrilmente, como ávida de un interlocutor atento, y poco a poco comenzó a aflorar en su actitud la gracia distraída que delataba a las mujeres dedicadas a los menesteres del placer. Parecía, además, saber todo lo había que saber de los hombres. Pero, aun así, Shimamura la consideró una aficionada. Luego de una semana solo en aquellas alturas se sentía necesitado de compañía. Y fue amistad más que otra cosa lo que empezó a experimentar por aquella muchacha, como si lo que había sentido en las montañas se proyectara sobre ella.

Al día siguiente, de camino a su baño, ella dejó su toalla y jabón en el pasillo y se asomó a la habitación de él. No acababa de sentarse cuando Shimamura le pidió que le llamara una geisha.

—¿Puedes hacer eso por mí?

—No vine para eso —contestó ella incorporándose abruptamente, y le dio la espalda mientras su rostro enrojecía de cara a las montañas—. Y además no hay mujeres de ésas aquí.

—Vamos, no seas remilgada.

—Es la verdad —dijo ella, y giró para enfrentarlo, y lo miró fijamente mientras se apoyaba en el vano de la ventana—. Nadie fuerza a una geisha a hacer lo que no quiere. Y además ése es un servicio que la posada no provee. Pero compruébalo por ti mismo, si quieres.

—Te estoy pidiendo que lo hagas por mí.

—¿Qué te lleva a pensar que estaría dispuesta a hacerlo?

—Te considero una amiga. Por eso me he comportado como me he comportado contigo. Y por eso te lo pido.

—¿A eso llamas amistad?

Llevada por el tono de Shimamura, su voz se había ido aniñando, pero súbitamente recuperó su tono anterior:

—¡Cómo es posible que te creas con derecho a pedirme algo así!

—No veo motivo para que te sientas tan ofendida. Estoy, cómo decirlo, rebosante de salud después de una semana allá arriba. Eso es todo. No puedo mantenerme aquí sentado conversando contigo como querría.

Ella calló y clavó los ojos en el piso. Shimamura sabía que estaba haciendo gala de su desvergüenza masculina, pero al mismo tiempo le pareció que ella estaba acostumbrada a ese trato y exageraba su turbación. La miró largamente. Cuando ella volvió a ruborizarse y parpadeó para disimularlo se hizo más nítida la sensualidad de sus largas pestañas por tener la mirada aún baja.

—Llama a quien quieras.

—Eso es exactamente lo que te estoy pidiendo. Es la primera vez que estoy aquí y no sé cuál de las geishas es la más bonita.

—¿Qué consideras bonita?

—Alguien joven. Porque la juventud aplaca los errores. Y que no hable demasiado. Y que sea limpia. Y no se precipite. Eso es todo. Para todo lo demás te tengo a ti.

—Yo no volveré.

—No seas tonta.

—No volveré. ¿Por qué habría de volver?

—Porque acabo de decirte que lo que quiero de ti es amistad, y que por eso me he comportado así contigo.

—Has dicho suficiente.

—Supongamos que fuera demasiado lejos contigo. Seguramente después no querría seguir conversando, ni verte otra vez. He tenido que subir a las montañas para recuperar el deseo de hablar con alguien, y me he comportado así contigo precisamente para que podamos seguir conversando. ¿Y qué hay de ti? Mejor ser precavida con los viajeros.

—Eso, al menos, es cierto.

—Por supuesto que lo es. Piensa lo siguiente: si eligiera una mujer que no te gustara, no querrías volver a verme. Sería mucho mejor si la eligieras tú.

—No quiero escuchar una palabra más —dijo ella y le dio la espalda. Pero entonces agregó—: Quizás haya algo de razón en lo que dices.

—Unos instantes de placer, eso es todo. Nada especial. Ya sabes: nada duradero.

—Bien lo sé. Así es para todos los que vienen aquí. Un par de días en las aguas termales y adiós. Todos están de paso. Seré una niña aún, pero sé muy bien cómo funciona. Quien no te dice que le agradas y aun así lo sabes, ése es el que te deja un buen recuerdo. No lo olvidas, incluso tiempo después de que se haya ido. Eso dicen. Y ése es el que luego te envía cartas.

Dicho esto, ella se alejó de la ventana y se arrodilló en la esterilla que tenía a sus pies. Parecía inmersa en el pasado y al mismo tiempo cercana. Shimamura comenzó a sentirse un poco culpable, como si la hubiera engañado con demasiada facilidad. Sin embargo, no le mentía. Para él, ella era una aficionada. Y el deseo que experimentaba no era de esa clase de mujer: era algo que debía ser satisfecho con presteza, liviandad y sin culpa. Esa mujer era demasiado limpia. Desde el primer momento en que posó sus ojos en ella la separó de aquello que tenía en mente.

No sólo eso: desde que bajó de la montaña venía pensando que aquella posada quizá fuera el lugar ideal para que su familia eludiera los calores del verano. Esa muchacha sería una buena compañía para su esposa. Incluso podía darle lecciones de danza si se aburría. Lo pensaba en serio. Cuando dijo que sólo la amistad era posible con ella, tenía sus razones para orientar aquella relación hacia la seguridad de las aguas bajas en lugar de sumergirse en sus profundidades.

Pero en aquel momento estaba bajo efectos similares a los que le produciría, tiempo después, aquel reflejo crepuscular en la ventanilla del tren. Detestaba la mera idea de complicarse con una mujer cuya posición era tan ambigua, pero al mismo tiempo la veía como un ser irreal. Su gusto por la danza tenía el mismo aire de irrealidad, si lo pensaba un poco. Había crecido en el sector comercial de Tokio y estaba más que familiarizado con el Kabuki desde su infancia. Sus intereses como estudiante derivaron temprano hacia la danza y el teatro japoneses. Su naturaleza insatisfecha, que no encontraba paz hasta saberlo todo del tema que lo desvelaba, lo había llevado al estudio de documentos antiguos así como a visitar a los directores de todas las escuelas importantes de danza; de hecho, era amigo de varias de las figuras en ascenso de ese ambiente y llevaba un tiempo escribiendo lo que la gente consideraba piezas investigativas y ensayos críticos. De allí que empezara a sentir un fastidio equivalente hacia los sopores de la vieja tradición y hacia los reformistas que sólo aspiraban a satisfacer su vanidad. Para cuando llegó a la conclusión de que debía sumergirse activamente en el mundo de la danza, persuadido por las figuras jóvenes que más valoraba en aquel ambiente, sorprendió a propios y extraños orientando su interés abruptamente hacia la danza occidental. Dejó de ver danza japonesa. Comenzó a acumular ensayos y fotos y coreografías de ballet europeo, incluso se tomó el trabajo de coleccionar, con el esfuerzo que eso significaba, críticas y programas y carteles del extranjero.

No era una mera fascinación con lo exótico y lo desconocido. El placer que halló en este nuevo pasatiempo se debía en gran medida a la imposibilidad de ver con sus propios ojos a bailarines occidentales en acción. La prueba era su negativa terminante a ver ballet ejecutado por japoneses. Nada le resultaba tan agradable como escribir sobre ballet a partir de lo que sacaba de libros. Ese ballet que nunca había tenido ocasión de ver era un arte de otro mundo. Una ilusión sin rival posible, una lírica edénica. Lo que consideraba una investigación seria era en realidad una fantasía sin control: su decisión de saborear los fantasmas de su imaginación danzante a partir de fotos y libros occidentales era como estar enamorado de alguien a quien nunca había visto. En suma, para un diletante como Shimamura, aquellas incursiones en la danza occidental lo llevaban a la frontera de lo literario, aun cuando él mismo se riera de sí mismo y de aquel apasionado pasatiempo.

Podría decirse que aquel saber estaba siendo puesto cabalmente en práctica por primera vez en mucho tiempo, ya que fue a través de aquella conversación sobre danza que Shimamura logró establecer cierta cercanía con aquella mujer. Aunque, teniendo en cuenta lo poco que sabía de ella, también podría decirse que la trataba exactamente de la manera en que trataba el ballet. De ahí la leve culpa que sentía, como si la hubiera decepcionado o engañado con demasiada facilidad, cuando su frívola alusión a las necesidades del viajero pareció tocar una cuerda especialmente grave y profunda en ella. Pero aun así agregó:

—Puedo traer a mi familia y seremos todos amigos.

—Eso podría entenderlo mejor —dijo ella inesperadamente, en voz queda, sonriendo y con un toque de la juguetona coquetería de las geishas—. Eso me gustaría más. Las cosas duran más entre amigos.

—¿Llamarás a alguien, entonces?

—¿Ahora?

—Sí, ahora.

—¿Pero qué puede decírsele a una mujer a la cruda luz del día?

—Por la noche hay más riesgo de quedarse con la que nadie quiere.

—Ya veo qué clase de consideración te merece este lugar. Supongo que alcanza con echar un vistazo para hacerse esa idea.

Su voz había recuperado la compostura, como si ya se hubiera consumado la degradación. Repitió con el mismo énfasis que antes que no había en ese pueblo muchachas como las que deseaba él. Cuando Shimamura dijo que lo dudaba, ella se encolerizó pero pareció calmarse con la misma velocidad. Dijo que quedaba a criterio de la geisha decidir si pasaba la noche con él o no. Si lo hacía sin permiso de su casa, era a su riesgo. Si tenía permiso, en cambio, la casa asumía total responsabilidad de lo que ocurriera. Ésa era la diferencia.

—¿A qué te refieres con «total responsabilidad»?

—Si llegara a haber un niño, o alguna enfermedad.

Shimamura sonrió secamente ante la filosófica sencillez con que podían enunciarse las cosas en los pueblos de montaña. Ya al bajar de las altas cumbres había sentido una afinidad con el acogedor espíritu de aquel pueblo por debajo de su frugalidad. Al llegar a la posada supo que aquélla era una de las poblaciones más confortables de la áspera región. Hasta la más bien reciente llegada del ferrocarril, la posada servía como lugar de cura para los granjeros vecinos con más recursos. Lo habitual era que la casa de geishas se enmascarara como casa de té, aunque una mirada al color amarillento de los paneles de papel de arroz y al estilo anacrónico de las puertas corredizas daría a entender que los huéspedes eran escasos. En cuanto al local de provisiones, podía tener su propia geisha y su propietario trabajar la tierra vecina al negocio. Quizá porque la mujer que Shimamura tenía enfrente en ese momento vivía en la casa de la maestra de música del pueblo, no generaba la menor tensión que colaborara en las celebraciones sin tener licencia como geisha.

—¿Cuántas hay en el pueblo?

—¿Cuántas geishas? Doce o trece.

—¿A quién recomendarías de todas ellas? —quiso saber Shimamura, mientras se ponía de pie para llamar a la doncella.

—Déjame ir, por favor.

—Aún no.

—No puedo quedarme —dijo ella, tratando de sobreponerse a la humillación—. Debo irme ahora. No importa lo que hagas. De veras. Volveré. Pero ahora debo irme.

En ese momento entró la doncella y ella volvió a sentarse como si nada impropio estuviera ocurriendo. La doncella preguntó varias veces a cuál geisha debía llamar pero ella fue incapaz de dar un nombre.

Con el primer vistazo a la geisha de diecisiete o dieciocho años que entró en su habitación, Shimamura sintió desvanecerse su necesidad de una mujer. A sus brazos les faltaba aún redondez femenina, un aire inconcluso enfatizaba y a la vez velaba la buena disposición de la muchacha. Shimamura disimuló como pudo su desinterés y la enfrentó con concienzudo ceremonial, pero sus ojos miraban menos a la muchacha que al verde de las montañas más allá de la ventana. Dirigirle la palabra fue superior a sus fuerzas. Era la encarnación de la geisha de montaña, de la cabeza a los pies. Creyendo que obraba con tacto, la otra mujer abandonó la habitación y el silencio se hizo más incómodo. Aun así, Shimamura logró pasar una hora con la geisha. Pensando qué pretexto podía usar para librarse de ella, recordó que se había hecho enviar dinero desde Tokio y alegó que debía pasar por el correo antes que cerrara. La muchacha salió de la habitación con él. Al franquear la puerta de la posada, sin embargo, el aroma de los nuevos brotes que bajaba de la montaña lo sedujo de tal manera que enfiló hacia allí riendo para sus adentros mientras ascendía la cuesta y sin saber del todo de qué se reía. Cuando se sintió invadido por un confortable cansancio giró hacia el valle, introdujo los faldones de su kimono en el obi para no tropezar con ellos y bajó corriendo entre mariposas amarillas que aleteaban a su paso y alcanzaban una altura superior a la línea de las cumbres a la distancia.

—¿Qué pasó? —Oyó que le preguntaba cuando llegó abajo. Al mirar alrededor vio a la mujer a la sombra de unos cedros—. Parecías feliz, por el modo en que te reías.

—Me rendí —dijo Shimamura, sintiendo otro acceso de esa risa inexplicable hinchándole el pecho—. Me entregué.

—Vaya —dijo ella y le dio la espalda y se internó sin apuro entre los árboles.

Shimamura la siguió en silencio. El bosquecillo era un santuario. La mujer se sentó en una piedra plana junto a dos perros de piedra cubiertos de moho.

—Siempre corre brisa aquí. Incluso en los días más calurosos de verano.

—¿Todas las geishas del pueblo son iguales?

—Supongo que sí. Algunas de las mayores son muy atractivas, si estás interesado —dijo ella fríamente y con los ojos clavados en la hierba. El verde de la vegetación sobre sus cabezas parecía reflejarse en su nuca.

Shimamura miró hacia arriba y suspiró.

—Ya no. Ya no tengo fuerzas. Es gracioso.

Los troncos de los cedros ascendían verticales y paralelos entre las tallas de piedra, sus copas se curvaban por su propio peso en las alturas bloqueando el azul del cielo. La quietud era tan absoluta como una canción ensimismada. El tronco sobre el que se apoyaba Shimamura era el más viejo; por alguna razón, un sector de sus ramas superiores estaban marchitas, sin hojas, como estacas clavadas en el tronco para defenderlo de algún dios en las alturas.

—Cometí un error. Cuando te vi, recién bajado de la montaña, pensé que todas las geishas serían como tú —dijo riendo, y al decirlo supo que la idea de purgar el vigor de una semana de soledad en las montañas se la había suscitado la visión inicial de aquella mujer que irradiaba tal limpidez.

Ella estaba mirando el río distante a la luz de la tarde. Shimamura titubeó, sin resolverse a hablar ni a callar.

—Me olvidaba —dijo ella entonces, con impostada levedad—. Te traje tus cigarrillos. Volví a tu habitación pero ya te habías ido, no sabía adónde. Entonces te vi bajar corriendo como una criatura por la montaña. Eras muy gracioso. Pero supuse que echarías en falta tus cigarrillos. Aquí tienes.

Shimamura tomó el paquete que ella había sacado de la manga de su kimono y encendió uno con el fósforo que ella le tendió.

—Creo que fui descortés con esa pobre muchacha.

—Así son las cosas: el cliente decide cuándo quiere quedarse a solas.

El sonido del río corriendo entre las piedras llegaba mansamente hasta ellos. Las sombras de las montañas avanzaban por el valle más allá de los árboles.

—Si ella hubiera sido tan buena como tú, me habría sentido estafado.

—No es cierto. Sólo te niegas a admitir que perdiste —dijo ella con desdén. Sin embargo, era palpable una corriente de afecto de una nueva dimensión.

A Shimamura se le hizo obvio que había deseado desde el principio a esa mujer y que había actuado con los rodeos que caracterizaban todos sus actos. Esa certeza vino acompañada de una creciente aversión hacia sí mismo, que la hacía a ella cada vez más hermosa, como si el aura límpida que la rodeaba desde el comienzo se hubiera intensificado con la frescura que se respiraba bajo aquellos árboles.

Su angosta, afilada nariz tenía un aire de desamparo pero el capullo de sus labios se abría y cerraba con la tersa curvatura de una fruta. Incluso cuando estaba en silencio sus labios parecían en tenue movimiento. La menor arruga, grieta o decoloración los hubiera arruinado, pero su perfección los humanizaba al máximo. Sus pestañas enmarcaban los ojos en una línea casi sin torsión y perpendicular a la nariz; el efecto habría rozado el ridículo de no complementarse con el arco espeso y envolvente de las cejas. No había nada extraordinario en la forma oval de su rostro salvo la piel, como de porcelana apenas rosada, y el hoyuelo infantil de su garganta, que completaba aquella impresión de limpidez más que de verdadera belleza. En cuanto a los pechos, exhibían una redondez infrecuente en las geishas, habituadas a la firmeza del obi ajustando su talle.

—Hay mosquitos —dijo ella de pronto, y se puso de pie y sacudió las faldas de su kimono. En la solitaria quietud del bosque ni uno ni el otro tenían algo que decir.

A eso de las diez de la noche, Shimamura creyó oír la voz de ella desde el pasillo y un instante después irrumpió en su habitación como si la hubieran arrojado dentro. Cayó de bruces contra la mesa baja. Con pulso vacilante se sirvió un vaso de agua y bebió ávidamente.

Había ido a entretener a unos huéspedes recién llegados a quienes conocía de la anterior temporada de esquí. Los hombres la habían invitado a su posada donde tuvo lugar una ruidosa fiesta amenizada con geishas, y procedieron a emborracharla. Su cabeza se bamboleaba mientras contaba esto. Parecía dispuesta a seguir interminablemente con su relato, hasta que tomó súbita conciencia de la situación y se interrumpió:

—No debería estar aquí. Han de estar buscándome. Volveré más tarde.

Y salió tropezando de la habitación.

Una hora después, él oyó pasos vacilantes por el pasillo. Cuando abrió la puerta la vio avanzar bamboleándose y buscando apoyo en las paredes.

—¡Shimamura! ¡No puedo ver! ¡No veo nada! ¡Shimamura!

No había el menor pudor en el tono de voz: era el clamor inconfundible de una mujer llamando a su hombre. Shimamura pensó con alarma que los gritos se oirían por toda la posada y se apresuró a arrastrarla dentro de su habitación luego de luchar con los dedos que se aferraban al marco de la puerta y rasgaban el panel de papel de arroz.

—Ah, aquí estás —dijo ella y se desplomó sin soltarlo—. No estoy borracha. ¿Quién dice que estoy borracha? Sólo que duele. Cómo duele. Sé exactamente lo que estoy haciendo. Agua. Necesito agua. Mezclé bebidas, fue mi culpa, y se me subió el alcohol a la cabeza. ¿Cómo iba a saber que el whisky que tenían era barato? —murmuró mientras se frotaba la frente con los puños cerrados.

Cada vez que él cedía apenas en su abrazo, ella amenazaba desvanecerse. Era tal la firmeza con que la sostenía que le había desordenado por completo el peinado. Mientras le susurraba palabras de aliento, deslizó una mano dentro del kimono pero al instante ella le vedó el camino cruzando con firmeza los brazos sobre el pecho.

—Qué haces —se dijo entonces a sí misma y se mordió salvajemente los brazos, como enfurecida con su propio acto reflejo—. Maldita inútil. Qué pasa contigo.

Shimamura quedó espantado al ver las marcas de dientes en el brazo. Pero ella ya no le ofrecía resistencia. Abandonada en su abrazo, comenzó a escribir con la punta del dedo índice en la palma de la mano de él. Iba a confesarle quiénes le gustaban, dijo. Luego de escribir el nombre de una veintena de actores, escribió «Shimamura» una y otra y otra vez.

El delicioso cosquilleo iba entibiando la mano de él.

—Todo está bien —le dijo—. Todo está bien otra vez —repitió y sintió algo maternal en ella hasta que el dolor de cabeza arremetió nuevamente y el cuerpo femenino se tensó y retorció hasta liberarse y recalar rodando sobre sí mismo en uno de los rincones de la habitación.

—No servirá de nada. Debo irme. Debo irme a casa.

—¿Crees que podrás llegar tan lejos? ¿Con esta lluvia?

—Iré descalza. Me arrastraré si es necesario.

—¿No te parece un poco excesivo? Si tienes que irte, te llevaré yo.

La posada estaba en medio de la ladera y el camino era escarpado.

—Por qué no te aflojas el kimono y descansas un poco hasta sentirte mejor.

—No, no. No es lo que corresponde. Y estoy acostumbrada —dijo ella, y se incorporó hasta quedar sentada, luego de aspirar hondo de un modo que evidentemente le costaba un gran esfuerzo—. Tengo náuseas —dijo entonces y abrió la ventana a su espalda pero no pudo vomitar. Parecía estar luchando para no desmoronarse otra vez. De tanto en tanto recuperaba la compostura y repetía para sí:

—Me voy a casa. Me voy a casa.

Eran más de las dos de la mañana.

—Vete a dormir. Cuando te dicen que te vayas a dormir, debes obedecer.

—Y tú qué harás —dijo Shimamura.

—Me quedaré aquí sentada. Cuando esté mejor me iré a casa. Antes que amanezca. Duérmete. No me prestes atención.

Shimamura volvió a su cama y miró a la mujer vencida sobre la mesa servirse otro vaso de agua.

—Cuando te dicen que no prestes atención, obedece. Y duérmete.

—Ven aquí —dijo él y la llevó a su cama. Ella le dio la espalda primero, luego lo besó con violencia y después comenzó a sacudir la cabeza como si quisiera desprenderse a través del delirio del dolor que la atenazaba, mientras repetía:

—No, no, no. ¿No dijiste que sólo querías que fuéramos amigos?

El tono crispado de su voz aplacó la excitación de Shimamura. Cuando vio el modo en que a ella se le fruncía la frente y se le afeaba la expresión en aquel desesperado intento por controlarse, estuvo a punto de hacer honor a su palabra. Pero entonces ella dijo:

—No me arrepentiré. Nunca. No soy esa clase de mujer. Aunque no pueda durar. ¿No lo dijiste tú mismo? —El alcohol le hacía arrastrar las palabras—. No es mi culpa. Tú eres el culpable. El que cedió. Tú eres el débil. No yo.

Y se sumergió en un trance, mientras mordía la solapa de su kimono como luchando en vano contra la felicidad.

Así permaneció un rato, agotada por el esfuerzo. Hasta que de pronto, como si acabara de descubrirlo, se incorporó:

—Te estás riendo de mí.

—En absoluto.

—En el fondo de tu corazón te estás riendo de mí. Si no ahora, lo harás después.

Y se cubrió el rostro y se echó a llorar. Pero tampoco eso duró mucho. Esta vez se volvió hacia él, dulce y rendida, y le contó todo sobre ella, con la más absoluta intimidad.

Habló largamente. Como si el dolor de cabeza hubiera quedado atrás. Como si toda la escena anterior no hubiese ocurrido nunca.

—Pero se ha hecho tardísimo y yo hablando sin parar —dijo de pronto.

Y sonrió con timidez y anunció que debía partir antes que amaneciera.

—La gente se levanta muy temprano aquí —dijo más tarde.

Cada tanto se levantaba de la cama y se asomaba a la ventana.

—Todavía puedo salir sin que me vean la cara. Si sigue lloviendo, nadie saldrá al campo hoy.

Pero seguía sin decidirse a partir cuando el contorno de las montañas y los árboles empezó a divisarse entre la lluvia.

Ya era la hora en que las doncellas de la posada comenzaban la limpieza. Ella se acomodó el peinado y se deslizó fuera de la habitación ignorando la propuesta de Shimamura de acompañarla al menos hasta la puerta de la posada. Nadie debía verlos.

Ese mismo día Shimamura regresó a Tokio.