Tras el tiempo, tiempo viene, es sentencia conocida y de mucha aplicación, pero no tan obvia como pueda parecer a quien se satisfaga con el significado próximo de las palabras, bien vengan ellas sueltas, una por una, bien juntas y articuladas, pues todo depende de la manera de decir y ésta cambia con el sentimiento de quien las exprese, no es lo mismo que las pronuncie alguien que, viniéndole la vida mal, espere días mejores, o que las diga otro como amenaza o como prometida venganza que el futuro tendrá que cumplir. El caso más extremo sería el de alguien que, sin fuertes y objetivas razones de queja en cuanto a su salud y bienestar, suspirase melancólicamente, Tras el tiempo, tiempo viene, sólo porque es de naturaleza pesimista y siempre prevee lo peor. No sería del todo creíble que Jesús, a su edad, anduviese con estas palabras en la boca, cualquiera que fuese el sentido con que las usara, pero nosotros sí, que como Dios todo lo sabemos del tiempo que fue, es y ha de ser, nosotros podemos pronunciarlas, murmurarlas o suspirarlas mientras lo vamos viendo entregado a su trabajo de pastor, por esas montañas de Judá, o descendiendo, a su tiempo, al valle del Jordán. Y no tanto por tratarse de Jesús, sino porque todo ser humano tiene por delante, en cada momento de su vida, cosas buenas y cosas malas, tras de unas, otras, tras tiempo, tiempo. Siendo Jesús el evidente héroe de este evangelio, que nunca tuvo el propósito desconsiderado de contrariar los que escribieron otros, y en consecuencia no osará decir que no ocurrió lo que ocurrió, poniendo en lugar de un Sí un No, siendo Jesús ese héroe y conocidas sus hazañas, nos será mucho más fácil llegar junto a él y anunciarle el futuro, lo buena y maravillosa que será su vida, milagros que darán de comer, otros que restituirán la salud, uno que vencerá la muerte, pero no sería sensato hacerlo, pues el mozo, aunque dotado para la religión y entendido en patriarcas y profetas, goza del robusto escepticismo propio de su edad y nos mandaría a paseo.
Cambiará de ideas, claro está, cuando se encuentre con Dios, pero ese decisivo acontecimiento no es para mañana, de aquí hasta entonces Jesús va a tener que subir y bajar muchos montes, ordeñar muchas cabras y muchas ovejas, ayudar a fabricar el queso, ir a cambiarlo por productos de las aldeas. También matará animales enfermos o dañados y llorará por ellos. Pero lo que nunca le ocurrirá, sosiéguense los espíritus sensibles, es que caiga en la horrible tentación de usar, como le propuso el malvado y pervertido Pastor, una cabra o una oveja, o las dos, para descarga y satisfacción del sucio cuerpo con el que la límpida alma tiene que vivir.
Olvidemos, por no ser ahora lugar para análisis íntimos, sólo posibles en tiempos futuros a éste, cuántas y cuántas veces, para poder exhibir y presumir de un cuerpo limpio, el alma a sí misma se cargó de tristeza, envidia e inmundicia.
Pastor y Jesús, pasados aquellos enfrentamientos éticos y teológicos de los primeros días, que por algún tiempo aún se repitieron, llevaron siempre, mientras estuvieron juntos, una vida buena, el hombre enseñando sin impaciencias de veterano las artes del pastoreo, el muchacho aprendiéndolas como si su vida fuera a depender máximamente de ellas. Jesús aprendió a lanzar el cayado, remolinando y zumbando en el aire hasta caer en los lomos de unas ovejas que, por distracción u osadía, se apartaban del rebaño, pero ese fue un dolorido aprendizaje porque un día, no estando aún seguro en la técnica, tiró el palo demasiado bajo, con el trágico resultado de que en su trayectoria diera de lleno con el tierno cuello de un cabrito de pocos días, que murió en el mismo instante. Accidentes como éste pueden ocurrirle a cualquiera, hasta un pastor veterano y diplomado no está libre de que le ocurra algo así, pero el pobre Jesús, que ya tantos dolores transporta consigo, parecía una estatua de amargura cuando alzó del suelo al cabritillo, todavía caliente. No había nada que hacer, la propia madre cabra, tras olfatear por un momento al hijo, se alejó y continuó pastando a dentelladas la hierba rasa y dura que arrancaba con secos movimientos de cabeza, aquí debemos citar el conocido refrán, Cabra que bala, bocado que pierde, o lo que es lo mismo, No se puede llorar y comer a un tiempo. Pastor fue a ver qué había pasado, Peor para él, que murió, tú no te pongas triste, Lo he matado, se lamento Jesús, y era tan pequeño, Sí, si fuese un carnero feo y hediondo no tendrías pena, o no sería tanta, déjalo en el suelo, que yo me encargaré de él, tú sigue, que hay allí una oveja a punto de parir, Qué vas a hacer, Desollarlo, qué creías, vida no le puedo dar, no soy hábil en milagros, Pues yo juro que de esa carne no como, Comer al animal que matamos es la única manera de respetarlo, lo malo es que se coman unos lo que otros tuvieron que matar, No lo comeré, Pues no lo comas, más para mí, Pastor sacó el cuchillo del cinturón, miró a Jesús y dijo, Tarde o temprano, también esto tendrás que aprenderlo, ver cómo son por dentro aquellos que fueron creados para servirnos y alimentarnos. Jesús volvió la cara hacia un lado y dio un paso para retirarse de allí, pero Pastor, que había detenido el movimiento del cuchillo, dijo, Los esclavos viven para servirnos, quizá deberíamos abrirlos para saber si llevan esclavos dentro y después abrir un rey para ver si tiene otro rey en la barriga y, ya ves, si encontrásemos al Diablo y él se dejase abrir, tal vez nos lleváramos la sorpresa de ver saltar a Dios de allí dentro.
Antes hablamos de repeticiones de los choques de ideas y convicciones entre Jesús y Pastor y éste es un ejemplo.
Pero Jesús, con el tiempo, aprenderá que la mejor respuesta es callar, no darse por enterado de las provocaciones, aunque fuesen brutales, como ésta, e incluso así ha tenido suerte, podría haber sido peor, imaginemos el escándalo si Pastor decidiera abrir a Dios para ver si el Diablo estaba dentro. Jesús fue en busca de la oveja parturienta, al menos allí no le esperaban sorpresas, aparecería un corderillo igual a todos, verdaderamente a imagen y semejanza de la madre, a su vez retrato fiel de sus hermanas, hay seres así, no llevan dentro nada más que eso, la seguridad de una pacífica y no interrogativa continuidad. La oveja había parido ya, en el suelo el corderillo parecía hecho sólo de piernas, y la madre intentaba ayudarle a alzarse dándole empellones con el hocico, pero el pobre, aturdido, apenas sabía hacer movimientos bruscos con la cabeza como si buscase el mejor ángulo de visión para entender el mundo donde había nacido. Jesús le ayudó a afirmarse sobre sus patas, las manos se le quedaron húmedas de los humores de la matriz de la oveja, pero a él no le importó nada, es lo que hace el vivir en el campo con animales, saliva y baba es todo lo mismo, este corderillo viene en buen momento, tan bonito, con el pelo rizado, ya su boca rosada y frenética buscaba la leche donde estaba, en aquellas tetas que nunca había visto antes, con las que no podía haber soñado en el útero de la madre, en verdad ninguna creatura puede quejarse de Dios, si acabada de nacer ya sabe tantas cosas útiles. A lo lejos, Pastor levantaba la piel del cabrito tensada en un armazón de palos en forma de estrella, el cuerpo desollado, ahora dentro de la alforja envuelto en un paño, será salado cuando el rebaño se pare a pasar la noche, menos la parte que Pastor entienda que va a ser su cena, que Jesús ya ha dicho que no comerá de una carne a la que, sin querer, quitó la vida. Para la religión que cultiva y las costumbres a las que obedece, estos escrúpulos de Jesús son subversivos, reparemos en la matanza de esos otros inocentes todos los días sacrificados en los altares del Señor, sobre todo en Jerusalén, donde las víctimas se cuentan por hecatombes. En el fondo, el caso de Jesús, a primera vista incomprensible en las circunstancias de tiempo y de lugar, tal vez sea sólo una cuestión de sensibilidad, por así decir, en carne viva, recordemos cuán próxima está la trágica muerte de José, cuán próximas las revelaciones insoportables de lo que aconteció en Belén hace casi quince años, admirable es que este muchacho mantenga su juicio entero, que no haya sido tocado en las poleas y engranajes del cerebro, pese a esos sueños que no lo dejan, últimamente no hemos hablado de ellos, pero continúan.
Cuando el sufrimiento pasa a más, llegando al punto de transmitirse al propio rebaño que despierta, en plena noche, creyendo que vienen a matarlo, Pastor lo despierta suavemente, Qué es eso, qué es eso, dice, y Jesús pasa de la pesadilla a sus brazos, como si de su desgraciado padre se tratase. Un día, muy al principio, Jesús le contó a Pastor lo que soñaba, intentando, no obstante, esconder las raíces y las causas de su nocturna y cotidiana agonía, pero Pastor dijo, Déjalo, no vale la pena que me lo cuentes, lo sé todo, hasta lo que estás intentando ocultarme. Ocurrió esto en aquellos días en los que andaba Jesús recriminándole a Pastor por su falta de fe y por los defectos y maldades que se deducían y reconocían en su comportamiento, incluyendo, y perdónesenos que volvamos al asunto, el sexual.
Pero Jesús, bien mirado, no tenía en el mundo a nadie, salvo la familia, de la que se había alejado y de la que anda olvidado, excepto de su madre, que para eso es siempre la madre, la que nos dio el ser y a la que algunas veces en la vida nos hemos visto tentados a decir, Ojalá no me la hubieras dado, aparte de la madre, sólo su hermana Lisia, no se sabe por qué, la memoria tiene esto, sus propias razones para recordar y olvidar. Siendo estas cosas lo que son, Jesús acabó por sentirse a gusto en compañía de Pastor, imaginémoslo nosotros mismos, el consuelo que será no vivir solos con nuestra culpa, tener al lado a alguien que la conozca y que no tenga que fingir que perdona lo que perdón no puede tener, suponiendo que estuviera en su poder hacerlo, procediese con nosotros con rectitud, usando de bondad y de severidad según la justicia de que sea merecedora aquella parte nuestra que, cercada de culpas, conservó una inocencia. Se nos ocurre explicar esto ahora, aprovechando la ocasión, para que con mayor facilidad se puedan entender las razones, y darlas por buenas, por las que Jesús, en todo diferente a su rudo hospedero, acabará quedándose con él hasta su anunciado encuentro con Dios, del que tanto hay que esperar, pues no va Dios a aparecerse a un simple mortal sin tener para ello fuertes razones.
Antes, sin embargo, querrán las circunstancias, el azar y las coincidencias de que tanto se ha hablado, que Jesús se encuentre con su madre y con algunos de sus hermanos en Jerusalén, con motivo de esta primera Pascua que él creía que iba a vivir lejos de la familia. Que Jesús quisiera celebrar la Pascua en Jerusalén podría haber sido, para Pastor, causa de extrañeza y motivo de radical negativa, estando ellos en el desierto y precisando el rebaño de abundancia de asistencia y cuidados, sin contar, claro está, con que no siendo Pastor judío ni teniendo otro Dios para honrar, podía, aunque sólo fuese por antipática tozudez, decir, Pues no vas, no señor, éste es tu lugar, el patrón soy yo y no me voy de vacaciones. Pero hay que reconocer que no fue así.
Pastor se limitó a preguntar, vas a volver, aunque, por el tono de voz, parecía convencido de que Jesús volvería, y fue lo que el muchacho respondió, sin vacilar, pero sorprendido, él sí, por haberle salido tan pronta la palabra, Vuelvo, Elige entonces un corderillo limpio y sano y llévalo para el sacrificio, ya que vosotros sois dados a esos usos y costumbres, pero esto lo dijo Pastor para probar, quería ver si Jesús era capaz de llevar a la muerte a un cordero de aquel rebaño que tanto trabajo le daba guardar y defender. A Jesús nadie le avisó, no llegó mansamente un ángel, de los otros, pequeños y casi invisibles, para susurrarle al oído, Cuidado, cuidado, que es una trampa, no te fíes, este tío es capaz de todo. Su simple sensibilidad le dio la buena respuesta, o quizá fue, quién sabe, el recuerdo del cabrito muerto y del cordero nacido, No quiero cordero de este rebaño, dijo, Por qué, No llevaría a la muerte algo que he ayudado a criar, Me parece muy bien, pero supongo que has pensado que lo tendrás que buscar en otro rebaño, No puedo evitarlo, los corderos no caen del cielo, Cuándo quieres salir, Mañana temprano, Y volverás, Volveré.
Sobre este asunto no dijeron más palabras, pese a que nos quede la duda de cómo Jesús, que no es rico y que trabaja por la comida, va a comprar el cordero pascual. Estando él tan libre de tentaciones que cuesten dinero, es de suponer que aún lleve consigo aquellas pocas monedas que le dio el fariseo hace casi un año, pero este poco es muy poco, visto, como quedó dicho, que en esta época del año los precios del ganado en general, y especialmente de los corderos, se disparan a alturas tan especulativas que es, realmente, un Dios nos valga.
Pese a todo lo malo que le ha ocurrido, apetecería decir que a este muchacho lo cuida y defiende una buena estrella, si no fuera sospechosísima debilidad, sobre todo en boca de evangelista, éste u otro cualquiera, creer que cuerpos celestes tan alejados de nuestro planeta puedan producir efectos decisivos en la existencia de un ser humano, por mucho que a esos astros hayan invocado, estudiado y relacionado los solemnes magos que, si es verdad lo que se dice, habrían andado por estos páramos hace unos años, sin más consecuencia que ver lo que vieron y seguir su vida. Lo que en definitiva pretende decir este discurso largo y trabajoso es que nuestro Jesús encontrará, seguro, manera de presentarse dignamente en el Templo con su borreguito, cumpliendo lo que se espera del buen judío que ha demostrado ser, aun en tan difíciles condiciones como fueron los valientes enfrentamientos que sostuvo con Pastor.
Gozaba el rebaño por estos tiempos de los pastos abundantes del valle de Ayalón, que está entre las ciudades de Gezer y Emaús. En Emaús intentó Jesús ganar algún dinero con el que comprar el cordero que precisaba, pero pronto llegó a la conclusión de que un año de pastor lo había especializado de tal modo que resultaba inepto para otros oficios, incluyendo el de carpintero, en el que, por otra parte, no había llegado a avanzar gran cosa por falta de tiempo. Se echó al camino que sube de Emaús a Jerusalén, haciendo cuentas sobre su difícil vida, comprar ya sabemos que no puede, robar ya sabíamos que no quiere, y más milagro que suerte sería encontrar un cordero que en el camino de Emaús se hubiera perdido. No faltan aquí los inocentes, van con una cuerda al cuello tras las familias, o en brazos si les correspondió en suerte el consuelo de un amo compasivo, pero, como en sus juveniles cabezas se les metió la idea de que los llevan de paseo, van excitados, nerviosos, quieren saberlo todo, y como no pueden hacer preguntas, utilizan los ojos, como si ellos les bastaran para entender un mundo hecho de palabras. Jesús se sentó en una piedra, a la orilla del camino, pensando en la manera de resolver el problema material que le impide cumplir un deber espiritual, vana esperanza, por ejemplo, sería la de que apareciese aquí otro fariseo, o el mismo, si de tales actos hace práctica cotidiana, preguntando, él sí, con palabras, Necesitas un cordero, como antes le había preguntado, Tienes hambre. La primera vez, no necesitó Jesús pedir limosna para que le fuese dado, ahora, sin la seguridad de que le darán, se verá obligado a pedir. Tiene ya la mano tendida, postura que de tan elocuente dispensa explicaciones, y tan fuerte en expresión que lo más común es que desviemos de ella los ojos como los desviamos de una llaga o de una obscenidad.
Algunas monedas fueron dejadas caer por viandantes menos distraídos en el cuenco de la mano de Jesús, pero tan pocas que no será por este andar por el que el camino de Emaús llegue a las puertas de Jerusalén. Sumados el dinero que ya tenía y el que le dieron, no alcanza ni para medio cordero, y es de sobra sabido que el Señor no acepta en sus altares nada que no esté perfecto y completo, por eso se rechaza al animal ciego, lisiado o mutilado, sarnoso o con verrugas, imagínense el escándalo en el Templo si nos presentásemos con los cuartos traseros de un animal, aunque cumpliera la condición de no tener los testículos pisados, aplastados, quebrantados o cortados, caso en el que sería igualmente segura la exclusión. A nadie se le ocurre preguntar a este muchacho para qué quiere el dinero, esto se empezó a escribir en el preciso momento en que un hombre de mucha edad, con una larga barba blanca, se aproximaba a Jesús, dejando a su numerosa familia, que, por deferencia para con el patriarca, se detuvo en medio del camino, a la espera.
Pensó Jesús que allí venía otra moneda, pero se engañó.
El viejo le preguntó, Tú quién eres, y el muchacho se levantó para responder, Soy Jesús de Nazaret, No tienes familia, Sí, Y por qué no estás con ella, He venido a trabajar de pastor en Judea, y ésta fue una manera mentirosa de decir la verdad o de poner la verdad al servicio de la mentira. El viejo lo miró con una expresión de curiosidad insatisfecha y preguntó al fin, Por qué pides limosna, si tienes un oficio, Trabajo por la comida, y no tengo dinero suficiente para comprar el cordero de Pascua, Y por eso pides, Sí. El viejo hizo una señal a uno de los hombres del grupo, Dale un cordero a este chico, compraremos otro cuando lleguemos al Templo. Los corderos eran seis, atados a una misma cuerda, el hombre soltó el último y se lo llevó al viejo, que dijo, Aquí tienes tu cordero, así no hallará falta el Señor en los sacrificios de esta Pascua, y sin esperar las expresiones de gratitud, fue a unirse a su familia, que lo recibió sonriente y con aplauso. Jesús les dio las gracias cuando ya no podían oírlas y, no se sabe cómo ni por qué, el camino quedó desierto en aquel instante, entre una curva y otra curva no estaban más que estos dos, el muchacho y el corderillo encontrados por fin en el camino de Emaús por la bondad de un judío viejo.
Jesús sostiene la punta de la cuerda que había unido el cordero a la reata, el animal miró a su nuevo amo y baló, hizo me-e-e-e de aquella manera tímida y trémula de los corderos que van a morir jóvenes por amarlos tanto los dioses. Este sonido, oído sabe Dios cuántas veces a lo largo de su novel actividad de pastor, conmovió el corazón de Jesús hasta el punto de hacerle sentir que se le disolvían de pena los miembros, allí estaba, como nunca antes de esta manera absoluta, señor de la vida y de la muerte de otro ser, este cordero blanco, inmaculado, sin voluntad ni deseos, que alzaba hacia él un hocico interrogador y confiado, se le veía la lengua rosada cuando balaba, y era rosado bajo los mechones de lana el interior de las orejas, y rosadas también las uñas, que nunca llegarán a endurecerse y transformarse en cascos, todavía tienen un nombre común con el hombre. Jesús acarició la cabeza del cordero, que correspondió levantándola y rozándole la palma de la mano con el hocico húmedo, haciéndolo estremecerse. El encanto se deshizo como había empezado, al fondo del camino, del lado de Emaús, aparecían ya otros peregrinos en tropel, un revuelo de túnicas, alforjas y bordones, con otros corderos y otras alabanzas al Señor. Jesús tomó su cordero en brazos, como a un niño, y empezó a caminar.
No había vuelto a Jerusalén desde aquel distante día en que aquí lo trajo la necesidad de saber cuánto valen culpas y remordimientos, y cómo se han de soportar en vida, si divididos, como los bienes de la herencia, o por entero guardados, como cada uno su propia muerte. La multitud de las calles parecía un río de barro pardusco que iba a desaguar en la gran explanada frontera a la escalinata del Templo. Con el corderillo en brazos, Jesús asistía al desfile de la gente, unos que iban, otros que venían, aquéllos llevando los animales al sacrificio, estos ya sin ellos, con rostro alegre y gritando Aleluia, Hosanna, Amén, o sin decirlo, por no ser propio de la ocasión, como tampoco será propio que saliera alguien gritando Evoé o Hip hip hurra, aunque en el fondo, las diferencias entre estas expresiones no sean tan grandes como parecen, las empleamos como si fuesen quintaesencia de lo sublime y luego, con el paso del tiempo y del uso, al repetirlas, nos preguntamos, Para qué sirve esto, y no sabemos responder.
Sobre el Templo, la alta columna de humo, enroscada, continua, mostraba a toda la tierra de alrededor que cuantos allí habían ido a sacrificar eran directos y legítimos descendientes de Abel, aquel hijo de Adán y Eva que al Señor, en aquel tiempo, ofreció los primogénitos de su rebaño y las grasas de ellos, con favorable recepción, mientras su hermano Caín, que no tenía para presentar más que simples frutos de la tierra, vio que el Señor, sin que hasta hoy se haya sabido el porqué, desvió de ellos los ojos y a él no lo miró. Si ésta fue la causa de que Caín matara a Abel, podemos hoy vivir descansados, que no se matarán estos hombres unos a otros, pues todos sacrifican, por igual, lo mismo, es cosa de ver cómo crepitan las grasas y cómo rechinan las carnes, Dios, en sus empíreas alturas, respira complacido los olores de aquella carnicería. Jesús apretó el corderillo contra su pecho, no comprende por qué no acepta Dios que en su altar se derrame un cuenco de leche, zumo de la existencia que pasa de un ser a otro, o que en él se esparza, con gesto de sembrador, un puñado de trigo, materia entre todas sustantiva del pan inmortal. Su cordero, que hace poco fue oferta admirable de un viejo a un muchacho, no verá ponerse el sol este día, ya es tiempo de subir las escaleras del Templo, tiempo de conducirlo al cuchillo y al fuego, como si no fuese merecedor de vivir o hubiera cometido, contra el eterno guardián de los pastos y de las fábulas, el crimen de beber del río de la vida.
Entonces Jesús, como si una luz hubiera nacido dentro de él, decidió, contra el respeto y la obediencia, contra la ley de la sinagoga y la palabra de Dios, que este cordero no morirá, que lo que le había sido dado para morir seguirá vivo, y que, habiendo venido a Jerusalén para sacrificar, de Jerusalén partirá más pecador de lo que entró, como si no le bastasen las faltas antiguas, ahora cae en otra más, el día llegará, porque Dios no olvida, en que tendrá que pagar por todas ellas. Durante un momento, el temor del castigo lo hizo dudar, pero la mente, en una rapidísima imagen, le representó la visión aterradora de un mar de sangre infinito, la sangre de los innumerables corderos y otros animales sacrificados desde la creación del hombre, que para eso mismo fue puesta la humanidad en este mundo, para adorar y sacrificar.
Hasta tal punto lo perturbaron estas imaginaciones que le pareció ver la escalinata del Templo inundada de rojo, corriendo la sangre en cascadas de peldaño en peldaño, y él mismo allí, con los pies en la sangre, levantando al cielo, degollado, muerto, a su cordero. Abstraído, parecía que Jesús estuviese en el interior de una burbuja de silencio, pero de repente estalló la burbuja, se rompió en pedazos y se encontró de nuevo sumergido en medio del barullo de gritos, de oraciones, de llamadas, de cánticos, de las voces patéticas de los corderos y, en un instante que hizo que todo callase, el mugido profundo, tres veces repetido, del chofar, el largo y retorcido cuerno de carnero hecho trompeta. Envolviendo al cordero en la alforja, como para defenderlo de una amenaza ahora inminente, Jesús corrió fuera de la explanada, se perdió en las calles más estrechas, sin preocuparse de en qué dirección iba. Cuando se recuperó, estaba en el campo, había salido de la ciudad por la puerta del norte, la de Ramalá, la misma por donde entró cuando venía de Nazaret. Se sentó bajo un olivo, al borde del camino, y sacó al cordero de la alforja, nadie se sorprendería al verlo allí, pensarían, Está descansando de la caminata, ganando fuerzas para ir al Templo a llevar el cordero, qué bonito es, no sabremos, nosotros, si en la idea de quien lo pensó el bonito es el cordero o es Jesús. Tenemos nuestra propia opinión, que los dos lo son, pero, si tuviéramos que votar, así, a primera vista, daríamos el voto al cordero, aunque con una condición, que no crezca.
Jesús está tumbado de espaldas, sostiene la punta de la cuerda para que el cordero no huya, innecesaria precaución, que las fuerzas del pobrecillo están agotadas, no es sólo la poca edad, es también la agitación, el ir y venir, este continuo traer y llevar, sin hablar ya del poco alimento que le dieron esta mañana, que no conviene ni es decente que vaya a morir alguien, sea borrego o mártir, con la barriga llena. Tumbado está Jesús, poco a poco se le fue calmando la respiración, y mira al cielo entre las ramas del olivo que el viento mueve suavemente, haciendo danzar sobre sus ojos los rayos del sol que pasan por los intersticios de las hojas, debe ser más o menos la hora sexta, la luz cenital reduce las sombras, nadie diría que la noche vendrá a apagar, con su lento soplo, este deslumbramiento de ahora.
Jesús ya descansó, ahora le habla al cordero, Te voy a llevar al rebaño, dice, y empieza a levantarse. Por el camino pasa gente, otras personas vienen atrás, y cuando Jesús posa los ojos en éstas se lleva un sobresalto, su primer movimiento es huir, pero no lo hará, cómo iba a atreverse, si quien se aproxima es su madre y algunos de sus hermanos, los mayores, Tiago, José y Judas, también viene Lisia, pero esa es mujer, lleva mención aparte, no la que le correspondería si siguiéramos el orden de nacimientos, entre Tiago y José. No lo han visto aún.
Jesús baja al camino, lleva otra vez el cordero en brazos, quizá para tenerlos ocupados.
Quien primero repara en él es Tiago, alza un brazo, después habla precipitadamente con la madre y María mira, ahora apresuran todos el paso, por eso Jesús se siente obligado a hacer también su parte de camino, aunque transportando al cordero no puede correr, cuesta tanto tiempo explicarlo que parece como si no quisiéramos que estos se encuentren, pero no es eso, el amor maternal, fraternal y filial les daría alas, sin embargo hay reservas, cierta contención incómoda, sabemos cómo se separaron, no sabemos qué efectos han causado tantos meses de alejamiento y falta de noticias. Andando, siempre se acaba por llegar, ahí están ellos, frente a frente, Jesús dice, Tu bendición, madre, y la madre dice, El Señor te bendiga, hijo. Se abrazaron, luego les tocó el turno a los hermanos, Lisia la última, luego, tal como habíamos previsto, nadie supo qué decir, no iba María a preguntarle al hijo, Qué sorpresa, tú por aquí, ni él a la madre, Esto es lo último que se me hubiera ocurrido pensar, tú en la ciudad, a qué has venido, el cordero de uno y el cordero de los otros, que lo traían, hablaban por ellos, es la Pascua del Señor, la diferencia es que uno va a morir y el otro ya se ha salvado. Nunca tuvimos noticias tuyas, dijo por fin María, y en este momento se le abrieron las fuentes de los ojos, era su primogénito el que allí estaba, tan alto, la cara ya de hombre, con unos inicios de barba, y la piel oscura de quien lleva una vida bajo el sol, cara al viento y al polvo del desierto. No llores, madre, tengo un trabajo, soy pastor, Pastor, Sí, Creía que habrías seguido el oficio que te enseñó tu padre, Pues acabé de pastor, eso es lo que soy, Cuándo volverás a casa, Ah, eso no lo sé, un día, Al menos, ven con tu madre y tus hermanos, vamos al Templo, No voy al Templo, madre, Por qué, aún tienes ahí tu cordero, Este cordero no va al Templo, tiene algún defecto, Ningún defecto, pero este cordero morirá cuando le llegue su hora natural, No te entiendo, No necesitas entenderme, si salvo a este cordero es para que alguien me salve a mí, Entonces, no vienes con la familia, estaba ya de vuelta, Adónde vas, voy al lugar al que pertenezco, al rebaño, Y por dónde anda, Está ahora en el valle Ayalón, Por dónde queda ese valle de Ayalón, Del otro lado, Del otro lado de qué, De Belén.
María retrocedió un paso, se quedó pálida, se podía ver cómo había envejecido, pese a tener sólo treinta años, Por qué hablas de Belén, preguntó, Porque fue allí donde encontré al pastor, mi patrón, Quién es, y antes de que el hijo tuviera tiempo de responder, dijo a los otros, Seguid, esperadme a la puerta, luego cogió a Jesús de la mano, lo condujo a la orilla del camino, Quién es, preguntó de nuevo, No lo sé, respondió Jesús, tiene nombre, Si lo tiene, no me lo ha dicho, le llamo Pastor, nada más, Cómo es, Muy alto, Dónde estabas cuando lo encontraste, En la cueva donde nací, Quién te llevó hasta allí, Una esclava llamada Zelomi que estuvo en mi nacimiento, Y él, Él, qué, Qué te dijo, Nada que tú no sepas. María se dejó caer al suelo como si una mano poderosa la hubiera empujado, Ese hombre es un demonio, Cómo lo sabes, te lo dijo él, No, la primera vez que lo vi me dijo que era un ángel, pero que no se lo dijera a nadie, Cuándo lo viste, El día en que tu padre supo que estaba embarazada de ti, apareció en nuestra puerta como un mendigo y dijo que era un ángel, Lo volviste a ver, en el camino, cuando tu padre y yo fuimos a Belén a censarnos, en la cueva donde naciste y la noche después del día en que te fuiste de casa, entró en el patio, yo pensé que serías tú, pero era él, lo vi por la rendija de la puerta arrancando el árbol que estaba al lado de la entrada, recuerdas, el árbol que nació en el sitio donde se enterró el cuenco con la tierra que brillaba, Qué cuenco, qué tierra, Nunca lo has sabido, fue el cuenco que el mendigo me dio antes de irse, una tierra que brillaba dentro del cuenco donde comió lo que le di, Si de la tierra hizo luz, sería realmente un ángel, Al principio creí que lo sería, pero también el diablo tiene sus artes. Jesús se había sentado al lado de su madre dejando libre al cordero, Sí, ya he comprendido que, cuando uno y otro están de acuerdo, no se puede distinguir a un ángel del Señor de un ángel de Satán, dijo, quédate con nosotros, no vuelvas con ese hombre, te lo pide tu madre, Le he prometido que volvería, cumpliré mi palabra, Promesas al diablo, sólo para engañarlo, ese hombre, que no es hombre, lo sé, ese ángel o ese demonio, me acompaña desde que nací y quiero saber por qué, Jesús, hijo mío, ven al Templo con tu madre y tus hermanos, lleva ese cordero al altar como es tu obligación y su destino y pídele al Señor que te libre de posesiones y de malos pensamientos, Este cordero morirá en su día, Éste es su día de morir, Madre, los corderos que de ti nacieron tendrán que morir, pero tú no querrás que mueran antes de su tiempo, Los corderos no son hombres, mucho menos si esos hombres son hijos, Cuando el Señor mandó a Abraham que matase a su hijo Isaac, no se notaba la diferencia, Soy una simple mujer, no sé responderte, sólo te pido que abandones esos malos pensamientos, Madre, los pensamientos son lo que son, sombras que pasan, no son ni buenos ni malos en sí, sólo las acciones cuentan, Alabado sea el Señor que me dio un hijo sabio, a mí, que soy una pobre ignorante, pero sigo diciéndote que esa no es ciencia de Dios, también se aprende con el Diablo, Y tú estás en su poder, Si por su poder se salva este cordero, algo se habrá ganado hoy en el mundo. María no respondió.
Volviendo de la puerta de la ciudad, Tiago se acercaba.
Entonces María se levantó, Encontré a mi hijo y volví a perderlo, dijo, y Jesús respondió, Si no lo tenías perdido, no lo has perdido ahora. Metió la mano en la alforja, sacó el dinero que había reunido, de limosnas todo, Es cuanto tengo, tantos meses para tan poco, trabajo por la comida, Mucho debes de querer a ese hombre que te gobierna para que con tan poco te contentes, El Señor es mi pastor, No ofendas a Dios, tú, que vives con un demonio, Quién sabe, madre, quién sabe, quizá sea un ángel servidor de otro dios que vive en otro cielo, El Señor dijo Yo soy el Señor, no tendrás a otro más que a mí, Amén , remató Jesús.
Tomó al cordero en brazos y dijo, Ahí viene Tiago, adiós, madre, y María dijo, Hasta parece que quieras más a ese cordero que a tu familia, En este momento, sí, respondió Jesús. Sofocada de dolor y de indignación, María lo dejó y corrió al encuentro del otro hijo. No se volvió nunca hacia atrás.
Por el lado de fuera de las murallas, ahora por otro camino, atravesando los campos, Jesús empezó la larga bajada hacia el valle de Ayalón. Se detuvo en una aldea, compró, con el dinero que la madre no quiso aceptar, algún alimento, pan e higos, leche para él y para el cordero, era leche de oveja, diferencias, si las había, no se notaban, al menos en este caso es posible aceptar que una madre bien valga por otra.
A quien le extrañase verlo por allí a aquellas horas, gastando dinero con un cordero que ya tendría que estar muerto, podríamos responderle que este muchacho, antes, era dueño de dos corderos, que uno de ellos fue sacrificado y está en la gloria del Señor, y que a éste lo rechazó el mismo Señor por sufrir un defecto, una oreja rasgada, Mire, Pero la oreja está entera, dijeron, Pues si lo está, yo mismo la desgarraré, diría Jesús, y, poniéndose el cordero sobre los hombros, seguiría su camino. Avistó el rebaño cuando ya la última luz de la tarde declinaba, más deprisa ahora porque el cielo se había ensombrecido con oscuras nubes bajas. Se respiraba en la atmósfera la tensión que anuncia las tormentas y, para confirmarlo, el primer relámpago desgarró los aires en el momento preciso en que el rebaño apareció ante los ojos de Jesús. No llovió, era una de aquellas tormentas que llamamos secas, que asustan más que las otras porque ante ellas nos sentimos realmente sin defensa, sin la cortina, por decirlo de alguna forma, y que nunca imaginaríamos protectora, de la lluvia y del viento, en verdad esta batalla es un enfrentamiento directo entre un cielo que se rasga y atruena y una tierra que se estremece y se crispa, impotente para responder a los golpes. A cien pasos de Jesús, una luz deslumbrante, insoportable, hendió de arriba abajo un olivo, que se incendió de inmediato, ardiendo con fuerza, como una antorcha de nafta. El choque y el estruendo de la tormenta, como si el cielo se hubiese rasgado de una vez, de horizonte a horizonte, tiraron a Jesús al suelo, sin conocimiento. Cayeron otros dos rayos, uno aquí, otro allá, como dos decisivas palabras, y después, poco a poco, los truenos empezaron a oírse más distantes, hasta perderse en un murmullo amable, una conversación de amigos entre el cielo y la tierra. El cordero, que había salido ileso de la caída, se acercó, pasado el susto, y vino a tocar con la boca la boca de Jesús, no gruñó ni olfateó, fue sólo un roce y fue, quiénes somos nosotros para dudarlo, suficiente.
Jesús abrió los ojos, vio al cordero, luego el cielo oscurísimo, como una mano negra que sofocara lo que quedaba del día. El olivo todavía estaba ardiendo. Al moverse, Jesús sintió dolores, pero se dio cuenta de que era señor de su cuerpo, si tal se puede decir de quien, con tanta facilidad, puede ser destruido y lanzado a tierra.
Con dificultad, consiguió sentarse y, más por el presentimiento del tacto que por la certificación de los ojos, comprobó que no estaba quemado ni tullido, que no tenía roto ningún miembro y que, exceptuando un zumbido fortísimo en la cabeza, que parecía un interminable sonido de chofar, estaba vivo y sano.
Cogió al cordero en brazos y yendo a buscar palabras donde no sabía que las tenía, dijo, No tengas miedo, sólo ha querido mostrarte que podría haberte matado, si quisiera, y a mí vino a decirme que no fui yo quien te salvó la vida, sino él. Un lento y último trueno se arrastró por el espacio como un suspiro, allí abajo la mancha blanquecina del rebaño era un oasis a la espera. Luchando todavía contra sus miembros entorpecidos, Jesús empezó a descender la ladera. El cordero, sólo por cautela sujeto por la cuerda, trotaba a su lado como un perrito.
Tras ellos, el olivo seguía ardiendo. Y a la luz que él proyectaba más que a la del crepúsculo que se extinguía, Jesús vio alzarse a su frente, como una aparición, la alta figura de Pastor, envuelto en aquel manto que parecía no tener fin, sosteniendo el cayado con el que podría, si lo levantase, tocar las nubes.
Dijo Pastor, Sabía que la tormenta estaba esperándote, Y yo debía saberlo, dijo Jesús, Qué cordero es ese, El dinero que tenía no bastaba para comprar el cordero de Pascua, por eso me puse a pedir a orillas del camino y vino un viejo que me dio éste que aquí ves, Y por qué no lo has sacrificado, No pude, no fui capaz. Pastor sonrió, Ahora lo entiendo mejor, te esperó, te dejó venir en paz hasta el rebaño para mostrar, ante mi vista, su fuerza. Jesús no respondió, le había dicho más o menos lo mismo al cordero, pero no quería, recién llegado, sostener una discusión más sobre las razones de Dios y de sus actos. Y ahora, este cordero, qué vas a hacer con él, Nada, lo he traído para que se quede con el rebaño, Los corderos blancos son todos iguales, mañana ya no lo reconocerás en medio de los otros, Él me conoce, Llegará el día en que empezará a olvidarte, además llegará a cansarse de ser él quien siempre te busque, el remedio sería marcarlo, darle un tajo en una oreja, por ejemplo, Pobre animalillo, No sé por qué, también tú estás marcado, te han cortado el prepucio para se sepa a quién perteneces, No es lo mismo, No debería serlo, pero lo es.
Mientras hablaban, Pastor había juntado alguna leña y se ocupaba ahora de encender una hoguera, sacando chispas con el eslabón. Dijo Jesús, Sería más fácil ir a buscar una rama de aquel olivo que está ardiendo, y Pastor respondió, Al fuego del cielo hay que dejarlo consumirse por sí mismo. El tronco del olivo era ahora una sola brasa que refulgía en la oscuridad, el viento arrancaba de él chispas, pedazos incandescentes de corteza, ramillas que volaban ardiendo y luego se apagaban. El cielo se mantenía pesado, insólitamente presente. Con lo que era en ellos habitual, hicieron Pastor y Jesús su cena, lo que llevó a Pastor a comentar, irónico, Este año no comes cordero pascual. Jesús oyó y calló, pero en el fondo no estaba contento, su problema, a partir de ahora, sería la insoluble contradicción entre comer cordero y no matar a los corderos. Bueno, qué hacemos, preguntó Pastor, y continuó, Marcamos o no marcamos al cordero, No soy capaz, dijo Jesús, Dámelo, yo me encargo de eso. Con un movimiento rápido y firme del cuchillo, Pastor seccionó la punta de una de las orejas, luego, sosteniendo el trocito cortado, preguntó, Qué quieres que haga con esto, lo entierro, lo tiro, y Jesús, sin pensarlo, respondió, Dámelo, y lo dejó caer en el fuego. Como hicieron con tu prepucio, dijo Pastor. De la oreja del cordero goteaba una sangre lenta, pálida, que en poco tiempo se estancaría. De las llamas, con el humo, se expandía el olor embriagador de tierna carne quemada. Así, al cabo del largo día, después de pasadas tantas horas en demostraciones pueriles y presuntuosas de un querer contrario, el Señor recibía, al fin, lo que le era debido, quién sabe si gracias a aquel majestuoso y atronador aviso de truenos y centellas que, por la vía irresistible de las casualidades profundas, habría encontrado camino para hacerse obedecer por los renitentes pastores. Cayó la última gota de sangre del cordero y la tierra la embebió, porque no estaría bien, de tan disputado sacrificio, perder lo más precioso.
Ahora bien, fue éste, precisamente, el animal, transformado ya por el tiempo en una oveja vulgarísima, sólo diferente de las otras en que le faltaba la punta de una oreja, el que, pasados unos tres años, vino a perderse en unos agrestes parajes al sur de Jericó, lindando con el desierto. En un tan grande rebaño, una oveja más o menos parece que da igual, pero este ganado, si todavía es necesario que lo recordemos, no es como los otros, tampoco los pastores se parecen a los que conocemos de vista o de oídas, por lo que no es de extrañar que Pastor, mirando desde una elevación del terreno, descubriera la falta de una cabeza de ganado sin que, para ello, hubiera tenido que contarlas todas. Llamó a Jesús y le dijo, Tu oveja no está en el rebaño, búscala, y como Jesús, en respuesta, no preguntó, Y cómo sabes tú que es la mía, tampoco lo preguntaremos nosotros. Lo que sí importa es ver cómo va a orientarse Jesús, entregado ahora a su poca ciencia de los lugares y a la falible intuición de los caminos por donde antes nadie había pasado en esta completa redondez del horizonte. Procedentes ellos de la parte fértil de Jericó, donde no quisieron entretenerse por estimar más la tranquilidad de un vagabundeo continuo que el fácil trato de las gentes, lo más probable sería que se perdiera la persona, o la oveja, sobre todo si adrede lo habían hecho, en sitios donde la fatiga de buscar alimento, por excesivo, no fuese agravante de la buscada soledad. Según esta lógica, estaba claro que la oveja de Jesús, disimulando, como quien no quiere la cosa, se había quedado atrás y debía de estar ahora retozando en los verdes de las márgenes frescas del Jordán, a la vista de Jericó, para mayor seguridad. No obstante, la lógica no lo es todo en la vida, y no es raro que justamente lo previsible, que lo es por ser el remate más plausible de una secuencia, o porque simplemente había sido anunciado antes, no es raro, decíamos, que lo previsible, guiado por razones que sólo son suyas, acabe escogiendo, para revelarse, una conclusión que podríamos llamar aberrante, tanto al lugar, como a la circunstancia. Si es éste el caso, entonces deberá nuestro Jesús buscar su extraviada oveja, no en aquellos lozanos prados de la retaguardia, sino en la árida y requemada sequedad del desierto que tiene ante él, de nada sirve aquí la fácil objeción de que la oveja no habría decidido perderse para ir a morirse de hambre y de sed, primero, porque nadie sabe lo que pasa realmente en el cerebro de una oveja, segundo, considerando la ya referida imprevisibilidad a que lo previsible recurre algunas veces. Al desierto irá Jesús, hacia allí se encamina ya, sin que a Pastor le haya sorprendido la resolución, antes bien, callado, la aprobó, con un lento y solemne movimiento de cabeza que, extraña idea, podía ser tomado también como un gesto de despedida.
Este desierto no es una de aquellas amplias, largas y conocidas extensiones de arena que el mismo nombre usan. Este desierto es más bien un mar de secas y duras colinas arenosas, encabalgadas unas en las otras, formando un laberinto inextricable de valles, en el fondo de los cuales apenas sobreviven unas raras plantas que parecen hechas sólo de espinos y cerdas, con las que tal vez pudieran atreverse las sólidas encías de una cabra, pero que, al primer contacto, desgarrarían los labios sensibles de una oveja. Este desierto es más amedrentador que los formados sólo de lisas arenas y de aquellas dunas inestables que mudan constantemente de forma y de hechura, en este desierto cada colina oculta y anuncia la amenaza que nos espera en la colina siguiente, y, cuando a ésta llegamos, temblando, sentimos de inmediato que la amenaza, la misma, pasó para detrás de nuestras espaldas.
Aquí, el grito que demos no responderá, por el eco, a la voz que lo gritó, lo que oiremos, sí, en respuesta, son las propias colinas gritando, o lo desconocido, lo no sabido, que en ellas se obstina en esconderse. He aquí, pues, que provisto sólo de su cayado y de su alforja, Jesús entró en el desierto.
Pocos pasos más allá, apenas acababa de cruzar los límites del mundo, notó, de súbito, que las viejas sandalias que fueron de su padre se deshacían bajo sus pies. Mucho habían durado, pese a todo, por la virtud remendera de las piezas asiduamente recosidas, a veces in extremis, pero ahora las artes de zapatero remendón de Jesús ya no podían auxiliar a sandalias que tantos y tantos caminos habían andado y tanto sudor amasado en polvo. Como si obedecieran a una orden, se desengarzaban los últimos hilos, se soltaban, flojas, las tiras, se partían sin remedio los atadijos, en menos tiempo del que lleva contarlo, quedaron descalzos los pies de Jesús sobre los restos de las sandalias. Recordó el muchacho, le llamamos así por hábito adquirido, que a los dieciocho años, siendo judío, más es hombre hecho y derecho que mocito adolescente, recordó Jesús sus antiguas sandalias guardadas durante todo este tiempo en la alforja como reliquia sentimental del pasado y, movido por una vana esperanza, intentó ponérselas.
Razón tuvo Pastor cuando le dijo, Pies que crecieron no vuelven a encoger, a Jesús le costaba trabajo entender que alguna vez sus pies hubieran podido caber en estas sandalias minúsculas. Estaba descalzo ante el desierto, como Adán cuando lo expulsaron del paraíso y, como él, vaciló antes de dar el primero y doloroso paso sobre el torturado suelo que lo llamaba. Pero luego, sin haberse preguntado por qué lo hacía, quizá sólo porque se acordó de Adán, dejó caer la alforja y el cayado y, levantándose la túnica por el orillo, se la quitó por la cabeza en un solo gesto, quedando, como Adán, desnudo.
Aquí, donde está, ya no lo ve Pastor, ningún borrego curioso lo siguió, desde el aire lo ven los pocos pájaros que por estas fronteras se atreven, y los bichos de la tierra, que son hormigas, alguna escolopendra, un escorpión que, de susto, alza el aguijón venenoso, estos no tienen memoria de hombre desnudo por estos sitios, ni saben para qué sirve. Si se lo preguntasen a Jesús, Por qué te has desnudado, tal vez respondería de una manera incomprensible para el entendimiento de los himenópteros, miriápodos y arácnidos, Al desierto sólo es posible ir desnudo. Desnudo, decimos nosotros, pese a los espinos que desgarran la piel y erizan los pelos del pubis, desnudos pese a las aristas que cortan y las arenas que desuellan, desnudo pese al sol que quema, reverbera y deslumbra, desnudo, en fin, para buscar la oveja perdida, aquella que nos pertenece porque con nuestra marca la marcamos. El desierto se abre a los pasos de Jesús para luego cerrarse, como cortándole el camino de retirada. El silencio resuena en los oídos como un sonido de caracola, de esas caracolas que llegan muertas y vacías a la playa y se quedan allí, llenándose del vasto rumor de las olas, hasta que alguien pasa y las encuentra y, acercándolas lentamente al oído, se pone a escuchar y dice, El desierto. Los pies de Jesús están sangrando, el sol aparta a las nubes para herirlo como una espada en los hombros, los espinos le cortan la piel de las piernas como uñas ávidas, las cerdas lo azotan, Oveja, dónde estás, grita él, y las colinas se pasan la consigna, Dónde estás, dónde estás, si se dijeran sólo esto sabríamos, por fin, qué es el eco perfecto, pero el largo y remoto son de la caracola se sobrepone, murmurando, Diiiiiiooos, Diiiiiiooos, Diiiiiiooos. Entonces, como si de pronto las colinas se hubiesen detenido en su camino, Jesús salió del laberinto de los valles hasta un espacio circular liso y arenoso donde, en el centro exacto, vio a la oveja. Corrió hacia ella todo lo que le permitían sus pies heridos, pero una voz lo detuvo, Espera. Una nube de la altura de dos hombres, que era como una columna de humo girando lentamente sobre sí misma, estaba ante él, y la voz llegó de la nube. Quién me habla, preguntó Jesús estremecido, pero adivinando ya la respuesta. La voz dijo, Yo soy el Señor, y Jesús supo entonces por qué tuvo que desnudarse en el umbral del desierto. Me has traído aquí, qué quieres de mí, preguntó, Por ahora, nada, pero un día lo querré todo, qué es todo, La vida, tú eres el Señor, siempre estás llevándote de nosotros las vidas que nos das, No tengo otro remedio, no puedo dejar que el mundo se detenga, Y mi vida, para qué la quieres, Todavía no es tiempo de que lo sepas, aún tendrás que vivir mucho, pero vengo a anunciártelo, para que vayas disponiendo el espíritu y el cuerpo, porque es de ventura suprema el destino que estoy preparando para ti, Señor, Señor, no comprendo ni lo que me dices ni lo que quieres de mí, Tendrás el poder y la gloria, qué poder, qué gloria, Lo sabrás cuando llegue la hora de que te llame otra vez, Cuándo será, No tengas prisa, vive tu vida como puedas, Señor, aquí estoy, si desnudo me has traído ante ti, no tardes, dame hoy lo que tienes guardado para darme mañana, quién te ha dicho que intento darte algo, Lo prometiste, Es un cambio, nada más que un cambio, Mi vida por no sé qué pago, El poder, Y la gloria, no se me olvida, pero si no me dices qué poder y sobre qué, qué gloria, y ante quién, será como una promesa hecha demasiado pronto, Volverás a encontrarme cuando estés preparado, pero mis señales te acompañarán desde ahora, Señor, dime, Calla, no preguntes más, la hora llegará, ni antes ni después, y entonces sabrás qué quiero de ti, Oírte, Señor, es obedecer, pero tengo que hacerte una pregunta más, No me aburras, Señor, es preciso, Habla, Puedo llevarme mi oveja, Ah, era eso, Sí, era sólo eso, puedo, No, Por qué, Porque la vas a sacrificar como prenda de la alianza que acabo de establecer contigo, Esta oveja, Sí, Te sacrificaré otra, voy hasta donde está el rebaño y vuelvo en seguida, No me contraríes, quiero ésta, Pero, Señor, ésta tiene un defecto, tiene la oreja cortada, Te equivocas, la oreja está intacta, fíjate bien, Cómo es posible, Yo soy el Señor y al Señor nada es imposible, Pero ésta es mi oveja, Te engañas de nuevo, el cordero era mío y tú me lo quitaste, ahora paga la oveja aquella deuda, Sea como quieres, el mundo todo te pertenece y yo soy tu siervo, Sacrifícala o no habrá alianza, Pero, mira Señor, que estoy desnudo, no tengo cuchillo ni puñal, estas palabras las dijo Jesús lleno de esperanza de poder salvar aún la vida de la oveja, y Dios le respondió, No sería yo el Señor si no pudiera resolverte esa dificultad, ahí tienes. Apenas dichas estas palabras, apareció a los pies de Jesús un cuchillo nuevo, Rápido, empieza, tengo otras cosas que hacer, dijo Dios, no puedo quedarme aquí eternamente. Jesús empuñó el cuchillo, avanzó hacia la oveja, que había alzado la cabeza, vacilante, como si no lo reconociera, pues nunca lo había visto desnudo, y, como se sabe, el olfato de estos animales no vale gran cosa.
Estás llorando, preguntó Dios, Siempre tengo los ojos así, dijo Jesús. El cuchillo se alzó, buscó el ángulo del golpe, y cayó velozmente como el hacha de las ejecuciones o la guillotina que todavía no se ha inventado. La oveja no soltó ni un balido, sólo se oyó, Aaaah, era Dios, suspirando de satisfacción.
Jesús preguntó, Y ahora, puedo irme ya, Puedes irte, y no olvides que a partir de hoy me perteneces por la sangre, Cómo debo alejarme de ti, En principio, da igual, para mí no hay delante y detrás, pero la costumbre es retroceder haciendo reverencias, Señor, Qué pesado eres, hombre, a ver, qué te pasa ahora, El pastor del rebaño, Qué pastor, El que anda conmigo; Qué, Es un ángel o un demonio, Es alguien a quien yo conozco, Pero dime, es ángel o demonio, Ya te lo he dicho, para Dios no hay delante ni detrás, que te diviertas. La columna de humo estaba y dejó de estar, la oveja había desaparecido, sólo la sangre se percibía aún, pero procuraba esconderse en la tierra.
Cuando Jesús llegó al campamento, Pastor lo miró fijamente y preguntó, La oveja, y él respondió, He encontrado a Dios, No te he preguntado si has encontrado a Dios, te he preguntado si encontraste la oveja, La he sacrificado, Por qué, Dios estaba allí, tuve que hacerlo.
Con la punta del cayado, Pastor hizo una raya en el suelo, profunda como el surco del arado, imposible de cruzar como una cerca de fuego, luego dijo, No has aprendido nada, vete.
Cómo voy a irme, con los pies así, pensó Jesús viendo alejarse a Pastor hacia el otro lado del rebaño. Dios, que tan limpiamente había hecho desaparecer a la oveja, no lo había beneficiado, desde dentro de la nube, con la gracia de su divina saliva, para que el mortificado Jesús pudiera, con ella, untar y sanar las heridas por las que seguía manando la sangre que brillaba sobre las piedras.
Pastor no lo ayudará, lanzó aquellas palabras conminatorias y se retiró como quien espera que la sentencia se cumpla y no intenta estar presente en los preparativos de la partida, y mucho menos despedirse. Trabajosamente, arrastrándose sobre las rodillas y las manos, Jesús llegó hasta la tienda, donde, en cada parada, se ordenaban los utensilios de gobierno del rebaño, los cántaros para la leche, las tablas para la prensadura, y también las pieles de oveja y de cabra que se iban curtiendo y con las que, por trueque, adquirían las cosas que necesitaban, una túnica, un manto, alimentos más variados. Pensó Jesús que no podrían culparlo si se cobrase el salario por su mano, cortando de las pieles de oveja una especie de sandalias o coturnos para envolver los pies, empleando después para atarlas unas tiras de piel de cabra, más manejable porque tienen menos pelo. Al ajustárselas dudó si la lana debería quedar por la parte de dentro o de fuera, y decidió al fin usarla como forro, por dentro, visto el mísero estado en que tenía los pies. Lo malo será que se le pegarán las heridas a los pelos, pero, como ya ha decidido que su camino va a ser la orilla del Jordán, bastará que meta los pies calzados en el agua y poco a poco se disolverá la sangre seca. El propio peso de las botazas, que eso es lo que parecen, metidas en el agua y empapadas, ayudará a despegar suavemente los pies del lanoso guateado, sin llevarse consigo las costras benevolentes y protectoras que se están formando. Algo de sangre que arrastra la corriente es señal, por su buen color, de que las heridas aún no se habían infectado, por mucho que cueste creerlo. Jesús, en su divagante caminata hacia el norte, se tomaba largos descansos, se quedaba sentado a la orilla del río, con los pies metidos en el agua, gozando del frescor y de la medicina. Le dolía haber sido expulsado de aquella manera, después de haberse encontrado con Dios, acontecimiento inaudito en el pleno sentido de la palabra, pues, que él supiera, no había hoy un solo hombre en toda Israel que pudiera envanecerse de haber visto a Dios y sobrevivir.
Cierto es que, lo que se dice ver, no vio, pero si se nos presenta una nube en el desierto, en forma de columna de humo, y dice, Yo soy el Señor, y mantiene después una conversación, no sólo lógica y sensata, sino con una expresión de autoridad sin réplica que sólo divina podía ser, cualquier duda, por pequeña que fuese, sería una ofensa. Que el Señor era el Señor, quedó demostrado con la respuesta dada cuando le preguntó acerca de Pastor, aquellas palabras despreocupadas, en las que era patente un poco de desprecio, pero también de intimidad, y luego reforzado por la negativa a responder si era ángel o diablo. Pero lo más interesante era que las palabras de Pastor, duras y aparentemente ajenas a la cuestión central, no hacían más que confirmar la verdad sobrenatural del encuentro, No te he preguntado si has encontrado a Dios, como si estuviera diciendo, Hasta ahí ya lo sé, como si el anuncio no lo hubiera sorprendido, como si lo supiera de antemano. Lo cierto era que no le había perdonado la muerte de la oveja, otro sentido no podían tener sus palabras finales, No has aprendido nada, vete, y después se retiró ostensiblemente hacia el otro lado del rebaño, y se mantuvo allí, de espaldas, hasta que él se hubo ido.
Ahora bien, en una de estas ocasiones en que Jesús dejaba su imaginación explayarse en previsiones de lo que podría querer el Señor cuando volvieran a encontrarse, las palabras de Pastor le sonaron repentinamente en sus oídos, tan claras y distintas como si estuviese a su lado, No has aprendido nada, y en ese instante el sentimiento de ausencia, de falta, de soledad, fue tan fuerte que su corazón gimió, allí estaba él, solo, sentado a la orilla del Jordán, mirando sus pies en la transparencia del río y viendo manar de uno de sus calcañares un leve hilo de sangre, y lentamente moverse entre dos aguas, de pronto no le pertenecían la sangre ni los pies, era su padre que llegaba, cojeando con sus calcañares agujereados, a gozar del fresco del Jordán, y le decía igual que Pastor, Tienes que volver al principio, no has aprendido nada. Jesús, como si alzase del suelo una pesada y larga cadena de hierro, recordaba su vida, eslabón por eslabón, el anuncio misterioso de su concepción, la tierra iluminada, el nacimiento en la cueva, los niños muertos de Belén, la crucifixión del padre, la herencia de las pesadillas, la huida de casa, el debate en el templo, la revelación de Zelomi, la aparición del pastor, la vida con el rebaño, el cordero salvado, el desierto, la oveja muerta, Dios. Y como esta última palabra era excesiva para que su espíritu pudiera ocuparse de ella, se fijó obsesivamente en un pensamiento, por qué un cordero que había sido salvado de la muerte acabó muriendo oveja, cuestión tan estúpida como cualquiera puede ver, pero que se comprenderá mejor si la traducimos así, Ninguna salvación es suficiente, cualquier condena es definitiva. El último eslabón de la cadena es éste, estar a la orilla del río Jordán, oyendo el doliente canto de una mujer que desde allí no se puede ver, oculta entre los juncos, tal vez lavando la ropa, tal vez bañándose, y Jesús quiere entender cómo esto es todo lo mismo, el cordero vivo que se transforma en oveja muerta, sus pies sangrando de la sangre de su padre y la mujer que canta, desnuda, tumbada boca arriba en el agua, los pechos duros sobresaliendo, el pubis negro soalzado en la ondulación de la brisa, no es verdad que Jesús hubiese visto, hasta hoy, una mujer desnuda, pero si un hombre, partiendo sólo de una columna de humo, puede ponerse a vaticinar lo que será estar con Dios cuando les llegue el día al uno y al otro, se comprenderá que las minucias de una mujer desnuda, suponiendo que sea apropiada la palabra, puedan ser imaginadas y creadas desde una música que se la oye cantar, incluso sin saber si las palabras nos son dirigidas.
José ya no está aquí, ha regresado a la fosa común de Séforis, de Pastor no asoma ni la punta del cayado, y Dios, que está en todas partes, como se dice, no eligió una columna de humo para mostrarse, tal vez esté en aquella agua que corre, la misma donde se baña la mujer. El cuerpo de Jesús dio una señal, se hinchó lo que tenía entre las piernas, como les sucede a todos los hombres y a todos los animales, la sangre corrió veloz a un mismo sitio hasta el punto de que se le secaron súbitamente las heridas, Señor, qué fuerte es este cuerpo, pero Jesús no fue en busca de la mujer, y sus manos rechazaron las manos de la tentación violenta de la carne, No eres nadie si no te quieres a ti mismo, no llegas a Dios si no llegas primero a tu cuerpo. No se sabe quién dijo estas palabras, pero Dios no las diría, no son cuentas de su rosario, de Pastor, sí, podrían ser, si no estuviese tan lejos de aquí, quizá, a fin de cuentas, fuesen las palabras de la canción que la mujer cantaba, en ese momento pensó qué agradable podría ser ir allí y pedirle que se las explicase, pero la voz ya no se oía, tal vez se la había llevado la corriente, o la mujer, simplemente, salió del agua para secarse y vestirse, acallando así su cuerpo. Jesús se calzó las zapatillas empapadas y se puso en pie, haciendo que el agua saliera de entre los lados, como si apretara una esponja. Mucho se reiría la mujer, si aquí viniera, al encontrarse con estas grotescas zapatillas, pero bien podría ser que esta risa de burla no durase mucho, cuando los ojos de ella subieran por el cuerpo de Jesús, adivinando las formas que la túnica esconde, y se detuvieran a mirar los ojos de él, doloridos por causas antiguas y ahora, por una razón nueva, ansiosos. Con pocas o ninguna palabra, el cuerpo de ella volverá a desnudarse y cuando haya sucedido lo que de estos casos siempre hay que esperar, ella le quitará las sandalias con gran cuidado, curará las heridas poniendo en cada pie un beso y envolviéndolos después, como un capullo de seda, en sus propios cabellos húmedos. No viene nadie por el camino, Jesús mira alrededor, suspira, busca un rincón escondido y hacia allí se encamina, pero se detiene de súbito, ha recordado a tiempo que el Señor le quitó la vida a Onán por derramar su semen en el suelo. Es verdad que si hubiera dado Jesús otra vuelta más analítica al episodio clásico, cosa que concordaba con sus procesos mentales, tal vez no lo detuviera la implacable severidad del Señor, y esto por dos razones, siendo la primera porque no había allí cuñada con quien debiera, por ley, dar posteridad a un hermano muerto, y la segunda, acaso más fuerte que la otra, porque el Señor tiene, tal como le hizo saber en el desierto, algunas firmes aunque no reveladas ideas en cuanto a su futuro, luego no es creíble ni lógico que se olvidara de las promesas hechas, estropeándolo todo porque una mano sin gobierno hubiese osado llegar a donde no debía, sabiendo el Señor lo que son las necesidades del cuerpo, no es sólo lo trivial de comer y de beber, trivial, decimos, habiendo otros ayunos no menos costosos de soportar. Estas y otras semejantes reflexiones, que deberían ayudar a Jesús a llevar adelante el humanísimo movimiento de buscar, para cierto fin, un refugio lejos de vistas ajenas, acabaron por tener efecto contraproducente, que el pensamiento se distrajo de lo que tenía en mente, se encontró envuelto en los meandros de su propio pensar, y el resultado fue írsele la voluntad de lo que quería, de deseo ni hablemos, que, siendo pecaminoso, un simple nada le hace vacilar y retraerse.
Resignado con su propia virtud, se echó Jesús la alforja al hombro, empuñó el cayado y se lanzó al camino.
En el primer día de este viaje a lo largo de la orilla del río Jordán, el hábito de cuatro años de aislamiento llevó a Jesús a apartarse de los lugares poblados que por allí había. Pero, a medida que se aproximaba al lago de Genesaret, se fue haciendo cada vez más difícil, para él, bordear las aldeas, rodeadas como estaban de campos cultivados, no siempre cómodos de atravesar, tanto por los desvíos que se veía obligado a hacer como por la desconfianza que su aire vagabundo despertaba en los labradores.
De modo que se decidió Jesús a ir al mundo, y la verdad es que no le disgustó lo que vio, sólo le importunaba mucho el ruido, del que casi se había olvidado. En la primera de estas aldeas en que entró, una traviesa banda de chiquillos lo siguió riéndose de sus botas, buena cosa fue, porque Jesús tenía dinero suficiente para comprarse unas sandalias nuevas, recordemos que no toca el dinero que lleva, desde aquel que le dio el fariseo, vivir cuatro años con tan poco y no tener necesidad de gastarlo es la máxima riqueza, no hay que pedirle más al Señor. Ahora, compradas las sandalias, quedó su tesoro reducido a dos monedas de exiguo valor, pero la penuria no lo aflige, ya poco le falta para llegar a su destino, Nazaret, su casa, a la que regresará porque un día, al dejarla, y parecía que para siempre la dejaba, dijo, De una manera u otra siempre volveré. Viene sin prisa, bordeando las mil curvas del Jordán, también es verdad que el estado en que llevaba los pies no le permitía grandes hazañas de andarín, pero la razón principal de su vagar consistía en su propia certeza de llegar, como si pensase, Es como si ya estuviese allí, pero otro sentimiento, ese menos consciente, retardaba sus pasos, algo que podría expresarse con palabras como éstas, Cuanto antes llegue, antes vuelvo a marcharme.
Subía a lo largo de la orilla del lago en dirección al norte, está ya a la altura de Nazaret, si quisiera llegar rápidamente a casa no tendría más que mover las piernas hacia el sol poniente, pero las aguas del lago lo retienen, azules, anchas, tranquilas, Le gusta sentarse a la orilla y seguir con la mirada las maniobras de los pescadores, alguna vez, de pequeño, vino a estos parajes acompañado de sus padres, pero nunca se detuvo a mirar con atención el trabajo de estos hombres que dejaban tras de sí todos los olores del pescado, como si también ellos fuesen habitantes del mar. Mientras anduvo por aquí, Jesús se ganó el sustento ayudando en lo que sabía, que era nada, y en lo que podía, que era poco, arrastrar una barca a tierra o empujarla al agua, echar una mano para arrastrar una red que se desbordaba, los pescadores le veían la necesidad en la cara y le daban dos o tres peces espinosos, llamados tilapias, como salario. Al principio, tímido, Jesús los asaba y comía aparte, pero habiéndose demorado por allí tres días, al segundo lo llamaron los pescadores para que formase rancho con ellos. Y al tercero, Jesús fue al mar, en la barca de dos hermanos que se llamaban Simón y Andrés, mayores que él, ninguno de los dos con menos de treinta años.
En medio de las aguas, Jesús, sin experiencia del oficio, riéndose él mismo de su torpeza, se atrevió, incitado por sus nuevos amigos, a lanzar la red, con aquel gesto abierto que, mirado de lejos, parece una bendición o un desafío, sin otro resultado que caerse al agua una de las veces que lo intentó. Simón y Andrés se rieron mucho, ya sabían que Jesús sólo entendía de cabras y ovejas, y Simón dijo, Mejor vida sería la nuestra si este otro ganado se dejara traer y llevar, y Jesús respondió, Por lo menos no se pierden, no se extravían, están aquí todos en el cuenco del lago, todos los días huyendo de la red, todos los días cayendo en ella. La pesca no había sido abundante, el fondo de la barca estaba poco menos que vacío, y Andrés dijo, Hermano, vámonos a casa, que este día ya dio de sí todo lo que podía. Simón asintió, Tienes razón, hermano, vámonos. Metió los remos en los toletes e iba a dar la primera de las remadas que los llevarían a la orilla, cuando Jesús, no pensemos que por inspiración o presentimiento mayor, fue sólo una manera, aunque inexplicable, de demostrar su gratitud, propuso que hicieran tres últimas tentativas. quién sabe si el rebaño de los peces, conducido por su pastor, habrá venido hacia nuestro lado, Simón se rió, esa es otra ventaja que tienen las ovejas, que se ven, y volviéndose a Andrés, Lanza la red, si no ganamos nada, tampoco perdemos, y Andrés lanzó la red y la red vino llena. Quedaron desorbitados de asombro los ojos de los pescadores, pero el asombro se transformó en portento y maravilla cuando la red, lanzada otra vez más, y una más aún, volvió llena las dos veces. De un mar que les parecía antes tan desierto de pescado como el agua recogida en un cántaro de una fuente límpida, salían, con nunca vista profusión, torrentes brillantísimos de agallas, escamas y aletas en las que la vista se confundía. Le preguntaron Simón y Andrés cómo supo que los peces habían llegado allí inesperadamente, qué mirada de lince descubrió el movimiento profundo de las aguas, y Jesús respondió que no, que no lo sabía, que fue apenas una idea, probar suerte una última vez antes de regresar. No tenían los dos hermanos motivos para dudarlo, el azar hace estos y otros milagros, pero Jesús, dentro de sí, se estremeció y se preguntó en el silencio de su alma, Quién hizo esto, Dijo Simón, Ayuda a escoger, ahora bien, es ésta una buena oportunidad para explicar que no nació en este mar de Genesaret la ecuménica sentencia, Todo lo que viene a la red es pescado, aquí los criterios son diferentes, pez será lo que la red trajo, pero la ley es clarísima en este punto, como en todos, He aquí lo que podéis comer de los diferentes animales acuáticos, podéis comer todo lo que, en las aguas, mares o ríos, tiene escamas y aletas, pero todo lo que no tiene aletas y escamas, en los mares o en los ríos, ya sea lo que pulula en el agua o los animales que en ella viven, es abominable para vosotros, y abominable seguirá siendo, no comáis su carne y considerad que sus cadáveres son abominables, todo lo que, en las aguas, no tiene escamas y aletas, será para vosotros abominable. Los peces réprobos de piel lisa, aquellos que no pueden ir a la mesa del pueblo del Señor, fueron así restituidos al mar, muchos de ellos incluso se habían acostumbrado ya y no se preocupaban cuando se los llevaba la red, sabían que pronto volverían al agua, sin peligro de morir sofocados. En su cabeza de peces creían beneficiarse de una benevolencia especial del Creador, e incluso de un amor particular, lo que los llevó, al cabo del tiempo, a considerarse superiores a los otros peces, los que dejaban en las barcas, que muchas y graves faltas debían de haber cometido bajo las oscuras aguas para que Dios, así, sin piedad, los dejase morir.
Cuando llegaron a la orilla, con mil artes y cuidados para no irse a pique, pues la superficie del lago lamía la borda como si quisiera engullir la barca, la sorpresa de la gente no tuvo explicación. Quisieron noticia de cómo había ocurrido aquello, sabiéndose que los otros pescadores regresaron con el fondo seco, pero, de tácito y común acuerdo, ninguno de los tres afortunados habló de las circunstancias de la pesca prodigiosa, Simón y Andrés, para no ver públicamente disminuidos sus méritos de expertos, Jesús porque no quería que los otros pescadores lo metieran como reclamo en sus respectivas compañías, lo que, decimos nosotros, sería de entera justicia, para que acabasen de una vez las diferencias entre hijos y entenados que tanto mal han traído al mundo. Este pensamiento hizo que Jesús anunciara esa noche que a la mañana siguiente partiría para Nazaret, donde lo esperaba la familia, después de cuatro años de ausencias y de andanzas que podían decirse del diablo, tan cargadas de fatigas estuvieron. Lamentaron mucho Simón y Andrés una decisión que los privaba del mejor ojeador de ganado acuático del que había memoria en los anales de Genesaret, lo lamentaron también los otros dos pescadores, Tiago y Juan, hijos de Zebedeo, muchachos un poco simplones, a los que, por broma, solían preguntar, Quién es el padre de los hijos de Zebedeo, y los pobres se quedaban boquiabiertos, perdidos de sí, y ni el hecho de saber la respuesta, que claro que la sabían, siendo ellos los hijos, ni esto les ahorraba un instante de perplejidad y de angustia. La pena que sentían por la marcha de Jesús no era sólo porque así se les escapaba la oportunidad de una pesca famosa, sino porque, siendo mozos, Juan era incluso más joven que Jesús, les hubiera gustado formar con él una tripulación de juveniles para competir con la generación más vieja. Su simplicidad de espíritu no era necedad ni retraso mental, lo que les pasaba es que iban por la vida como si siempre estuviesen pensando en otra cosa, por eso dudaban cuando les preguntaban cómo se llamaba el padre de los hijos de Zebedeo y no entendían por qué se reía la gente tan divertida, cuando, triunfalmente, respondían, Zebedeo. Juan hizo aún una tentativa, se acercó a Jesús y le dijo, Quédate con nosotros, nuestra barca es mayor que la de Simón, cogeremos más pesca, y Jesús, sabio y piadoso, le respondió, La medida del Señor no es la medida del hombre, sino la de su justicia.
Enmudeció Juan, se fue con la cabeza baja, y sin diligencias de otros interesados transcurrió la velada. Al día siguiente, Jesús se despidió de los primeros amigos que había encontrado en sus dieciocho años de vida y, con el fardel lleno, dando la espalda a este mar de Genesaret, donde, o mucho se engañaba o le hizo Dios una señal, orientó al fin sus pasos hacia las montañas, camino de Nazaret. Sin embargo, quiso el destino que, al atravesar la ciudad de Magdala, se le reventase una herida del pie que tardaba en curarse, y de tal modo que parecía que la sangre no quería parar. También quiso el destino que el peligroso accidente ocurriera a la salida de Magdala, casi enfrente de la puerta de una casa que estaba alejada de las otras, como si no quisiera aproximarse a ellas, o ellas la rechazaran. Viendo que la sangre no daba muestras de restañarse, Jesús llamó, Eh, los de dentro, dijo, y acto seguido apareció una mujer en la puerta, era como si estuviera esperando que la llamasen, aunque, por un leve aire de sorpresa que se insinuó en su cara, podríamos pensar que estaba habituada a que entrasen en su casa sin llamar, lo que, si bien consideramos las cosas, tendría menos razón de ser que en cualquier otro caso, pues esta mujer es una prostituta y el respeto que debe a su profesión le manda que cierre la puerta de la casa cuando recibe a un cliente. Jesús, que estaba sentado en el suelo, comprimiendo la desatada herida, echó una mirada rápida a la mujer que se acercaba, Ayúdame, dijo, y auxiliándose de la mano que ella le tendía, consiguió ponerse pie y dar unos pasos, cojeando. No estás en situación de andar, dijo ella, entra, que te curo la herida.
Jesús no dijo ni sí ni no, el olor de la mujer lo aturdía, hasta el punto de desaparecerle, de un momento a otro, el dolor que le provocara la llaga al abrirse, y ahora, con un brazo sobre los hombros de ella, sintiendo su propia cintura ceñida por otro que evidentemente no podía ser suyo, percibió el tumulto que le traspasaba el cuerpo en todas direcciones, si no es más exacto decir sentidos, porque en ellos, o en uno que tiene ese nombre, pero que no es la vista ni el oído ni el gusto ni el olfato ni el tacto, aunque pueda llevar una parte de cada uno, ahí es donde todo iba a dar, con perdón. La mujer le ayudó a entrar en el patio, cerró la puerta y lo hizo sentarse, espera, dijo. Entró y volvió con una bacía de barro y un paño blanco, llenó de agua la bacía, mojó el paño y, arrodillándose a los pies de Jesús, sosteniendo en la palma de la mano izquierda el pie herido, lo lavó cuidadosamente, limpiándolo de tierra, ablandando la costra rota de la que salía, con la sangre, una materia amarilla, purulenta, de mal aspecto.
Dijo la mujer, No va a ser el agua lo que te cure, y Jesús dijo, Sólo te pido que me ates la herida para poder llegar a Nazaret, allí la trataré, iba a decir, Mi madre me la tratará, pero se corrigió, pues no quería aparecer ante los ojos de la mujer como un chiquillo que, por un tropezón con una piedra, se echa a llorar, Mamá, mamaíta, a la espera de la caricia, un soplo suave en el dedo ofendido, un toque dulcificante de los dedos, No es nada, hijo mío, hala, ya pasó. De aquí a Nazaret todavía tienes mucho que andar, pero, si así lo quieres, espera al menos hasta que te ponga un ungüento, dijo la mujer, y entró en casa, donde tardó un poco más que antes. Jesús dio una vuelta alrededor del patio, sorprendido porque nunca había visto nada tan limpio y ordenado. Empieza a pensar que la mujer es una prostituta, no porque tenga una especial habilidad para adivinar profesiones a primera vista, aún no hace muchos días él mismo podría haber sido identificado por el olor que trasudaba a ganado caprino, y ahora todos dirán, Es pescador, se le fue aquel olor, vino otro que no trasuda menos. La mujer huele a perfume, pero Jesús, pese a su inocencia, que no es ignorancia, pues no le habían faltado ocasiones de ver cómo procedían carneros y machos cabríos, tiene sentido de sobra para considerar que el buen olor del cuerpo no es razón suficiente para afirmar que una mujer es prostituta.
Realmente, una prostituta debería oler a lo que más frecuenta, a hombre, como el cabrero huele a cabra y el pescador a pescado, aunque, tal vez, quién sabe, esas mujeres se perfuman tanto justamente porque quieren esconder, disimular o incluso olvidar el olor a hombre. La mujer reapareció con un tarrito y venía sonriendo como si alguien, dentro de la casa, le hubiera contado una historia divertida. Jesús la veía acercarse, pero, si no lo engañaban sus ojos, ella venía muy lentamente, como ocurre a veces en sueños, la túnica se movía, ondeaba, modelando al andar el balanceo rítmico de los muslos, y el cabello negro de la mujer, suelto, danzaba sobre sus hombros como el viento hace que dancen las espigas en el trigal, no había duda, la túnica, incluso para un lego, era de prostituta, el cuerpo de bailarina, la risa de mujer liviana, Jesús, en estado de aflicción, pidió a su memoria que lo socorriese con alguna de las apropiadas máximas de su célebre homónimo y autor, Jesús, hijo de Sira, y la memoria le respondió, susurrándole discretamente, desde el otro lado del oído, Huye del encuentro con una mujer liviana para no caer en sus celadas, y después, No andes mucho con una bailarina, no sea que perezcas en sus encantos, y finalmente, Nunca te entregues a las prostitutas si no quieres perder tus haberes y perderte tú mismo, que se pierda este Jesús de ahora bien pudiera acontecer, siendo hombre y tan joven, pero en cuanto a haberes, esos ya sabemos que no corren peligro porque no los tiene, por lo que él mismo se hallará a salvo, llegada la hora, cuando la mujer, antes de cerrar el trato, le pregunte, Cuánto tienes. Preparado para todo está Jesús, por eso no le sorprende la pregunta que ella le hace mientras, colocado ahora el pie de él sobre la rodilla de ella, le cubría de ungüento la herida, Cómo te llamas, Jesús, fue la respuesta, y no dijo de Nazaret porque antes ya lo había declarado, como ella, por ser aquí donde vivía, no dijo de Magdala, cuando, al preguntarle él a su vez el nombre, respondió que María.
Con tantos movimientos y observaciones, acabó María de Magdala de vendar el dolorido pie de Jesús, rematando con una sólida y pertinente atadura, Ya está, dijo ella, Cómo puedo agradecértelo, preguntó Jesús, y por primera vez sus ojos tocaron los ojos de ella, negros, brillantes como azabache, de donde fluía, como agua que sobre agua corriera, una especie de voluptuosa veladura que alcanzó de lleno el cuerpo secreto de Jesús. La mujer no respondió de inmediato, lo miraba, a su vez, como valorándolo, comprobando qué clase de hombre era, que de dineros ya se veía que no andaba bien provisto el pobre mozo, al fin dijo, Guárdame en tu recuerdo, nada más, y Jesús, No olvidaré tu bondad, y luego, llenándose de ánimo, No te olvidaré, Por qué, sonrió la mujer, Porque eres hermosa, Pues no me conociste en los tiempos de mi belleza, te conozco en la belleza de ahora. Se apagó la sonrisa de ella, Sabes quién soy, qué hago, de qué vivo, Lo sé, Sólo tuviste que mirarme y ya lo supiste todo, No sé nada, Que soy prostituta, Eso sí lo sé, Que me acuesto con los hombres por dinero, Sí, Eso es lo que te decía, que lo sabes todo de mí, Sólo sé eso. La mujer se sentó a su lado, le pasó suavemente la mano por la cabeza, le tocó la boca con la punta de los dedos, Si quieres agradecérmelo, quédate este día conmigo, No puedo, Por qué, No tengo con qué pagarte, Gran novedad esa, No te rías de mí, Tal vez no lo creas, pero más fácilmente me reiría de un hombre que llevara bien llena la bolsa, No es sólo cuestión de dinero, Qué es, entonces. Jesús se calló y volvió la cara hacia el otro lado. Ella no lo ayudó, podía haberle preguntado, Eres virgen, pero se mantuvo callada, a la espera. Se hizo un silencio tan denso y profundo que parecía que sólo los dos corazones sonaban, más fuerte y rápido el de él, el de ella inquieto con su propia agitación. Jesús dijo, Tus cabellos son como un rebaño de cabras bajando por las laderas de las montañas de Galad. La mujer sonrió y permaneció callada. Después Jesús dijo, Tus ojos son como las fuentes de Hesebon, junto a la puerta de Bat-Rabin. La mujer sonrió de nuevo, pero no habló.
Entonces volvió Jesús lentamente el rostro hacia ella y le dijo, No conozco mujer. María le tomó las manos, Así tenemos que empezar todos, hombres que no conocían mujer, mujeres que no conocían hombre, un día el que sabía enseñó, el que no sabía aprendió, Quieres enseñarme tú, Para que tengas otro motivo de gratitud, Así nunca acabaré de agradecerte, Y yo nunca acabaré de enseñarte.
María se levantó, fue a cerrar la puerta del patio, pero primero colgó cualquier cosa por el lado de fuera, señal que sería de entendimiento para los clientes que vinieran por ella, de que había cerrado su puerta porque llegó la hora de cantar, Levántate, viento del norte, ven tú, viento del mediodía, sopla en mi jardín para que se dispersen sus aromas, entre mi amado en su jardín y coma de sus deliciosos frutos. Luego, juntos, Jesús amparado, como antes hiciera, en el hombro de María, prostituta de Magdala que lo curó y lo va a recibir en su cama, entraron en la casa, en la penumbra propicia de un cuarto fresco y limpio.
La cama no es aquella rústica estera tendida en el suelo, con un cobertor pardo encima que Jesús siempre vio en casa de sus padres mientras allí vivió, éste es un verdadero lecho como aquel del que alguien dijo, Adorné mi cama con cobertores, con colchas bordadas de lino de Egipto, perfumé mi lecho con mirra, aloes y cinamomo. María de Magdala llevó a Jesús hasta un lugar junto al horno, donde era el suelo de ladrillo, y allí, rechazando el auxilio de él, con sus manos lo desnudó y lavó, a veces tocándole el cuerpo, aquí y aquí, y aquí, con las puntas de los dedos, besándolo levemente en el pecho y en los muslos, de un lado y del otro. Estos roces delicados hacían estremecer a Jesús, las uñas de la mujer le causaban escalofríos cuando le recorrían la piel, No tengas miedo, dijo María de Magdala.
Lo secó y lo llevó de la mano hasta la cama, Acuéstate, vuelvo en seguida. Hizo correr un paño en una cuerda, nuevos rumores de agua se oyeron, después una pausa, el aire de repente pareció perfumado y María de Magdala apareció, desnuda. Desnudo estaba también Jesús, como ella lo dejó, el muchacho pensó que así era justo, tapar el cuerpo que ella descubriera habría sido como una ofensa. María se detuvo al lado de la cama, lo miró con una expresión que era, al mismo tiempo, ardiente y suave, y dijo, Eres hermoso, pero para ser perfecto tienes que abrir los ojos. Dudando los abrió Jesús, e inmediatamente los cerró, deslumbrado, volvió a abrirlos y en ese instante supo lo que en verdad querían decir aquellas palabras del rey Salomón, Las curvas de tus caderas son como joyas, tu ombligo es una copa redondeada llena de vino perfumado, tu vientre es un monte de trigo cercado de lirios, tus dos senos son como dos hijos gemelos de una gacela, pero lo supo aún mejor, y definitivamente, cuando María se acostó a su lado y, tomándole las manos, acercándoselas, las pasó lentamente por todo su cuerpo, cabellos y rostro, el cuello, los hombros, los senos, que dulcemente comprimió, el vientre, el ombligo, el pubis, donde se demoró, enredando y desenredando los dedos, la redondez de los muslos suaves, y mientras esto hacía, iba diciendo en voz baja, casi en susurro, Aprende, aprende mi cuerpo. Jesús miraba sus propias manos, que María sostenía, y deseaba tenerlas sueltas para que pudieran ir a buscar, libres, cada una de aquellas partes, pero ella continuaba, una vez más, otra aún, y decía, Aprende mi cuerpo, aprende mi cuerpo, Jesús respiraba precipitadamente, pero hubo un momento en que pareció sofocarse, eso fue cuando las manos de ella, la izquierda colocada sobre la frente, la derecha en los tobillos, iniciaron una lenta caricia, una en dirección a la otra, ambas atraídas hacia el mismo punto central, donde, una vez llegadas, no se detuvieron más que un instante, para regresar con la misma lentitud al punto de partida, desde donde iniciaron de nuevo el movimiento. No has aprendido nada, vete, dijo Pastor, y quizá quisiese decir que no aprendió a defender la vida.
Ahora María de Magdala le enseñaba, Aprende de mi cuerpo, y repetía, pero de otra manera, cambiándole una palabra, Aprende tu cuerpo, y él lo tenía ahí, su cuerpo, tenso, duro, erecto, y sobre él estaba, desnuda y magnífica, María de Magdala, que decía, Calma, no te preocupes, no te muevas, déjame a mí, entonces sintió que una parte de su cuerpo, esa, se había hundido en el cuerpo de ella, que un anillo de fuego lo envolvía, yendo y viniendo, que un estremecimiento lo sacudía por dentro, como un pez agitándose, y que de súbito se escapaba gritando, imposible, no puede ser, los peces no gritan, él, sí, era él quien gritaba, al mismo tiempo que María, gimiendo, dejaba caer su cuerpo sobre el de él, yendo a beberle en la boca el grito, en un ávido y ansioso beso que desencadenó en el cuerpo de Jesús un segundo e interminable estremecimiento.
Durante todo el día nadie llamó a la puerta de María de Magdala. Durante todo el día, María de Magdala sirvió y enseñó al muchacho de Nazaret que, sin conocerla ni para bien ni para mal, llegó hasta su puerta pidiéndole que lo aliviara de los dolores y curase de las llagas que, pero eso no lo sabía ella, nacieron de otro encuentro, en el desierto, con Dios. Dios le dijo a Jesús, A partir de hoy me perteneces por la sangre, el Demonio, si lo era, lo despreció, No aprendiste nada, vete, y María de Magdala, con los senos cubiertos de sudor, el pelo suelto que parecía echar humo, la boca túmida, ojos como de agua negra, No te unirás a mí por lo que te enseñé, pero quédate esta noche conmigo. Y Jesús, sobre ella, respondió, Lo que me enseñas no es prisión, es libertad. Durmieron juntos, pero no sólo aquella noche.
Cuando despertaron alta ya la mañana, y después de que, una vez más, sus cuerpos se buscaran y se hallaran, María miró la herida del pie de Jesús, Tiene mejor aspecto, pero todavía no deberías irte a tu tierra, te va a dañar el camino con ese polvo, No puedo quedarme, y si tú misma dices que estoy mejor, Puedes quedarte, el caso es que quieras, en cuanto a la puerta del patio, va a estar cerrada todo el tiempo que lo deseemos, Tu vida, Mi vida, ahora, eres tú, Por qué, Te responderé con palabras del rey Salomón, mi amado metió su mano en la abertura de la puerta y mi corazón se estremeció, Y cómo puedo ser yo tu amado si no me conoces, si soy sólo alguien que vino a pedirte ayuda y de quien tuviste pena, pena de mis dolores y de mi ignorancia, Por eso te amo, porque te he ayudado y te he enseñado, pero tú no podrás amarme a mí, pues no me enseñaste ni me ayudaste, No tienes ninguna herida, La encontrarás si la buscas, Qué herida es, Esa puerta abierta por donde entraban otros y mi amado no, Dijiste que soy tu amado, Por eso se cerró la puerta después de que tú entraras, No sé qué puedo enseñarte, a no ser lo que de ti he aprendido, Enséñame también eso, para saber cómo es aprenderlo de ti, No podemos vivir juntos, Quieres decir que no puedes vivir con una prostituta, Sí, Mientras estés conmigo, no seré una prostituta, no lo soy desde que aquí entraste, en tus manos está el que siga siéndolo o no, Me pides demasiado, Nada que no puedas darme por un día, dos días, el tiempo que tu pie tarde en curarse, para que después se abra otra vez mi herida, He tardado dieciocho años en llegar aquí, Algunos días más no te harán diferente, eres joven aún, Tú también eres joven, Mayor que tú, más joven que tu madre, Conoces a mi madre, No, Entonces por qué lo has dicho, Porque yo no podría tener un hijo que tuviera hoy tu edad, Qué estúpido soy, No eres estúpido, sólo inocente, Ya no soy inocente, Por haber conocido mujer, No lo era ya cuando me acosté contigo, Háblame de tu vida, pero ahora no, ahora sólo quiero que tu mano izquierda descanse sobre mi cabeza y tu derecha me abrace.
Jesús se quedó una semana en casa de María de Magdala, el tiempo necesario para que bajo la costra de la herida se formara una nueva piel. La puerta del patio estuvo siempre cerrada. Algunos hombres impacientes, picados de celo o de despecho, llamaron, ignorando deliberadamente la señal que debería mantenerlos apartados.
Querían saber quién era ese que se demoraba tanto, y alguno más gracioso soltó un zurriagazo, O será porque no puede, o será porque no sabe, ábreme, María, que le explicaré a ese cómo se hace, y María de Magdala salió al patio a responder, Quienquiera que seas, lo que pudiste no volverás a poder, lo que hiciste no volverás a hacerlo jamás, Maldita mujer, Vete, que bien equivocado vas, no encontrarás en el mundo mujer más bendita de lo que yo soy.
Fuese por este incidente, o porque así tenía que ser, nadie más llamó a su puerta, en todo caso lo más probable es que ninguno de aquellos hombres, moradores de Magdala o transeúntes informados, hubiera querido arriesgarse a que una maldición los condenara a la impotencia, pues es general convicción que las prostitutas, sobre todo las de alto coturno, diplomadas o de amplio curriculum, sabiéndolo todo de las artes de alegrar el sexo de un hombre, también son muy competentes para reducirlo a una soturnidad irremediable, cabizbajo, sin ánimo ni apetitos. Gozaron, pues, María y Jesús de tranquilidad durante aquellos ocho días, durante los cuales las lecciones dadas y recibidas acabaron por ser un discurso solo, compuesto de gestos, descubrimientos, sorpresas, murmullos, invenciones, como un mosaico de teselas que no son nada una por una y todo acaban siendo después de juntas y puestas en sus lugares. Más de una vez, María de Magdala quiso volver a aquella curiosidad de saber de la vida del amado, pero Jesús cambiaba de charla, respondía, por ejemplo, Entro en mi jardín, hermana mía, esposa, a coger de mi mirra y de mi bálsamo, a comer la miel virgen del panal, a beber de mi vino y de mi leche, y, habiendo dicho todo esto con tanta pasión, pasaba en seguida de la recitación del versículo al acto poético, en verdad, en verdad te digo, querido Jesús, así no se puede conversar. Pero un día decidió Jesús hablar de su padre carpintero y de su madre cardadora de lana, de sus ocho hermanos, y que, según costumbre, comenzó aprendiendo el oficio paterno, pero después fue pastor durante cuatro años, que estaba ahora de regreso a casa, anduvo unos días con pescadores, pero no el tiempo suficiente para aprender de ellos su arte.
Cuando Jesús contó esto, era la caída de la tarde, estaban en el patio comiendo, de vez en cuando alzaban la cabeza para ver el rápido vuelo de las golondrinas que pasaban soltando sus gritos estridentes, el silencio que se hizo entre los dos parecía indicar que todo estaba dicho, el hombre se había confesado a la mujer, pero la mujer, como si nada fuese aquello, preguntó, Sólo eso, él hizo una señal afirmativa, Sí, sólo esto. El silencio ahora era completo, los círculos de las golondrinas rodaban sobre otros parajes, y Jesús dijo, Mi padre fue crucificado hace cuatro años en Séforis, se llamaba José, Si no me equivoco, eres el primogénito, Sí, soy el primogénito, Entonces no entiendo cómo no te has quedado con tu familia, era tu deber, Hubo diferencias entre nosotros, no me preguntes más, Nada sobre tu familia, pero esos años de pastor, háblame de ese tiempo, No hay nada que decir, siempre es lo mismo, son las cabras, son las ovejas, son los cabritos, son los borregos, y la leche, mucha leche, leche por todas partes, Te gustaba ser pastor, Me gustaba, sí, Y por qué lo dejaste, Me aburría, tenía nostalgia de la familia, Nostalgia, qué es eso, Pena de estar lejos, Estás mintiendo, Por qué dices que estoy mintiendo, Porque he visto miedo y remordimiento en tus ojos. Jesús no respondió.
Se levantó, dio una vuelta por el patio, después se detuvo ante María, Un día, cuando volvamos a encontrarnos, tal vez te cuente el resto, si entonces me prometes que no le dirás nada a nadie, Ahorrabas tiempo si me lo dijeras ahora, Te lo diré, sí, pero sólo si nos volvemos a encontrar, Piensas que entonces ya no seré prostituta, que no puedes tener ahora confianza en mí, piensas que sería capaz de vender tus secretos por dinero o dárselos a cualquiera que llegase, por diversión, a cambio de una noche de amor más gloriosa que las que yo te di y tú me has dado, No es esa la razón por la que prefiero callarme, Pues yo te digo que María de Magdala estará junto a ti, prostituta o no, cuando la necesites, Quién soy yo para merecer esto, Tú no sabes quién eres. Aquella noche regresó la antigua pesadilla, después de haber sido, en los últimos tiempos, sólo una angustia vaga que se infiltraba en los intersticios de los sueños comunes, al fin habitual y soportable. Pero esta noche, quizá por ser la última que Jesús dormía en aquella cama, quizá porque él había hablado de Séforis y de los crucificados, la pesadilla, como una serpiente gigantesca que estuviera despertando de la hibernación, empezó a desenrollar lentamente sus anillos, a levantar su horrible cabeza, y Jesús despertó entre gritos, cubierto de sudores fríos. Qué te pasa, qué te pasa, le preguntaba María, afligida, Un sueño, sólo un sueño, se defendió él, Cuéntamelo, y esta simple palabra fue dicha con tanto amor, con tanta ternura, que Jesús no pudo contener las lágrimas y, después de las lágrimas, las palabras que había querido esconder, Sueño que viene mi padre a matarme, Tu padre está muerto, tú estás vivo, aquí, Yo soy un niño, estoy en Belén de Judea y mi padre viene a matarme, Por qué en Belén, Porque allí nací, Quizá pienses que tu padre no quería que hubieses nacido, eso es lo que el sueño está diciendo, Tú no sabes nada, No, no sé nada, Hubo niños de Belén que murieron por culpa de mi padre, Los mató él, Los mató porque no los salvó, no fue su mano la que manejó el puñal, Y en tu sueño, eres uno de esos niños, He muerto mil muertes, Pobre de ti, pobre Jesús, Por esto me fui de casa, Al fin comprendo, Crees que comprendes, Qué más falta, Lo que aún no te puedo decir, Lo que me dirás cuando volvamos a encontrarnos, Sí. Jesús se quedó dormido con la cabeza en el hombro de María, respirando sobre su seno. Ella permaneció despierta todo lo que quedaba de la noche. Le dolía el corazón porque la mañana no iba a tardar en separarlos, pero su alma estaba serena. El hombre que descansaba a su lado era, lo sabía, aquel por quien había esperado toda la vida, el cuerpo que le pertenecía y a quien su cuerpo pertenecía, virgen el de él, usado y manchado el suyo, pero hay que tener en cuenta que el mundo comenzó, lo que se dice comenzar, hace apenas ocho días, y sólo esta noche se halló confirmado, ocho días no es nada si lo comparamos con un futuro intacto, por decirlo de alguna manera, además, siendo tan joven este Jesús que apareció ante mí, y yo, María de Magdala, yo estoy aquí, acostada con un hombre, como tantas veces, pero ahora perdida de amor y sin edad.
Gastaron la mañana preparando el viaje, que parecía que el muchacho fuera al fin del mundo, cuando ni doscientos estadios va a tener que andar, nada que un hombre de constitución normal no pueda hacer entre el sol del mediodía y el crepúsculo de la tarde, incluso teniendo en cuenta que de Magdala a Nazaret no todo es camino llano, por allí no faltan cuestas escarpadas y descampados pedregosos. Ten cuidado, que por ahí andan bandas de guerra alzadas contra los romanos, dijo María, Todavía, preguntó Jesús, Has vivido lejos, esto es Galilea, Y yo soy galileo, no me harían mal, No eres galileo si naciste en Belén de Judea, Mis padres me concibieron en Nazaret, y yo, realmente, ni en Belén nací, nací en una cueva, en el interior de la tierra, y ahora me parece que he vuelto a nacer aquí en Magdala, De una prostituta, Para mí no eres prostituta, dijo Jesús con violencia, Es lo que fui. Hubo un largo silencio después de estas palabras, María a la espera de que Jesús hablase, Jesús dándole vueltas a una inquietud que no lograba dominar. Al fin preguntó, Aquello que colgaste en la puerta para que ningún hombre entrase, vas a retirarlo, María de Magdala lo miró con expresión seria, luego sonrió con malicia, No podría tener dentro de casa dos hombres al mismo tiempo, Qué quiere decir eso, Que tú te vas, pero continúas aquí. Hizo una pausa, y terminó, La señal que está colgada en la puerta continuará allí, Pensarán que estás con un hombre, Si lo piensan, pensarán bien, porque estaré contigo, Nadie más entrará aquí, Tú lo has dicho, esta mujer a quien llaman María de Magdala dejó de ser prostituta cuando aquí entraste, De qué vas a vivir, Sólo los lirios del campo crecen sin trabajar y sin hilar, Jesús tomó sus manos y dijo, Nazaret no está lejos de Magdala, uno de estos días vendré a verte, Si me buscas, aquí me encontrarás, Mi deseo será encontrarte siempre, Me encontrarías incluso después de morir, Quieres decir que voy a morir antes que tú, Soy mayor, seguro que moriré primero, pero, si lo hicieras tú antes que yo, seguiría viviendo para que me puedas encontrar, Y si eres tú la primera en morir, Bendito sea quien te trajo a este mundo cuando yo estaba todavía en él. Después de esto, María de Magdala sirvió de comer a Jesús, y él no necesitó decirle, Siéntate conmigo, porque desde el primer día, en la casa cerrada, este hombre y esta mujer habían dividido y multiplicado entre sí los sentimientos y los gestos, los espacios y las sensaciones, sin excesivos respetos de regla, norma o ley. Cierto es que no sabrían cómo respondernos si ahora les preguntásemos de qué modo se comportarían si no se encontraran protegidos y libres entre estas cuatro paredes, entre las cuales pudieron, por unos días, tallar un mundo a la simple imagen y semejanza de hombre y mujer, más a la de ella que a la de él, digámoslo de paso, pero, habiendo sido ambos tan perentorios en cuanto a sus futuros encuentros, basta que tengamos la paciencia de esperar el lugar y la hora en que, juntos, se enfrenten con el mundo de fuera de la puerta, ese que ya se pregunta con inquietud, Qué pasa ahí dentro, y no es en jadeos de alcoba y cama en lo que piensan. Después de haber comido, María le calzó las sandalias a Jesús y dijo, Tienes que irte si quieres llegar a Nazaret antes de que anochezca, Adiós, dijo Jesús, y tomando la alforja y el cayado, salió al patio. El cielo estaba nublado por igual, como un forro de lana sucia, al Señor no le sería fácil ver, desde lo alto, lo que estaban haciendo sus ovejas. Jesús y María de Magdala se despidieron con un abrazo que parecía no tener fin, también se besaron, pero con menos demora, nada raro si tenemos en cuenta que esa no era costumbre de aquellos tiempos.