Mucho se ha hablado de las coincidencias de las que la vida está hecha, tejida y compuesta, pero casi nada de los encuentros que, día a día, van aconteciendo en ella, y eso a pesar de que son estos encuentros, casi siempre, los que orientan y determinan la misma vida, aunque en defensa de aquella concepción parcial de las contingencias vitales sea posible argumentar que un encuentro es, en su más riguroso sentido, una coincidencia, lo que no significa, claro está, que todas las coincidencias tengan que ser encuentros. En los casos generales de este evangelio, ha habido coincidencias bastantes y, en cuanto a los particulares de la vida de Jesús propiamente dicha, sobre todo desde que, habiendo él salido de casa, pasamos a prestarle una atención exclusiva, puede observarse que no han faltado los encuentros. Dejando de la lado la infortunada peripecia de los ladrones camineros, por no ser futuribles los efectos que en el porvenir próximo y distante puedan acabar teniendo, este primer viaje independiente de Jesús se ha mostrado bastante rico en encuentros, como la aparición providencial del fariseo filántropo, gracias al cual no sólo el afortunado muchacho pudo sacarse el hambre de la barriga, como, por emplear en comer el tiempo que empleó, llegó al Templo a la hora de oír las preguntas y escuchar las respuestas que, por así decirlo, harían de colchón a la cuestión que trajo de Nazaret, acerca de responsabilidades y culpas, si todavía nos acordamos. Dicen los entendidos en las reglas del bien contar cuentos que los encuentros decisivos, tal como sucede en la vida, deberán ir entremezclados y entrecruzarse con otros mil de poca o nula importancia, a fin de que el héroe de la historia no se vea transformado en un ser de excepción a quien todo le puede ocurrir en la vida, salvo vulgaridades. Y también dicen que es éste el proceso narrativo que mejor sirve al siempre deseado efecto de la verosimilitud, pues si el episodio imaginado y descrito no es ni podrá convertirse nunca en hecho, en dato de la realidad, y ocupar lugar en ella, al menos ha de procurarse que pueda parecerlo, no como en el relato presente, en el que de modo tan manifiesto se ha abusado de la confianza del lector, llevando a Jesús a Belén para, de buenas a primeras, darse de bruces, nada más llegar, con la mujer que hizo de partera en su nacimiento, como si ya no pasara de la raya el encuentro y los puntos de partida adelantados por la otra que venía con el hijo en brazos, colocada adrede para las primeras informaciones. Pero lo más difícil de creer está por venir, después de que la esclava Zelomi hubiera acompañado a Jesús a la cueva y lo dejara allí, porque así se lo pidió él, sin contemplaciones, Déjame solo, entre estas oscuras paredes, quiero, en este gran silencio, escuchar mi primer grito, si los ecos pueden durar tanto, éstas fueron las palabras que la mujer creyó haber oído y por eso aquí se registran, aunque sean, en todo, una ofensa más a la verosimilitud, debiendo nosotros imputarlas, por precaución lógica, a la evidente senilidad de la anciana. Se fue pues Zelomi con su vacilante andar de vieja, paso a paso tanteando la firmeza del suelo con el cayado sostenido con ambas manos, aunque más hermosa acción habría sido la del muchacho si hubiera ayudado a la pobre y sacrificada mujer a regresar a casa, pero la juventud es así, egoísta, presuntuosa, y Jesús, que él sepa, no tiene motivos para ser diferente de los de su edad.

Está sentado en una piedra, al lado, sobre otra piedra, el candil encendido ilumina débilmente las paredes rugosas, la mancha más oscura de los carbones en el sitio de la hoguera, las manos caídas, flojas, el rostro serio, Nací aquí, pensaba, dormí en aquel comedero, en esta piedra en la que ahora estoy sentado se sentaron mi padre y mi madre, aquí estuvimos escondidos mientras los soldados de Herodes andaban matando niños, por más que haga no conseguiré oír el grito de vida que di al nacer, tampoco oigo los gritos de muerte de los niños y de los padres que los veían morir, nada viene a romper el silencio de esta cueva donde se juntaron un principio y un fin, pagan los padres por las culpas que tuvieron, los hijos por las que acabaron teniendo, así me lo explicaron en el Templo, pero si la vida es una sentencia y la muerte una justicia, entonces nunca hubo en el mundo gente más inocente que aquella de Belén, los niños que murieron sin culpa y los padres que esa culpa no tuvieron, ni gente más culpable habrá habido que mi padre, que calló cuando debería haber hablado, y ahora éste que soy, a quien le fue perdonada la vida para que conociese el crimen que le perdonó la vida, aunque no tenga otra culpa, ésta me matará. En la penumbra de la cueva Jesús se levantó, parecía como si quisiera huir pero no dio más de dos pasos inciertos, se le doblaron de pronto las piernas, sus manos acudieron a los ojos para sostener las lágrimas que rompían, pobre muchacho, allí enroscado y revolcándose en el polvo como si sintiese un dolor infinito, he aquí que lo vemos sufriendo el remordimiento de aquello que no hizo, pero de lo que, mientras viva, será, oh incurable contradicción, el primer culpable. Este río de agónicas lágrimas, digámoslo ya, dejará para siempre en los ojos de Jesús una marca de tristeza, un continuo, húmedo y desolado brillo, como si, en cada momento, hubiera acabado de llorar. Pasó el tiempo, fuera fue poniéndose el sol, se hicieron más largas las sombras de la tierra, preanunciando la gran sombra que de lo alto descenderá con la noche, y la mudanza del cielo hasta en el interior de la cueva podía notarse, las tinieblas ya cercan y sofocan la mínima almendra luminosa del candil, cierto es que se le está acabando el aceite, así también será cuando el sol esté apagándose, entonces los hombres se dirán los unos a los otros, Estamos perdiendo la vista, y no saben que los ojos ya no les sirven de nada.

Jesús duerme ahora, lo rindió el misericordioso cansancio de estos días, la muerte terrible del padre, la herencia de la pesadilla, la confirmación resignada de la madre y, luego, el penoso viaje a Jerusalén, el Templo aterrador, las palabras sin consuelo proferidas por el escriba, el descenso a Belén, el destino, la esclava Zelomi llega desde el fondo del tiempo para traerle el conocimiento final, no es sorprendente que el cuerpo extenuado hubiera hecho que el mísero espíritu cayera con él, ambos parecían reposar, pero ya el espíritu se mueve y en sueños hace que el cuerpo se levante para ir ambos a Belén, y allí, en medio de la plaza, confesar la tremenda culpa, Yo soy, dirá el espíritu con la voz del cuerpo, aquel que trajo la muerte a vuestros hijos, juzgadme, condenad este cuerpo que os traigo, el cuerpo del que soy ánimo y alma, para que lo podáis atormentar y torturar, pues sabido es que sólo por el castigo y por el sacrificio de la carne se podrá alcanzar la absolución y el premio del espíritu. En el sueño están las madres de Belén con los hijos muertos en los brazos, sólo uno de ellos está vivo y la madre es aquella mujer que encontró Jesús con el niño en brazos, es ella quien responde, Si no puedes restituirles la vida, cállate, ante la muerte no hay palabras. El espíritu, humillándose, se recogió en sí mismo como una túnica doblada tres veces, entregando el cuerpo inerme a la justicia de las madres de Belén, pero Jesús no llegará a saber que podría sacar de allí el cuerpo salvo, era lo que la mujer que todavía llevaba en brazos al niño vivo se disponía a anunciarle, Tú no tienes la culpa, vete, cuando lo que a él le pareció un repentino y ofuscante resplandor inundó la cuerva y lo despertó de golpe, Dónde estoy, fue su primer pensamiento, y levantándose con dificultad del suelo, los ojos lagrimosos, vio a un hombre alto, gigantesco, con una cabeza de fuego, pero pronto se dio cuenta de que lo que le pareció cabeza era una antorcha alzada en la mano derecha casi hasta el techo de la cueva, la cabeza verdadera estaba un poco más abajo, por el tamaño podía ser la de Goliat, pero la expresión del rostro no tenía nada de furor guerrero, más bien era la sonrisa complacida de quien, habiendo buscado, halló. Jesús se levantó y retrocedió hasta la pared de la cueva, ahora podía ver mejor la cara del gigante, que al fin no lo era tanto, sólo un palmo más alto que los hombres más altos de Nazaret, las ilusiones ópticas, sin las que no hay prodigios ni milagros, no son un descubrimiento de nuestra época, basta ver que el propio Goliat no acabó jugando al baloncesto sólo porque nació antes de tiempo. Quién eres, preguntó el hombre, pero se notaba que era sólo para iniciar la charla. Colocó la antorcha en una grieta de la roca, dejó contra la pared dos palos que llevaba, uno pulido por el uso, de gruesos nudos, otro que parecía acabado de desgajar del árbol, aún con la corteza, y luego se sentó en la piedra mayor, componiendo sobre los hombros el amplio manto en que se envolvía. Soy Jesús de Nazaret, respondió el muchacho, Y qué has venido a hacer aquí, si eres de Nazaret, Soy de Nazaret pero he nacido en esta cueva, he venido para ver el sitio donde nací, Donde naciste fue en la barriga de tu madre y ahí no podrás volver jamás. Por no oídas antes, así tan crudas, las palabras hicieron ruborizarse a Jesús que se calló. Te has escapado de casa, preguntó el hombre. El muchacho vaciló como si estuviese reflexionando en su interior si realmente podría llamarse fuga su marcha y acabó por responder, Sí, No te entendías con tus padres, Mi padre ha muerto ya, Ah, dijo el hombre, pero Jesús experimentó una extraña e indefinible sensación, la de que él ya lo sabía, y no sólo esto, sino que sabía también todo lo demás, lo que había sido dicho y lo que aún estaba por decir. No has respondido a mi pregunta, insistió el hombre, A cuál, Si no te entendías con tus padres, Eso es cosa mía, Háblame con respeto, muchacho, o tomo el lugar de tu padre para castigarte, aquí no te oiría ni Dios, Dios es ojo, oreja y lengua, lo ve todo, lo oye todo, y si no lo dice todo es porque no quiere, Qué sabes tú de Dios, chiquillo, Sé lo que he aprendido en la sinagoga, En la sinagoga no habrás oído decir nunca que Dios es un ojo, una oreja y una lengua, La conclusión es mía, si Dios no fuese eso no sería Dios, Y por qué crees tú que Dios es un ojo y una oreja y no dos ojos y dos orejas como tú y como yo, Para que un ojo no pudiera engañar al otro ojo y una oreja a la otra oreja, para la lengua no es necesario, es una sola, La lengua de los hombres también es doble, tanto sirve para la verdad como para la mentira, A Dios no le es permitido mentir, Quién se lo impide, El mismo Dios, o se negaría a sí mismo, Ya lo has visto, A quién, A Dios, Algunos lo han visto y lo anunciaron. El hombre se mantuvo en silencio mirando al muchacho como si buscara en él unos rasgos conocidos, luego dijo, Sí, es cierto, algunos creyeron haberlo visto. Hizo una pausa y prosiguió ahora con una sonrisa de malicia, No has llegado a responderme, Responderte a qué, A si te llevabas bien con tus padres, Salí de casa porque quería conocer mundo, Tu lengua conoce el arte de mentir, muchacho, pero sé bien quién eres, eres hijo de un carpintero de obra basta llamado José y de una cardadora de lana llamada María, Cómo lo sabes, Lo supe un día y no lo he olvidado, Explícate mejor, Soy pastor, hace muchos años que ando por ahí con mis ovejas, mis cabras y el bode y el carnero para cubrirlas, estaba por estos sitios cuando viniste al mundo y seguía aquí cuando vinieron a matar a los niños de Belén, te conozco desde siempre, como ves. Jesús miró al hombre con temor y preguntó, Cómo te llamas, Para mis ovejas no tengo nombre, Yo no soy una oveja tuya, Quién sabe, Dime cómo te llamas, Si te empeñas en darme un nombre, llámame Pastor, con eso basta para que venga, si me llamas, Quieres llevarme contigo de ayudante, Estaba esperando que me lo pidieras, Y qué, Te recibo en mi rebaño. El hombre se levantó, tomó la antorcha y salió al aire libre. Jesús lo siguió. Era noche cerrada, todavía no había salido la luna. Juntas, a la entrada de la cueva, sin más ruido que el leve tintineo de las campanillas de algunas, las ovejas y las cabras, tranquilas, parecían haber estado a la espera de la conclusión de la charla entre su pastor y el ayudante nuevo.

El hombre levantó el hachón para mostrar las cabezas negras de las cabras, los hocicos blancuzcos de las ovejas, los lomos secos y escurridos de unas, las redondas y felpudas grupas de otras, y dijo, Éste es mi rebaño, procura no perder ni uno solo de estos animales.

Sentados a la boca de la cueva, bajo la luz inestable de la antorcha, Jesús y el pastor comieron del queso y del pan duro que llevaba en las alforjas. Luego el pastor fue adentro y trajo el palo nuevo, el que tenía aún la corteza. Encendió una hoguera y, en poco tiempo, moviendo hábilmente el palo entre las llamas, le fue quemando la corteza hasta hacerla saltar en largas tiras, después alisó toscamente los nudos. Lo dejó enfriar un poco y volvió a meterlo en la lumbre, ahora moviéndolo más deprisa, sin dar tiempo a que las llamas lo quemasen, oscureciendo de este modo y fortaleciendo la epidermis de la madera, como si sobre la joven vara se hubiesen anticipado los años.

Cuando llegó al final de su trabajo, dijo, Aquí tienes, fuerte y derecho, tu cayado de pastor, es tu tercer brazo.

Pese a no ser de manos delicadas, Jesús tuvo que soltar el palo, que cayó al suelo, tan caliente estaba.

Cómo lo puede aguantar él, pensó, y no encontró respuesta. Cuando nació la luna, entraron en la cueva para dormir. Unas pocas ovejas y cabras entraron también y se acostaron al lado de ellos.

Alboreaba el primer lucero de la mañana cuando el pastor sacudió a Jesús, diciéndole, Levántate, basta ya de dormir, el ganado está hambriento, de aquí en adelante tu trabajo será llevarlo a los pastos, nunca en tu vida harás nada más importante. Lentamente, porque la marcha iba regulada por el paso trabado y menudo del rebaño, yendo el pastor delante y el ayudante detrás, se fueron todos, humanos y animales, en una fresca y transparente madrugada que parecía no tener prisa de hacer nacer el sol, celosa de una claridad que era como la de un mundo recién comenzado.

Mucho más tarde, una mujer mayor, que apenas podía andar ayudándose de un bordón como una tercera pierna, vino de las escondidas casas de Belén y entró en la caverna. No se quedó muy sorprendida al no hallar allí a Jesús, probablemente ya nada tendrían que decirse el uno al otro. En la media oscuridad habitual de la cueva brillaba la almendra luminosa del candil que el pastor había cargado nuevamente de aceite.

Dentro de cuatro años Jesús encontrará a Dios. Al hacer esta inesperada revelación, quizá prematura a la luz de las reglas del buen narrar antes mencionadas, lo que se pretende es tan sólo disponer convenientemente al lector de este evangelio a dejarse entretener con algunos vulgares episodios de la vida pastoril, aunque estos, lo adelantamos ya para que tenga disculpa quien sienta la tentación de saltárselos, nada sustancial aportan a la materia principal. No obstante, cuatro años siempre son cuatro años, sobre todo en una edad de tan grandes mudanzas físicas y mentales, ellas son el cuerpo que crece de esta desatinada manera, ellas son la barba que empieza a sombrear una piel ya de sí morena, ellas son la voz que se vuelve profunda y gruesa como una piedra rodando por la falda de una montaña, ellas son la tendencia al devaneo y al soñar despierto, cosas siempre censurables, especialmente cuando hay deberes de vigilancia que cumplir, es el caso de los centinelas en cuarteles, castillos y campamentos, por ejemplo, o, por no salirnos de la historia, de este novel ayudante de pastor a quien fue dicho que no podía perder de vista las cabras y ovejas del patrón. Que, a decir verdad, no se sabe quién es.

Pastorear, en este tiempo y en estos lugares, es trabajo para siervo o esclavo torpe, obligado, bajo pena de castigo, a dar constante y puntual cuenta de la leche, del queso y de la lana, sin hablar ya del número de cabezas de ganado, que siempre deberá estar en aumento, para que puedan decir los vecinos que los ojos del Señor contemplan con benignidad al piadoso propietario de bienes tan profusos, el cual, si quiere estar conforme con las reglas del mundo, más deberá fiarse de la benevolencia del Señor que de la fuerza genesíaca de los cubridores de su rebaño. Extraño es, sin embargo, que Pastor, que así quiso él que lo llamáramos, no parezca tener amo que lo gobierne, pues en estos cuatro años no vendrá nadie al desierto a recoger la lana, la leche o el queso, ni el mayoral dejará el ganado para ir a dar cuenta de su obligación. Todo estaría bien si el pastor fuese, en el sentido conocido y acostumbrado de la palabra, el dueño de estas cabras y de estas ovejas, pero es muy difícil creer que realmente lo sea quien, como él, desperdicia cantidades de lana que superan todo lo imaginable y, por lo visto, sólo trasquila para que no se ahoguen de calor las ovejas, o quien aprovecha la leche, si la aprovecha, sólo para fabricar el queso de cada día y cambiar la que sobra por higos, támaras y pan, o quien, finalmente, enigma de los enigmas, no vende cordero o cabrito de su rebaño, ni siquiera en tiempos de Pascua, cuando, por el aumento de la demanda, alcanzan muy buen precio. No es de admirar, pues, que el rebaño crezca y crezca sin parar, como si, con el entusiasmo de quien sabe garantizada una duración justa de vida, cumpliese aquella famosa orden que el Señor dio, quizá poco seguro de la eficacia de los dulces instintos naturales, Creced y multiplicaos. En esta grey insólita y vagabunda se muere de vejez y es el propio Pastor, en persona, quien, serenamente, ayuda a morir, matándolos, a los animales que por dolencia o senilidad ya no pueden acompañar al rebaño.

Jesús, la primera vez que tal cosa aconteció después de que empezase a trabajar para el pastor, protestó contra aquella fría crueldad, pero él respondió simplemente, O los mato, como siempre he hecho, o los dejo abandonados para que mueran solos por estos desiertos, o retengo el rebaño y me quedo aquí a la espera de que mueran, sabiendo que si tardan días en morir, se acabarán los pastos, que no son suficientes para los que todavía están vivos, dime cómo procederías tú si estuvieses en mi lugar y si, como yo, fueses señor de la vida y de la muerte de tu rebaño. Jesús no supo qué responder y, para cambiar de tema, preguntó, Si no vendes la lana, si tenemos más leche y más queso de lo que necesitamos para vivir, si no haces comercio de corderos y cabritos, para qué quieres el rebaño y lo dejas crecer así, hasta el punto de que un día, si continúas, acabará cubriendo todos estos montes, llenando la tierra entera, y Pastor respondió, El rebaño estaba aquí, alguien tenía que cuidar de él y defenderlo de la codicia ajena, y me tocó a mí, Aquí, dónde, Aquí, allí, en todas partes, Quieres decir, si no me engaño, que el rebaño siempre estuvo, siempre fue, Más o menos, Fuiste tú quien compró la primera oveja y la primera cabra, No, Quién fue, Las encontré, no sé si fueron compradas, y ya eran rebaño cuando las encontré, Te las dieron, Nadie me las dio, las encontré, me encontraron ellas, Entonces, eres el dueño, No soy el dueño, nada de lo que existe en el mundo me pertenece, Porque todo pertenece al Señor, debías saberlo, Tú lo dices, Cuánto tiempo hace que eres pastor, Ya lo era cuando naciste tú, Desde cuándo, No lo sé, tal vez cincuenta veces la edad que tienes, Sólo los patriarcas de antes del diluvio vivieron tantos años o más, ningún hombre de los de ahora puede esperar tan larga vida, Lo sé muy bien, Si lo sabes, pero insistes en que has vivido todo ese tiempo, admitirás que yo piense que no eres hombre, Lo admito. Aunque Jesús, que tan bien encaminado venía en el orden y secuencia del interrogatorio, como si en la cartilla socrática hubiese aprendido las artes de la mayéutica analítica, aunque Jesús preguntase, qué eres, entonces, ya que hombre no eres, es muy probable que Pastor condescendiese a responderle con aire de quien no quiere dar extrema importancia al asunto, Soy un ángel, pero no se lo digas a nadie. Ocurre esto muchas veces, no hacemos las preguntas porque aún no estábamos preparados para oír las respuestas, o, simplemente, por tener miedo de ellas. Y, cuando encontramos valor suficiente para hacerlas, es frecuente que no nos respondan, como hará Jesús cuando un día le pregunten, Qué es la verdad.

Entonces, se callará hasta hoy.

Sea quien sea, Jesús ya sabe, sin necesidad de preguntar, que su enigmático compañero no es un ángel del Señor, pues los ángeles cantan a todas horas del día y de la noche las glorias del Señor, no son como los hombres, que sólo lo hacen por obligación y en las ocasiones reglamentadas, también es cierto que los ángeles tienen razones más próximas y justificadas para cantar tanto, pues con el dicho Señor viven ellos en el cielo, por así decir, a pan y manteles.

Lo que primero extrañó a Jesús fue que, al salir de la cueva de madrugada, no hubiera Pastor procedido como él procedió, agradeciendo a Dios aquellas cosas que sabemos, haberle restituido el alma, haber dado inteligencia al gallo y, como tuviese necesidad de ir tras unos matojos para aliviar urgencias, agradecerle los orificios y los vasos existentes en el organismo humano, providenciales en el sentido absoluto de la palabra, pues qué sin ellos.

Pastor miró al cielo y a la tierra como hace cualquiera tras saltar de la cama, murmuró algunas palabras sobre el buen tiempo que los aires prometían y, llevándose dos dedos a la boca, soltó un silbido estridente que puso a todo el rebaño en pie como un solo hombre. Nada más. Pensó Jesús que habría sido un caso de olvido, siempre posible cuando una persona anda con el espíritu ocupado, por ejemplo, que estuviera Pastor pensando en la mejor manera de enseñarle el rudo oficio a un mozo habituado a las comodidades de un taller de carpintero. Sabemos nosotros que, en una situación normal, entre gente común, Jesús no tendría que esperar mucho para enterarse del grado efectivo de religiosidad de su mayoral, pues los judíos de aquel tiempo emitían oraciones unas treinta veces al día, por un quítame ahí esas pajas, como ya se ha visto ampliamente a lo largo de este evangelio sin necesidad ahora de mejor demostración. Pasó el día, y nada de oraciones, vino la noche, dormida al relente, en un descampado, y ni la majestad del cielo de Dios fue capaz de despertar en el alma y en la boca de Pastor una sola palabrita de alabanza y gratitud, que el tiempo podía estar de lluvias y no lo estaba, cosa que era, a todo título, tanto humano como divino, señal indudable de que el Señor velaba por sus creaturas. A la mañana siguiente, después de comer, cuando el mayoral se disponía para dar una vuelta al rebaño, a modo de reconocimiento, para ver si alguna inquieta cabra había decidido salir a la ventura por los alrededores, Jesús anunció con voz firme, Me voy. Pastor se detuvo, lo miró sin cambiar de expresión, sólo dijo, Buen viaje, no hace falta decirte que no eres mi esclavo ni hay contrato legal entre nosotros, puedes marcharte cuando quieras, Y no quieres saber por qué me voy, Mi curiosidad no es tan fuerte que me obligue a preguntártelo, Me voy porque no debo vivir al lado de alguien que no cumple sus obligaciones con el Señor, Qué obligaciones, Las más elementales, las que se expresan por medio de oraciones y acción de gracias.

Pastor se quedó callado, con una media sonrisa que se revelaba más en los ojos que en la boca, luego dijo, No soy judío, no tengo que cumplir obligaciones que no son mías.

Jesús retrocedió un paso, escandalizado. Que la tierra de Israel estuviese llena de extranjeros y seguidores de dioses falsos era algo sabido, pero nunca había dormido junto a uno de ellos, comido de su pan y bebido de su leche. Por eso, como si sostuviera ante sí una lanza y un escudo protector, exclamó, Sólo el Señor es Dios. La sonrisa de Pastor se extinguió, la boca se contrajo en una mueca amarga, Sí, si existe Dios tendrá que ser un único Señor, pero mejor sería que hubiese dos, así habría un dios para el lobo y otro para la oveja, uno para el que muere y otro para el que mata, un dios para el condenado y otro para el verdugo, Dios es uno, completo e indivisible, clamó Jesús, a punto de echarse a llorar de piadosa indignación, a lo que el otro respondió, No sé cómo puede Dios vivir, la frase no pasó de aquí porque Jesús cortó con la autoridad de un maestro de la sinagoga, Dios no vive, es, En esas diferencias no soy entendido, pero lo que sí te puedo decir es que no me gustaría verme en la piel de un dios que al mismo tiempo guía la mano del puñal asesino y ofrece el cuello que va a ser cortado, Ofendes a Dios con esos sentimientos impíos, No valgo tanto, Dios no duerme, un día te castigará, Menos mal que no duerme, de esa manera se evita las pesadillas del remordimiento, Por qué me hablas tú de pesadillas y remordimiento, Porque estamos hablando de tu dios, Y el tuyo, quién es, No tengo dios, soy como una de mis ovejas, Ellas al menos dan hijos para los altares del Señor, Y yo te digo que como los lobos aullarían esas madres si lo supieran. Jesús se quedó pálido, sin respuesta. El rebaño los rodeaba, atento, en un gran silencio. El sol había nacido ya y su luz tocaba como una pincelada de rojo rubí el vellón de las ovejas y los cuernos de las cabras. Jesús dijo, Me voy, pero no se movió. Apoyado en su bordón, tan tranquilo como si supiera que todo el tiempo futuro estaba a su disposición, Pastor esperaba. Al fin, Jesús dio algunos pasos, abriéndose camino entre las ovejas, pero se paró de repente y preguntó, Qué sabes tú de remordimientos y pesadillas, Que eres el heredero de tu padre. Estas palabras no las pudo soportar Jesús. En el mismo instante se doblaron sus rodillas, le resbaló del hombro la alforja, de donde, por obra del azar o de la necesidad, se cayeron las sandalias del padre, al tiempo que se oía el ruido de la escudilla del fariseo al romperse. Jesús se echó a llorar como un niño abandonado, pero Pastor no se acercó, sólo dijo desde donde estaba, Recuerda siempre que lo sé todo sobre ti desde que fuiste concebido, y ahora decídete de una vez, o te vas, o te quedas, Dime primero quién eres, Todavía no ha llegado el tiempo de que lo sepas, Y cuando lo sepa, Si te quedas, te arrepentirás de no haber marchado, y si te vas, te arrepentirás de no haberte quedado, Pero si me fuera ahora nunca llegaría a saber quién eres, Te equivocas, tu hora ha de llegar y en ese momento estaré presente para decírtelo, y basta ya de charla, el rebaño no puede quedarse aquí todo el día a la espera de lo que tú decidas.

Jesús recogió los trozos de la escudilla, los miró como si le costara separarse de ellos, realmente no había motivo para eso, ayer, a esta hora, aún no había encontrado al fariseo, además las escudillas de barro son así, se rompen con mucha facilidad. Tiró los fragmentos al suelo como si los sembrase, y entonces Pastor dijo, Tendrás otra escudilla, pero esa no se romperá mientras vivas. Jesús no lo oyó, tenía las sandalias de José en la mano y pensaba si debería ponérselas, es cierto que en tan poco tiempo pasado los pies no podían haberle crecido hasta la medida, pero el tiempo, bien lo sabemos, es relativo, parecía que Jesús hubiera andado con las sandalias del padre en la alforja durante una eternidad, qué sorpresa si todavía le quedaran grandes. Se las puso y, sin saber por qué lo hacía, guardó las suyas. Dijo Pastor, Pies que crecieron no vuelven a encoger y tú no tendrás hijos que de ti hereden la túnica, el manto y las sandalias, pero Jesús no las tiró, el peso ayudaba a que la alforja casi vacía se aguantara en el hombro. No fue preciso dar la respuesta que Pastor había pedido, Jesús ocupó su lugar detrás del rebaño, divididos sus sentimientos entre una indefinible sensación de terror, como si su alma estuviese en peligro, y otra aún más indefinible, de sombría fascinación. Tengo que saber quién eres, murmuraba Jesús mientras, en medio del polvo levantado por el rebaño, hacía avanzar a una oveja retrasada y, de este modo, creía explicarse el motivo por el que al fin decidió quedarse con el enigmático pastor.

Éste fue el primer día. De asuntos de creencia e impiedad, de vida, muerte y propiedad, no se volvió a hablar, pero Jesús, que se dedicó a observar los más sencillos movimientos y actitudes de Pastor, notó que, coincidiendo casi siempre con las veces en que él mismo rezaba al Señor, su compañero se inclinaba, asentaba suavemente las palmas de las dos manos en la tierra, bajando la cabeza y cerrando los ojos, sin decir una palabra. Un día, cuando era muy niño, Jesús había oído contar a unos viejos viajeros que pasaron por Nazaret que en el interior del mundo existían enormísimas cuevas donde se encontraban, como en la superficie, ciudades, campos, ríos, bosques y desiertos, y que ese mundo inferior, en todo copia y reflejo de éste en que vivimos, fue creado por el Diablo después de que Dios lo arrojara desde las alturas del cielo, en castigo a su revuelta. Y como el Diablo, de quien Dios al principio había sido amigo, y el favorito de Dios, hasta el punto de que se comentaba en el universo que desde los tiempos infinitos nunca se vio una amistad semejante como el Diablo, decían los viejos, estuvo presente en el acto del nacimiento de Adán y Eva y pudo aprender cómo se hacía, repitió en su mundo subterráneo la creación de un hombre y una mujer, con la diferencia, al contrario de Dios, de que no les prohibió nada, razón por la que en el mundo del Diablo no habría pecado original. Uno de los viejos se atrevió incluso a decir, Y como no hubo pecado original, tampoco hubo ningún otro. Después de que los viejos se fueran, expulsados, con ayuda de algunas pedradas persuasivas, por nazarenos furiosos que finalmente percibieron adónde querían llegar los impíos con su insidiosa conversación, hubo una rápida conmoción sísmica, cosa ligera, sólo una señal confirmadora nacida de las entrañas profundísimas de la tierra, fue lo que se le ocurrió a Jesús entonces, ya muy capaz este pequeño de unir un efecto a su causa, pese a su poca edad. Y ahora, ante el pastor arrodillado, con la cabeza baja, las manos así posadas en el suelo, levemente, como para hacer más sensible el contacto de cada grano de arena, de cada piedrecita, de cada retícula ascendida a la superficie, el recuerdo de la antigua historia despertó en la memoria de Jesús y creyó, durante un momento, que este hombre era un habitante del oculto mundo creado por el Diablo a semejanza del mundo visible, Qué habrá venido a hacer aquí, pensó, pero su imaginación no tuvo ánimo para ir más lejos. Cuando Pastor se levantó, le preguntó, Por qué haces eso, Me aseguro de que la tierra continúa estando debajo de mí, Y no te bastan los pies para tener la certeza, Los pies no perciben nada, el conocimiento es propio de las manos, cuando tú adoras a Dios no levantas los pies hacia él, sino las manos, aunque podrías levantar cualquier parte del cuerpo, hasta lo que tienes entre las piernas, si no eres un eunuco.

Jesús se ruborizó violentamente, la vergüenza y una especie de temor lo sofocaron, No ofendas al Dios que no conoces, exclamó por fin, y Pastor, acto seguido, Quién ha creado tu cuerpo, Dios fue quien me creó, Tal como es y con todo lo que tiene, Sí, Hay alguna parte de tu cuerpo que haya sido creada por el Diablo, No, no, el cuerpo es obra de Dios, Luego todas las partes de tu cuerpo son iguales ante Dios, Sí, Podría Dios rechazar como obra no suya, por ejemplo, lo que tienes entre las piernas, Supongo que no, pero el Señor, que creó a Adán, lo expulsó del paraíso y Adán era obra suya, Respóndeme derecho, muchacho, no me hables como un doctor de la sinagoga, Quieres obligarme a darte las respuestas que te convienen, pero yo, si es preciso, puedo recitarte todos los casos en los que el hombre, porque así lo ordenó el Señor, no puede, bajo pena de contaminación y muerte, descubrir una desnudez ajena o la suya propia, prueba de que esta parte del cuerpo es, por sí misma, maldita, No más maldita que la boca cuando miente y calumnia, y ella te sirve para alabar a tu Dios antes de la mentira y después de la calumnia, No te quiero oír, tienes que oírme, aunque sólo sea para responder a la pregunta que te he hecho, qué pregunta, Si Dios podrá rechazar como obra no suya lo que llevas entre las piernas, dime sí o no, No puede, Por qué, Porque el Señor no puede no querer lo que antes quiso.

Pastor movió lentamente la cabeza y dijo, En otras palabras, tu Dios es el único guardián de una prisión donde el único preso es tu Dios.

Todavía el último eco de la terrible afirmación vibraba en los oídos de Jesús cuando Pastor, ahora en tono de falsa naturalidad, volvió a hablar, Escoge una oveja, dijo, Qué, preguntó Jesús desorientado, Te digo que escojas una oveja, a no ser que prefieras una cabra, Para qué, Vas a necesitarla, si realmente no eres un eunuco. La comprensión alcanzó al muchacho con la fuerza de un puñetazo. Peor, sin embargo, fue el vértigo de una horrible voluptuosidad que del ahogo de la vergüenza y de la repugnancia en un instante emergió y prevaleció. Se tapó la cara con las manos y dijo con voz ronca, Ésta es la palabra del Señor, Si un hombre se une a un animal, será castigado con la muerte y mataréis al animal, también dijo, Maldito el que peca con un animal cualquiera, Dijo todo eso tu Señor, Sí, y yo te digo que te apartes de mí, abominación, criatura que no eres de Dios, sino del Diablo.

Pastor oyó y no se movió, como si diera tiempo a que las airadas palabras de Jesús causaran todo su efecto, fuese el que fuese, terror de rayo, corrosión de lepra, muerte súbita del cuerpo y del alma.

Nada aconteció. Un viento sopló entre las piedras, levantó una nube de polvo que atravesó el desierto y después nada, el silencio, el universo callado contemplando a los hombres y a los animales, tal vez a la espera, él mismo, de saber qué sentido le atribuyen, o le encuentran, o le reconocen unos y otros, y en esa espera consumiéndose, ya rodeado de cenizas el fuego primordial, mientras la respuesta se busca y tarda, De pronto, Pastor levantó los brazos y clamó, con estentórea voz, dirigiéndose al rebaño, Oíd, oíd, ovejas que ahí estáis, oíd lo que nos viene a enseñar este sabio muchacho, que no es lícito fornicaros, Dios no lo permite, podéis estar tranquilas, pero trasquilaros, sí, maltrataros, sí, mataros, sí, y comeros, pues para eso os crió su ley y os mantiene su providencia.

Después dio tres largos silbidos, agitó sobre su cabeza el cayado, Andad, andad, gritó, y el rebaño se puso en movimiento hacia el lugar por donde había desaparecido la columna de polvo. Jesús se quedó allí, parado, mirando, hasta que se perdió en la distancia la alta figura de Pastor y se confundieron con el color de la tierra los dorsos resignados de los animales. No voy con él, dijo, pero fue. Se ajustó la alforja al hombro, se ciñó las correas de las sandalias que fueron de su padre y siguió de lejos al rebaño. Se unió a él cuando cayó la noche, apareció de la oscuridad hacia la luz de la hoguera diciendo, Aquí estoy.