Había ya mucha gente en la explanada de la que partía la difícil escalera de acceso. A los dos lados, a lo largo de los muros, se encontraban los tenderetes de los buhoneros, otros donde se vendían los animales para el sacrificio, aquí y allá, dispersos, los cambistas con sus bancas, grupos que conversaban, gesticulantes mercaderes, guardias romanos a pie y a caballo vigilando, literas a hombros de esclavos y también los dromedarios, los asnos aplastados por la carga, por todas partes un griterío frenético, ahora los débiles balidos de corderos y cabritos, algunos iban transportados en brazos o en la espalda, como niños cansados, otros arrastrados por una cuerda atada al cuello, pero todos camino de la muerte a cuchilladas y de la consumición por el fuego.
Jesús pasó por el baño de purificación, subió luego la escalinata y, sin detenerse, atravesó el Atrio de los Gentiles. Entró en el Patio de las Mujeres por la puerta entre la Sala de los Óleos y la Sala de los Nazarenos y encontró lo que venía buscando, los ancianos y los escribas que según la antigua costumbre disertaban allí sobre la Ley, respondían a cuestiones y daban consejos.
Había algunos grupos, el muchacho se acercó al menos numeroso en el preciso momento en que un hombre levantaba la mano para hacer una pregunta.
El escriba asintió con una señal y el hombre dijo, Explícame, te lo ruego, si debemos entender, palabra por palabra, sentido por sentido, tal como está escrito, las leyes que el Señor dio a Moisés en el Monte Sinaí, cuando prometió hacer reinar la paz en nuestra tierra y que nadie perturbaría nuestro sueño, cuando anunció que haría desaparecer de entre nosotros a los animales nocivos y que la espada no pasaría por nuestra tierra, y también que persiguiendo nosotros a nuestros enemigos, caerían ellos bajo nuestra espada, cinco de los vuestros perseguirán a un centenar, y cien de los vuestros perseguirán a diez mil, dijo el Señor, y vuestros enemigos caerán bajo vuestra espada. El escriba miró con expresión desconfiada a quien preguntaba, pensando si sería un entrometido rebelde, enviado por Judas de Galilea para alborotar los espíritus con malévolas insinuaciones sobre la Pasividad del Templo ante el poder de Roma, y respondió, brusco y breve, Esas palabras las dijo el Señor cuando nuestros padres estaban en el desierto y eran perseguidos por los egipcios.
El hombre volvió a levantar la mano, señal de otra pregunta, Debo entender que las palabras pronunciadas por el Señor en el Monte Sinaí sólo valían para aquellos tiempos, cuando nuestros padres buscaban la tierra de promisión, Si así lo has entendido, no eres un buen israelita, la palabra del Señor valió, vale y valdrá para todos los tiempos, pasados y futuros, la palabra del Señor estaba en la mente del Señor desde antes de que hablase y en ella continúa después de haber callado, Fuiste tú quien dijo lo que a mí me prohíbes pensar, Qué piensas tú, Que el Señor consiente que nuestras espadas no se levanten contra la fuerza que nos está oprimiendo, que cien de los nuestros no se atreven contra cinco de ellos, que diez mil judíos tienen que encogerse ante cien romanos, Estás en el Templo del Señor y no en un campo de batalla, El Señor es el dios de los ejércitos, Pero recuerda que el Señor impuso sus condiciones, Cuáles, Si cumplís mis leyes, si guardáis mis preceptos, dijo el Señor, Y qué leyes no cumplimos, y qué preceptos no guardamos para tener que aceptar por justa y necesaria, como castigo de pecados, la dominación de Roma, El Señor lo sabrá, Sí, el Señor lo sabrá, cuántas veces el hombre peca sin saberlo, pero explícame por qué se sirve el Señor del poder de Roma para castigarnos, en vez de hacerlo directamente, cara a cara con aquellos a quienes eligió para formar su pueblo, El Señor conoce sus fines, el Señor elige sus medios, Quieres decir entonces que es voluntad del Señor que los romanos manden en Israel, Sí, Si es como dices, tendremos que concluir que los rebeldes que andan luchando contra los romanos están también luchando contra el Señor y su voluntad, Concluyes mal, Y tú te contradices, escriba, El querer de Dios puede ser un no querer y su no querer, su voluntad, Sólo el querer del hombre es verdadero querer y no tiene importancia ante Dios, Así es, Entonces, el hombre es libre, Sí, para poder ser castigado. Corrió un murmullo entre los circunstantes, algunos miraron a quien hizo las preguntas, sin duda pertinentes a la pura luz de los textos, pero políticamente inconvenientes, lo miraron como si él, precisamente, debiera asumir los pecados todos de Israel y por ellos pagar, aliviados los sospechosos, en cierto modo, por el triunfo del escriba, que recibía con sonrisa complacida las felicitaciones y las alabanzas. Seguro de sí, el maestro miró a su alrededor, solicitando otra interpelación, como el gladiador que, habiéndole correspondido en suerte un adversario de poca monta, reclama otro de mayor porte y que le dé mayor gloria. Otro hombre levantó la mano, otra pregunta se presentaba, El Señor habló a Moisés y le dijo, El extranjero que reside con vosotros será tratado como uno de vuestros compatriotas y lo amarás como a ti mismo, porque también vosotros fuisteis extranjeros en tierras de Egipto, eso dijo el Señor a Moisés. No acabó, porque el escriba, animado por su primera victoria, lo interrumpió con ironía, Supongo que no es tu idea preguntarme por qué no tratamos nosotros a los romanos como compatriotas, dado que son extranjeros, Te lo preguntaría si los romanos nos tratasen a nosotros como compatriotas suyos, sin preocuparnos, ni nosotros ni ellos, de otras leyes y otros dioses, También tú vienes aquí a provocar la ira del Señor con interpretaciones diabólicas de su palabra, interrumpió el escriba, No, sólo quiero que me digas si de verdad piensas que cumplimos la palabra santa cuando los extranjeros lo sean, no con relación a la tierra donde vivimos, sino a la religión que profesamos, A quién te refieres en particular, A algunos hoy, a muchos en el pasado, quizá a muchos más mañana, Sé claro, por favor, que no puedo perder el tiempo con enigmas ni parábolas, Cuando vinimos de Egipto, vivían en la tierra que llamamos Israel otras naciones a las que tuvimos que combatir, en aquellos días los extranjeros éramos nosotros, y el Señor nos dio orden de que matásemos y aniquilásemos a quienes se oponían a su voluntad, La tierra nos fue prometida, pero tenía que ser conquistada, no la compramos, ni nos fue ofrecida, Y hoy está bajo un dominio extranjero que estamos soportando, la tierra que habíamos hecho nuestra dejó de serlo, La idea de Israel mora eternamente en el espíritu del Señor, por eso dondequiera que esté su pueblo, reunido o disperso, ahí estará la Israel terrenal, De ahí se deduce, supongo, que en todas partes donde estemos nosotros, los judíos, siempre los otros hombres serán extranjeros, A los ojos del Señor, sin duda, Pero el extranjero que viva con nosotros será, según la palabra del Señor, nuestro compatriota y debemos amarlo como a nosotros mismos porque fuimos extranjeros en Egipto, El Señor lo dijo, Concluyo, entonces, que el extranjero a quien debemos amar es aquel que, viviendo entre nosotros, no sea tan poderoso que nos oprima, como ocurre, en los tiempos de hoy, con los romanos, Concluyes bien, Pues ahora vas a decirme, según lo que tus luces te aconsejen, si llegáramos un día nosotros a ser poderosos, permitirá el Señor que oprimamos a los extranjeros a quienes el mismo Señor mandó amar, Israel no podrá querer sino lo que el Señor quiere, y el Señor, por el hecho de haber elegido a este pueblo, querrá todo cuanto sea bueno para Israel, Aunque sea no amar a quien se debería amar, Sí, si esa fuera finalmente su voluntad, De Israel o del Señor, De ambos, porque son uno, No violarás el derecho del extranjero, palabra del Señor, Cuando el extranjero lo tenga y se lo reconozcamos, dijo el escriba.
De nuevo se oyeron murmullos de aprobación que hicieron brillar los ojos del escriba como los del vencedor de pancracio, o los de un discóbolo, un reciario, un conductor de carros. La mano de Jesús se levantó. A ninguno de los presentes le sorprendió que un muchacho de esta edad se presentase a interrogar a un escriba o a un doctor del Templo, pues siempre ha habido adolescentes con dudas, desde Caín y Abel, en general hacen preguntas que los adultos reciben con una sonrisa de condescendencia y una palmadita en la espalda, Crece, crece y verás cómo esto no tiene importancia, y los más comprensivos dirán, Cuando yo tenía tu edad también pensaba así. Algunos de los presentes se alejaron, otros se disponían a hacerlo, ante la apenas oculta contrariedad del escriba que veía escapársele un público hasta entonces atento, pero la pregunta de Jesús hizo que se volvieran algunos que pudieron oírla, Quiero saber sobre la culpa, Hablas de una culpa tuya, Hablo de la culpa en general, pero también de la culpa que yo pueda tener incluso sin haber pecado directamente, Explícate mejor, Dijo el Señor que los padres no morirán por los hijos ni los hijos por los padres, y que cada uno será condenado a la muerte por su propio delito, Así es, pero debes saber que se trataba de un precepto para aquellos antiguos tiempos en los que la culpa de un miembro de la familia debía ser pagada por toda la familia, incluyendo los inocentes, Pero, siendo la palabra del Señor eterna y no estando a la vista el fin de las culpas, recuerda lo que tú mismo dijiste hace poco, que el hombre es libre para poder ser castigado, creo que es legítimo pensar que el delito del padre, incluso siendo castigado, no queda extinto con el castigo y forma parte de la herencia que transmite al hijo, como los vivos de hoy heredamos la culpa de Adán y Eva, nuestros primeros padres, Asombrado estoy de que un muchacho de tu edad y de tu condición parezca saber tanto de las Escrituras y sea capaz de discurrir sobre ellas de manera tan fluida, Sólo sé lo que aprendí, De dónde vienes, De Nazaret de Galilea, Ya me parecía, por tu modo de hablar, Responde a lo que te he preguntado, por favor, Podemos admitir que la principal culpa de Adán y Eva, cuando desobedecieron al Señor, no haya sido tanto la de probar el fruto del árbol del conocimiento del bien y del mal como la consecuencia que de ahí fatalmente tendría que resultar, es decir, impedir, con su pecado, que el Señor cumpliera el plan que tenía en su mente al crear al hombre y luego a la mujer, Quieres decir que todo acto humano, la desobediencia en el paraíso o cualquier otro, interfiere la voluntad de Dios siempre y que, en definitiva, podríamos comparar la voluntad de Dios con una isla en el mar, rodeada y asaltada por las revueltas aguas de las voluntades de los hombres, esta pregunta la lanzó el segundo de los cuestionadores, que a tal osadía no se hubiera atrevido el hijo del carpintero, No será tanto así, respondió cautelosamente el escriba, la voluntad del Señor no se contenta con prevalecer sobre todas las cosas, ella hace que todo sea lo que es, Pero tú mismo has dicho que la desobediencia de Adán es la causa de que no conozcamos el proyecto que Dios había concebido para él, Así es, según la razón, pero en la voluntad de Dios, creador y regidor del universo, están contenidas todas las voluntades posibles, la suya, pero también las de todos los hombres nacidos y por nacer, Si fuera como dices, intervino Jesús, súbitamente iluminado, cada uno de los hombres sería una parte de Dios, Probablemente, pero la parte representada por todos los hombres juntos sería como un grano de arena en el desierto infinito que Dios es. El hombre presuntuoso que hasta entonces había sido el escriba desapareció, está sentado en el suelo, como antes, a su alrededor los asistentes lo miran con tanto respeto como temor, como quien está ante un mago que, involuntariamente, hubiera convocado y hecho aparecer fuerzas de las que, a partir de este momento, sólo podría ser súbdito. Decaídos los hombros, tenso el rostro, las manos abandonadas sobre las rodillas, todo su cuerpo parecía pedir que le dejaran entregado a su angustia. Los circunstantes empezaron a levantarse, algunos se dirigieron hacia el Atrio de los Israelitas, otros se acercaban a los grupos donde proseguían los debates. Jesús dijo, No has respondido a mi pregunta. El escriba enderezó lentamente la cabeza, lo miró con la expresión de quien acabara de salir de un sueño y, tras un largo, casi insoportable silencio, dijo, La culpa es un lobo que se come al hijo después de haber devorado al padre. Ese lobo de que hablas ya se comió a mi padre, Entonces sólo falta que te devore a ti, Y tú, en tu vida, fuiste comido o devorado, No sólo comido y devorado, sino también vomitado.
Jesús se levantó y salió.
Camino de la puerta por donde había entrado, se detuvo y miró atrás. La columna de humo de los sacrificios subía recta al cielo e iba a disiparse y desaparecer en las alturas, como si la aspirasen los gigantescos fuelles del pulmón de Dios. La mañana estaba mediada, crecía la multitud y en el interior del Templo quedaba un hombre roto y dilacerado por el vacío, a la espera de sentir que se le reconstituía el hueso de la costumbre, la piel del hábito, para poder responder, dentro de un rato o mañana, tranquilamente, a alguien que venga con la idea de querer saber, por ejemplo, si la sal en que la mujer de Lot se transformó era sal gema o sal marina, o si la embriaguez de Noé fue de vino blanco o de vino tinto. Fuera ya del Templo, Jesús preguntó cuál era el camino hacia Belén, su segundo destino, dos veces se perdió en la confusión de las calles y de la gente, hasta que encontró la puerta por donde, en el vientre de su madre, pasó trece años atrás, presto ya a venir al mundo. No se suponga, sin embargo, que Jesús piensa este pensamiento, bien sabido es que las evidencias de la obviedad cortan las alas al pájaro inquieto de la imaginación, un ejemplo daremos y basta, mire el lector de este evangelio un retrato de su madre, que la represente grávida de él, y díganos si es capaz de imaginarse dentro. Baja Jesús en dirección a Belén, podría ahora reflexionar sobre las respuestas dadas por el escriba, no sólo a su pregunta, sino también a otras antes que a la suya, pero lo que le perturba es la embarazosa impresión de que todas las preguntas eran, en definitiva, una sola y la respuesta dada a cada una a todas servía, principalmente la última, que lo resumía todo, el hambre eterna del lobo de la culpa, que eternamente come, devora y vomita. Muchas veces, gracias a las debilidades de la memoria, no sabemos, o sabemos como quien deseara olvidarlo, la causa, el motivo, la raíz de la culpa o, para hablar de manera figurada al modo del escriba, el cubil de donde el lobo sale para cazarnos. Jesús lo sabe y hacia allí camina.
No tiene la menor idea de lo que hará, pero haber venido es como ir avisando, a un lado y otro del camino, Aquí estoy, a la espera de que alguien salga en un recodo, qué quieres, castigo, perdón, olvido. Como el padre y la madre hicieron en su tiempo, se detuvo ante la tumba de Raquel para orar.
Luego, sintiendo que se le aceleraban los latidos del corazón, siguió hacia delante.
Las primeras casas de Belén estaban a la vista, ésta era la entrada de la aldea por donde todas las noches irrumpían, en sueños, el padre asesino y los soldados de la compañía, en verdad esto no parece sitio para aquellos horrores, no es sólo el cielo el que lo niega, este cielo por donde pasan nubes blancas y tranquilas como benévolos gestos de Dios, la propia tierra parece dormir al sol, tal vez sería mejor decir, Dejemos las cosas como están, no removamos los huesos del pasado y, antes de que una mujer, con un niño en brazos, aparezca en una de estas puertas preguntando, A quién buscas, volverse atrás, borrar el rastro de los pasos que aquí nos trajeron y rogar que el movimiento perpetuo del cedazo del tiempo cubra con una rápida e insondable polvareda hasta la más tenue memoria de estos acontecimientos. Demasiado tarde. Hay un momento, rozando ya casi la telaraña, en el que la mosca estaría a tiempo de escapar de la trampa, pero, si la ha tocado ya, si el flujo viscoso rozó el ala en adelante inútil, cualquier movimiento servirá sólo para que el insecto se enmalle más y se paralice, irremediablemente condenado, aunque la araña despreciase, por insignificante, esta pieza de caza. Para Jesús el momento ha pasado. En el centro de una plaza, donde en una esquina hay una higuera frondosa, se ve una pequeña construcción cúbica que no necesita ser mirada por segunda vez para saber que es un túmulo. Se aproximó Jesús, le dio una vagarosa vuelta, se detuvo a leer las inscripciones medio borradas que había en uno de sus lados y, hecho esto, comprendió que acababa de encontrar lo que buscaba. Una mujer que atravesaba la plaza llevando de la mano a un niño de cinco años se detuvo, miró con curiosidad al forastero y preguntó, De dónde vienes, y como si creyera necesario justificar la pregunta, No eres de aquí, Soy de Nazaret de Galilea, Tienes familia en estos lugares, No, vine a Jerusalén y, como estaba cerca, decidí ver Belén, Estás de paso, Sí, vuelvo a Jerusalén en cuanto empiece a refrescar la tarde. La mujer levantó al niño, lo sentó en el brazo izquierdo diciendo, Que el Señor quede contigo, e hizo un movimiento para retirarse, pero Jesús la retuvo preguntando, Este túmulo de quién es. La mujer apretó al niño contra el pecho, como si quisiera protegerlo de una amenaza, y respondió, Son veinticinco niños que fueron muertos hace muchos años, Cuántos, Veinticinco, ya te lo he dicho, Hablo de los años, Ah, unos catorce, Son muchos, Deben de serlo, calculo que más o menos los que tú tienes, Así es, pero yo estoy hablando de los niños, Ah, uno de ellos era hermano mío, Un hermano tuyo está ahí dentro, Sí, Y ese que llevas en brazos, es tu hijo, Es mi primogénito, Por qué fueron muertos los niños, No se sabe, entonces yo tenía sólo siete años, Pero sin duda se lo habrás oído contar a tus padres y a los otros mayores, No era necesario, yo misma vi cómo mataban a algunos, A tu hermano, También a mi hermano, Y quién los mató, Aparecieron unos soldados del rey en busca de niños varones hasta los tres años y los mataron a todos, Y dices que no se sabe por qué, Nunca se ha sabido hasta el día de hoy, Y después de la muerte de Herodes, no intentó nadie averiguarlo, no fue nadie al Templo a pedir a los sacerdotes que indagasen, No lo sé, Si los soldados hubieran sido romanos, todavía se comprendería, pero así, que nuestro propio rey mande matar a sus súbditos, niños de tres años, alguna razón tendría que haber, La voluntad de los reyes no es para nuestro entendimiento, quede el Señor contigo y te proteja, Ya no tengo tres años, A la hora de la muerte, los hombres tienen siempre tres años, dijo la mujer, y se alejó. Cuando se quedó solo, Jesús se arrodilló en el suelo, al lado de la piedra que cerraba la entrada de la tumba, sacó de la alforja un mendrugo de pan que le quedaba, duro ya, deshizo un trozo entre las palmas de las manos y lo desmigó luego junto a la puerta, como una ofrenda a las invisibles bocas de los inocentes. En el instante en que lo estaba haciendo apareció, procedente de la esquina más cercana, otra mujer, pero ésta era muy vieja, curvada, caminaba ayudándose con un bastón.
Confusamente, porque no le daba la vista mayores alcances, se dio cuenta del gesto del muchacho. Se detuvo atenta, lo vio luego levantarse, inclinar la cabeza, como si recitase una oración por el descanso de los infortunados infantes, que, aunque esa sea la costumbre, no nos atreveremos a desear eterno, por habernos fallado la imaginación cuando, una sola vez, intentamos representarnos lo que podría ser eso de descansar eternamente. Jesús acabó su responsorio y miró alrededor, muros ciegos, puertas cerradas, sólo se veía, allí parada, una vieja muy vieja, vestida con una túnica de esclava y apoyada en su bastón, demostración viva de la tercera parte del famoso enigma de la esfinge, cuál es el animal que anda a cuatro patas por la mañana, dos por la tarde y tres al anochecer, es el hombre, respondió el expertísimo Edipo, no se le ocurrió entonces que algunos ni al mediodía consiguen llegar, nada más en Belén, de una sentada, fueron veinticinco. La vieja se fue acercando, acercando, y ahora está delante de Jesús, agacha el cuello para verlo mejor y pregunta, Buscas a alguien, El muchacho no respondió en seguida, en verdad no andaba buscando a persona alguna, las personas que había encontrado estaban muertas, aquí, a dos pasos, ni se podría decir que fueran personas, unas criaturas de pañales y chupete, llorones y babeantes, de pronto la muerte llegó y los convirtió en gigantescas presencias que no caben en nichos ni osarios y, todas las noches, si hay justicia, salen al mundo mostrando las heridas mortales, las puertas por donde se les fue la vida, abiertas a tajos de espada, No, dijo Jesús, no busco a nadie. La vieja no se retiró, parecía esperar a que él continuase, y esa actitud sacó de la boca de Jesús palabras que no había pensado decir, Nací en esta aldea, en una cueva, me gustaría ver el sitio. La vieja retrocedió un difícil paso, afirmó la mirada cuanto pudo y, temblándole la voz, preguntó, Tú, cómo te llamas, de dónde vienes, quiénes son tus padres. A una esclava sólo responde quien quiera hacerlo, pero el prestigio de la última edad, incluso siendo de inferior condición, tiene mucha fuerza, a los viejos, a todos, se les debe responder siempre, porque siendo ya tan poco el tiempo que tienen para hacer preguntas, extrema crueldad sería dejarlos privados de respuestas, recordemos que una de ellas bien pudiera ser la que esperaban. Me llamó Jesús, vengo de Nazaret de Galilea, dijo el muchacho, que no anda diciendo otra cosa desde que salió de casa. La vieja avanzó el paso que había retrocedido, Y tus padres, cómo se llaman, Mi padre se llamaba José, mi madre es María, Cuántos años tienes, Voy por los catorce.
La mujer miró a su alrededor como si buscara donde sentarse, pero una plaza de Belén de Judea no es lo mismo que el jardín de San Pedro de Alcántara, con bancos y vista apacible al castillo, aquí nos sentamos en el polvo del suelo o, en el mejor de los casos, en el umbral de las puertas o, si hay una tumba, en la piedra que se deja al lado de la entrada para el reposo y desahogo de los vivos que vienen a llorar a sus seres queridos, o incluso, quién sabe, de los fantasmas que salen de sus tumbas para llorar las lágrimas que sobraron de la vida, como es el caso de Raquel, aquí tan cerca, en verdad está escrito, es Raquel quien llora a sus hijos y no quiere ser consolada porque ya no existen, no es preciso tener la astucia de Edipo para ver que el sitio condice con la situación y el llanto con la causa. La vieja se sentó trabajosamente en la piedra, el muchacho hizo un gesto para ayudarla pero no llegó a tiempo, los gestos no totalmente sinceros llegan siempre con retraso. Te conozco, dijo la vieja, te equivocas, respondió Jesús, yo nunca estuve aquí y tú nunca me viste en Nazaret, Las primeras manos que te tocaron no fueron las de tu madre, sino las mías, Cómo es posible esto, mujer, Mi nombre es Zelomi y fui tu comadrona. En el impulso de un instante, demostrándose así la autenticidad caracteriológica de los movimientos hechos a tiempo, Jesús se arrodilló a los pies de la esclava, vacilando inconscientemente entre una curiosidad que parecía a punto de recibir satisfacción y un simple deber de cortesía, el deber de manifestar reconocimiento a alguien que, sin más responsabilidad que haber estado presente en la ocasión, nos extrajo de un limbo sin memoria para lanzarnos a una vida que nada sería sin ella.
Mi madre nunca me habló de ti, dijo Jesús, No tenía por qué hablar, tus padres aparecieron por casa de mi amo pidiendo ayuda y como yo tenía experiencia, Fue en el tiempo de la matanza de los inocentes que están en la tumba, Sí, y tú tuviste suerte, no te encontraron, Porque vivíamos en la cueva, Sí, o quizá porque os habíais marchado antes, eso no llegué a saberlo, cuando fui a ver si os había pasado algo, encontré la cueva vacía, Te acuerdas de mi padre, Sí, me acuerdo, era entonces un hombre joven, de buena figura, buena persona, Ha muerto ya, Pobre hombre, qué corta le salió la vida, y tú, siendo primogénito, por qué has dejado a tu madre, supongo que todavía estará viva, He venido para conocer el lugar donde nací y también para saber más de los niños que fueron asesinados, Sólo Dios sabrá por qué murieron, el ángel de la muerte, tomando figura de unos soldados de Herodes, bajó a Belén y los condenó, Crees que fue voluntad de Dios, Sólo soy una esclava vieja, pero, desde que nací, oigo decir que todo cuanto ocurre en el mundo, incluso el sufrimiento y la muerte, sólo puede suceder porque Dios antes lo quiso, Así está escrito, Comprendo que Dios quiera mi muerte uno de estos días, pero no la de unos niños inocentes, tu muerte la decidirá Dios a su tiempo, la muerte de los niños la decidió la voluntad de un hombre, Poco puede la mano de Dios si no basta para interponerse entre el cuchillo y el sentenciado, No ofendas al Señor, mujer, Quien como yo nada sabe no puede ofender, Hoy, en el Templo, oí decir que todo acto humano, por insignificante que sea, interfiere la voluntad de Dios, y que el hombre sólo es libre para poder ser castigado, No es de ser libre de donde viene mi castigo, sino de ser esclava, dijo la mujer. Jesús se calló. Apenas había oído las palabras de Zelomi porque el pensamiento, como una súbita hendidura, se abrió hacia la ofuscadora evidencia de que el hombre es un simple juguete en manos de Dios, eternamente sujeto a hacer sólo lo que a Dios plazca, tanto cuando cree obedecerle en todo, como cuando en todo supone contrariarlo.
Caía el sol, la sombra maléfica de la higuera se acercaba. Jesús retrocedió un poco y llamó a la mujer, Zelomi, ella alzó con dificultad la cabeza, Qué quieres, preguntó, Llévame a la cueva donde nací, o dime dónde está, si no puedes andar, Me cuesta caminar, sí, pero tú no la encontrarías si yo no te llevase, Está lejos, No, pero hay otras cuevas y todas parecen iguales, Vamos, Pues sí, vamos, dijo la mujer.
En Belén, las personas que aquel día vieron pasar a Zelomi y al muchacho desconocido se preguntaron unas a otras de dónde se conocerían. Nunca llegarían a saberlo, porque la esclava guardó silencio los dos años que aún tuvo de vida y Jesús no volvió nunca a la tierra donde nació. Al día siguiente, Zelomi regresó a la cueva donde dejó al muchacho. No lo encontró. Contaba con que iba a ser así. Nada tendrían que decirse si todavía estuviera allí.